martes, 24 de junio de 2014

SADY ZAÑARTU [12.021]


Sady Zañartu

Sady Zañartu Bustos (Taltal, CHILE    6 de mayo de 1893 - 5 de marzo de 1983), fue un escritor chileno, que creó obras enmarcadas dentro de criollismo, el anecdotario histórico y la valoración nacionalista de lo patrio. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura de su país el año 1974.

Sady Zañartu nació en el puerto de Taltal. Sus padres, Víctor Zañartu y Edelmira Bustos, eran hacendados en el valle de Copiapó y durante una buena parte de sus vidas se dedicaron, también a la minería. Desde muy joven se traslada a Santiago, motivado por una pasión investigadora de mayores conocimientos y un espíritu alerta a las corrientes literarias. Él mismo dice de su vida:

Empecé a escribir cuando hice el servicio militar, a los veinte años. En mi salida a campaña envié crónicas al diario La Mañana. Estas crónicas de campaña las reuní en 1915, y edité el libro Desde el vivac.
Sady Zañartu
Por esta fecha escribe el himno oficial del Regimiento Buin, que le dará celebridad. De aquí le viene, tal vez, su afán por los temas patrios, las relaciones históricas y los motivos de trayectoria nacional. Revisa archivos, consulta documentos, lee cuanto material acerca de un tema le interesa, habla con la gente, viaja a los lugares mismos de los hechos y acontecimientos. Nada puede faltar a su verdad, a la exactitud de sus propósitos, a la fidelidad de su quehacer literario. Tal es su trabajo de toda una vida: "Así se va adquiriendo el hábito de trabajar en la historia", dice.

Fue director de la revista Zig-Zag, durante los años 1925-1929. Colaborador de los diarios La Nación y Los Tiempos. Tuvo una activa labor en la publicación de la Gaceta Literaria el año 1944. Por su destacada obra de escritor y periodista recibió el Premio Atenea de la Universidad de Concepción.

El famoso crítico chileno Omer Emeth decía comentando la novela La sombra del corregidor, de 1927:

Con cuatro o cinco novelas como la de Sady Zañartu podríamos estudiar muy bien la historia de Chile.
Omer Emeth acerca de Sady Zañartu

Un Premio Nacional polémico

La entrega del Premio Nacional de Literatura a Zañartu en 1974 levantó suspicacia y polémica. El contexto de histórico de la premiación eran los primeros años de la Dictadura Militar, por lo que circuló ampliamente la opinión de que se le entregaba el premio al escritor, considerado por algunos como un autor menor, por ser uno de los pocos intelectuales cercanos al régimen recién instaurado.

Para los críticos, la entrega del galardón a Zañartu y la posterior premiación del ingeniero Arturo Aldunate Phillips, autor de ensayos de divulgación científica, o del filólogo Rodolfo Oroz, cuya obra más conocida era un Diccionario escolar de la lengua castellana, constituyeron los epítomes del desprestigio del Premio Nacional en aquel período.

En defensa de su decisión el jurado argumentó:

"El almirante fue bien claro en precisar los motivos de la unanimidad. 1. Por su dilatada y fecunda actividad literaria durante 54 años. 2. Su perfil de chilenidad a través de sus obras como La sombra del corregidor y otras, que llegan a un total de 20 libros estéticos e históricos. 3. En mérito al rescate de los grandes valores nacionales y porque Sady Zañartu, a sus 82 años de edad, sigue en plena actividad artística".


Obras

Desde el vivac, 1915.
Sor Rosario, 1916.
La danzarina del fuego, 1918.
La sombra del corregidor, 1927.
Llampo brujo, 1933.
Lastarria, el hombre solo, biografía, 1938.
Chilecito, cuadros regionales, 1939.
Mar hondo, reminiscencias, 1942.
El Tile viejo y sus cuentos, cuentos, 1963.
Tomelonco, poema agrario, 1968.
Color América, cuentos, 1969.




EL VARGÜEÑO

Sobre un fondo de capa ocupa este vargüeño
una de las testeras del viejo caserón
lo trajo de regalo un señor limeño
con una Inmaculada Señora Concepción.

Sirvió para guardar onzas de oro y encajes
de Flandes, perlas de India y una capa coral.
Su vida cortesana no cede a los herrajes,
y conserva más de unsecreto virreinal.

