Con Álvaro Armando Vasseur en 1933
Fernando Pereda
Fernando Pereda nació en la ciudad de Paysandú en 1899 pero vivió la mayor parte de su vida en Montevideo, donde falleció en 1994.
Comenzó a publicar poemas en diarios y revistas literarias, en la segunda década del siglo. En más de una oportunidad se anunció la aparición de algún libro de su autoría que siempre terminaba siendo objeto de postergación. A pesar de una obra cada vez más dispersa y espaciada, casi todas las antologías de poesía uruguaya recogieron sus composiciones. Era considerado un poeta imprescindible.
Después de cumplir los 90 años de edad se decidió finalmente a editar el que sería su único libro: Pruebas al canto (Montevideo, Arca, 1990), que incluye setenta y ocho poemas. Dos décadas y media antes, su propia voz quedó grabada en un disco con una selección de su obra poética y un texto en prosa, "Entrada a la poesía", síntesis de su lección estética.
Desde temprano construyó una personalidad original. Alberto Zum Felde lo definió de "temperamento apasionadamente epicúreo, voluptuoso en la vida, austero en el arte" y Emir Rodríguez Monegal lo mostró "ferozmente concentrado, obsesivo, alerta a los contenidos mágicos del mundo".
Riguroso al extremo consigo mismo, sometió al arte en sus diversas modalidades al rastreo de su compleja sensibilidad y severo juicio. Diversas disciplinas artísticas tuvieron en él a un celoso catador de esencias y en particular la poesía fue el objeto central de su reflexión y su práctica.
En su infancia y juventud oyó la voz de Julio Herrera y Reissig y cantar a Chaliapin, vio bailar a Nijinsky, presenció la actuación de transformistas como Frégoli, y el cine mudo en los primeros biógrafos fue segura fuente de deslumbramiento.
Cuando el sonido se incorporó a la imagen cinematográfica y las viejas cintas fueron abandonadas, comenzó a coleccionarlas, en una perseverante pesquisa, con selectiva puntería y nostalgia de su niñez y adolescencia, hasta conformar una de las cinematecas de primitivos más importantes del mundo, que terminó donando al SODRE.
Viajero moroso al continente europeo, ya en 1924 visitó España, a donde habría de volver en 1950 –en un viaje que incluyó también Francia, Italia, Grecia, Damasco y Estambul– y en 1975, el último de sus largos paseos por lugares queridos que lo impulsaron a escribir varios de sus mejores poemas.
Durante los tres viajes llevó sendos diarios, con anotaciones que oscilan entre apretados apuntes (casi en ayuda de memoria) y síntesis, algo desarrollada, de observaciones sagaces y sabrosas. El primero abarca de 1924 a 1926, e incluye algunas instancias dramáticas como la muerte de su padre, que había viajado ya enfermo a Europa. También pone de relieve una vocación por la aventura que su afinada formación literaria se había encargado de alimentar. Ejemplo disfrutable de sus impresiones en tierra española son las páginas de 1925, en las que relata su visita a la cueva de Montesinos, en homenaje a Miguel de Cervantes.
Hemos titulado estos fragmentos del Diario hasta ahora inéditos, "Por la ruta del Quijote", porque esa fue la intención del poeta: seguir las huellas del personaje que lo había fascinado en su adolescencia y del que seguiría siendo, hasta su última hora, fiel admirador. Uno de sus poemas, "Villasboas (Arroyo bien denominado)", fechado en 1970 (aproximadamente), recuerda al "Entrañable Caballero, / montado en desventuras, victorioso". La poesía y la vida fueron, para Fernando Pereda, inseparables.
Antes de bajar al destierro
Para Octavio Paz, después de tantos años
¿Intentativas ciertas?
Serenata y ventana desvelando,
hasta dentro del sueño,
recién abandonadas,
manos que aún se mueven.
¿Y si no hubiera alba,
ni roja ni blanca,
para nadie, en ninguna parte?
