José María Heredia
José María Heredia. (Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803; † Toluca (México) 7 de mayo de 1839) fue un poeta cubano, secretario de Antonio López de Santa Anna; diputado y ministro de audiencia en México1 y rector del Instituto Literario de Toluca. No se lo debe confundir con el poeta y traductor cubano José María de Heredia (1842-1905).
Siendo aún pequeño se trasladó con su familia a Santo Domingo, donde transcurrió la mayor parte de su niñez. Su padre fue nombrado Oidor en la Audiencia de Caracas y la familia se mudó a Venezuela. En 1818, de regreso en Cuba, comenzó sus estudios de Leyes en la Universidad de La Habana, que siguió al año siguiente en México. Tras la muerte de su padre José Francisco Heredia en octubre de 1820 (fue asesinado en México), en 1821 José María regresó a Cuba. Dos años después de doctorarse en derecho se estableció como abogado en Matanzas. Por este tiempo había colaborado en distintos periódicos, entre ellos El Revisor, y dirigió el semanario La Biblioteca de las Damas. En 1823, a punto de publicar una edición de sus poesías, se vio envuelto en la Conspiración "Soles y Rayos de Bolívar" y tuvo que marcharse precipitadamente a los Estados Unidos.
Su vida en ese país está ampliamente documentada en su correspondencia, entre otros, con Domingo del Monte, publicada por la Revista de Cuba. La primera edición de sus versos apareció en 1825 en Nueva York. Se le atribuye la novela histórica Jiconténcal, publicada anónimamente en 1826 en Filadelfia, aunque la autoría es también atribuida a otros escritores, como su compatriota Félix Varela o el español Félix Mejía. En 1825 emprendió su segundo viaje a México y en la travesía escribió el Himno del desterrado. Su actividad en México fue rica y variada. Entre otras funciones jurídicas y administrativas, ejerció como catedrático de Literatura e Historia, legislador, juez de Cuernavaca, así como oidor y fiscal de la Audiencia de México. En 1832 publicó en Toluca una segunda edición de sus versos, considerablemente revisada y ampliada. Fue redactor de varias revistas como El Iris y La Miscelánea, y principal redactor de El Conservador.
En 1836, después de hacer retracción pública de sus ideales independentistas, obtuvo permiso para regresar a Cuba. Cuatro meses duró su estancia en la isla. Con gran dolor y mortal desánimo regresó a México, donde el presidente Guadalupe Victoria le ofreció asilo. Con treinta y cinco años murió de tuberculosis, enfermedad que había contraido en los Estados Unidos, el 7 de mayo de 1839 en la ciudad de Toluca.
Heredia es considerado como uno de los mejores poetas cubanos, y a quien se le ha dado el título de Poeta Nacional así como el del "Cantor del Niágara", por su oda de ese nombre. Heredia es un insigne representante de la escuela pre-romántica. Algunas de sus obras son extraordinarias composiciones descriptivas donde plasma su percepción fina y rápida de la naturaleza. Una de las características centrales de su obra es el sentido espiritual del paisaje físico.
La vida de José María Heredia es uno de los temas principales de la obra de Leonardo Padura La novela de mi vida publicada en 2002.
Obras
Poesías (en Internet Archive, 1858)
Poesías líricas (en Internet Archive, 1893)
Poesías
A Elpino (¡Feliz, Elpino, el que jamás conoce)
A Emilia (Desde el suelo fatal de su destierro)
Adiós (Belleza de dolor, en quien pensaba)
A la estrella de Venus (Estrella de la tarde silenciosa)
A la hermosura (Dulce hermosura, de los cielos hija)
A Lola en sus días (Vuelve a mis brazos, deliciosa Lira)
A mi amante (Es media noche: vaporosa calma)
A mi esposa en sus días (¡Oh! Cuán puro y sereno)
Al Océano (¡Qué! ¡De las ondas el hervor insano)
Al Popocatépetl (Tú que de nieve eterna coronado)
Ausencias y recuerdos (¿Qué tristeza profunda, qué vacío)
Calma en el mar (El cielo está puro)
El ay de mí (¡Cuán difícil es al hombre)
En el Teocalli de Cholula (¡Cuánto es bella la tierra que habitaban)
En una tempestad, también llamada "Oda al huracán", (Huracán, huracán, venir te siento)
Himno al desterrado (¡Cuba, Cuba, que vida me diste)
Himno al Sol (En los yermos del mar, donde habitas)
La cifra (¿Aún guardas, árbol querido)
La estación de los Nortes (Témplase ya del fatigoso estío)
La inconstancia (En aqueste pacífico retiro)
La melancolía (Hoja solitaria y mustia)