La tapa del vargüeño señala con porfía
una coraza - copia de real armería -
en cuyos eslabones tiembla Dios Satán.

Y en aportillado terciopelo morado,
con el escudo de armas, campea acuartelado
sobre antiguos trofeos, una cruz de San Juan.







Desde el vivac
Autor: Sady Zañartu
Santiago de Chile: Impr. Central, 1915

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1915-04-05. AUTOR: OMER EMETH

Este es libro para soldados, “en que no hay nada de estrategia ni de abrigos contra el fuego y la vista; libro que sabe de la vida trashumante del soldado, cuando al echarse a caminar en una marcha, olvida la fatiga y el polvo del camino y se echa a cantar”.

Divídese en dos partes: “Papeles en la mochila” y “De mis horas de guarda”. De todas sus páginas, prosa y versos, mana buen humor varonil, alegría de vivir y de servir a la patria. “Su lectura, dice el señor coronel Moore, es muy recreativa y deja en el ánimo la impresión de la verdadera vida del vivac. Como lectura para la tropa del Ejército la considero muy conveniente”.

Más agradable aún sería este libro si, en una segunda edición, el autor gastase mayor cuidado en la corrección de los errores tipográficos y eliminase, entre otros vocablos, los siguientes:

“Desminorar”: “En los polígonos la puntería no desminora de fama.” “Desminorar” no existe en el Diccionario, y si existiese, significaría lo contrario de lo que significa en la pág. 8.

“Degenerar” no es verbo activo. No puede decirse: “Ustedes… todo lo degeneran en chacota” (pág. 9).

“Salve”. “Por cierto que hace el salve de los transplantados de Blest Gana” (pág. 37). No hay más “salve” en el Diccionario que la “Salve”, es decir, la conocida oración a la Virgen. Solo hay “salvedad”, “excepción”, etc.



Santiago Antiguo
Autor: Sady Zañartu
Santiago de Chile: Impr. Universitaria, 1919


CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1919-08-19. AUTOR: OMER EMETH
Según Augusto Comte, “el mundo de los vivos es más y más gobernado por los muertos”. Esta máxima fundamental del positivismo se cumple en diversas maneras y en todos los campos de la actividad humana. Hasta los más descabellados revolucionarios le prestan obediencia sin quererlo ni saberlo. Y es curioso comprobar la magnitud de la deuda que tienen contraída para con los muertos aquellos precisamente, que se precian de ser “hijos de sus propias obras…”

Entre estos últimos, los hay de una magnitud y originalidad colosal; ejemplo, Napoleón. Y sin embargo, examinada a la luz de sus antecedentes históricos, la maravillosa carrera de un Napoleón aparece tan dominada por los muertos como la de un hombre vulgar.

Hermoso tema para un historiador filósofo, sería el explicar el nacimiento de la fuerza napoleónica, su desarrollo, sus éxitos y su fracaso, “en función” del pasado francés, es decir, del gobierno de los muertos; ¡qué tema y cuán provechosas serían las enseñanzas que de él podríamos deducir!

Pero más útil sería para nosotros la tarea de demostrar que hoy mismo los muertos gobiernan a Chile, es decir, que cuanto viene sucediendo en este país es conclusión de un silogismo cuyas premisas fueron establecidas por los antepasados próximos y remotos.

Baste por ahora enunciar aquí los fundamentos en que descansa aquella doctrina, o sea, la ley de la herencia, la ley de la imitación y la ley del amor. Por más progresistas que pretendamos ser, estamos sometidos a la triple ley del amar, imitar y obedecer al pasado, porque el pasado es nuestro padre y nuestra madre, nuestras escuela y el depósito de la experiencia secular, sin la cual no se concibe que puedan nacer ni desarrollarse la civilización y la ciencia. Somos, pues, ante todo, herederos y continuadores de los muertos y esta es la razón por la cual el pasado despierta tanto interés en nosotros, tan pronto como empezamos a concebir que se lo debemos todo a él.



***

De ahí nuestro empeño en buscar y conservar los documentos y monumentos del pasado. De ahí que, al leerlos o al contemplarlos, nos sintamos conmovidos como si, ante nosotros, surgieran visibles las almas de los muertos…

Toda tierra habitada desde antiguo (es decir, aquella en que abundan los muertos), está impregnada en historia… Detrás de cada piedra, entre los pliegues de cada papel antiguo, está un muerto que espera una señal nuestra para resucitar y hablarnos del pasado.