(Ya sigue el contrapunto
de monstruos coincidentes:
totalitaria
trampa.)
Y en uso de razón,
¿cómo afirmo este cielo,
si la tierra se va?
Trabajo en un andamio
de puntos suspensivos:
No veo los extremos
de lamento.
¿Qué camino al principio?
¿Qué comienzo camino?
¿Dónde está lo que sea
de insepultable especie?
Y en humano recelo,
¿aunque fuera un sofisma,
si es sobrenatural?
Querida voz impura
No basta resucitar"
F.P. (1953)
Hay seguros que esperan
su cielo interminable
pero no lo imaginan.
Desconocen
la querida voz
impura,
necesaria,
donde se ve distinto
si, en estado de alerta,
el corazón sospecha
que es en vano morir.
Sucesos reales
A José Bergarmín
La hora que no sabemos
puede venir a deshora
y de la aurora a la aurora
venir cuando no sabemos.
Cuando el alma ni suspira
para saber si está oyendo
noticias de la ceniza.
¿Cantar y resucitar?
¡Quién cantando así no oyera
pasos de su calavera!
No basta resucitar.
No basta. Cuidado, amor:
que los colores finales
no parecen naturales.
Y entre contigo, entre amor,
minutos inventaremos
si la hora no sabemos.
Si cubierta o descubierta
puede venir más temprano,
si dice adiós con tu mano
el fuego que más despierta,
¿cómo estar quemando alerta?
que de la aurora a la aurora
puede venir a deshora.
(1985)
Últimos convidados
A Onetti
Los veo,
de lejos me desvelan.
Están allá despiertos,
con sinuoso apetito,
deshaciendo sentidos figurados.
Por una vez, y ahora,
no hablemos mal de ellos:
nos acompañarán
en nuestra soledad
durante un tiempo.
Los veo,
sin nombrarlos.
Que están allá, sabemos:
últimos convidados.
(1960)
Vuelo interno
A Manuel Flores Mora
"coches opacos"
EP. (1949)
Ha llegado:
el coche ya está abierto
esperando
vacío.
¿Quién dio el consentimiento?
Era tu valentía
generosa hasta el llanto.
Y la mañana
avanza:
luz enceguecedora
continúa el verano.
En tinieblas
tu punto de llegada,
ni las exhalaciones
de los claveles rojos
cayendo lentamente,
ni el sonido que sube
al final
su atardecido grito,
ni el estampido que silencia,
ni el murmullo del último verso,
contestan mi respuesta
de horizonte callado,
en esta frágil cercanía
que improvisa el corazón.
(Febrero de 1985)
Fernando Pereda (1899 - 1994),
el poeta de un siglo
Por Wilfredo Penco
Un esperado túnel pasan y
entran a canciones.
(FP.: "Casi como está escrito", 1959)
SI HUBIERA QUE elegir a un poeta uruguayo que representara la centuria en este fin de milenio, sería Fernando Pereda. Adelantado al propio siglo XX, nació en 1899 en la ciudad de Paysandú, en el seno de una familia privilegiada, atravesó empecinadamente nueve décadas y media de vida, publicó un puñado de poemas que fue dando a conocer de manera dosificada y sin apresuramientos, alerta a las diversas tendencias estéticas de su tiempo, a las que sin embargo nunca quiso integrarse. Recién sobre el último tramo de su trayecto vital decidió reunir en volumen su obra dispersa y le puso por significativo título: Pruebas al canto (1990). Murió una semana después de haber cumplido los 95 años de edad. Fue, casi, un poeta centenario.
El esqueleto y su discípulo. Las cronologías de la historia literaria uruguaya suelen ubicarlo, casualmente, en la generación denominada del Centenario, la que emerge, madura, hacia 1930, cuando se celebran en el país los cien años de la jura de la Constitución. El Uruguay vive un tiempo de bonanza que parece prometedor, aunque varios años después habría de clausurarse con una crisis del modelo social, desatada vertiginosamente y sin retomo inmediato, crisis de la que Pereda fue testigo con cierta distancia.
