Alfredo Cardona Peña, poeta, narrador, ensayista y periodista costarricense, radicó en México, desde 1939 y hasta su muerte en 1995.
Su labor literaria, periodística y docente la llevó a cabo, casi en su totalidad, en la capital mexicana, no obstante lo cual mantuvo una relación constante con el desarrollo cultural e intelectual de Costa Rica. Como periodista, además de columnista en México, fue colaborador en Costa Rica del periódico La Nación y del Semanario Universidad.
En 1962 recibió el Premio Nacional de Poesía, en 1985 el Premio de Cultura Magón, la mayor distinción otorgada por el Estado en Costa Rica, y fuera de su país el Premio Centroamericano de Poesía, el Premio Alfonso Reyes de cuento y el Premio Nacional de Campeche, en México, en 1983, entre otros reconocimientos.
El suyo fue un proyecto literario que busca integrar, en una visión globalizadora, los múltiples estratos de la condición humana, manifestados en la multiplicidad cultural de las civilizaciones. Fue uno de los primeros narradores costarricenses en apartarse del realismo y explorar la fantasía y la ciencia-ficción, como se muestra en los libros Cuentos de magia, de misterio y de horror, Fábula contada y Los ojos del cíclope.
Alfredo Cardona Peña, escritor costarricense
Por José Luis Collin
Corría el año 1967, y aquel sábado, en la cantina El Palacio de las calles Ignacio Mariscal y Rosales, era el primero de muchos cientos de fines de semana que correrían desde entonces, al año en que el diario El Nacional sería cerrado. Por fin ocupaba el papel de escritor y periodista profesional, gracias al poeta andaluz exiliado de la guerra civil española Juan Rejano, quien dirigía la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de aquel diario. Había aceptado mi primer artículo que salía publicado precisamente esa semana. Digo primero aunque en sentido estricto no lo era, ya que antes había publicado diferentes textos en revistas y diarios de mi provincia natal Oaxaca. Pero si lo era en cuanto a escrito por el rigor formal que el mismo me exigió, bajo la conciencia de quien sería mi evaluador.
Creo que fue en el cubículo de la Revista situado al fondo de un corredor que partía del elevador hacia la derecha en el segundo piso del edificio del periódico sobre la calle de Ignacio Mariscal, donde tras establecer relación con algunos de los colaboradores regulares de don Juan, fui llevado a la cantina de sus bohemias preferencias: El Palacio.
Ellos eran, entre otros, Alfredo Cardona Peña, Otto Raúl González, Raúl Leyva, Gonzalo Martré, Jesús Arellano, Gerardo de la Torre, “grupo” que como los contemporáneos, lo formaban sin ser “un grupo”, y que se definirían al paso de los años por ser bastante independientes pese a lo oficial de su fuente de trabajo. No todos, pero algunos sí fuimos desafiantes de las consignas gubernamentales en torno a la cultura instituida hacia esos años, y que era de complacencia acrítica. Yo mismo fui suspendido en tres ocasiones al arremeter contra ciertos truhanes que navegaban con la bandera cultural, pero amparados antes que nada bajo la cobija de la corrupción gubernamental.
Así ocurrió, cuando me atreví a denunciar a Luis Arenal –hermano de Angélica Arenal y cuñado de Siqueiros–, por ser un pillo explotador de jóvenes pintores.
El hecho es que, en esa primera tertulia o francachela cultural, conocí a Alfredo Cardona Peña, escritor oriundo de Costa Rica pero tan bien avecindado en nuestro país, que había terminado casándose con una “teca”, esto es, una natural de Juchitán, Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. En él reconocí además, no solo la exuberante bonhomía que desparramaba sobre sus interlocutores, sino también la madera del entusiasta y asombrado escritor que era, respecto a todo lo que conjugara con lo literario. En especial la poesía.
Con el tiempo, nuestro círculo creció al sumarse otros jóvenes escritores como Juan Cervera –también poeta y andaluz–, Jesús Luis Benítez, René Aviles Fabila, Xorge del Campo, Manuel Blanco, Miguel Bautista, Raúl Cáceres, Antonio Leal, los panameños Ramón Oviero, Carlos Alberto Palomino y Manuel Ballard. Ya fuese en las reuniones sabatinas o en las fiestas privadas del grupo, era Alfredo Cardona quien llevaba la batuta del momento. Ya fuese para pagar con la modesta generosidad que lo caracterizaba el primer pomo, o para poner el tema sobre el cual giraría nuestra plática de la tarde. Su facilidad de palabra, su amplio conocimiento de la lengua y la literatura españolas, más su pícaro optimismo desparramado entre trago y trago, nos lo volvieron inolvidable para muchos de los que lo sobrevivimos.
¡”Arde París… París se quema…!, nos obligaba a cantar parados y tomados de las manos en derredor de la mesa de nuestro gregario convite, cada ocasión que alguno de nosotros moría.
Así enterramos a Enrique Bucio, Mario Santana, Jesús Luis Benítez, Parménides García Saldaña… Así cantamos por él ahora.
Alfredo Cardona Peña (San José, Costa Rica, 1917 - México 1995)
En San José realizó los estudios primarios y en El Salvador los secundarios. En 1938 se estableció en México, ejerció como profesor de literatura y participó en distintas actividades editoriales. Obtuvo, entre otros, el Premio Centroamericano de poesía (1948), el Premio Continental, a raíz del tricentenario de Sor Juana (1951) y el Nacional de Poesía (1963).