Esto, más de una vez lo he experimentado aquí, en Chile, recorriendo las calles de la capital después de leer las obras de los modernos historiadores chilenos, Iltmo. Y Rvmo. Señor Errázuriz y señor Tomás Thayer Ojeda. Si, a mí, aunque extranjero, me salen al encuentro los muertos en la misma Plaza de Armas, porque, al atravesar por ella recuerdo las escenas históricas que allí se desarrollaron en cuatro siglos, ¡qué no les acontecerá a los historiadores mismos en sus paseos por esta ciudad tan impregnada en historia! Cada paso será una evocación… Ellos mejor que nadie percibirán el alcance de la frase bíblica: “Si los hombres callaren, las piedras hablarán”.

Evocar el pasado es propio de todo hombre inteligente: pero nadie lo evoca mejor que un poeta cuando es a la vez historiador.

Por cierto, al decir historiador no pretendo insinuar que el poeta haya de ser un profesional de la historia, solo quiero significar que, para evocar el pasado le es menester haber vivido en prolongado e inteligente contacto con él. Para que el poeta se vuelva evocador, no le basta dar una rápida ojeada a cronistas e historiadores chilenos; es necesario, además, un detenido estudio de la psicología de los muertos, de sus ideas, creencias, leyes, hábitos, trajes, casas, muebles, etc., etc.

Antes de evocar una “Procesión de la Sangre” como la que figura en “Santiago Antiguo”, es menester penetrar en el secreto de las conciencias cristianas de todos aquellos que llevaron vela en ella, secreto que se halla explicado en los libros místicos con que alimentaban estos hombres su vida espiritual…

En una palabra, el evocador del pasado debe poseer un hondo y extenso conocimiento no solo de las artes sino también de las almas antiguas.

He ahí que, en este libro, el señor Zañartu no logre, a mi parecer, evocar al Antiguo Santiago con todo el vigor que podía desearse.

Mucho sabe de muebles y trajes, pero de almas sabe poco. Su ciencia es de coleccionista y martillero, no de historiador: lo que le interesa es el “bric-a-brac” de la historia y no el alma del pasado. He ahí como explico yo el imperfecto éxito de sus mejores evocaciones.

Ejemplo, entre otros muchos su soneto “A un Cristo Quiteño”. Leámoslo primero y, en seguida, hallaremos en él la prueba de lo que acabo de decir.



A un Cristo Quiteño

Este Cristo quiteño, clavado en un madero,
y los pies por el suelo torcidos de dolor,
presidió las visiones de un hombre huraño y fiero
que excluyó de sus ojos la esperanza de amor.

Si en las noches regreso, puesto a un lado el sombrero,
y una calaverada esconde mi rubor,
e su tosco tallado muestra un gesto severo
y se ennegrece el rostro de sangre y de terror.

He mirado su cuerpo caliente y fatigado,
no es de mármol ni plata el color que ha tomado
y fluctúa en su carne un extraño fulgor.

Este Cristo quiteño bien hace un juego, entonces,
con los dos candelabros reputados de bronce
y que están a ambos lados como guardias de honor.




¡Qué contraste! En los ocho primeros versos, parece hablar un poeta, aunque difícilmente logra dar forma a su impresión. Cansado tal vez de su estéril esfuerzo cede en los seis últimos, la palabra a un martillero…

El poeta se ruboriza al percibir el gesto severo del Cristo Quiteño que le reprocha su calaverada; pero ahí acábase la poesía. Luego recobra el “bric-a-brac” su imperio…

Esa sangre, ese terror pierden todo significado espiritual. El poeta “mira su cuerpo caliente y fatigado”, mas no se compadece ni se compunge. No… De esa mirada resulta que el fulgor de ese Cristo no es de mármol, ni de plata… Y la conclusión es de coleccionista y martillero: “Este Cristo quiteño bien hace juego, entonces, con los dos candelabros repujados de bronce…” Voilá!

Así como esta son las demás evocaciones en “Santiago Antiguo”: intentos que empiezan bien y terminan mal, que empiezan bien y terminan mal, que empiezan con poesía y terminan en prosa.

El señor Zañartu no ha vivido en largo e íntimo contacto con el pasado. Su obra es una tentativa prematura que solamente para los verdaderos conocedores de “Santiago Antiguo” tendrá algún interés. Para los demás, será un mero catálogo de posibles evocaciones.