Resulta no obstante discutible la clasificación generacional de su obra y tal vez sea más adecuado el perfil que a este propósito esbozó Emir Rodríguez Monegal, al situarlo en una "zona limítrofe, casi fantasmal, de la literatura uruguaya".
Con Jules Supervielle y familia, Romualdo Brughetti e Isabel Gilbert
No pocos y definidos rasgos han contribuido a la ubicuidad de este singular poeta: la concentración, el rigor, el obsesivo afán de perfeccionamiento, las minuciosas estrategias sobre cada poema, el afán obstinado de coherencia, la independencia como criterio rector, su rechazo a la publicación que llamó "escalafonaria". Realizó la construcción -en fin- de una personalidad original, sin imitaciones ni gratuitas transferencias.
En un encuentro en Buenos Aires con Jorge Luis Borges, convertido en indeclinable duelo verbal, en el Richmond de la calle Florida (años más tarde evocado por Ernesto Sábato), Borges preguntó a Pereda, con virtual inocencia y trasfondo irónico, a quien consideraba su maestro entre los poetas de la Banda Oriental. Es probable que el argentino no previera la infalible respuesta: "Yo soy discípulo de mi propio esqueleto".
La reafirmación individual y su defensa intransigente constituyeron el centro de la vida y la obra de Fernando Pereda. De "temperamento apasionadamente epicúreo, voluptuoso en la vida, austero en el arte", como lo definió Alberto Zum Felde, su eje ideológico fue el liberalismo, acotado por una capacidad de comprensión y precisión desarrollada por cautelosas y sucesivas aproximaciones.
Sometió al arte en sus diversas modalidades al rasero de su compleja sensibilidad y severo juicio. La música, la danza, el teatro, el cine, la plástica y la literatura tuvieron en él a un celoso catador de esencias y en particular la poesía fue el objeto central de su reflexión y su práctica.
El niño secreto. Una fotografía reproducida en Caras y Caretas (1909) muestra a Julio Herrera y Reissig leyendo un discurso de homenaje a la memoria del poeta gauchesco Alcides de María, al cumplirse el primer año de su muerte. Entre el público es posible distinguir a un niño de apenas diez años. Ese niño es Fernando Pereda. A la misma edad recitaba de memoria Don Juan Tenorio y pocos años más tarde conocerá en el Teatro Urquiza a Ruben Darío, de paso por Montevideo. También en esos años oirá cantar a Chaliapin, verá bailar a Nijinsky, presenciará la actuación de magos y transformistas como Frégoli, y el cine mudo en los primeros biógrafos será segura fuente de deslumbramiento.
Cuando se incorpore el sonido a la imagen cinematográfica y las viejas cintas sean abandonadas, Pereda comenzará a coleccionarlas, en una perseverante pesquisa, con selectiva puntería y nostalgia de su infancia y adolescencia, hasta conformar una de las cinematecas de primitivos más importantes del mundo.
Viajero moroso al continente europeo, ya en 1924 visitó España, a donde habría de volver en 1950 -en un viaje más abarcador que incluyó Francia, Italia, Grecia, Damasco y Estambul- y en 1975, el último de sus largos paseos por lugares queridos que lo impulsaron a escribir varios de sus mejores poemas.
Los lugares del mito. Los sitios que habitó condimentaron su leyenda: primero la casa de la calle Yi y 18 de Julio, en cuya torre conservaba las míticas películas que fue adquiriendo; más tarde otra casa en Carrasco, en la calle Divina Comedia, que compartió con su segunda mujer, Isabel Gilbert, un "lugar misterioso, suntuario, equívoco", donde -según cuenta Carlos Maggi- "había una espada pendiente de un cabello sobre la cabeza de todos, en una boardilla forrada de cedro lustroso, (...) había sillones de terciopelo y poca luz y un perfume agradable que nunca se repitió y, no siempre (pero suena al recordar) guitarras y cantejondo".
