JORGE SUÁREZ
El poeta, narrador, periodista, hombre de televisión, Jorge Suárez nace el 26 de marzo de 1931, en La Paz, Bolivia y murió en el año 1998.
Marcado por el sino de la época, Suárez, como la guerra del Chaco (1932-34), es un autor que resalta los marcados contrastes de su madre patria; su prosa se traslada de una geografía a otra. Se hace diverso. Del humor amargo y andino de "Hoy fricasé" (1953) se desplaza al trópico y semi-trópico del oriente nacional. Allí, en "El otro gallo" (1989), considerada hoy la mejor novela corta del país, y su ingreso formal a la narrativa, es un escritor de temperamento y temperatura diferentes, una amalgama, dentro de su originalidad, de Horacio Quiroga y Gabriel García Márquez, de la tragedia imprevista a la exhuberancia natural. Lo separa de la fatalidad quiroguiana un humor perpetuo, quizá para confirmar aquello de Hermann Hesse de que los únicos genios son los humoristas.
Suárez es escritor de búsquedas contínuas y de grandes sueños, que en él se hicieron grandes realidades. Si León Felipe, hablando del Quijote, versificara en Bolivia, como lo hiciera en España, acerca de que "ya no hay locos", allí estaría plantado, firme y sonriente, Jorge Suárez para desmentirlo.
Jorge Suárez, el mismo que viste y calza
Por Gabriel Chávez Casazola
¿Desde qué lejanos tiempos los tajibos están ahí, cuajados de flor, alumbrando la selva? Sin los ojos de la ilusión, los tajibos no serían diferentes de los otros árboles. Pues, cuando son carmesí, trasladan al cielo.
Sin los ojos de la ilusión, que de pronto lo trasladaban al cielo del soneto, raptándolo de la faena periodística o de la tertulia política más apasionada, Jorge Suárez (1931-1998) no hubiera podido escribir esas palabras cuajadas de asombro con las que abre su novela breve (o cuento largo) El otro gallo, ni las otras tantas palabras –casi siempre asombradas, a menudo asombrosas y no pocas veces sombrías– de las que está urdida toda su obra, primero poética y más tarde narrativa.
Porque, la verdad sea dicha, aunque en él no era sencillo discernir al escritor del periodista y al periodista del político, Suárez siempre caía en tentación, revelando su verdadera esencia: elegía escuchar las insinuaciones de la musa antes que la vocinglería de las hidras de la política y los cantos de sirena del periodismo; actividad que abrazaba, de todas maneras, con una fuerza demoledora “para no desplomarme en el tremendo vacío del silencio”, como le confesó a Germán Arauz.
A quienes lo conocimos en los últimos años de su vida –posiblemente sus únicos años grises, transcurridos en el Sucre de principios de los 90, cuyo letargo y medianía solían desesperarlo– nos era difícil imaginar el retrato del escritor as a young man, recorriendo las calles de La Paz, Santiago, Lima, Santa Cruz, Buenos Aires, Cochabamba o Moscú con las provocaciones bajo el brazo y la bohemia en bandolera, como lo hizo durante tanto tiempo.
Sin embargo, ese fue ante todo Jorge Suárez: un provocador irreverente, un hombre difícil, de amores y odios profundos, que entre periódicos, embajadas y exilios cultivó, siempre con igual afán de perfección, géneros tan diversos y en apariencia (solo en apariencia) tan distantes como la copla popular y el soneto alejandrino.
Ambas vertientes eran relevantes para Suárez, quien no creía en la posibilidad de hacer buena literatura ‘a por libre’ sin antes haber conocido, estudiado y dominado (o al menos intentado dominar) las formas clásicas occidentales –recordemos ahora su gusto por recitar de memoria extensos versos de los autores del Siglo de Oro–; pero tampoco sin tener un cable a tierra al aquí y al ahora, es decir, sin narrar o poetizar desde lo que es Bolivia. Por eso compuso poemas imaginados como letras de cuecas, morenadas y boleros de caballería, a la par que odas y sonetos –“haz versos, pero no odas” repetía sarcástico– cincelados según la métrica más estricta, en el convencimiento de que un uso preciso y riguroso de la palabra podía darle mayor belleza y trascendencia al vuelo creativo.
No es de extrañar, entonces, que sus narraciones –“comencé a escribir prosa como quien sale de su casa a la esquina y aparece en el revés del mundo”, dijo alguna vez– fueran construidas obedeciendo a un meticuloso dibujo previo, como lo corroboró Luis H. Antezana en su conocido y extenso estudio sobre El otro gallo; obra escrita por Suárez en sus años cruceños (fecundos en producción, en amigos, en discípulos literarios y en vida), que hasta ahora ha tenido mejor fortuna que su también genial Sonata aymara, un cuento ambientado en La Paz, durante la Revolución de 1952, que lo enorgullecía especialmente, sobre todo por su personaje Lucas, a quien llamaba, en alusión a Saenz, “el auténtico aparapita”, pero cuyo verdadero y gran protagonista es el Illimani, “viejo tramposo y ladino” que “fuma nieblas” para velar sus escapadas a Los Yungas donde se va de farra “haciendo girar su poto de piedra con los morenos”.