La partida (¡A Dios, amada, a Dios! llegó el momento)
La resolución (¿Nunca de blanda paz y de consuelo)
Los recelos (¿Por qué, adorada mía)
Niágara (Templad mi lira, dádmela, que siento)
Oda a la noche (Reina la noche: con silencio grave)
Oda al cometa de 1825 (Planeta de terror, monstruo del cielo)
Sáficos (Dulce memoria de la prenda mía)
Vuelta al sur (Vuela el buque: las playas oscuras)
Sonetos
A mi querida (Ven, dulce amiga, que tu amor imploro:)
Inmortalidad (Cuando en el éter fúlgido y sereno)
La desconfianza (Mira, mi bien, cuán mustia y desecada )
Para grabarse en un árbol (Árbol, que de Fileno y su adorada)
Recuerdo (Despunta apenas la rosada aurora)
Renunciando a la poesía (Fue tiempo en que la dulce poesía)
Soneto a mi esposa (Cuando en mis venas férvidas ardía)
Vanidad de las riquezas (Si la pálida muerte se aplacara)
Heredia ha sido llamado el "poeta nacional" de Cuba. Nació en la ciudad de Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803. El joven Heredia siguió los pasos de los distintos traslados que experimentaron sus padres: La Florida, Santo Domingo, Venezuela y México. Se licenció en Derecho en Cuba y estableció su bufete en Matanzas. Pero dos años más tarde, se vió envuelto en la célebre conspiración de los Rayos y Soles de Bolívar contra el régimen colonial español. Esto le obligó a refugiarse en 1823 en los Estados Unidos. En 1825 se estableció en México donde ocupó cargos políticos y se desempeño como periodista y profesor. Regresó a Cuba solamente una vez muchos años después en un viaje muy breve de tan solo cuatro meses. El tema de una gran parte de sus poesías es el lamento por la patria añorada. Murió muy joven en la ciudad de Toluca, México, el 7 de mayo de 1839, sin haber aún cumplido los treinta y seis años.
Obras seleccionadas:
EN UNA TEMPESTAD
Huracán, huracán, venir te siento,
Y en tu soplo abrasado
Respiro entusiasmado
Del señor de los aires el aliento.
En las alas del viento suspendido
Vedle rodar por el espacio inmenso,
Silencioso, tremendo, irresistible
En su curso veloz. La tierra en calma
Siniestra; misteriosa,
Contempla con pavor su faz terrible.
¿Al toro no miráis? El suelo escarban,
De insoportable ardor sus pies heridos:
La frente poderosa levantando,
Y en la hinchada nariz fuego aspirando,
Llama la tempestad con sus bramidos.
¡Qué nubes! ¡qué furor! El sol temblando
Vela en triste vapor su faz gloriosa,
Y su disco nublado sólo vierte
Luz fúnebre y sombría,
Que no es noche ni día...
¡Pavoroso calor, velo de muerte!
Los pajarillos tiemblan y se esconden
Al acercarse el huracán bramando,
Y en los lejanos montes retumbando
Le oyen los bosques, y a su voz responden.
Llega ya... ¿No le veis? ¡Cuál desenvuelve
Su manto aterrador y majestuoso...!
¡Gigante de los aires, te saludo...!
En fiera confusión el viento agita
Las orlas de su parda vestidura...
¡Ved...! ¡En el horizonte
Los brazos rapidísimos enarca,
Y con ellos abarca
Cuanto alcanzó a mirar de monte a monte!
¡Oscuridad universal!... ¡Su soplo
Levanta en torbellinos
El polvo de los campos agitado...!
En las nubes retumba despeñado
El carro del Señor, y de sus ruedas
Brota el rayo veloz, se precipita,
Hiere y aterra a suelo,
Y su lívida luz inunda el cielo.
¿Qué rumor? ¿Es la lluvia...? Desatada
Cae a torrentes, oscurece el mundo,
Y todo es confusión, horror profundo.
Cielo, nubes, colinas, caro bosque,
¿Dó estáis...? Os busco en vano:
Desparecisteis... La tormenta umbría
En los aires revuelve un oceano
Que todo lo sepulta...
Al fin, mundo fatal, nos separamos:
El huracán y yo solos estamos.
¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno,
De tu solemne inspiración henchido,
Al mundo vil y miserable olvido,
Y alzo la frente, de delicia lleno!
¿Dó está el alma cobarde
Que teme tu rugir...? Yo en ti me elevo
Al trono del Señor: oigo en las nubes
El eco de su voz; siento a la tierra
Escucharle y temblar. Ferviente lloro
Desciende por mis pálidas mejillas,
Y su alta majestad trémulo adoro.
LA ESTACIÓN DE LOS NORTES
Témplase ya del fatigoso estío
El fuego abrasador: del yerto polo
Del septentrión los vientos sacudidos,
Envueltos corren entre niebla oscura,
Y a Cuba libran de la fiebre impura.
Ruge profundo el mar, hinchado el seno,
Y en golpe azotador hiere las playas:
Sus alas baña Céfiro en frescura,
Y vaporoso, transparente velo
Envuelve al Sol y al rutilante cielo.