Allí se practicaba esgrima, se pasaba cine, se leían poemas, se tomaba el infaltable vino, se exhibían raras piezas bibliográficas, desfilaban invitados prestigiosos y algunas medianoches se extendían hasta la madrugada.
Vivió los últimos treinta años en el Hotel Ermitage, en Pocitos, frente a la Plaza Gomensoro. En una habitación del octavo piso, desde donde divisaba los atardeceres que caen sobre el río ancho como mar, decenas de libros y otros objetos lo acompañaron casi hasta el final: un casco persa, un pedazo de baldosa de la Villa Adriana, el clavo de una puerta de El Toboso, papeles de otros siglos, baúles repletos de recuerdos, dos magníficas linternas mágicas. Una de ellas proyectaba a veces en lo alto de la pieza oscurecida la provocadora imagen de un arlequín a caballo, galopando sobre estanterías donde se acomodaban con cierto desorden poemarios con autógrafos de Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Alfonsina Storni, Cecilia Meireles, José Bergamín, entre otros.
Poeta en sociedad. Se ha dicho que fue un poeta secreto, de élite, rodeado por devotos que proclamaban a los cuatro vientos las maravillas que generaba en aquellos ámbitos de atmósfera mágica. Hasta allí llegaba el visitante en peregrinaje y a veces era sometido al examen más implacable sobre poesía que hubiera podido sospechar. Versos, imágenes, metros, palabras todo era objeto de minucioso repaso, y de ese modo caían celebridades, las atiborradas páginas de un cuaderno de tapas negras registraban desde plagios hasta casuales parecidos, y el insobornable poeta ponía a prueba composiciones ajenas y propias.
El mito creció a pasos agigantados, a pesar de las contradicciones que lo rodeaban. No fue misántropo, ni siquiera en los últimos años, ni vivió en una torre escondido del mundo como se lo quiso presentan con falacia. En la segunda década del siglo, en plena juventud, tuvo activa participación en el removedor Centro de Estudiantes "Ariel", en cuya revista dio a publicidad uno de sus primeros poemas, en homenaje a Amado Nervo, más tarde disimulado en el olvido.
Pocos años después, intervino en algunas peñas literarias: la Casa de la Unión, el viejo Tupí Nambá, el grupo de Teseo. En Arte y Cultura Popular y en las reuniones organizadas por María V. de Müller en su apartamento del Palacio Salvo, fue, como ha indicado Julio Bayce, un "primer violín". Mantuvo relaciones personales y epistolares con un círculo de amigos entrañables, como Sergio de Castro, Mauricio Ohana y Thiago de Mello, entre otros.
Cuando García Lorca estuvo en Montevideo en 1934, lo acompañó en alguna de sus intensas jornadas. Colaboró en varias revistas literarias, abasteció polémicas, brindó conferencias y participó en lecturas colectivas de el poemas. Como recordó el mismo Julio Cortázar, fue uno de los primeros lectores de Bestiario. Ya de avanzada edad, a veces se lo veía caminar, solo o acompañado, por las calles cercanas al hotel o asistir a actos culturales en el centro de Montevideo.
El postergado libro. Formó parte de su aureola de poeta difícil y sinuoso, el hecho de que postergara indefinidamente la publicación de un libro, mientras en casi todas las antologías de poesía uruguaya seleccionaban sus textos porque, como afirmó con acierto Alejandro Paternain, "ningún las criterio antológico" podía prescindir de su obra. En el Proceso Intelectual del Uruguay (1930), Alberto Zum Felde anuncia la aparición del volumen Poemas del gozo breve, que nunca se concretó y en la antología preparada por Romualdo Brughetti, 18 poetas del Uruguay (1937), se hace referencia a un título, Diez poemas españoles, que permaneció inédito. Gonzalo Losada desde Buenos Aires y José Bergamín desde París le ofrecieron publicar con los prestigiosos sellos que cada uno promovía. Pereda siempre dejaba una respuesta definitiva para más adelante. No le interesaba, como ha señalado Rafael Courtoisie, "la gloria falaz de la letra impresa", sino seguir trabajando con sus poemas, sobre cada palabra y cada verso, a los que sometía periódicamente a la más estricta revisión.