Desde El mundo que tú eres, su primer poemario, la obra de Cardona Peña fue acogida con elogios. Cuando éste apareció, en 1944, José María González de Mendoza escribió: “La poesía de Cardona Peña es elevada y fina, muy depurada. Plasma, en obra de tan joven escritor, la gravedad del acento, el desdén por los temas fáciles, el propósito sostenido de castigar la forma hasta acercarse a la inasequible perfección” (Revista de Revistas). Por su parte, Rafael del Río apuntó: “Sus temas giran alrededor de los temas eternos y universales; del común mundo poético de las formas y de las cosas; pero su sensibilidad, su modo de recoger el motivo y transformarlo en sustancia poética, adquiere aquí un perfil, una silueta propia y decidida” (Letras de México).
Si éstas fueron, en su momento, palabras de salutación para alguien que iniciaba su camino poético, años después, Cardona Peña es considerado como uno de los mejores poetas de habla española y como un conocedor de todo lo que es y rodea a la poesía. Así lo atestigua la acogida que sus publicaciones han merecido a Pablo Neruda, Luis Cardoza y Aragón, Carlos Pellicer, E. González Martínez, F. Giner de los Ríos, Concha Zardoya… y diversas personas que se han acercado a su poesía.
Poeta, periodista, narrador, crítico y ensayista, su obra es amplísima.
Entre sus libros se encuentran: El mundo que tú eres, Valle de México, Poemas numerales, Los jardines amantes, Primer paraíso, Poema nuevo, Poesía de pie, Oración futura, Mínimo estar, Poema a la juventud, Poema del retorno, Cosecha Mayor (antología 1944-64), Confín de llamas, y Asamblea plenaria.
TEMAS DEL ALBA
A Salomón de la Selva
I
¡El alba! Es mi hora.
Ella es la madre infinita;
el regreso del árbol; la lengua del mar,
candorosa y antigua.
¡El alba! ¿Pero qué ocurre entonces
sobre el hundido párpado del mundo?
¿Qué asombro? ¿Qué musical inundación?
Hiende los aires un festejo alado,
en los aros del buey tiembla el rocío,
y universo, mujer y bestezuela se tienden
a bendecir su origen. No hay bandera
de amor más contemplada.
IV
Es luego el mar. El alba es como un ángel.
Se insinúa a los lejos, riza el viento,
toca el abismo y los monstruos sollozan.
Es luego el mar. El alba es como un barco.
Sale del fondo, no hace ruido, lleva cargamentos
de almas hacia el día.
Y como el Espíritu es el alba del mar
sobre la haz de las aguas,
moviendo y hechizando
las antiguas moradas de los hombres.
CONFESIONES
II
Porque los días están llenos de ansiedad,
rencores, acontecimientos imprevistos;
porque recuerdo la guerra con sus héroes,
porque no he muerto por el pueblo
y leo su muerte diaria en los periódicos;
porque las madres, en la oscuridad,
oyen llorar el frío más pequeño;
porque han sucedido tantas cosas
en las que no he participado,
tantos sacrificios y glorias,
tantas muertes y resurrecciones,
tantas canciones verdaderamente hermosas
de jóvenes guerreros que jamás regresaron;
porque voy al cine y me emociono asombrosamente;
porque la puesta de sol, el año nuevo,
las cartas que recibimos con trineos y campanas,
las despedidas en las estaciones,
todos los desastres afectivos,
todas las lunas que no terminan de morir
me hieren un poco más,
me incomodan nerviosamente;
porque a veces me entrego a labores absurdas,
a mañanas perdidas a cambio de monedas,
y me siento humillado
como el hombre sin brazos que mira que lo miran;
porque me veo escribir haciendo largas pausas,
porque mi voz es como la lluvia,
que no sabe adónde cae ni quién la esperará;
porque hay tantos ruidos que casi no se oye
y la infancia ha escapado como el cervato herido;
porque vivo en la ciudad recordando los mares,
aquella alegría imperial de los árboles,
el campo nutricio y saludable;
porque soy tranquilo, lleno de sueño
y me gustaría trabajar en las fábricas;
porque amo las fuerzas de la tierra y el sexo;
porque flores oscuras y embriagadoras
rondan la noche y traen los deseos;
porque las hermosas y tranquilas flores
(las llevadoras de perdón, las obreras de vida)
tienden a mí sus brazos suplicantes.
Por todo eso y por más que no recuerdo
siento que soy poeta y sufro
en la canción que canto todavía.
A una dama muy bella vestida de luto
Su luto era la alfombra de una llama,
un nardo entre la noche su sonrisa.
Oh mágica visión, oh Mona Lisa
hecha de luz y doncellez en rama.
La vi como quien ángeles exclama,
como quien suelta alondras a la brisa;
bella, gentil, recóndita y sumisa,
tenía algo de luna y de retama.
La admiración, rindiéndole homenaje,
sin que la oyera murmuraba un rezo.
Y destacaban, en aquel paisaje
o antiguo medallón tácito al beso,
su blanca tez, lo negro de su traje,
y amor, amor entre los ojos preso
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