Amaranta G. Méndez Castro
(Puebla, México 1987) Estudió la licenciatura en Filosofía. Ha impartido talleres literarios infantiles y juveniles para el fomento a la lectura en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha participado en Proyectos de Investigación en el área de Ciencias Sociales. Cursó el diplomado en Creación literaria en la Escuela de Escritores SOGEM Puebla. Presentó su poesía en la Feria Internacional del Libro Puebla.
ÁRBOL QUE OBSERVA
Tengo un árbol de mil ojos que duermen
en él que crecen las miradas de los que no me miran,
el amor de los que debieron amarme, si supieran.
Arranco las pupilas de los que ya no importan
y con esmero cuido los párpados que ayer nacieron.
Traje a este árbol tus ojos
para mirarme, para mirarlos.
Y tú, que eres una bestia platónica,
vienes a quitarme la mirada,
con los colmillos tomaste mis ojos,
en el hueco de tus ojos muertos, colocas los míos.
Tengo un árbol de mil ojos que mueren lentamente,
nadie protege o riega sus miradas.
Sé que, al volverme ciega,
no podré mirarme
ni mirarte.
LAS RAMAS DE LA NIEVE
Ahora sabes que lo tenías todo,
que nunca debiste ir tan lejos
como para que tus pasos se convirtieran en años.
Ahora miras como quien huye,
amas como quien piensa antes de hacerlo.
Lo que ahora queda es el pasado,
el color de los años en tu piel,
un cuerpo ausente que escucha sin habla.
Eres un cuerpo frío
y en tus ojos añoras a tus hijos como fueron
pero no a estos, que viven, el diario de tu agonía.
Cuánto te gustaría regresar a la nieve de donde saliste
no haber procreado estos pesados hilos que ahora te detienen.
¿En dónde vive tu vida
qué palabras callas al vernos?
en ti, sólo queda la prisa, la ansiedad
de no poder regresar los muertos a la vida.
Naciste, de tus peores tiempos.
UNA CASA QUE HABLA
Hubo un tiempo,
una mañana que mi casa gritó en silencio.
Jamás la había escuchado,
pero una noche con voz baja,
presintió la ausencia de quien no regresa.
Y la casa me despertó del sueño,
me preguntaba ¿por qué habla la casa?
Las casas no hablan, pero rompen su promesa de silencio
cuando uno, cuando alguien falta.
Sus paredes todo lo escucharon,
lo nombraban, repetían lo que mis padres,
las paredes conversaban, con mal gusto sus palabras.
Entre las voces de los platos y la mesa
lo tarde que era.
Entre sonidos de cortinas que, cerradas, comprendían los escalofríos y las náuseas.
Pude escuchar los lamentos de la habitación inconsolable,
la preocupación de la cama, de la puerta,
de objetos sobre la mesa bien formados esperando,
guardaban el orden del que en vida los hubiera así alineado.
Y la habitación, ese silencio de pesadumbre que se acumula a cuenta gotas,
me ordenó que abriera los cajones, que sacara la ropa, que la llevara pronto
al que en vida había protegido, del frío o de cansancio.
La cama no podía entender, no más el cuerpo sobre ella
ni la ventana abierta por las tardes,
ni los libros que en sus hojas agregaban las líneas del antes y el después.
Y la habitación amarga,
me pidió tiempo para volver a visitarla,
me pidió que la cerrara, que jamás abriera la puerta.
Salí, caminé la casa estrecha,
pude morir del llanto.
A nadie vi durante días, habitaban sombras negras,
y era ella la única que me hablaba;
esa es tu hermana, esa es tu madre, este es tu padre.
A quien faltaba, habitante de esa casa, pude hallarle en la sala,
se me ofrecían imágenes sin orden de la infancia,
de repente la pelota, los fragmentos de su cara, trazos de una página.
La casa abrió su puerta, me limpió del polvo espeso de la ira,
del polvo que se había incrustado en mi cuerpo, ese polvo dolor.
Aire y brisa de agua, entró, me limpió, dolorosamente.
La casa quería llevarme afuera, tan lejos,
para olvidar las heridas de su cuerpo,
las mismas que con precisión se habían dibujado en el mío.
Una tarde la casa decidió callar,
mostrarme su tregua de recuerdos.
Me dibujo una de nuestra tardes,
una lluvia, en que mi hermano y yo caminábamos,
con la sombrilla amarilla de los conejos dibujados;
de nuevo, mi infancia y su juventud.
La casa me tomaba en sus brazos para alcanzar el techo
que en esos días calló
Por eso fue ella la primera en notar su ausencia,
que ya no habría hora de llegada.
Todas las casas que añoran, hablan.
Nuestra casa fue muriendo poco a poco,
nunca fue la misma después de aquella habitación vacía.
Nos transformamos, morimos con ella.
La casa ya no habla, es otra.
La habitación vacía, donde de nuevo se abrieron las puertas
y en donde el sol reposa, con más encanto,
aquella en donde el aire que entra es siempre juventud.
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