¡Salud, felices días! A la muerte
La ara sangrienta derribáis que mayo
Entre flores alzó: la acompañaba
Con amarilla faz la fiebre impía,
Y con triste fulgor resplandecía.
Ambas veían con adusta frente
De las templadas zonas a los hijos
Bajo este cielo ardiente y abrasado:
Con sus pálidos cetros los tocaban,
Y a la huesa fatal los despeñaban.
Mas su imperio finó: del norte el viento,
Purificando el aire emponzoñado,
Tiende sus alas húmedas y frías,
Por nuestros campos resonando vuela,
Y del rigor de agosto los consuela.
Hoy en los climas de la triste Europa
Del aquilón el soplo enfurecido
Su vida y su verdor quita a los campos,
Cubre de nieve la desnuda tierra,
Y al hombre yerto en su mansión encierra.
Todo es muerte y dolor: en Cuba empero
Todo es vida y placer: Febo sonríe,
Mas templado entre nubes transparentes,
Da nuevo lustre al bosque y la pradera,
Y los anima en doble primavera.
¡Patria dichosa! ¡Tú, favorecida
Con el mirar más grato y la sonrisa
De la Divinidad! No de tus campos
Me arrebate otra vez el hado fiero.
Lúzcame ¡ay! en tu cielo el sol postrero.
¡Oh! ¡con cuánto placer, amada mía,
Sobre el modesto techo que nos cubre
Caer oímos la tranquila lluvia,
Y escuchamos del viento los silbidos,
Y del distante Océano los bramidos!
Llena mi copa con dorado vino,
Que los cuidados y el dolor ahuyenta:
Él, adorada, a mi sedienta boca
Muy más grato será de ti probado,
Y a tus labios dulcísimos tocado.
Junto a ti reclinado en muelle asiento,
En tus rodillas pulsaré mi lira,
Y cantaré feliz mi amor, mi patria,
De tu rostro y de tu alma la hermosura,
Y tu amor inefable y mi ventura.
NIÁGARA
Templad mi lira, dádmela, que siento
En mi alma estremecida y agitada
Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo
En tinieblas pasó, sin que mi frente
Brillase con su luz...! Niágara undoso,
Tu sublime terror sólo podría
Tornarme el don divino, que ensañada
Me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, calla
Tu trueno aterrador: disipa un tanto
Las tinieblas que en torno te circundan;
Déjame contemplar tu faz serena,
Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
Lo común y mezquino desdeñando,
Ansié por lo terrífico y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso,
Al retumbar sobre mi frente el rayo,
Palpitando gocé: vi al Oceano,
Azotado por austro proceloso,
Combatir mi bajel, y ante mis plantas
Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza
En mi alma no produjo
La profunda impresión que tu grandeza.
Sereno corres, majestuoso; y luego
En ásperos peñascos quebrantado,
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
De la sirte rugiente
La aterradora faz? El alma mía
En vago pensamiento se confunde
Al mirar esa férvida corriente,
Que en vano quiere la turbada vista
En su vuelo seguir al borde oscuro
Del precipicio altísimo: mil olas,
Cual pensamiento rápidas pasando,
Chocan, y se enfurecen,
Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
Y entre espuma y fragor desaparecen.
¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo
Devora los torrentes despeñados:
Crúzanse en él mil iris, y asordados
Vuelven los bosques el fragor tremendo.
En las rígidas peñas
Rómpese el agua: vaporosa nube
Con elástica fuerza
Llena el abismo en torbellino, sube,
Gira en torno, y al éter
Luminosa pirámide levanta,
Y por sobre los montes que le cercan
Al solitario cazador espanta.
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
Con inútil afán? ¿Por qué no miro
Alrededor de tu caverna inmensa
Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,
Que en las llanuras de mi ardiente patria
Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,
Y al soplo de las brisas del Océano,
Bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene...
Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,
Ni otra corona que el agreste pino
A tu terrible majestad conviene.
La palma, y mirto, y delicada rosa,
Muelle placer inspiren y ocio blando
En frívolo jardín: a ti la suerte
Guardó más digno objeto, más sublime.
El alma libre, generosa, fuerte,
Viene, te ve, se asombra,
El mezquino deleite menosprecia,
Y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Omnipotente Dios! En otros climas
Vi monstruos execrables,
Blasfemando tu nombre sacrosanto,
Sembrar error y fanatismo impío,
Los campos inundar en sangre y llanto,
De hermanos atizar la infanda guerra,
Y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
En grave indignación. Por otra parte
Vi mentidos filósofos, que osaban
Escrutar tus misterios, ultrajarte,
Y de impiedad al lamentable abismo
A los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz hiere mi seno
De este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista el ánimo enajena,
Y de terror y admiración me llena!
¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza
Por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
Hace que al recibirte
No rebose en la tierra el Oceano?
