JAVIER VERGARA HUNEEUS
Javier Vergara Huneeus (Santiago de Chile, 1907 - 1977). Dramaturgo, poeta, periodista y abogado. Publicó dos obras de teatro: “Bambalinas” e “Instituto de belleza”. Fue director de la agrupación cultural “Pro-Arte” y del Instituto Chileno Francés de Valparaíso. Publicó cuatro libros de poesía: “Breviario del buen amor” (1939), “Viento en las jarcias” (1940), “Tiempo sin tiempo” (1964) y “Vida segura” (1977).
DE MAR Y CIELO, MIA
De mar y cielo, mìa, de claroazul inmenso,
de inmenso mar de pétalos, ahora.
Yo no sé cómo hablarte de tanto mar y cielo,
de tan dulce dulzura de tenerte conmigo.
Ya no hay más claroazul que el de tus ojos,
ya no hay más en el cielo que tu vuelo,
gaviota, acariciando mis espumas
anhelantes del aire de tus alas,
de tanto amor, mi amor enamorado
de claroazul inmenso, de mar y cielo, mia.
Viento en las jarcias
Autor: Javier Vergara Huneeus
Santiago de Chile: Nascimento, 1940
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1940-10-27. AUTOR: CARLOS RENÉ CORREA
Hermoso título el de este libro de poemas que lleva la firma de un escritor que por primera vez reúne su labor poética. “Viento en las jarcias” nos sugiere las rutas marinas de un viaje de aventuras; nos pone en contacto con los misterios del mar y de los hombres que a él se entregan… Mundos desconocidos bajo las aguas, floraciones exóticas, peces de luces… ”Viento en las Jarcias” en la noche del océano, bajo las estrellas” jarcias que conocen las gaviotas, que azotan los vientos del mar como si fuesen látigos en manos de capitanes legendarios.
El poeta ha sido marino desde la tierra y se ha entregado a este lírico viaje como un niño, con limpia imaginación y puro deseo de encontrarse con la gran aventura; de conocer ese fabuloso rincón del mar en donde habita, acaso una luna encantada…
De todo estoy hay en esta obra de Javier Vergara Huneeus, quien después de dedicarse al teatro y de haber entregado a la curiosidad del público unas “bambalinas”, convencido de que su misión es nobilísima, entrega hoy estos poemas revelan la delicadeza del espíritu de su autor, la emotiva visión de las cosas y su anhelo de purificación, de hallazgos y de cierta dulzura y sugerencia casi infantil.
Es este libro un diario de horas; reminiscencias y anhelos de fervor artístico que casi siempre se cumplen con éxito. El poeta ha trabajado con laboriosa dedicación sus poemas que se ofrecen como cajas de perfumes.
La poesía de Vergara Huneeus, subjetiva y sentimental, dice siempre algo, busca más allá de sí misma y nos abre el sortilegio de un viaje imaginario, mientras cuenta del “Viento en las Jarcias”:
“Hiende, barco, el azul
en la ruta del vellocino de oro
que no existió jamás.
Como un viento de luz,
enarcan mi velamen las canciones
de Ulises y Simbad.
Hiende, proa, el azul;
has la bárbara fiesta de la espuma
con el sobre el mar;
cúbrete con el tul
que tiende en los océanos la luna,
como un velo nupcial.
Rumbo a la Cruz del Sur.
Flamea en la mesana mi bandera
abrazada al mistral.
Bajo la noche azur,
deja una trizadura de luciérnagas
mi barco sobre el mar”.
Javier Vergara Huneeus ha cogido todos los elementos necesarios para que el poema sea elegante a la vez que sencillo, claro y sugerente. Como un artífice ha cincelado sus versos que ha echado a navegar en su velero…
El poeta tiene mucho que contar; su alma de juglar canta y narra; nos dice de “la ruta de Ceilán”, escribe el “diario de bitácora” en romance puro, limpio que así empieza:
“El Capitán del “Albatros”,
goleta filibustero,
en su diario de bitácora,
escribió de esta manera:
“El veinticinco de Mayo
de mil setecientos treinta,
un fuerte alisio me trajo
a un puerto de almas en pena,
que no aparece en las rutas
de mis cartas marineras”.
