Juan Cruz Varela
Juan Cruz Varela (Buenos Aires, 1794 – Montevideo, 1839) fue un escritor, periodista y político argentino, hermano del líder unitario Florencio (1807 – 1848).
Después de licenciarse en Teología en 1817 en la ciudad de Córdoba, inició estudios de derecho que no llegó a terminar. Durante sus años de estudiante escribió algunas poesías eróticas y satíricas, y también poemas épicos sobre la campaña de José San Martín en Chile y la Batalla de Maipú.
Regresó a Buenos Aires en 1818 y y se dedicó a publicar algunas poesías en la prensa. Era amigo de Santiago Rivadavia, un personaje político de la época de la independencia argentina.
A partir de 1821 fue diputado de la provincia de Buenos Aires, apoyando en la Sala de Representantes y en la prensa las reformas liberales que llevaba adelante el ministro Bernardino Rivadavia. Fue editor de varios periódicos, entre ellos El Centinela (1822-1825), El Porteño, El Pampero y El Tiempo.
En 1826 fue electo diputado al Congreso General Constituyente, en el cual ejerció como secretario.
Escribió principalmente poesía y teatro, dejando ver su influencia clásica especialmente de Virgilio y Horacio. Además de dos obras de teatro clásicas, publicó un sainete de inspiración española. Entre sus poesías se destacaron los poemas épicos y de inspiración amorosa.
Fue acusado por la prensa opositora de robar fondos públicos, por lo que a la caída de Rivadavia fue un acérrimo opositor de su sucesor, Manuel Dorrego.
Participó en la preparación de la revolución del 1 de diciembre de 1828 contra el gobernador Dorrego, y apoyó abiertamente la elección de Juan Lavalle en su lugar. Fue, junto a Salvador María del Carril, uno de los dos instigadores del fusilamiento de Dorrego en manos del general Lavalle, en una carta al general unitario cuando éste aún no se había apoderado de la persona de Dorrego. Las últimas palabras de su carta se han hecho particularmente conocidas:
"Cartas como ésta se rompen"
El general Lavalle ordenó el fusilamiento de Dorrego y asumió toda la responsabilidad, pero no rompió la carta. Durante su gobierno editó un nuevo periódico, llamado El Mensajero Argentino.
Tras la caída de Lavalle se refugió en Montevideo junto a su hermano Florencio, y a diferencia de éste, no volvió a salir de esa ciudad. Allí se dedicó a escribir nuevas poesías de estilo clásico, y a traducir autores latinos. Se destacó también por sus poesías opositoras al gobernador porteño Juan Manuel de Rosas, como Al 25 de mayo de 1838, en Buenos Aires. Contribuyó a las páginas de El Iniciador.
Inició la edición de sus obras completas, que no llegó a terminar, y falleció en Montevideo en enero de 1839, mientras se encargaba de la traducción de la Eneida, de la que sólo pudo acabar dos versos.
Obra
Poesía
La Elvira, (1817)
A los valientes defensores de la libertad en la llanura de Maipo (1818)
Triunfo de Ituzaingó (1827)
El jardín de Delia.
Canto a San Martín y Balcarce
El 25 de mayo de 1838
Sonetos
A la memoria de mi padre
A don Mariano Moreno
Al que desmaya en nuestro sistema por los contrastes que ha padecido
Al general don Manuel Belgrano
A la muerte del Dr. D. Juan N. Sola
A don Martín Rodríguez en su regreso a la campaña de Santa Fe
Teatro
Dido (1823)
Argia (1824)
Poesía. Selección
Cruz Varela
[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de Juan Cruz Varela, Poesías, Buenos Aires, 1879, y cotejada con la edición de Poesía de la Independencia, ed. de Emilio Carilla, Caracas, Ayacucho, 1979, pp. 133-147, cuya consulta recomendamos.]
La corona de mayo
Deus nobis haec otia fecit.
Virgilio, Égloga I
Este es el sitio ¡oh Dios! este es el sitio
del horror y la muerte. -En algún día
por el cóncavo techo,
en roncos ayes resonar se oía
el plañidor gemido
de víctima infeliz, que al triste lecho
atada con horrísima cadena,
al cielo endurecido
decía en vano su cansada pena.
De este lugar hasta el cadalso horrible,
en el carro de muerte arrebatados,
iban los infelices destinados
al desagravio de la ley hollada,
y de la sociedad menospreciada.
Pero más todavía: más odiosa
para los Libres era
esta estancia ominosa,
por las escenas que otras veces viera,
en las horas de luto que cubrieron
el suelo en que algún día
la libertad y la igualdad nacieron.