Abrió el Señor su mano omnipotente;
Cubrió tu faz de nubes agitadas,
Dio su voz a tus aguas despeñadas,
Y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres,
Como el torrente oscuro de los siglos
En insondable eternidad...! ¡Al hombre
Huyen así las ilusiones gratas,
Los florecientes días,
Y despierta al dolor...! ¡Ay! agostada
Yace mi juventud; mi faz, marchita;
Y la profunda pena que me agita
Ruga mi frente, de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día
Mi soledad y mísero abandono
y lamentable desamor... ¿Podría
En edad borrascosa
Sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa
Mi cariño fijase,
Y de este abismo al borde turbulento
Mi vago pensamiento
Y ardiente admiración acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola cubrirse
De leve palidez, y ser más bella
En su dulce terror, y sonreírse
Al sostenerla mis amantes brazos...!
¡Delirios de virtud...! ¡Ay! ¡Desterrado,
Sin patria, sin amores,
Sólo miro ante mí llanto y dolores!
¡Niágara poderoso!
¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años
Ya devorado habrá la tumba fría
A tu débil cantor. ¡Duren mis versos
Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
Viéndote algún viajero,
Dar un suspiro a la memoria mía!
Y al abismarse Febo en occidente,
Feliz yo vuele do el Señor me llama,
Y al escuchar los ecos de mi fama,
Alce en las nubes la radiosa frente.
HIMNO AL SOL
En los yermos del mar, donde habitas,
Alza ¡oh Musa! tu voz elocuente:
Lo infinito circunda tu frente,
Lo infinito sostiene tus pies.
Ven: al bronco rugir de las ondas
Une acento tan fiero y sublime,
Que mi pecho entibiado reanime,
Y mi frente ilumine otra vez.
Las estrellas en torno se apagan,
Se colora de rosa el oriente,
Y la sombra se acoge a occidente
Y a las nubes lejanas del sur:
Y del este en el vago horizonte,
Que confuso mostrábase y denso,
Se alza pórtico espléndido, inmenso,
De oro, púrpura, fuego y azul.
¡Vedle ya...! Cual gigante imperioso
Alza el Sol su cabeza encendida...
¡Salve, padre de luz y de vida,
Centro eterno de fuerza y calor!
¡Cómo lucen las olas serenas
De tu ardiente fulgor inundadas!
¡Cuál sonriendo las velas doradas
Tu venida saludan, oh Sol!
De la vida eres padre: tu fuego
Poderoso renueva este mundo:
Aun del mar el abismo profundo
Mueve, agita, serena tu ardor.
Al brillar la feliz primavera,
Dulce vida recobran los pechos,
Y en dichosa ternura deshechos
Reconocen la magia de Amor.
Tuyas son las llanuras: tu fuego
De verdura las viste y de flores,
Y sus brisas y blandos olores
Feudo son a tu noble poder.
Aun el mar te obedece: sus campos
Abandona huracán inclemente,
Cuando en ellos reluce tu frente,
Y la calma se mira volver.
Tuyas son las montañas altivas,
Que saludan tu brillo primero,
Y en la tarde tu rayo postrero
Las corona de bello fulgor.
Tuyas son las cavernas profundas,
De la tierra insondable tesoro,
Y en su seno el diamante y el oro
Reconcentran tu plácido ardor.
Aun la mente obedece tu imperio,
Y al poeta tus rayos animan;
Su entusiasmo celeste subliman,
Y le ciñen eterno laurel.
Cuando el éter dominas, y al mundo
Con calor vivificas intenso,
Que a mi seno desciendes yo pienso,
Y alto numen despiertas en él.
¡Sol! Mis votos humildes y puros
De tu luz en las alas envía
Al Autor de tu vida y la mía
Al Señor de los cielos y el mar.
Alma eterna, doquiera respira,
Y velado en tu fuego le adoro:
Si yo mismo ¡mezquino! me ignoro,
¿Cómo puedo su esencia explicar?
A su inmensa grandeza me humillo:
Sé que vive, que reina y me ama,
Y su aliento divino me inflama
De justicia y virtud en amor.
¡Ah! si acaso pudieron un día
Vacilar de mi fe los cimientos,
Fue al mirar sus altares sangrientos
Circundados por crimen y error.
CALMA EN EL MAR
El cielo está puro,
La noche tranquila,
Y plácida reina
La calma en el mar.
En su campo inmenso
El aire dormido
La flámula inmóvil
No puede agitar.
Ninguna brisa
Llena las velas,
Ni alza las ondas
Viento vivaz.
En el oriente
Débil meteoro
Brilla y disípase
Leve, fugaz.
Su ebúrneo semblante
Nos muestra la luna,
Y en torno la ciñe
Corona de luz.
El brillo sereno
Argenta las nubes,
Quitando a la noche
Su pardo capuz.
Y las estrellas,
Cual puntos de oro,
En todo el cielo
Vense brillar.
Como un espejo
Terso, bruñido,
Las luces trémulas
Refleja el mar.
La calma profunda
De aire, mar y cielo,
Al ánimo inspira
Dulce meditar.