Este poeta ha recogido el nombre fantasma de “El Caleuche” para tejer las leyendas del barco pirata que en los mares del sur encendía su ruta fantasma. Dice:
“Medianoche, Plenilunio.
Golfo de Reloncaví,
bajo la luna de Junio,
terso de plata y zafir.
Leve brisa.
Pleamar.
Cantarina
Soledad.
Velero en cuarenta y uno
grado austral de latitud,
navegando a siete nudos
con rumbo al Puerto de Ancud”.
Domina en la poesía de Javier Vergara Huneeus un sentido de narración íntima, de comunicación cordial. Lo que vieron los ojos del poeta, lo que sintió su espíritu, aquel detalle que sorprendió su sensibilidad…
Casi nunca se exalta y hay en casi todo el libro un tono XXX, que si tuviera color, sería el del mar en una mañana rumorosa de vientos salinos, blanca de espumas…
En un soneto que titula “Ansia” nos encontramos con el poeta que se ha desprendido de lo externo del colorido y de la luz, para decir con amargura:
“En el largar de noches sin riberas,
vendimiarán las lunas espectrales
el vino de mi voz, y en tus cristales
lo escanciarán mis últimas quimeras”.
¡Dulce consuelo del poeta que tiene el secreto de la ternura en el regazo de la mujer amada! Encontramos en esta poesía un pálido reflejo de la de Juan Guzmán Cruchaga; hay un aire señorial que la ennoblece y la une a la del poeta de “Agua de Cielo” como en un mismo blasón de hidalguía y austeridad. Si ahondamos más, encontraremos la paternidad de Amado Nervo, “el fraile de los suspiros”… Nuestro poeta, sin imitaciones serviles, recibe la dulce y serena influencia de Nervo, que se acentúa en su “Canto del Desamor”.
Esta poesía de Vergara Huneeus nos acaricia con su seda de intimidad, de anímica confianza; navega el poeta en su velero y siente que el viento impulsa las jarcias. Este poeta ha escrito un libro sincero, puro y novedoso. No lo recibirán las escuelas de Vanguardia, porque “Viento en las Jarcias” es un reto a las extravagancias de los novísimos. Pero eso no interesa al poeta que ya ha encontrado su camino.
Desde nuestro silencio sentimos ese “viento en las jarcias” que empuja el velero del poeta hacia un horizonte de serenidad y de leyenda.
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1940-10-28. AUTOR: ALEJANDRA VICTORIA
“Viento en las jarcias” es el título de un libro en que el poeta Javier Vergara Huneeus, presenta al público sus primeros versos.
Dice:
“La puerta exhaló en los goznes
una reprimida queja
y traspasó los umbrales
de la morada desierta”.
Es un lenguaje sencillo y elocuente; despojado de la pomposidad literaria, se da al lector en un sorbo de aguas claras. Palpita en él la soledad inmensa; esa soledad que se reviste de una amargura infinita; de un dolor secreto que emana de una herida palpable. Es la perdurable queja de quien busca en vano tras los umbrales de la morada desierta el lenitivo para su dolor y encuentra en las paredes, en los objetos, latente el recuerdo de las horas vividas.
Al descollar el alba enredó entre sus manos los botones del tiempo y se quedó prendado del capullo que permanece inmóvil en el ánfora negra de su destino y prorrumpe su palabra cuajada de dolor:
“Estaré desgranando los collares
de mis rudas palabras,
que hacia los horizontes
se retuercen y claman”.
Su gesto es emotivo y al despojarse de la envoltura carnal clama al infinito y el verbo se torna sonoro, vibrante, varonil.
“Peregrina de las pupilas limpias como el alba;
desde el fondo del tiempo y del espacio
traen polvo de estrella tus sandalias”.
