ROBERTO VINCE
Es un poeta argentino nacido en Paraná el 14 de febrero 1969, pero creció en San Nicolás (Pcia de Bs.As.); actualmente reside en Rosario desde hace más de veinte años. Ha publicado poemas en las revistas Boga y En Voz Alta y poemas suyos fueron seleccionados para una antología de poetas rosarinos.
FUMADORAS
Ana ocupa un escritorio
en la oficina de personal
de una repartición pública.
A media mañana
baja dos pisos con Stella para fumar.
Stella es una compañera de trabajo.
Ni un encuentro casual
en el supermercado
o en la cola de un banco.
Stella habla de comida macrobiótica.
Ana dice algo sobre su madre,
una mujer grande con la cadera rota.
Ana la cuidará hasta el final,
como cuidó a su marido.
No tiene hijos.
Stella comenta acerca del nuevo perfume
de una actriz norteamericana.
Ana recuerda una vieja película,
una historia de amor entre
un alcohólico y una prostituta.
Él sólo quiere una cosa de ella
que nunca le pida que deje de tomar.
Stella cuenta sobre una serie
de televisión: Sex and The City,
A Stella le gusta hablar de Hollywood.
Ana es capaz de sostener una conversación sin escucharla.
¿Era ése el argumento?
Piensa en recuerdos deformados por el tiempo.
Apagan los cigarrillos en la tierra
de un ficus espeso abonado con colillas.
Suben las escaleras que las devolverán al trabajo.
Se agitan. Dicen algo acerca de dejar de fumar.
Ana se acomoda en su escritorio.
Llenará planillas, revisará contratos
ordenará archivos.
Hasta el próximo cigarrillo.
BEDFORD
Ocupábamos una pieza
en la hilera de cinco.
Compartíamos el baño,
la pileta de lavar,
la soga para colgar la ropa.
Y nada más.
Los hombres siempre estaban trabajando
durmiendo o en el bar.
Los chicos del inquilinato
jugábamos a la pelota
en un baldío que daba al fondo.
Todos hijos de provincianos
que escapaban del hambre y veían
futuro en ciudades con fábricas.
Se jugaban fuerte los partidos
que terminaban siempre en pelea.
Entonces las madres se metían
y nos usaban como excusa
para zanjar cuestiones personales,
cosas pendientes: alguna que ocupaba
demasiado lugar en la soga,
otra que demoraba en el baño,
ruidos, gritos, discusiones a deshora.
Por las tardes salíamos a cazar con gomeras
en zonas arboladas entre el barrio incipiente.
Nos daba lo mismo matar pájaros,
el estruendo de las puertas de chapa,
la iluminación de las bocacalles.
Algunas siestas llegábamos hasta el arroyo
para nadar un rato y esperar
arriba del puente de hierro
el paso del tren
para sentir la vibración
en las cajas metálicas de la estructura.
Pero lo que más me gustaba
era pasar las horas en el bar de Martínez.
El viejo era el dueño de la pensión
y del veintidós
que nunca se le caía de la cintura.
El bodegón era una construcción alta y maciza
con paredes de treinta sin revocar
enclavada delante de la fila de piezas.
Los hijos no me salieron buenos, decía
y me revolvía el pelo y hablaba de la vida
como si de alguna manera apostara
por mi, como si lo pasado pudiera
deshacerse o reparar.
Por unas monedas le daba una mano.
Gancia con capuchón!
y me acercaba el vaso con el aperitivo
y yo le ponía un toque de Fernet.
Un Paraná con boya!
y yo servía un vaso de agua con hielo
para el viejo Roque
que era lo que siempre pedía
antes del primer whisky.
Un día
por alguna razón
nos mudamos. Bien temprano
cargamos las cosas en un Bedford
y nos fuimos
con la noche todavía encima
atrás de algo prometedor.
CÍRCULO DE SAL
Una babosa encerrada en un círculo de sal
a la sombra de cuatro chicos
bajo el sol de enero
esperando que la presa sienta el cerco.
Cuando el bicho estuvo quieto, el líder esparció
una lluvia de sal sobre el cuerpo tieso.
Por reacción química empezó a retorcerse,
una combustión ardiendo en la carne viva.
Aún se movía,
cuando alguna otra cosa
les despertó interés.
TAPIALES
Tenía cuatro, cinco años.
Su padre cambió el alambrado
que separaba el patio de la casa
de los fondos vecinos
por un tapial de ladrillos.
Sacó el tejido y lo envolvió,
formando un rollo abultado.
Una tarde jugaba con un auto de plástico,
lo iba deslizando por las superficies del patio.
Cuando llegó al tejido de alambre envuelto,
se le soltó el auto y se metió dentro del rollo.
Intentaba sacarlo cada día pero lo empujaba más
hacia el centro. Cuando se hizo imposible
alcanzarlo se limitó a observar.
Se quedaba horas.
Con el tiempo perdió el interés. Y saltó el tapial.
LAS HORAS
Veía caer las horas muertas de la noche, a través de la ventana de la habitación del sanatorio. Desde allí1 podía observar cómo el reloj inglés de la torre de la estación de trenes casi en desuso le daba forma al tiempo. La verdad que el tiempo es relativo, pensó, una hora puede resultar días para el que espera. Al lado de él, su esposa dormía un profundo sueño de calmantes para el dolor y de sedantes. La cirugía estaba programada para las diez de la mañana. Él ya había firmado los papeles de rigor que deslindaban responsabilidades a los médicos, por si sucedía lo que nadie esperaba que pase.
Había pedido unos días de licencia en el trabajo, para poder acompañarla durante el post operatorio. No hubo problemas por eso. Se trataba de un trabajo de ventas por comisión No vende, no cobra.
Acá el sueldo se lo hace uno, no hay techo para ganar, le había dicho el gerente.
Comenzaron los primeros colores de la mañana. Era una suerte que la ventana diera al amanecer. Dios me tiró un hueso, dijo en voz baja. En verdad, nunca había creído demasiado en Dios, pero en ese
momento optó por la fe. No hay mucho a qué aferrarse en lugares como esos.
Con precisión quirúrgica la llevaron a las diez a la sala de operaciones. Sería una cirugía larga y difícil. No llevaría menos de cinco horas, según lo previsto.
El cirujano salió antes de lo pensado. Le explicó que el tumor se extendía hasta una zona vital, lo que hacía imposible extirparlo. Algo que no había salido en los estudios. La llevarían unas horas a terapia. Después la bajarían a la sala. En breve, le darían el alta.
Volvió a la habitación. Le cambió el agua al florero y humedeció las siemprevivas. Después fue hasta la ventana. Apoyó la frente en el vidrio y clavó la vista en algún punto de la nada.
Afuera el sol caía de lleno sobre la ciudad, con la fuerza perpendicular del mediodía.
En el reloj inglés, daban las doce.
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