Angustias y afanes
De la triste vida,
Mi llagado pecho
Quiere descansar.
Astros eternos,
Lámparas dignas,
Que ornáis el templo
Del Hacedor;
Sedme la imagen
De su grandeza,
Que lleve al ánimo
Santo pavor.
¡Oh piloto! la nave prepara:
A seguir tu derrota dispónte,
Que en el puro lejano horizonte
Se levanta la brisa del sur;
Y la zona que oscura lo ciñe,
Cual la luz presurosa se tiende,
Y del mar, cuyo espejo se hiende,
Muy más bello parece el azul.
AL OCÉANO
¡Qué! ¡De las ondas el hervor insano
Mece por fin mi lecho estremecido!
¡Otra vez en el Mar!... Dulce a mi oído
Es tu solemne música, Oceano.
¡Oh! ¡cuántas veces en ardientes sueños
Gozoso contemplaba
Tu ondulación, y de tu fresca brisa
El aliento salubre respiraba!
Elemento vital de mi existencia,
De la vasta creación mística parte,
¡Salve! felice torno a saludarte
Tras once años de ausencia.
¡Salve otra vez! a tus volubles ondas
Del triste pecho mío
Todo el anhelo y esperanza fío.
A las orillas de mi fértil patria
Tú me conducirás, donde me esperan
Del campo entre la paz y las delicias,
Fraternales caricias,
Y de una madre el suspirado seno.
¡Me oyes, benigno Mar! De fuerza lleno,
En el triste horizonte nebuloso,
Tiende sus alas aquilón fogoso,
Y las bate: la vela estremecida
Cede al impulso de su voz sonora,
Y cual flecha del arco despedida,
Corta las aguas la inflexible prora.
Salta la nave, como débil pluma,
Ante el fiero aquilón que la arrebata
Y en torno, cual rugiente catarata,
Hierven montes de espuma.
¡Espectáculo espléndido, sublime
De rumor, de frescura y movimiento:
Mi desmayado acento
Tu misteriosa inspiración reanime!
Ya cual mágica luz brillar la siento:
Y la olvidada lira
Nuevos tonos armónicos suspira.
Pues me torna benéfico tu encanto
El don divino que el mortal adora,
Tuyas, glorioso Mar, serán ahora
Estas primicias de mi nuevo canto.
¡Augusto primogénito del Caos!
Al brillar ante Dios la luz primera,
En su cristal sereno
La reflejaba tu cerúleo seno:
Y al empezar el mundo su carrera,
Fue su primer vagido,
De tus hirvientes olas agitadas
El solemne rugido.
Cuando el fin de los tiempos se aproxime,
Y al orbe desolado
Consuma la vejez, tú, Mar sagrado,
Conservarás tu juventud sublime.
Fuertes cual hoy, sonoras y brillantes,
Llenas de vida férvida tus ondas,
Abrazarán las playas resonantes
-Ya sordas a tu voz-, tu brisa pura
Gemirá triste sobre el mundo muerto,
Y entonarás en lúgubre concierto
El himno funeral de la Natura.
¡Divino esposo de la Madre Tierra!
Con tu abrazo fecundo,
Los ricos dones desplegó que encierra
En su seno profundo.
Sin tu sacro tesoro inagotable,
De humedad y de vida,
¿Qué fuera? -Yermo estéril, pavoroso,
De muerte y aridez sólo habitado.
Suben ligeros de tu seno undoso
Los vapores que, en nubes condensados
Y por el viento alígero llevados,
Bañan la tierra en lluvias deliciosas,
Que al moribundo rostro de Natura
Tornando la frescura,
Ciñen su frente de verdor y rosas.
¡Espejo ardiente del sublime cielo!
En ti la luna su fulgor de plata
Y la noche magnífica retrata
El esplendor glorioso de su velo.
Por ti, férvido Mar, los habitantes
De Venus, Marte, o Júpiter, admiran
Coronado con luces más brillantes
Nuestro planeta, que tus brazos ciñen,
Cuando en tu vasto y refulgente espejo
Mira el Sol de su hoguera inextinguible
El áureo, puro, vívido reflejo.
¿Quién es, sagrado Mar, quién es el hombre
A cuyo pecho estúpido y mezquino
Tu majestosa inmensidad no asombre?
Amarte y admirar fue mi destino
Desde la edad primera:
De juventud apasionada y fiera
En el ardor inquieto,
Casi fuiste a mi culto noble objeto.
Hoy a tu grata vista, el mal tirano
Que me abrumaba, en dichoso olvido
Me deja respirar. Dulce a mi oído
es tu solemne música, Oceano.
VANIDAD DE LAS RIQUEZAS
Si la pálida muerte se aplacara
Con que yo mis riquezas le ofreciera,
Si el oro y plata para sí quisiera,
Y a mí la dulce vida me dejara;
¡Con cuánto ardor entonces me afanara
Por adquirir el oro, y si viniera
A terminar mis días la Parca fiera,
Cuán ufano mi vida rescatara!