Y al desgajar una nueva página de su libro, nos encontraos con esta plegaria:
“Mira, también, Señor,
que, para abrevar mi sed,
como a Ti, me dieron hiel
y vinagre en el amor.”
Oh, eterna inspiración de la organización humana, cómo fluyes en él, para hacerlo florecer en un manojo de versos que estremecen al cordaje humano.
Tiembla la hoja en el árbol de la vida, azotada por el recio vendaval, que no tiene explicación alguna.
En los versos de amor, llora su alma en estremecimiento universal, como si la angustia brotara desde las raíces del ser:
“Amo mío, el sarmiento de mi vida
trocabas en rosal,
y el trigo de mis ávidas espigas
convertías en pan.”
De ese rosal de que nos habla el poeta, surgieron sus espinas que las lleva hasta en los huesos.
En horas de regocijo vierte a raudal su ternura ovillando entre sus brazos los hijos de su amor.
“Érase una vez un hada
de los dorados cabellos
-como los tuyos, hijita-
que amaba a los niños buenos.
Como siempre interrumpida
quedó al historia en comienzo.
No importa, la enhebrarán
mejor mis hijos durmiendo”.
Quiere adormecer a sus hijos, distante de la realidad, y tras las rejas de su vida, está su alero tendido entre las sombras y el tedio donde florece el dolor en versos libres de cadenas literarias.
El dolor ha dado un nuevo poeta a Chile.
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1941-07-06. AUTOR: HUMBERTO JARAMILLO
Esta poesía ascendente de “Viento en las jarcias”, libro de versos del poeta chileno Javier Vergara Huneeus, nos ha llevado, otra vez como en los poemas de Héctor Pablo Blomber o en los viajes de Simbad, por un mar de flageto, de doradas tardes de calma o de oscuras noches de tormenta. El libro nos llega de la hermana república casualmente cuando añorábamos el mar, visto en un brumoso día de octubre. Y su lectura nos produce el divino temblor que se siente en la carne después de un éxtasis marino.
Vergara ama el mar y los marineros con una crecida pasión de puertos y de aventuras. Lo ama como debe amarse todas las cosas realmente grandes. A veces, de sus poemas, se escapa un grito de naufragio, se eleva una honda voz de angustia o de combate con el demonio interior de la tristeza. Los puertos son todos iguales y en la boca siempre hay una sed de hombre que se quema, de hombre que arde, de hombre que lucha con las llamas del infierno. El agua del mar asesina distancias y lejos en orillas de amor marinero, una mujer se presiente con los brazos en alto como los mástiles del viento.
La atmósfera caliente de playas y de muelles y de dársenas y de bahías y de “sórdidas tabernas” que se respira en los primeros poemas de “Viento en las jarcias” hace que en los ojos nos nazcan sitios por los cuales tal vez nunca iremos, paisajes cuyos colores no veremos y mujeres en cuyos cuerpos no sembraremos jamás los ardientes lirios de la lujuria. Y es así, con este secreto de sugerencias, con el cual se anda por el mundo poético de Javier Vergara Huneeus, poeta dueño de voces ascendentes en el universo del trino.
De esas voces de hombre que arde, de hombre que sabe transmitir todas las ocultas lecciones del mar, está colmado el reino maravilloso de Vergara. Y no existe en ellas exceso de embriaguez o demasiado juego de palabras. Apenas lo necesario para que el espíritu ascienda por su escala de armonía y la carne baje por su ancha calle de anhelos. Por eso es por lo que dice, casi frente al dolor:
“Los puertos todos iguales,
siempre mi boca sedienta.
La misma luna te mira
mientras el mar nos aleja”.
Más adelante no son ya voces de capitanes ebrios o de amor las que se alzan. Es un tremendo viento de tragedia que sopla recio en las jarcias:
“La rúbrica de la muerte
trazó en el aire un harpón
y en la amada de Caleuche
fieramente se clavó”.
