Santiago Alassia
(Rafaela, Santa Fe, Argentina 1979) Actor, docente y escritor. Escribió y dirigió las obras de teatro Atacar, Orden del día, Fanto, Hermanas Victoria y Serie de elementos. Entre 2008 y 2013 dirigió el suplemento cultural Rastros del diario La Opinión de Rafaela. Publicó el poemario Hueco en el mundo (Baltasara, Rosario, 2015) y, junto a Matías Aimino y Franco Rosso, el libro de nouvelles Versiones de la tan sombra (Prima Liter, Rafaela, 2009). Poemas suyos integran la Muestra de poesía joven de Santa Fe (Ediciones UNL, Santa Fe, 2010) y las antologías Yo soñaba con comprarme una combi (Erizo, Rosario, 2013) y 53/70. Poesía argentina del siglo XXI (Editorial Municipal de Rosario).
II
Si hablo con otros dilapido una respiración que iría
a volcarse en piedra. Escritura.
Lo que sí tengo es fe. Tener fe significa:
que dormir sea posible,
darse a uno mismo una casa habitable con suficiente
oscuridad, con silencio suficiente.
Los rincones vacíos de las viejas catedrales, donde retumba
el crujir de la madera. Que nadie diga de mí:
éste no cuida lo que tiene. Sé muy bien que lo mejor
con una cosa es no tenerla.
De súbito un llamado viene a resonar el diapasón
que me organiza: hablar
sabiendo que no hay nadie, darse un corazón no tan definitivo,
dejar que una llovizna resbale sobre las caras conocidas.
Nazco de la soledad que da el parto de mi palabra cuerpo.
III
Un punto como cualquier otro que nos mire, con ojos como goteras. Pierdo.
Frente a los ventanales pierdo presencia, borrado en ver a través de agua caída
que no puedo recibir. Los que caminan sin preocupación por otra calle
soltaron la carga de mí que les sobraba. Ahora estoy parado en una lámina.
Punto en el que algo es una plaga, yunque y tigre, la parte incompleta de lo que soy
o todo lo que mirando pierdo.
Que venga lluvia y tape todo: aquella música de un patio,
la sed donde me paro, la cal de estas orillas.
IV
Este hueco intocable como un sótano: veníamos
con la boca seca después de correr
por toda la casa, tragando pelusas. Sentíamos
el agua bajar por cañerías, un gorgoteo
imparable y transparente, y afuera el gran motor
bombeando en medio de la noche, la combustión
que enferma o paraliza o hace que el mundo funcione.
La pelusa en la boca nos hacía tartamudear
y después ya no podíamos
cantar
ni contar una historia, ni abrir la boca, ni abrir nada más
que un dedo de la mano
para dejar el aire subir hasta la superficie
como un pescadito muerto.
VII
Creyendo que sufríamos locura, difteria o fiebre,
u otra enfermedad capaz de hacernos patalear,
cruzar el límite de un charco, o levantar temperatura,
papá y mamá dejaron todo: la casa grande,
la porcelana, el coche nuevo, y nos mandaron
a conocer los mares, para aprender a pedir las cosas
de una vez y para siempre, con claridad, con modos limpios.
Oblicuamente caigo ahora, como lluvia,
y no resulta fácil decir ‘amigo’:
el corazón está cerrado.
(De Hueco en el mundo.)
Ciertos hombres
Ciertos hombres que al caminar
levantan oro al aire, o lo sueltan
como náufragos al agua en su resignación:
volcados al cansancio del mundo.
Un arco de oro a la evidente ausencia,
un arco de oro que hace enmudecer
a las estrellas, y el resto se origina.
Como Von der Brücke, el poeta bávaro y alado,
que señalaba el instante en que mudaba de tono
el color de la enramada, sobre las pardas montañas.
Como Nuafal, mujer pequeña y silenciosa,
que por siglos detrás de las hojas amarillas
vivió esperando una música, con un íntimo dolor.