Pero ¡ah! no se libertan de su saña
El hombre sabio, el rico ni el valiente:
En todos ejercita su guadaña.
Quien se afana en ser rico no es prudente:
Si en que debe morir nadie se engaña,
¿Para qué trabajar inútilmente?
AL POPOCATEPETL
Tú que de nieve eterna coronado
Alzas sobre Anahuac la enorme frente,
Tú de la indiana gente
Temido en otro tiempo y venerado,
Gran Popocatepetl, oye benigno
El saludo humildoso
Que trémulo mi labio te dirige.
Escucha al joven, que de verte ansioso
Y de admirar tu gloria, abandonara
El seno de Managua delicioso.
Te miro en fin: tus faldas azuladas
Contrastan con la nieve de tu cima,
Cual descuellas encima
De las cándidas nubes que apiñadas
Están en torno de tu firme asiento:
En vano el recio viento
Apartarlas intenta de tu lado.
¡Cuál de terror me llena
El boquerón horrendo, do inflamado
Tu pavoroso cóncavo respira!
¡Por donde ardiendo en ira
Mil torrentes de fuego vomitabas,
Y el fiero tlascalteca
El ímpetu temiendo de tus lavas,
Ante tu faz postrado
Imploraba lloroso tu clemencia!
¡Cuán trémulo el cuitado
¡Quedábase al mirar tu seno ardiente
Centellas vomitar, que entre su gente
Firmísimos creían
Ser almas de tiranos,
Que a la tierra infeliz de ti venían!
Y llegará tal vez el triste día
En que del Etna imites los furores,
Y con fuertes hervores
Consigas derretir tu nieve fría,
Que en torrentes bajando
El ancho valle inunde,
Y destrucción por él vaya sembrando.
O bien la enorme espalda sacudiendo
Muestres tu horrible seno cuasi roto,
Y en fuerte terremoto
Vayas al Anahuac estremeciendo,
Y las grandes ciudades
De tu funesta cólera al amago,
Con miserable estrago
Se igualen a la tierra en su ruina,
Y por colmo de horrores
Den inmenso sepulcro
A sus anonadados moradores...
¡Ah! ¡nunca, nunca sea!
¡Nunca, oh sacro volcán, tanto te irrites!
Lejos de mí tan espantosa idea.
A tu vista mi ardiente fantasía
Por edades y tiempos va volando,
Y se acerca temblando
A aquel funesto y pavoroso día
En que Jehová con mano omnipotente
La ruina de la tierra decretara.
El Aquilón soberbio
Bramando con furor amontonara
Inmensidad de nubes tempestuosas,
Que con su multitud y su espesura
La brillantez del sol oscurecieron:
Cuando sus senos húmedos abrieron
El espumoso mar se vio aumentado,
Y entrando por la tierra presuroso,
Imaginó gozoso
A su imperio por siempre sujetarla.
Los hombres aterrados
A los enhiestos árboles subían,
Mas allí no perdían
Su pánico terror: pues el Océano
Que fiero se estremece
Temiendo que la tierra se le huye,
A todos los destruye
En el asilo mismo que eligieron.
Acaso dos monarcas enemigos
Que en pos corriendo de funesta gloria,
Sobrados materiales a la historia
En bárbaros combates preparaban,
Al ver entonces el terrible aspecto
De la celeste cólera, temblaron:
En un sagrado templo guarecidos,
De palidez cubiertos se abrazaron,
Y al punto sofocaron
Sus horrendos rencores en el pecho.
Pero en el templo mismo
Los furores del mar les alcanzaban
Que con ellos y su odio sepultaban
Su reconciliación y su memoria.
Revueltos entre sí los elementos,
Su terrible desorden anunciaba
Que el airado Criador sobre la tierra
El peso de su cólera lanzaba.
Tú entonces, del volcán genio invencible.
El ruido de las ondas escuchaste,
Y al punto demostraste
Tu sorpresa y tu cólera terrible.
Cual sacude el anciano venerable
Su luenga barba y cabellera cana,
Tal tú con furia insana
La nieve sacudiste que te adorna,
Y humo y llamas ardientes vomitando,
Airado alzaste la soberbia frente,
Y tembló fuertemente
La tierra, aunque cubierta de los mares.
Entonces dirigiste
A la ondas la voz, y así dijiste:
"¿Quién ha podido daros
Suficiente osadía,
Para que a vista mía
Mi imperio profanéis de aqueste modo?
Volved atrás la temeraria planta,
Y no intentéis osadas
Penetrar mis mansiones, visitadas
Sólo del aire vagaroso y puro".
Así dijiste, y de su seno oscuro
Con horrible murmurio respondieron
Las ondas a tu voz, y acobardadas
Al llegar a tus nieves eternales
Con respetuoso horror se detuvieron.
