Aixa Rava
Nació en Río Grande, Tierra del Fuego, Argentina el 3 de enero de 1982. Publicó algunos poemas en antologías, como el Sexto Encuentro Literario Internacional (CEN Ediciones, 2005), y participó durante el año 2010 de la sección de microrrelatos “Cuentos Pulgares” de la Revista eSe (Rosario). Desde 2013 colabora como redactora y cronista en Revista Kundra y el portal cultural Baires Digital. Es Profesora en Letras y Profesora de Español como Lengua Extranjera, aunque actualmente se dedica a la corrección de textos literarios y técnicos para varias agencias de traducción y a la escritura. Su primer poemario, Barda (2014), forma parte de la colección Pippa Passes de la editorial Buenos Aires Poetry.
Tierra del fuego
La luz rodea el verano en el recuerdo,
aquí la sombra deambula con los niños;
entre turberas y fiordos, los glaciares
hacen que el hielo se vuelva un enemigo.
En esta isla, la sangre se congela,
la piel se raja, la voz se hace chillido;
y hasta las bestias, las plantas, los caminos
creen que la nieve es ajena al paraíso.
Y es que no hay cardos, sudor, no hay regocijo
de tambos, de granjas ni de silos;
y si hay un sol, un día, una tarde,
se esconde junto al hierro sin aviso.
Jugar es cosa de adentro, no de plaza,
y a nadie se le antoja el infinito,
que está en el mar, en el nombre, en la bahía,
en todo el viento, y también, en todo el frío.
En un domingo de bosque y costa espesa,
la libertad una rama de lenga
quiebra
con la ilusión de salir y no encontrarse
con el blanco, el gris y la tristeza.
La isla para el niño es una cárcel
con gaviotas, nutrias y orcas muertas,
un exilio, un castigo, una venganza,
que en el sur de estos pies dejó su huella.
Tempestad
Detrás del vidrio se entroniza el gris,
en una superposición de formas de cemento,
de humedad que chorrea y se hincha,
de grietas que enmudecen y agudizan.
El verde más verde se mueve y se moja,
siente el frío temblor de las hojas
y narra
entre las ramas
impulsos de manos, pechos blandos, encrucijadas.
En volátil sedición, destiñéndose
las nubes se evaporan desiguales,
ultrajadas, proteicas, desmembradas
—más profundas son las líneas
cuando están desdibujadas—
y suman manchas más grises,
más lilas, más blancas
para enterrarse en el cielo.
La calma sin combate se adueñó del tiempo,
presumo un suicidio de pájaros y ecos.
Horizonte
Bicicleta y pedaleo
veo pasar la piedra
toda cortada en figuritas,
veo el cemento y las baldosas,
la tierra bajo mis ruedas
de triciclo
pedaleo
y me alejo porque no quiero
pero quiero
llegar al campo, rascar el cielo.
Perderme
entre los maíces
que grises se van poniendo
y entre semillas
y tallos —tumbas,
trigo, puentes, bayos
punzar el horizonte
muy lejos
muy alto
y en un punto
desbordado nubloso extremo
quedarme porque me siento
muy afuera
y muy adentro.
Canto
El viento hace temblar los destellos de las hojas
—remansos de una magia antigua
se destiñen con la lluvia —tan esperada.
El agua enturbia la esencia
de los árboles,
arrastra la memoria a los abismos.
Las antípodas se derrumban,
desaparecen los enlaces
—bisagras ocultas—
la tierra dista tanto del cielo
y las huellas susurran
desde todos los huecos
de la barda
—cierro los ojos, siento
las fricciones del tiempo.
La luna se aferra a lo eterno
y esmerila sus bordes con el viento.
Barda
No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo de golf
—otra conquista
sobre tu parte dormida.
Me sentí libre en tus venas
—creo que también me sentí presa
y me fui antes de morderte más las uñas,
un intento voraz
de escaparle a la locura.
En constante retorno
Vuelvo a los sueños eternos de los veranos,
al cálido roce de las colchas rojas
sobre el piso helado.
Vuelvo a tomar la leche de las botellas,
a comer masitas de latas negras.