En 1968 editó un disco con 19 poemas leídos por él mismo con penetrante capacidad de seducción y ajuste que llevó decenas de jornadas de trabajo hasta alcanzar las versiones más exactas. El disco también incluye un texto en prosa, una especie de arte poética titulado "Entrada a la poesía", que había grabado en 1963, con algunas variantes, y publicado al año siguiente en La Mañana. En la antología de Brughetti, el prologuista recoge en su nota introductoria algunos conceptos sobre poesía que Pereda había esbozado y comunicado a sus lectores más cercanos. El 27 de octubre de 1938 dio una conferencia en la Asociación Cristiana de Jóvenes sobre "El hecho poético", cuyo resumen fue publicado al día siguiente en El País y entre sus papeles se conserva la versión mecanografiada de un texto con el título "Cómo compongo mis poemas".
Entrada a la poesía. Todos estos son antecedentes precisos del arduo trabajo reflexivo que culminó en "Entrada a la poesía", en la que condensó una decena y media de conceptos y aproximaciones que organizan su visión de la vida y el arte. Este texto fundamental, al que es conveniente suman algunas de las respuestas que dio a Jorge Arias en 1986, publicadas en el semanario Brecha, no sólo pernil-te una comprensión más cercana de su poesía. También constituye la versión acabada de una estética que recorre el siglo y no quiere dejar cabos sueltos en la articulación personal, minuciosa, vigilante, de un poeta que asumió plenamente sus facultades porque, según confesó en carta a Guillermo de Torre (el 7 de octubre de 1940), "cada día, sobre este maravilloso y espantoso mundo, me afirmo más en una poética con responsabilidad cabal. Y no transo".
En "Entrada a la poesía" defiende el punto de vista de una necesaria parcialidad o independencia de criterio en la creación de poemas. Reclama la confrontación con los textos de cuanta teorización pueda sostenerse en materia poética; remite a los resultados la discriminación de lo verdadero y lo falso; asimila los "conocimientos y deleites" de la poesía con el amor humano; rechaza las planificaciones que la desnaturalizan e invoca a Juan de la Cruz para evitar confusiones entre canto y cuento; y proclama que "aún sin pregonarlo, toda poesía es combativa o no es poesía".
Se interna también en la construcción del poema, en su fidelidad y en la eventual incertidumbre del punto final; denuncia las exageraciones, las demasías; hace precisos comentarios sobre el tiempo y espacio y confiesa no tener "experiencia de una esperanza en cuanto al triunfo sobre la muerte", concepto clave para interpretar su obra. Considera modas, retóricas e imposturas; establece como condiciones básicas: "el canto, el encantamiento, la justicia, el gozo, la libertad". Cataloga además al profesional y al aficionado y los diferencia del amante; desestima la llamada "poesía pura" y la de tema "social" y concluye que "el poema tiene conexiones, comunicaciones, evidentes, con sucesos tan reales que después lo pondrán a prueba". Finalmente establece las relaciones que existen entre música y poesía, en un diálogo de seducciones e infalibilidades que llegan al corazón de lo confidencial.
En todo el siglo XX uruguayo no ha habido otro manifiesto tan completo y coherente sobre poesía, un proclamado acto de fe en la creación poética que apele a tan condensados y agudos argumentos, una experiencia que respalde con tan profunda convicción el quehacer del autor para entrar en su mundo, para introducirse en un lenguaje que, como la levitación, según ha sintetizado Fernando Pereda, "realiza (...) lo aparentemente imposible".