De espumas y cadáveres hinchadas,
Mil horribles despojos arrastrando
Hasta tu pie venían,
Y humildes le besaban,
Y allí la furia horrenda contenían.
Jehová entonces su mano levantando,
Dio así nuevos esfuerzos a las ondas,
Que súbito se hincharon,
Y a pesar de tu rabia y tus bramidos
A tus senos ardientes se lanzaron.
Mas aun allí tu cólera temían,
Pues de tu ardiente cráter arrojadas,
Y en vapor transformadas,
Vencer tu resistencia no podían.
Pero Jehová contuvo tus furores,
Y sobre tu cabeza
Con inmortal, divina fortaleza
Aglomeró las ondas espumosas.
Viéndote ya vencido
Por el mar protegido de los cielos,
En tu seno más hondo y escondido
Los fuegos inextintos ocultaste,
Con que tu claro imperio recobraste
Pasados los furores del diluvio.
En tanto de tus senos anegados
Un negro vapor sube,
Que alzando al éter columnosa nube,
Al universo anuncia
Los estragos del húmedo elemento,
De Jehová la venganza y la alta gloria,
Su tan fácil victoria,
Y tu debilidad y abatimiento.
Después de la catástrofe horrorosa
Luengos siglos pasaste sosegado,
Temido y venerado
De la insigne Tlaxcala belicosa.
Jamás humana planta
Las nieves de tu cima profanara.
Mas ¿qué no pudo hacer entre los hombres
la ansia fatal de eternizar sus nombres?
Mira tu faz el español osado,
Y temerario intenta
Penetrar tus misterios escondidos.
El intrépido Ordaz se te presenta,
Y a tu nevada cúspide se arroja.
En vano con bramidos
Le quisiste arredrar; entonce airado
Ostentas tu poder. Con mano fuerte
Procuras de tu espalda sacudirle,
Y haciéndole temer próxima muerte,
Por los aires despides
Mil y mil trozos de tu duro hielo,
Y amenazas con llamas abrasarle,
Y le encubres el cielo
Y la lejana tierra
Con pómez y volcánica ceniza
Que a fuer de lluvia bajo sí le entierra.
Mas él, siempre animoso,
Ve tu furor con ánimo sereno:
Holla tu nieve, y desde tu ancha boca
Mira con ansia tu hervoroso seno.
Mil victorias y mil doquier lograba
El español ejército valiente,
Pero ya finalmente
La pólvora fulmínea les faltaba.
Y su impávido jefe fabricarla
Con el azufre de tu seno quiere.
Hablara así a sus huestes el grande hombre:
"Eterno loor a aquel que se atreviere
A acometer empresa de tal nombre".
Así dice, y Montaño valeroso,
La voz de honor oyendo que le anima,
Baja a tu ardiente sima,
Y tus frutos te arranca victorioso.
¿Con fuerza te estremeces? ¡ah! yo creo
Que a cólera mi labio te provoca.
De tu anchurosa boca
Humo y sulfúrea llama salir veo.
¿Qué? ¿me quieres decir fiero y airado
Que sólo he numerado
Los terribles ultrajes que has sufrido?
Basta, basta, oh volcán; ya temeroso
El torpe labio sello;
Pero escucha mis súplicas piadoso:
No quieras despiadado
Ser más temido siempre que admirado.
Jamás enorme piedra
De tus senos lanzada
Llene de espanto al labrador vecino;
Jamás lleve tu lava su camino
A su fértil hacienda,
Ni derribes su rústica vivienda
Con tus fuertes y horribles convulsiones;
Que el inextinto fuego
Que en tu seno se guarda
Para siempre jamás quede en sosiego.
EN EL TEOCALLI DE CHOLULA
¡Cuánto es bella la tierra que habitaban,
Los aztecas valientes! En su seno
En una estrecha zona concentrados,
Con asombro se ven todos los climas
Que hay desde el Polo al Ecuador. Sus llanos
Cubren a par de las doradas mieses
Las cañas deliciosas. El naranjo
Y la piña y el plátano sonante,
Hijos del suelo equinoccial, se mezclan
A la frondosa vid, al pino agreste,
Y de Minerva el árbol majestoso.
Nieve eternal corona las cabezas
De Iztaccihual purísimo, Orizaba
Y Popocatepetl, sin que el invierno,
Toque jamás con destructora mano
Los campos fertilísimos, do ledo
Los mira el indio en púrpura ligera
Y oro teñirse, reflejando el brillo
Del sol en occidente, que sereno
En yelo eterno y perennal verdura
A torrentes vertió su luz dorada,
Y vio a Naturaleza conmovida
Con su dulce calor hervir en vida.