Así la primera parte del libro de Javier Vergara Huneeus que comentamos y que se compone de breves poemas de mar, con fondo nocturno en los ocho costados de sus vientos. La segunda parte, “Ansia”, se abre con un soneto exquisito del cual copio el primer cuarteto y el primer terceto:
“En el lagar de noches sin riberas,
vendimiarán las lunas espectrales
el vino de mi voz, y en tus cristales
lo escanciarán mis últimas quimeras.
que, desde el breve pie, por la cadera
núbil, ascenderá el intenso brazo
al seno de la triunfante cabellera”.
El poeta recoge en el grito de la sangre toda la sed de su fiebre. Y es así como nos hace discurrir por las orillas del pecado y los jardines del deseo. Solo que, frente a las cosas que arden, nace la tristeza y se oye como el caer de una lluvia dolorida. Vergara también sabe arrancar de su instrumento galantes notas que ya no suenan a marinería sino a largos diálogos de entrega:
“He aquí la guirnalda estremecida
de tu cuerpo en mis brazos.
Beso el arcano gesto de tu boca
y el nido de tus párpados.
Cómo decir el verso,
marea que viene de tus ojos
de bruma y terciopelo?”
Luego presiente la imagen amada y es entonces cuando su voz adquiere la gracia del agua o se abren sus brazos en una cruz inútil que ya apenas estaría madura para la muerte y la tierra. Es una voz más amarga de lo que nosotros quisiéramos en estos versos que nos han dejado un sabor de mar y de playas, de mujeres desnudas y de manzanas caídas. Y:
“Estaré desgranando los collares
de mis rudas palabras,
que hacia los horizontes
se retuercen y claman”.
Así, de gema en gema, se llega hasta el último poema del libro y se sale de él, con un ansia de más vino, de más mares, de más puertos, de más playas, de más vientos y de más diarios de “Bitácora” cantados por Javier Vergara Huneeus, el poeta chileno cuya lengua nos dice secretas músicas de naufragio.
Tiempo sin tiempo
Autor: Javier Vergara Huneeus
Santiago de Chile: Andes, 1964
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1965-01-24. AUTOR: ALONE
Incluye el autor, a manera de prólogo, una colección de sentencias o aforismos con su manera de ver los problemas literarios y definir lo que podríamos llamar su estética. Javier Vergara no es un principiante. Posee experiencia del oficio, principalmente en el orden teatral, donde ha obtenido triunfos, sin duda merecidos y, desde luego, irrefutables, porque allí el público habla de cuerpo presente y no se discuten, aunque puedan rechazarse, los aplausos, silbidos o silencios. Son hechos. También hay la persistencia en el cartel, otro hecho.
La ciencia, en cambio, aunque muy sujeta a la experiencia, pide crítica.
Como forma, la del poeta admite varias interpretaciones. A ratos nos suena un poco gongorizante, pagada de las palabras y excesivamente a la moda. Los términos abstractos danzan. Por ejemplo, aforismo 21 (son 42): “El sentido poético busca y adecúa, en la medida de su clariver, la corporización de la videncia en el lenguaje, en procura de unidad indisoluble con su expresión”. Uno lee y piensa:
-Hum!
Pero no insiste en la nota. Es un son en cierto modo aislado, un firulete de flauta aguda.
Otra, en cambio, la número 26, da de lleno en el blanco, y en un blanco que la mayoría yerra. “Suele darse, muy de siglo en siglo –escribe- un ser extraño, resonador de muchísimos y diferentes sonidos, de monstruosa sensibilidad, degustador estético por excelencia, poeta de toda poesía: el crítico”. He ahí una actitud rara en los autores. Revela una similitud y una ecuanimidad extraordinarias, dignas de señalarse, aunque sea de paso: darían comentarios para un tratado. Limitémonos a proponerlo.
La poesía nos espera.