Los grandes héroes de la Patria mía,
los ilustres varones
que el primer grito levantar osaron
e impusieron a todas las naciones,
cuando en Mayo de diez hasta el abismo
se hundiera el trono vil del despotismo;
esos patriotas de memoria eterna,
encarcelados por ingrata mano, aquí en dolor lloraron,
y al son de sus prisiones
la suerte de la Patria lamentaron.
Mil de veces al cielo demandamos
un rayo vengador, que este edificio
en polvo convirtiera;
y el cielo a nuestros votos impropicio
el rayo suspendió, porque ya era
preparado otro tiempo
en que libre gozara el argentino
de la tranquila paz el don divino.
Este tiempo lució; la ronca rueda
de la carroza que arremata a Marte,
y el carro en que atropella la anarquía
cuando sus sierpes y su horror reparte,
gozosa sólo en su nefanda guerra,
pasaron ya otro día
para no más tornar, y en nuestra tierra
ni la huella dejaron
que señale el lugar por do rodaron.
Este Mayo lo vio: su bella aurora
en el fúlgido oriente levantada,
miró la tierra por el cielo amada
y miró paz, unión. En esa hora
se elevó nuestro canto al firmamento,
y el alígero viento
desde el cielo a la tierra lo volvía,
mientras la fama más veloz volaba,
y a todo el universo lo anunciaba.
Mayo fue cual ninguno: su corona
estaba reservada
al dios de la armonía
que invisible y gozoso presidía
entre los amadores
de la música y canto:
Él lo colmó de todos sus favores
y del mágico encanto
que todas las pasiones adormece,
y todos los sentidos embebece.
Este lugar de llanto y de tormento,
y de queja otra vez, se ha convertido
en el templo de Apolo;
y donde antes el eco del lamento
se levantaba desoído y solo,
al fin se siente un día
todo el placer que causa la armonía.
............................................................
Sí, perdonadme, y permitid que pueda
en el débil estilo
que a mi verso impotente se conceda,
invocar nuevamente
el nombre de la Patria, y la memoria
del bienhadado día
que la llenó de gloria,
y sepultó en el sur la tiranía.
¡Oh Mayo venturoso!
mes de los meses; pero más dichoso
esta vez que jamás; un Dios ha sido
quien la calma de paz al fin nos diera:
felices nos has visto; en su carrera
no se detiene el tiempo: cuando tornes
en años venideros,
más felices tal vez, más placenteros,
nos hallará tu sol; y tu alabanza
alcanzará a do su luz alcanza.
Al bello sexo argentino
Oda
Tal como mira tras borrasca fiera
el triste navegante
aparecer el sol sobre la esfera,
y al mugidor océano en un instante
restituirle la calma placentera;
tal, argentinas bellas, os miramos
derramando consuelos
sobre los que, ya libres, habitamos
la tierra más amada de los cielos.
El campeón patrio, que en feroz milicia
pasó sus verdes años;
el ministro imparcial de la justicia;
el sabio que destruye los engaños,
consagrados tal vez por la malicia;
el mercadante activo y afanoso,
todos, todos, oh bellas,
a vuestro lado olvidan deleitoso
penas a un tiempo y la memoria de ellas.
La juventud se agolpa a vuestros pasos,
y, ciega, arrebatada,
cae en los blandos amorosos lazos
en que se engríe de mirarse atada,
Os formó el mismo Amor; y los abrazos
de la diosa sin par de la hermosura,
con otras tan ingrata,
colmaron de belleza y de ternura
a las hijas del Río de la Plata.
Cual camina la luna majestuosa,
derramando fulgores,
del mismo modo la argentina hermosa
marcha serena derramando ardores;
pues le dieron con mano bondadosa
Venus sus ademanes expresivos,
los amores su risa,
las gracias sus picantes atractivos,
y el pudor sonrosado su divisa.
Buenos Aires soberbio se envanece
con las hijas donosas
de su suelo feliz; y así parece
cual rosal lleno de galanas rosas
que en la estación primaveral florece.
Todas son bellas, y la mano incierta
que a la flor se adelanta,
una entre mil a separar no acierta
entre la pompa de la verde planta.
¿Cuál es el pecho de metal formado,
cuál corazón de peña,
que al mirar expresivo y pasionado,
al suavísimo hablar de una porteña,
puede permanecer desamorado?
¡Hijas del primer pueblo americano!
Ostentad vuestra gracia,
y cesen ya de presumir en vano
las bellezas de Georgia y de Circasia.
¿Qué queréis? ¿Queréis templos en que vamos
a dar adoraciones
a vosotras, ¡oh, diosas!, que admiramos?