Véase, por ejemplo, “La Plata Real” y dígaseme si ese centro y corazón de “Santiago Antiguo” es evocado como pudo serlo. Allí se habla de desfiles guerreros, del rollo  y de la cruz, de corridas de toros, y hasta de un auto de fe que jamás se celebró en aquel sitio ni en parte alguna de Chile, puesto que a este país le tocó en suerte no poseer un tribunal de la Inquisición.

Esa enumeración constituye un esquema, un catálogo, un “menú” (o minuta, como dice la Real Academia), más no una evocación. Aquello (y son muchos) que nada saben de rollo, de corridas de toros ni de autos de fe, nada verán en aquel poema.

Es menester empezar de nuevo. El autor de este libro es joven e inteligente; podemos, pues, esperar que, con un detenido estudio del alma antigua unido a minuciosas investigaciones en los dominios del arte colonial, llegará a ser evocador del pasado chileno.

A esos estudios históricos será menester que agregue otros en los cuales la gramática y el léxico tendrán la mejor parte. Porque, dicho sea de paso, el señor Zañartu parece no poseer a fondo su idioma.

La necesidad de rimar le induce en errores de vocabulario verdaderamente extraños. Así, por ejemplo, no ha de saber a punto fijo el significado de “penates”, puesto que empieza y termina un poemita con estos versos:



“Una escena. Dos magnates
de muy limpia tradición
han alzado los penates
en un sucio callejón…”



Y lo termina repitiendo los tres primeros versos con más el siguiente:

“dándose… un estrellón”.

Los “penates” están ahí para rimar con magnates; pero no hay alzamiento alguno de penates (es decir, mudanza de domicilio) sino simplemente el encuentro de dos hombres en la puerta de una casa…

Estudiar, pues, dar tiempo al tiempo: este será el remedio… En algunos años más el autor de este libro, conociendo mejor el pasado, podrá evocar realmente a esos muertos bajo cuyo imperio más y más vivimos cada día.




CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1919-10-01. AUTOR: ELIODORO ASTORQUIZA
El autor de este libro suele con frecuencia no escribir correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada. Soy tan poco aficionado a formar cuestión por los errores gramaticales, que no me detendría un solo instante en los del señor Zañartu si no fuera que, en mi sentir, estos ya pasan los límites de lo tolerable.

En lo que casi nunca logra acertar el autor de “Santiago antiguo” es en el uso del “que” y un escritor que no conozca el empleo de esta palabra, es como un hortelano que ignorase el uso del azadón. El “que” es, como quien dice, el azadón de la escritura. Apenas habrá una frase en que sea posible prescindir de él.

El señor Zañartu escribe: “A pesar que esos tiempos iban como tortugas”, “el día que la niña soñó ser abadesa”, “y antes que llegue el resplandor”, “no quiero ser aquel guitarrero, que todo se le iba en puntear y puntear”, y en otra parte:


“Plaza que en las tardes refleja la estrella
de la cruz divina, de la cruz del sur
y que en sus portales de la Sierra Bella
se siente un aroma de patio andaluz”.


Más allá:


“Yo las quiero como a mi madre
por sus manitas hacendosas,
que hace días unas coronillas 
me dieron miel de muchas rosas”.


¡Entienda el que pueda! Me imagino que don Salvador Sanfuentes, que no ignoraba el idioma, no habría aceptado, de estar vivo, que los versos suyos sirvieran de prólogo a una obra en que la lengua sale tan maltratada. Tal vez menos habría aceptado que el señor Zañartu tomara las ocho primeras estrofas de su poema “El campanario”, y las pusiera a la cabeza del libro con el título de “Proemio Lírico”, sin indicar que esas estrofas son apenas el comienzo del comienzo del referido poema, que, por añadidura, no es lírico, sino que podría ser cualquier otra cosa: o épico, o narrativo, o dramático.

De todos modos, es de felicitarse de que, aun contra la voluntad presunta de Sanfuentes, el señor Zañartu haya reproducido sus octavas, y hasta es de lamentar que no haya dedicado el libro entero, o gran parte de él, a copiar “El campanario”. Es una obra algo olvidada, con mucha injusticia. Está escrita en versos admirablemente fáciles e ingeniosos, y, como evocación de la época colonial, no existe tal vez en nuestra poesía nada que lo iguale. ¿Quién puede aburrirse leyendo estrofas como aquella tan conocida?