Entre la lluvia nadan unas memorias
y en una gota cabe todo el universo,
en una gota que me trago,
cuando cierro los ojos y adormezco el pecho.
Las baldosas bajo mis pies diminutos
son rojas —mis zapatos, negros.
A veces no sé si es cierto lo que veo,
las imágenes se funden con los hechos.
Sólo sé que vuelvo como un pájaro,
me extravío en los silencios.
Vuelvo al centro de la ausencia
y me construyo con ecos.
-Estos poemas pertenecen al libro Barda editado el 2014 por Buenos Aires Poetry.
5 poemas de La luz no se corta como el papel (inédito),
por Aixa Rava
La luz no se corta como el papel
La luz no se corta como el papel
que está sobre la mesa
o en el piso, así desfigurado
como lo dejamos.
La luz no, ya no existe en esta casa
al menos por un rato, inestimable.
La luz no se corta como el papel
¿Y si lo hiciera?
¿Sería un trozo liviano como esta hoja?
¿Caería sobre el suelo
así sin hacer ruido? ¿Y ahí
distante de mis manos
se quedaría?
La natural, que igual se compra
entra ahora por la ventana
y se pierde
entre los muebles de la casa.
Nos ayuda a encontrar todas las partes
de papel trasfiguradas.
Entonces es verdad
que la muerte mora en lo oscuro
y con la luz viene la vida.
Los niños duermen su siesta,
nosotras barremos la sala.
Juntamos los envoltorios de caramelos,
los glasés, los diarios, las revistas.
El sol se va a apagar un día —decís
mirando afuera.
No vamos a estar. ¿O sí?
¿Y qué sería
si la luz no se cortase ya
ni siquiera como ahora, por un rato?
Yerro
Está mirando las ventanas todas iguales
una antena que parpadea
el trascender de la calle.
Todo lo dicho en la memoria
todo el poder de la palabra
sobre la imagen,
de la imagen sobre la emoción,
de la emoción sobre él
ahora —se da cuenta.
Detrás del alambrado, las manos
se aferran algo frágiles
a lo tenue
a lo disperso.
Muestra la espalda, sale.
Reconocer que nos equivocamos
no es nada fácil.
Construcciones
Esa equilateralidad es ilusoria, me dijo
alejándose de la maqueta.
Su expresión se volvió tensa,
arrugó el ceño, rodeó la mesa,
contempló el todo como se observa
una célula aislada bajo el microscopio.
Bueno, probá vos, entonces
y le di el marcador que siempre
queda bien entre nuestras manos.
Habría sido mejor sin viento,
con otros materiales quizás
respetando el espacio, el fundamento.
Hay construcciones que no resisten fallas.
Estancia
Mi casa es otro cuerpo
y yo aprendo de su respiración
de su descanso, de su trabajo
mientras la habito.
El ruido de los órganos que se acomodan
el pitido del lavarropas, la cortina
golpeando el marco de aluminio,
el hielo de la heladera
y su crack —mi casa tiene ritmo.
Funciona mecánicamente en paralelo
a las corridas tempestuosas sobre la escalera,
a las bisagras y los golpes de la madera,
la urgencia del baño y el llamado
del horno y la comida.
Encastra
su engranaje a nuestra estancia
al flujo constante de vida, mirá
cómo se agita cuando abrimos la ventana
y entran con el viento
revoltijos de hojas; así
dejémosla ligeramente abierta
por unas horas, todo cuerpo
precisa del reposo.
Nieve
La última vez que toqué la nieve
mis manos recibieron las partículas
minúsculas de aquella otra
que alguna vez odié.
Una bola de nieve es como una bola de cristal:
puedo ver a través las calles blancas
las piernas enterradas hasta la rodilla
los techos cubiertos, las ramas vencidas
las huellas cimbreantes, barrosas
de los autos y camiones.
Puedo ver también las tardes
de juego en casa:
la danza en el living
el montaje en la escalera
mamá que teje y toma mates y nos mira.
Una soledad plomiza entra por las ventanas,
papá está lejos, en el campo
imprime sobre esta misma nieve
la rúbrica de sus borcegos.