A propósito de rigores, no está demás apuntar que Suárez parecía, a primera vista, un hombre brusco y maquiavélico, impresión que solo se disipaba al frecuentarlo y descubrir, tras esa deliberada armadura, al mismo tímido y desorientado niño que un día se fue de Los Yungas a recorrer el camino en dirección inversa que el fiestero Illimani; niño terrible, eso sí, tramposo y ladino también, capaz de bromas macabras y epitafios letales, si tal cosa cabe.
Evidentemente, estas notas apresuradas no pueden atrapar tanta vida en tan poca letra. Tal vez nuestra charla con Jorge Suárez se reanude bajo un tajibo carmesí en flor, con “patasca y cerveza helada” de por medio, cuando nos reencontremos en ese espacio, “las troneras del cielo” lo llamaba, donde los sonetos sí que son perfectos y con infinito.
– ¿Luis Padilla Sibauti, el Bandido de la Sierra Negra? – preguntaremos entonces, extendiendo la mano.
– ¡El mismo que viste y calza! – nos responderá, como un gallo en el ruedo después de haber ganado la pelea.
Y seguirá la tertulia.
DEL CUERPO AL ALMA
Asumirás tu perfección primera,
libre de mi prisión, vencido el muro,
ala que partes de mi lodo impuro
hacia un destino de alta primavera.
Y serás dulcemente prisionera
de tu infinito Dios, pues yo procuro
devolverte, muriendo, al seno oscuro
de donde procediste, forastera.
Y cuando eternizada en su regazo
perfumes, flor, el invisible vaso
y olvides, humo, tu abatido leño,
vuelve hacia mí los ojos de la vida
para que veas, en la tierra herida,
cómo se pudre tu lejano dueño.
VALLE
Este mi afán de ser escalofrío,
ascender por la savia genitoria
y pesar, para siempre, en mi memoria
como grávida rama de rocío.
En la explosión de frutos del estío
madurar mis dulzuras. En la gloria
de la granada desgranar mi historia,
perla a perla, en un rojo pedrerío.
Tejer la flor sobre mi propia fosa
siendo que alguna abeja rumorosa
cante la miel de la existencia plena.
Y ver, al fin, desvanecerse ajena,
en la serenidad de un cielo rosa,
la nubecilla blanca de mi pena.
ERES LO QUE YO CREO
Eres lo que yo creo, eres aroma
y plena rosa cuando así lo quiero;
tu pelo es brisa de un corcel ligero,
tu piel es pétalo, tu carne poma.
En mi secreta oscuridad, paloma,
pozo de agua interior en mi sendero,
tu voz tiene la altura del jilguero,
tu arquitectura suavidad de loma.
Y es tanta luz dormida tu regazo,
tanto el fulgor que en tu mirar regalas,
que ciego, ante la estrella de tu frente,
diérale al sol de pronto un aletazo,
un golpe recio de mis negras alas,
y lo apagara, rencorosamente.
ELEGÍA
Yo creo en Dios. La luz de tu mirada
me habla en el corazón, secretamente,
de la existencia de una ignota fuente
de la que fluye toda madrugada.
Antes que tú llegaras, no hubo nada
sino el vacío. Dios, el Gran Ausente,
entró en mi soledad impenitente
sólo porque tú entraste en mi morada.
Y no saber ahora si el contraste
de tener esta fe que tú me diste
resolverá la duda en que me hallaste.
Si Dios existe es porque tú llegaste…
Y si te vas de mi existencia triste,
ni Dios hubo jamás ni ti exististe.
EL CAMINANTE
Fiel monólogo, lengua demorada
en la miel del recuerdo, pero en vano:
todo recuerdo es un licor lejano
y toda evocación es siempre nada.
Nada, la red febril de tu mirad
captura sólo el humo del verano
y la piel que acaricias en tu mano
es ya tacto sin luz. Acongojada
por tanta sombra, sus farolas verdes
prende la calle taciturna. Muerdes
tu soledad, tu soledad, tu grito,
mientras que va dejando tu pisada
rosas de polvo, sobre la calzada,
camino de la muerte, al infinito.
SUICIDA
Tal vez atisba Dios por la ventana,
tal vez, no sé, pero si al golpe dado
irrumpe desde el cielo amoratado
y sobreviene, luz de la mañana,
no era Dios, no, sólo era el sol. Campana
saluda al resplandor que ha revelado
tu bronce al ojo muerto, rezagado
aquí en la noche no divina, humana.
Aquí en la noche nuestra, en otro plano
sideral que no vemos, una mano
se alza de pronto brusca y todavía,
en otro cielo, en otra esfera ausente,
la mano interminable desafía
la eternidad de Dios, eternamente.
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