Pruebas al canto. Los setenta y ocho poemas que reunió en Pruebas al Canto, algunos otros que publicó en revistas o antologías, unos pocos más que permanecen inéditos constituyen su obra en la que predomina la calidad sobre la cantidad y un sostenido equilibrio entre el placer del deslumbramiento junto a la experiencia de la sensualidad más refinada y la tristeza que bordea el dolor de la muerte que se sabe inexorable.
Desde "el bailarín", "Mundo" y "Trasmundo", sonetos que en la década de los 20 y a principios de la siguiente renovaron una estructura que parecía agotada por el modernismo, hasta los últimos poemas cada vez más desnudos y dramáticos como "¿Sigues sola hacia el fin?" y "Calibración de voces", la poesía de Fernando Pereda aparece al mismo tiempo como vertebrada a lo largo de los años, y siempre fiel a sí misma, sin separarse de su centro fundacional, desde el que se abastece la inconfundible permanencia.
Sus poemas están entrecruzados por delicias y tristezas, preguntas y certidumbres, ardientes geografías, filos de la memoria, sorpresas, madrugadas, trémulos testimonios, licores que embriagan, intimidades, desvelos y diferencias, copas y latidos, guitarras y difuntos, penas, sueños, labios, abrazos, claveles, murmullos.
Bergamín aludió al "diabólico encanto" de esta poesía, a su capacidad de "herir y acariciar" a la vez.
La intensidad de la palabra escrita, de la voz confidente, abarca escenarios y paisajes -"parajes singulares"- tan diversos como la Piazza del Signori en Verona, la tumba de Saladino en Damasco o el arroyo Villasboas en campo uruguayo. La memorable ascensión al Etna, el misterio de la Puerta de los Leones en Micenas o el alternado clima de Montevideo, son estímulos configuradores que aluden a la experiencia vivida y enmarcan las acciones depuradoras y concentrantes del lenguaje poético en un proceso que retiene lo imprescindible para hacer más precisa y efectiva su capacidad de comunicación.
"El profesor gris", poema de 1934, fue un texto decisivo en la literatura uruguaya, porque barrió la escoria de los frecuentados amaneramientos, produjo incomodidad en las mentalidades más conservadoras y conmovió e incentivó las sensibilidades propicias a la renovación estética. Aunque existen testimonios irrefutables de la influencia que ejerció sobre todo entre los jóvenes, aún no se le ha dado el lugar que le corresponde en la historia literaria. Leído a la distancia, su resistencia al paso del tiempo sigue siendo concluyente y su modernidad presenta sin contradicción la pátina de su historia.
Las diversas partes en que está organizado Pruebas al canto tienen un mismo lema reiterado con orgullosa perseverancia: "Corresponde a los hechos". Es que el poema, para Pereda, "no puede ser un hecho aislado en la vida del autor", sus relaciones son profundas, secretas o transparentes, con recíprocas referencias, íntimas y definitivas como señas de identidad.
No hay confusión posible en la lucha contra el caos, en el orden que la poesía restaura: con "la odiable muerte" que "resta o suma" / "todo se vuelve aquí último asunto". Lúcido, trágico, sin olvidar "los milagros de la vida", el poeta sabe que "con la presencia de la muerte / la felicidad / no / puede / existir". Lo que lo salva es la poesía, aun concediendo que pueda ser una ilusión. En todo caso el placer de la creación poética, con sus revelados secretos en "Corazón del poema", "Casi no está escrito", "La letra" o "Plazo de gracia", la fundamenta, le da su razón de ser.
La poesía como testimonio cabal de la aventura del hombre en este mundo que fue el único que Fernando Pereda imaginó, sobrevive, intacta, a la propia y cercana muerte del autor.
Perdurará, con sus fulgores, tal vez como la imagen con que el mismo poeta personificó a uno de sus poemas, en carta a su amigo Luis Campodónico (el 14 de julio de 1956):
"un duro esqueleto cubierto por su cuerpo ardiendo que camina, como un bailarín, dentro de un friso y se oculta, por momentos, bajo una niebla morada".
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