“Cuando el siglo dieciocho promediaba
cierto marqués vivía en nuestro suelo,
que las ideas y usos conservaba
que le legó su castellano abuelo;
quiero decir que la mitad pasaba
de su vida pesando en irse al Cielo:
hombre ejemplar y de costumbres puras,
aunque en su mocedad hizo diabluras”.



El señor Zañartu ha querido, pues, seguir las huellas de Sanfuentes; ha querido resucitar el pasado colonial, o, más concretamente, la colonia del siglo XVIII. El señor Zañartu es ardiente admirador de la época y quiere rehabilitarla. Él estima que este periodo “ha sido juzgado muchas veces por las pasiones y tonterías del presente”. ¿Qué es, pues, la colonia? Es, según el señor Zañartu, una época:


“de amor y religión,
de honor y sentimiento”.


Perfectamente. Pero, ¿por qué extraña inconsecuencia el señor Zañartu nos pinta una colonia en que no hay amor, ni religión, ni honor, ni sentimiento, sino únicamente pequeñeces como las que hoy día ocurren en cualquier pueblo chico de nuestro país? El señor Zañartu ha pretendido hacer obra de enamorado, y resulta haciendo obra de ironista. Su colonia es una cosa insignificante, pueril y tal vez ridícula.

Lo que en la colonia llama la atención del señor Zañartu, son acontecimientos como estos: que la gente se recogía en verano a las diez y en invierno a las nueve; que se jugaba la carga burro al calor del brasero; que se tomaba mate con azúcar tostada; que las monjas hacían bizcochos como de mano… de monja; que a las visitas se les servía mistela; que había en aquel entonces mulatos y negros; que la gente creía en ánimas; que doña Teresa Velásquez se dio de bofetadas con una señora Zárate, por pleitos de sirvientes; que existían “chinganas”; que dos señores llevan a tal punto la distinción y la cortesía que se quedan horas delante de una puerta, porque ninguno de ellos quiere entrar primero; etc., etc.

Estos y otros detalles pueden ser pintorescos y servir para formar el ambiente de hechos o escenas; pero tomados, cual lo hace el señor Zañartu, como materia principal, como lo que da la medida del alma de la colonia, como lo que a él lo ha inducido a amar y comprender aquella época, no cabe negar dos cosas: que el señor Zañartu se contenta con poco y que el alma de la colonia es bien pobre.

Como una muestra de los asuntos que explota el autor y de la manera de tratarlos, reproduciré el soneto titulado: “Botijas sin mosto”.



“Estas rojas botijas de la mejor arcilla,
con los brazos grotescos puestos a la ligera,
fueron hechos por una famosa alfarera
de los campos vecinos, cerca de Melipilla.

Y si ellas en el suelo están medio enterradas
es porque la bebida consérvase exquisita.
(Hace tiempo, refiere un padre jesuita
que hacen así los indios con su chicha aromada).

Mi abuelo en sus bodegas, las botijas de greda
conservó con el mosto. Y a la hora de queda
su sorbo dulce y largo solía saborear.

Pero a su pobre nieto, como único consuelo,
le dejó las botijas vacías en el suelo,
¡que el mosto al otro mundo se lo supo llevar!”



Eso en cuanto al vino en la colonia. Pasemos ahora a otro soneto que se refiere al chocolate. Parece que en aquel tiempo, de amor y sentimiento, las bebidas y los comestibles tenían, sin embargo, una importancia enorme.



“¿Qué no ves que la misa me ha secado el gaznate?
Decía en tono afónico el sacristán mayor;
Antonia, mucha espuma tiene este chocolate,
las monjas capuchinas lo dejaban mejor.
Bien sabía la vieja mulata que lo bate
que si disminuía la espumita, el señor
diría: “poca espuma tiene este chocolate,
las monjas capuchinas lo dejaban mejor”.
Aunque muestra el muy pícaro una risa vedada
que […] su nariz, colocada
sobre el vaso aromático que despide el limón.
Mientras sigue sumiendo en el líquido hirviente,
junto con su bocaza desplomada de dientes,
una y otra tostada del fondo del tazón”.


Decididamente, la colonia es bien poco interesante, si hemos de guiarnos por el señor Zañartu.



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