O la matrona Orozco, cuya cabaña
perfumada de sándalo, en invierno,
era una cúpula inhallable en el medio del monte,
y cuya voz oscura subía lentamente
desde las quietas raíces de un ombú desconocido.
Y Hermes Dylon, que comprendió de golpe la tristeza acumulada
en los rincones viejos, madera húmeda en hilachas de los barcos
junto al barrio de pescadores de un pueblito portuario.
Como Varese, el pintor, que caminó junto a su hermana,
y pudo verse doblado en la noche blanca y harapienta
arrojándose al mar, los ojos vueltos hacia adentro.
Como Cècil, la adolescente pálida y surcada por el sueño
que gustaba de abrazar a las piedras, y un día dijo
´frágil`, ´auguro hielos`, ´verano`: ese musgo
se le adhería en el costado de su amor mineral.
Como Gisbert, que cuidaba a sus perros, y los hombres
temían encontrárselo en la calle: su garganta
arrojaba una verdad como frenética.
Como Jonar Zalogos, nacido en Lebu, abierto el ventarrón
que demoró en crecerlo: el relámpago
fue a pararse de lleno en la cal de sus pupilas.
O Tiferet, que trajo lírica de arenas del desierto,
una calmada voz para que Misia
durmiera lánguida y fatal en el guante de su lecho.
Ciertos hombres tejen la verdad. En su caminar
pronuncian la dicha y el sosiego, la audible espuma
del gorgoteo que alienta en el vacío milenario.
Ciertos hombres, esto es todo.
En su caminar justifican
los espasmos de la sangre
del animal que se acurruca
en los racimos de una tarde, ya lejana,
con las horas yéndose a otro lado.
Von der Brücke
Descansa ahora, Von der Brücke, poeta bávaro
y alado entre montañas. Mientras duermes
la blancura de hogareño que tu aire sostiene
se derrama despacio. Blandamente ha nevado.
De hogareño fiel, Von der Brücke, en tu regazo
las cosas no vacilan, emergen a la luz
en el nombre total que las asiste: hacha
es talar al sol, de tardecita, frente al valle,
con amuletos colgantes para ahuyentar el miedo.
Descansa ahora, Von der Brücke, ha sido un tiempo
de espanto, un exceso de palabras pensadas gravemente.
Vuelve a la noche una vez más,
a la ceguera alrededor con islas
donde las bestias ya no hurgan como antaño.
Un hacha es talar al sol. Nadie sabe
si no enjugaste las gotas como un varón piadoso,
si ese golpe no tuvo en el amor su nacimiento.
Descansa ahora, Von der Brücke, ya los hombres
no se ocupan largamente de la guerra, no traman
el furor de una letra en acto pleno
ni encienden el color de sus mujeres.
Descansa ahora, Von der Brücke, es el mundo.
Afuera está la tierra que levantan los cachorros.
Nuafal
Para hacer algo, Nuafalita, prefiero la fatal delicadeza de lo mínimo, prefiero tus pies pequeños: dijimos que había que romper la ilusión, pero eso no es cierto. Ni tampoco las súplicas a la nieve copiosa que vuelva y nos tape, ni estas agujas. Tan sólo unas huellas que alguien dejó y que insisten en tu boca sin miedo a llenar con láminas o con hilos de un aliento cansado la palabra pétalo.
Para hacer algo, Nuafalita, es lo primordial estarse quieto:
un ovillo pequeño que se dobla sobre sí,
que deshace su paso
en la preparación del vaciamiento.
Es cuando la noche no irrumpe, sino que va ofreciendo
pedacitos de aparición reveladora.
Nuafalita, tu corazón como pocos fiel a un deseo de hacer música inaudita, allí donde el tambor vuelca sus gotas sólo a quien lo escucha. En tu rincón detenido, Nuafalita, está goteando un cansancio elemental: como el dolor del viajero que vuelve y teme por la voz con que hablará nuevamente a los hermanos, otra vez desconocidos.
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