La nutria que cuidamos está en mis brazos,
caliente el cuerpo se hincha y retorna,
nos mira hasta que se duerme y la nevisca
se funde con las voces de Sui Generis.
Mis manos aclimatadas se acoplan al fuelle,
la última vez que toqué la nieve
eché en falta ese pelaje denso
por sentirlo otra vez dejé
que me quemara el frío.
.
por Aixa Rava
La luz no se corta como el papel
La luz no se corta como el papel
que está sobre la mesa
o en el piso, así desfigurado
como lo dejamos.
La luz no, ya no existe en esta casa
al menos por un rato, inestimable.
La luz no se corta como el papel
¿Y si lo hiciera?
¿Sería un trozo liviano como esta hoja?
¿Caería sobre el suelo
así sin hacer ruido? ¿Y ahí
distante de mis manos
se quedaría?
La natural, que igual se compra
entra ahora por la ventana
y se pierde
entre los muebles de la casa.
Nos ayuda a encontrar todas las partes
de papel trasfiguradas.
Entonces es verdad
que la muerte mora en lo oscuro
y con la luz viene la vida.
Los niños duermen su siesta,
nosotras barremos la sala.
Juntamos los envoltorios de caramelos,
los glasés, los diarios, las revistas.
El sol se va a apagar un día —decís
mirando afuera.
No vamos a estar. ¿O sí?
¿Y qué sería
si la luz no se cortase ya
ni siquiera como ahora, por un rato?
Yerro
Está mirando las ventanas todas iguales
una antena que parpadea
el trascender de la calle.
Todo lo dicho en la memoria
todo el poder de la palabra
sobre la imagen,
de la imagen sobre la emoción,
de la emoción sobre él
ahora —se da cuenta.
Detrás del alambrado, las manos
se aferran algo frágiles
a lo tenue
a lo disperso.
Muestra la espalda, sale.
Reconocer que nos equivocamos
no es nada fácil.
Construcciones
Esa equilateralidad es ilusoria, me dijo
alejándose de la maqueta.
Su expresión se volvió tensa,
arrugó el ceño, rodeó la mesa,
contempló el todo como se observa
una célula aislada bajo el microscopio.
Bueno, probá vos, entonces
y le di el marcador que siempre
queda bien entre nuestras manos.
Habría sido mejor sin viento,
con otros materiales quizás
respetando el espacio, el fundamento.
Hay construcciones que no resisten fallas.
Estancia
Mi casa es otro cuerpo
y yo aprendo de su respiración
de su descanso, de su trabajo
mientras la habito.
El ruido de los órganos que se acomodan
el pitido del lavarropas, la cortina
golpeando el marco de aluminio,
el hielo de la heladera
y su crack —mi casa tiene ritmo.
Funciona mecánicamente en paralelo
a las corridas tempestuosas sobre la escalera,
a las bisagras y los golpes de la madera,
la urgencia del baño y el llamado
del horno y la comida.
Encastra
su engranaje a nuestra estancia
al flujo constante de vida, mirá
cómo se agita cuando abrimos la ventana
y entran con el viento
revoltijos de hojas; así
dejémosla ligeramente abierta
por unas horas, todo cuerpo
precisa del reposo.
Nieve
La última vez que toqué la nieve
mis manos recibieron las partículas
minúsculas de aquella otra
que alguna vez odié.
Una bola de nieve es como una bola de cristal:
puedo ver a través las calles blancas
las piernas enterradas hasta la rodilla
los techos cubiertos, las ramas vencidas
las huellas cimbreantes, barrosas
de los autos y camiones.
Puedo ver también las tardes
de juego en casa:
la danza en el living
el montaje en la escalera
mamá que teje y toma mates y nos mira.
Una soledad plomiza entra por las ventanas,
papá está lejos, en el campo
imprime sobre esta misma nieve
la rúbrica de sus borcegos.
La nutria que cuidamos está en mis brazos,
caliente el cuerpo se hincha y retorna,
nos mira hasta que se duerme y la nevisca
se funde con las voces de Sui Generis.
Mis manos aclimatadas se acoplan al fuelle,
la última vez que toqué la nieve
eché en falta ese pelaje denso
por sentirlo otra vez dejé
que me quemara el frío.
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