Era la tarde; su ligera brisa
Las alas en silencio ya plegaba,
Y entre la hierba y árboles dormía,
Mientras el ancho sol su disco hundía
Detrás de Iztaccihual. La nieve eterna,
Cual disuelta en mar de oro, semejaba
Temblar en torno de él; un arco inmenso
Que del empíreo en el cenit finaba,
Como espléndido pórtico del cielo,
De luz vestido y centellante gloria,
De sus últimos rayos recibía
Los colores riquísimos. Su brillo
Desfalleciendo fue; la blanca luna
Y de Venus la estrella solitaria
En el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
Que la alma noche o el brillante día,
¡Cuánto es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame sentado en la famosa
Cholulteca pirámide. Tendido
El llano inmenso que ante mí yacía,
Los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
Que en estos bellos campos reina alzada
La bárbara opresión, y que esta tierra
Brota mieses tan ricas, abonada
Con sangre de hombres, en que fue inundada
Por la superstición y por la guerra...?
Bajó la noche en tanto. De la esfera
El leve azul, oscuro y más oscuro
Se fue tornando; la movible sombra
De las nubes serenas, que volaban
Por el espacio en alas de la brisa,
Era visible en el tendido llano.
Iztaccihual purísimo volvía
Del argentado rayo de la luna
El plácido fulgor, y en el oriente,
Bien como puntos de oro centellaban
Mil estrellas y mil... ¡Oh! ¡Yo os saludo,
Fuentes de luz, que de la noche umbría
Ilumináis el velo,
Y sois del firmamento poesía!
Al paso que la luna declinaba,
Y al ocaso fulgente descendía,
Con lentitud la sombra se extendía
Del Popocatepetl, y semejaba
Fantasma colosal. El arco oscuro
A mí llegó, cubrióme, y su grandeza
Fue mayor y mayor, hasta que al cabo
En sombra universal veló la tierra.
Volví los ojos al volcán sublime,
Que velado en vapores transparentes,
Sus inmensos contornos dibujaba
De occidente en el cielo.
¡Gigante del Anáhuac! ¿Cómo el vuelo
De las edades rápidas no imprime
Alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
Años y siglos, como el norte fiero
Precipita ante sí la muchedumbre
De las olas del mar. Pueblos y reyes
Viste hervir a tus pies, que combatían
Cual hora combatimos, y llamaban
Eternas sus ciudades, y creían
Fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día
De tus profundas bases desquiciado
Caerás; abrumará tu gran ruina
Al yermo Anáhuac; alzaránse en ella
Nuevas generaciones, y orgullosas,
Que fuiste negarán...
Todo parece
Por ley universal. Aun este mundo
Tan bello y tan brillante que habitamos,
Es el cadáver pálido y deforme
De otro mundo que fue...
En tal contemplación embebecido
Sorprendióme el sopor. Un largo sueño
De glorias engolfadas y perdidas
En la profunda noche de los tiempos,
Descendió sobre mí. La agreste pompa
De los reyes aztecas desplegóse
A mis ojos atónitos. Veía
Entre la muchedumbre silenciosa
De emplumados caudillos levantarse
El déspota salvaje en rico trono,
De oro, perlas y plumas recamado;
Y al son de caracoles belicosos
Ir lentamente caminando al templo
La vasta procesión, do la aguardaban
Sacerdotes horribles, salpicados
Con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
Las bajas frentes en el polvo hundía,
Y ni mirar a su señor osaba,
De cuyos ojos férvidos brotaba
La saña del poder.
Tales ya fueron
Tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo,
Su vil superstición y tiranía
En el abismo del no ser se hundieron.
Sí, que la muerte, universal señora,
Hiriendo a par al déspota y esclavo,
Escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
Tu insensatez oculta y tus furores
A la raza presente y la futura.
Esta inmensa estructura
Vio a la superstición más inhumana
En ella entronizarse. Oyó los gritos
De agonizantes víctimas, en tanto
Que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
Les arrancaba el corazón sangriento;
Miró el vapor espeso de la sangre
Subir caliente al ofendido cielo,
Y tender en el sol fúnebre velo,
Y escuchó los horrendos alaridos
Con que los sacerdotes sofocaban
El grito del dolor.
Muda y desierta
Ahora te ves, pirámide. ¡Más vale
Que semanas de siglos yazcas yerma,
Y la superstición a quien serviste
En el abismo del infierno duerma!
A nuestros nietos últimos, empero,
Sé lección saludable; y hoy al hombre
Que ciego en su saber fútil y vano
Al cielo, cual Titán, truena orgulloso,
Sé ejemplo ignominioso
De la demencia y del furor humano.
INMORTALIDAD
Cuando en el éter fúlgido y sereno
Arden los astros por la noche umbría,
El pecho de feliz melancolía
Y confuso pavor siéntese lleno.
¡Ay! ¡así girarán cuando en el seno
Duerma yo inmóvil de la tumba fría!...
Entre el orgullo y la flaqueza mía
Con ansia inútil suspirando peno,
Pero ¿qué digo? -Irrevocable suerte
También los astros a morir destina,
Y verán por la edad su luz nublada.
Mas superior al tiempo y a la muerte
Mi alma, verá del mundo la ruina,
A la futura eternidad ligada.
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