Una poesía, por suerte, no de pensador, cosa muy arriesgada, ni tampoco de discípulo o amante de Góngora; lo que también ofrece sus peligros, sino de poeta verdadero, “sentimental, sensible, sensitivo”, que no teme deslizar entre líneas su historia, con reminiscencias de aquí, de allá, con dejos de romancero a intervención de la luna, todo ello rimado, ritmado, medido, suelto, encantador.
“Ayer tarde regresaba
a la calle de tu ausencia,
mi corazón sin olvido
contigo por la vereda.
Goteaba melancolía
la campana de la iglesia.
Rajaba de la alta torre
un frío antiguo de piedra.
Crucé por las malheridas
esquinas, cruces de ausencia.
La añoranza de la mano
me llevó a la casa nuestra.
¡Qué abandono y desconsuelo
del alero a la cancela”
¡Qué vetustez indecible en la madera!”
Hay que leer ese poema para convencerse de que se puede todavía, se podrá siempre, mediante unos pequeños toques, evitar las revoluciones y ser nuevo, no formar escándalo y apartarse, proseguir en apariencia los viejos caminos y labrarse por dentro una senda íntima, única, propia. Basta dejarse llevar por la cadencia transparente, y seguirla, recordando, sufriendo, embelesado.
“Abrí la puerta. Los goznes
exhalaron una queja
largamente reprimida,
prisionera”.
Baja el tono hasta una familiaridad casi rastrera, rozando la prosa, y tenemos un cuadro de interior desvanecido que la melancolía levanta impalpablemente, al compás de una música tenue, sin patetismo, con cierta distancia, que insinúa cómo el tiempo, el hábito, el olvido, suavizan los grandes dolores o los revisten de belleza y logran transmutarlos en placer.
“Acallé el clamor de tanta
cosa huérfana,
y me refugié en la noche
de la huerta.
La luna de las vendimias,
enorme, lunaba afuera
el milagro de un rosal
florecido entre malezas”.
La noche, el alba, las estrellas, sobre todo la luna, pasan y vuelven a pasar por las estrofas de Javier Vergara y prestan al libro un colorido como inmaterial, una calidad de canción vespertina, muy diferente de la poesía al uso, no precisamente arcaica, las audacias de imágenes avanzadas abundan, si no aparte, con sueño personal.
Aplicando esos métodos modernos que consultan el número y van a la estadística, podríamos enumerar: Pág. 39:
“Altamar en altanoche,
Singladura de la ausencia
La luna en la arboladura
hilando, hilando, hilandera.
En menguante va la luna
y en creciente mi tristeza.
La misma luna te mira
mientras el mar nos aleja”.
Página 40:
“La luna en la arboladura
hilando, hilando, hilandera”.
Pág. 52:
“… clara en el claroscuro
confidente, mi luna
inocente, tan dulce, primicia de mis ojos”.
Pág. 65:
“Arriba de la colina
hilaba la luna
hilaba
vellones para su traje
de azucena desterrada”.
Pág. 66:
“La moza sumió en la fuente
encandilada una cántara
despertando la fulgente
cristalería del agua.
Y bebió, cara de luna;
en la greda de la cántara…”.
Son buenos elementos y piezas de selección para esa “antología de la luna” que un profiero de bellas letras prepara, empezando por la luna que aparece en la portada de los libros, como el de Francisco Contreras: “Luna de mi Patria”, tan hermoso, y la novela de Enrique Araya: “La luna era su Tierra”, que no se ha olvidado.
Algunos de los mejores sonetos de este libro fueron premiados el año 1959 con el Premio del Congreso por la Libertad de la Cultura. La primera obra de Javier Vergara en este género, “Viento en las Jarcias”, año 1940, obtuvo el Premio de la Sociedad de Escritores de Chile. Es posible que éste reciba también, a su tiempo, el suyo. Ahora hay justicia literaria. Ya no es tan indispensable ese extraño ser que surge muy de siglo en siglo, más raro que el gran poeta y el gran novelista, llamado a juzgar a los novelistas y poetas, resonador monstruoso, capaz de todo. Los jurados literarios se encargan de suplirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario