miércoles, 30 de mayo de 2012

6932.- RICARDO GÜIRALDES


Ricardo Güiraldes
Ricardo Güiraldes (Buenos Aires, 13 de febrero de 1886 - París, 8 de octubre de 1927) fue un novelista y poeta argentino.
Ricardo Güiraldes.
Güiraldes nació en una familia de alto rango social y de grandes propiedades. Don Manuel Güiraldes, su padre, quien llegaría a ser más tarde intendente de Buenos Aires, era un hombre de gran cultura y educación; y también muy interesado por el arte. Esta última predilección fue heredada por Ricardo, que dibujaba escenas campestres y realizaba pinturas al óleo. Su madre, Doña Dolores Goñi pertenecía a una de las ramas de la familia Ruiz de Arellano, familia fundadora de San Antonio de Areco.
Un año después de nacer Ricardo, la familia se trasladó a Europa, donde permaneció durante algún tiempo. A su regreso y contando el niño con cuatro años de edad, se lo podía escuchar hablando tanto francés como alemán; siendo el francés el idioma que dejaría honda huella en su estilo y en sus preferencias literarias.
Su niñez y juventud se repartieron entre San Antonio de Areco y Buenos Aires. Fue en San Antonio donde se puso en contacto con la vida campestre y de los gauchos, reuniendo experiencias que habría de utilizar años más tarde en Raucho y en Don Segundo Sombra. Fue allí donde conoció a Segundo Ramírez, un gaucho de raza, en el que se inspiró para dar forma a la figura de Don Segundo Sombra.
Tuvo una serie de institutrices y luego un profesor mexicano, que reconoció sus aspiraciones literarias y le animó a continuar con ellas. Estudió en varios institutos hasta que acabó el bachillerato a los dieciséis años. Sus estudios no fueron brillantes. Comenzó las carreras de arquitectura y derecho, sucesivamente, más al fracasar, emprendió varios trabajos en los que tampoco triunfó. Viaja a Europa y Oriente en 1910 en compañía de un amigo, visitando Japón, Rusia, la India, Oriente Próximo y España, instalándose finalmente en París con el escultor Alberto Lagos. En la capital francesa decide seriamente convertirse en escritor.
Sin embargo, Güiraldes se dejó seducir por la vida fácil y divertida de la capital francesa y emprendió una frenética vida social, intentando olvidar sus proyectos literarios. Pero un día se le ocurrió sacar de un cajón unos borradores que había escrito, unos cuentos campestres, que luego incorporaría a sus Cuentos de muerte y de sangre.
Leyó los cuentos a unos amigos y le animaron a publicarlos. Ya en estos primeros borradores se dio cuenta de que había forjado un estilo muy particular.

Volvió a Buenos Aires en 1912 después de haber decidido, de una vez por todas, convertirse en escritor. Al año siguiente, 1913, se casó con Adelina del Carril, hija de una destacada familia bonaerense (la ceremonia se realiza el día 20 de octubre, en la estancia Las Polvaredas), y ese mismo año aparecieron varios de sus cuentos en la revista Caras y Caretas. Éstos y otros de 1914, irían a formar parte de Cuentos de muerte y de sangre que, junto a El cencerro de cristal, se publicarían en 1915 animado por su mujer y por Leopoldo Lugones. Sin embargo, no tuvo éxito. Dolido, Güiraldes retiró los ejemplares de la circulación y los tiró a un pozo. Su mujer recogería algunos de ellos y hoy en día estos libros, manchados de humedad, tienen un gran valor bibliográfico.
A finales de 1916 el matrimonio Güiraldes, junto a un grupo de amigos, emprende un viaje a las Antillas, visitando Cuba y finalizando el mismo en Jamaica. De sus apuntes surgiría el esbozo de su novela Xaimaca. En 1917 aparece su primera novela Raucho. En 1918 publica la novela corta Rosaura (rótulo de 1922) con el título Un idilio de estación en la revista El cuento ilustrado de Horacio Quiroga.
En el año 1919 viaja otra vez a Europa con su mujer. En París establece contactos con numerosos escritores franceses. Frecuenta tertulias literarias y librerías.
Entre todos los escritores que conoció en esa visita, quien mayor huella le deja fue Valery Larbaud. En 1923 publica en Argentina la edición definitiva de Rosaura, muy influenciada por escritores franceses, y que es razonablemente bien recibida por público y crítica.
En 1922 vuelve a Europa y, además de establecerse en París, pasa una temporada en Puerto Pollensa, Mallorca, donde había alquilado una casa.
A partir de ese año se opera un cambio intelectual y espiritual en el escritor. Se interesó cada vez más por la teosofía y la filosofía oriental, buscando la paz del espíritu. Su poesía es fruto de esta crisis.
Al mismo tiempo sus ideas literarias empezaban a tener aceptación en Buenos Aires, ciudad que se veía asaltada por los movimientos vanguardistas. Güiraldes ofreció su apoyo a los nuevos escritores.
En 1924 funda la revista Proa junto con Brandán Caraffa, Jorge Luis Borges y Pablo Rojas Paz; la revista no tendría éxito en Argentina pero sí en otros países hispanoamericanos.
Tras el cierre de la revista, Güiraldes se dedica a terminar Don Segundo Sombra, novela a la que pondría el punto final en marzo de 1926.

El final
En 1927 hace su último viaje a Francia, a Arcachon, y debido a su estado de salud es trasladado a París -en una ambulancia- donde muere, en la casa de su amigo Alfredo González Garaño, víctima de la enfermedad de Hodgkin (cáncer de los ganglios). El cadáver es trasladado a Buenos Aires para darle sepultura en San Antonio de Areco.

Obras

El cencerro de cristal (1915)
Cuentos de muerte y de sangre (1915) Artemisa Ediciones realizó en 2006 una cuidada edición, prologada por el escritor Mateo de Paz
Aventuras grotescas
Trilogía cristiana
Raucho (1917)
Rosaura (1922)
Un idilio de estación
Rosaura y siete cuentos
Xaimaca (1923).
Don Segundo Sombra (1926)
Poemas místicos (1928).
Poemas solitarios (1928).
Seis relatos
El sendero (1932).
El libro bravo
Pampa
El pájaro blanco







Poemas místicos

24 de Diciembre 1926


Hoy, hace mil novecientos veintiséis años que naciste.
Es decir, hoy, la humanidad nació a ti.
¡Que habías de nacer en fecha alguna, tú que eras nacido desde siempre!
Habías venido a un cuerpo sufridor como el nuestro para estar más presente en sangre y en dolor.
Y tu cuerpo entonces era tan pequeño, que no podía saber de ti sino un mandato de hacerte digno de sobrellevar la cruz de liberación.
Hoy naciste y fue una gran mancha de luz sobre el mundo.
La fecha es un bien para nosotros y sentimos que algo como un pulso de Dios latió y late en el día periódicamente.
Todo es más bueno hoy.
Y te sentimos venir al mundo en el hoy de entonces con pasos lejanos en el transcurso de los años, y esa lejanía te vuelve a nuestro sentir, más niño y más nuestro.
Hace mil novecientos veintiséis años, que el mundo tuvo la extraordinaria dicha de saberte.







Algunos habían seguido tu martirio.
La pequeña Jerusalén inquieta de harapos y discusiones, seguía picoteando sus migajas de ideas y nada supo de los siglos por venir y de tu advenimiento en el hombre.
La pequeña Jerusalén inquieta como un sarpullido y piojosa y mugrienta seguía tirada en sus calles.
-Te doy tres por veinte.
-No, te doy veinte por cuatro.
-¡Me arruinas!
-¡Me robas!
Tu serenidad no tocaba siquiera las cúpulas de sus templos.
Así pasaste y viniste hacia nosotros.








Tenías los brazos abiertos y en tu pecho cabía el mundo.
Las estrellas andaban siempre a pesar de tu dolor reducido a la estatura del hombre.
Y había una palabra en todas partes. Y los que en torno tuyo no comprendían eran un cuadro pequeño de carne ignorante y egoísta.
Al fin abriste los brazos definitivamente para sobrevolar tu imagen humana.
Y hubo un pensamiento obscuro, obscuro en las cosas y los hombres tuvieron miedo.
Tres días esperaste para surgir.








Mi cuerpo sabe el dolor de la herida y el dolor del placer.
Mi corazón conoce sus propios engaños y la impotencia de los otros.
Mi inteligencia ha caído tantas veces que prefiere quedar de rodillas.
Estoy desnudo como una médula dolorida de encontrarse en contacto descubierto con la vida.
¡Que mis brazos levantados sean la plegaria fuerte que eleva al que pide!
¡Que sobre mi soledad caiga una astilla de iluminación como sobre el campo un rayo de aurora noble!



Fe

Me he perdido a mí mismo.
A veces tomo entre mis manos los recuerdos con cariño y busco largamente mi infancia, mi fe y mi fuerza. Las veo allá, detrás de una infranqueable transparencia de años, señalando con desprecio mi actual desvío y admiro su firmeza de brújula.
Me he perdido a mí mismo cuando más hondo me buscaba, como si a fuerza de vivir hubiese muerto.
Tiendo adelante mis brazos y todo es adelante ¿Cómo saber?
Espero.
Una voz más grande me dirá: ¡Ven!
Y desde entonces caminaré con la vista de mi frente abierta, de rodillas, en un campo de heridas, llevando en la garganta el trago de la victoria.
Y una cesación de dolores precederá la hoz de mi paso con salutación de trigo unísono ante la segadora.
Me he perdido a mí mismo y espero.
Señor, yo tiendo arriba los brazos.
El hombre sufre su vergüenza en mi carne.
Las palabras de hostilidad y de daño me parecen dichas en complicidad conmigo.
La culpa de cada uno es de nosotros todos. ¿Por qué no sufrirla? Tengo que aprender:
Resistencia a los dolores que tu mano me impone.
Serenidad invencible ante lo que me ultraja.
Y, más bien que juzgar a los otros, limpiarme de mis propias inmundicias.
Si tiendo arriba las manos, cuanto bajo mi gesto suceda, debe ser olvidado.







Infinito

Mi Dios bajo tu amparo escribo.
Por mi boca tan chica se empequeñece tu amor por las cosas que están en ti sin disminuirte.
Tu palabra en mí se reduce, y yo de ti me agrando.
Pobre cosa tuya sufro de sobrarme a mí mismo y mi alma camina en la frase como un ciego lleno de luz.
Dame tu ley para que así crezca hasta merecer nombrarte.







El cencerro de cristal
A la mujer que pasa

¡Oh! el dolor de tu cuerpo voluptuoso, apto a la herida de la carne quemadora.

Vorágine obsesora,
tortura lenta.

Sueño estatuario,
estética de carne.

Vitalidad turbulenta,
camina lenta.

Y deja que ritmen tus talones,
candentes dominaciones.
Estética de carne,
carne de amor.

Belleza, alma pagana de la forma;
diosa que espira su perfecto por la línea,
multivital, del movimiento y del volumen.
Misterioso numen
que ilumina,
el alma de la plástica divina,
que ama por tu cuerpo generoso,
el poderoso,
argumento de lo hermoso.







El cencerro de cristal
Aconcagua

Cima. Altura. Cono tendencioso, que escapas de la tierra, hacia la coronación rala de aires eternos.
Aspiración a lo perfecto.
Gran tranquilo. Eterno mojón de cataclismo, cernido de nubes que lloran en tus flancos pétreos, desflocando sobre tu dureza la impotencia blanduzca de sus velámenes, esclavos del viento.
Indiferente.
Caótica cristalización.
Rezo de piedra.
Véngame tu firmeza inconmovible. Dios del silencio. Dios de aspiraciones hacia la perfección sideral.
¡Oh! tú que escapas a la tierra.
Impulso en catalepsia.
Borbotón solidificado.
Serenidad, hecha materia, que duermes al través de los siglos, imperturbablemente.
Vuelo en letargo.
Véngame tu estabilidad perenne, oh, pacificador inerte; dame tu sopor inmutable y la paz de tu quietismo de esfinge geológica.
¡Aconcagua!






El cencerro de cristal
Luna

Luna que haces ulular a los perros y los poetas.
Faro de tiza
astro en camisa.
Disco, casco y guadaña, colgada al hombro de la noche, representante de muerte.
Impotente
intermitente.
Parásito luminoso del sol, chinchorro giratorio de nuestra barca sideral.
Ronda vejiga
pálida miga.
Surtidora de falsas purezas. Frígido ovillo.
Pulcro botón de calzoncillo.
Nadie te teme; todos te quieren. Inofensivo bollo de harina sin importancia.
Blanca jactancia.
Sudario de azoteas. Velador de noctámbulos.
Orgullo hinchado
de trasnochado.
Luna, muerte, maleficio
gorda madama del precipicio.
Ojalá se ahogue dentro de un charco,
tu ojo zarco.
Ángel caído en frialdad, per-in-eternum.
Mundo maldito,
me importa un pito.








El cencerro de cristal
Tango

Tango severo y triste.
Tango de amenaza.
Tango, en que cada nota cae pesada y como a despecho, bajo la mano más bien destinada para abrazar un cabo de cuchillo.
Tango trágico, cuya melodía juega con un tema de pelea.
Ritmo lento, armonía complicada de contratiempos hostiles.
Baile que pone vértigos de exaltación viril en los ánimos que enturbia la bebida.
Creador de siluetas, que se deslizan mudas, bajo la acción hipnótica de un ensueño sangriento.
Chambergos torcidos sobre muecas guasas.
Amor absorbente de tirano, celoso de su voluntad dominadora.
Hembras entregadas, en sumisiones de bestia obediente.
Risa complicada de estupro.
Aliento de prostíbulo. Ambiente que hiede a china guaranga y a macho en sudor de lucha.
Presentimiento de un repentino estallar de gritos y amenazas, que concluirán por sordo quejido, en un chorrear de sangre humeante, como última protesta de ira inútil.
Mancha roja, que se coagula en negro.
Tango fatal, soberbio y bruto.
Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso.
Tango severo y triste.
Tango de amenaza.
Baile de amor y muerte.






El cencerro de cristal
Última

Duerme, duerme tu gran sueño denso.
¿Recuerdas? Yo sí. Cuando descansabas, pero menos lívida y no con esa mala rigidez, que me entra en el pecho.
No era, como ahora, negro tu lecho, más liviana era mi alma. No velaban tu reposo esos seis fatales cirios, cuya luz trémula enturbia tus facciones.
Era el trabajo.
Trabajo espacioso, ritmado por lenta pluma, que ennegrecía papel con su beso sinuoso, que nunca se borra.
Literario cariño de las frases, acariciadas como queridas.
Pausada eclosión de belleza, que mecía el arrorro de tu respiración dormida.
¡Qué calmo así esperaba el cansancio! Un burdo sopor empañaba mi pensar. Las ideas, nocturnas mariposas de terciopelo, ondeaban al azar, como sopapeadas por el aire, sin embargo quieto.
Vagar así, vagar en lo nulo, de una inconciencia querida.
¡Página vieja!
Esta noche, la última, vino -vino para dejar en tu cuerpo el reposo- el reposo infatigable por los siglos, y que ahora te inmoviliza -te inmoviliza de muerte.
Vino.
Los cirios lloran a Dios sus luminosas lágrimas invertidas -mi pluma raspa.
¡Lágrima negra!





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