Vuestros altares son los corazones,
nuestro incienso el suspiro que exhalamos,
nuestros votos amor. Y ¡cuántas veces
serás afortunado
mortal, que el pecho a la argentina ofreces,
si la argentina te llamó su amado!
Mas no sola en vosotras la belleza,
porteñas adorables,
ha querido copiar naturaleza;
porque, para formaros más amables,
ha llenado vuestra alma de grandeza.
En vosotras, unida la hermosura
al sentimiento, al genio,
domináis en nosotros por ternura,
domináis en nosotros por ingenio.
Vuestra imaginación, cual vuestro río,
ensanchada, atrevida,
corre con impetuoso señorío
sin que pueda mirarse contenida.
Aumentad vuestro hermoso poderío
con los adornos útiles del alma;
y goce a vuestro lado
el tumulto de amor, la dulce calma,
a un tiempo el amador embelesado.
Adiós, hermosas de la patria mía.
¡Feliz, feliz mi verso
si pudiera lograr que en algún día
llenara vuestro nombre el universo!
Y sí lo llenará. La luz que envía
al anchuroso mundo el sol benigno
es de todos loada,
aunque en labio y en metro menos digno
llegue a ser por alguno celebrada.
En honor de Buenos Aires
Era la noche; y la ciudad amada
por el Dios de los libres,
tranquila en brazos de la paz dormía,
en profundo silencio sepultada.
La mole de sus torres parecía
antiguo monumento,
allá en remoto siglo levantado,
para grandioso y digno enseñamiento.
Y era mudo olvidado,
pero del crudo tiempo respetado.
De lumbreras menores rodeada
la luna en medio cielo,
en su carroza de ébano sentada,
con su luz melancólica y serena
bañaba el quieto suelo;
y el grande río de la patria mía
de su orilla feliz la suelta arena
suavemente en sus aguas revolvía;
a la luz de la luna así brillando,
cual una copia inmensa
de derretida plata brillaría,
trémula, undante, en movimiento blando.
Dejando el lado de mi dulce dueño,
que, en esas horas mudas, misteriosas,
ya descansaba el delicioso sueño
de las fatigas del amor preciosas,
contento el corazón, suelta la mente,
me sentí de repente
a la lira impulsado,
cual de poder divino,
y a cantar el destino
del suelo afortunado
en que la suerte plácida me diera
abrir mis ojos a la luz primera.
¡Buenos Aires! ¡Mi patria! En algún día
la maldición del cielo
tu recinto inundó, y oscuro velo
tus inmortales glorias encubría.
En su carro de espanto
rodando por tus calles la anarquía,
tus calles anegaba en sangre y llanto,
y en fratricida mano se agitaba
de la discordia impía
el tizón infernal. Entonces era
cuando ni el hijo al padre respetaba,
ni el hermano al hermano
debida parte en su cariño diera.
De las leyes al solio soberano
subió el crimen triunfante,
y el altar de la ley cayó al instante,
en trozos dividido,
por entre el polvo en vilipendio hundido.
Los dioses tutelares nos miraron
con ojos de piedad, y a su desgracia
la ciudad infelice abandonaron.
Ese tiempo voló, y en nuestra historia
no borrará el honor de tu memoria,
inmortal Buenos Aires: hoy levantas
sobre los otros pueblos tu grandeza,
cual alza su cabeza
a la nube el ciprés, entre las plantas
y arbustos pequeñuelos,
que apenas se levantan de los suelos.
¡Gloria eterna a tu nombre! Por do quiera
presentas, patria mía,
un motivo de asombro a las naciones.
Creyeron que el olvido te cubriera,
y que tu noble fama moriría
entre nuestras funestas disensiones;
pero tú resplandeces más glorioso,
los hórridos nublados
de la civil contienda borrascosa:
después de disipados
bien como el alto sol en alto cielo
brilla más refulgente,
tras tempestad sombría, cuyo velo
nos robaba la lumbre de su frente,
yo admiro tu esplendor y le contemplo
y le admiro otra vez. Mi incierto paso
se dirige hacia allá, y entro en el templo
donde la ley se dicta en tono digno,
sin que lo estorbe prepotente brazo,
ni se oiga del poder ultraje indigno.
Con tal triunfo engreído el ciudadano,
obedece gustoso
las leyes que le mandan ser dichoso,
y bendice la mano
que firmó su fortuna,
y la del hijo de su amor precioso,
a quien la libertad nace en la cuna.
Hacia acá vuelvo, y al poder encuentro
noblemente ocupado
en proteger al débil, al malvado
castigar, corregir, y hacer el centro
del comercio v las luces protectoras
al pueblo afortunado,
que se puso en sus manos bienhechoras.
¡Tiranos ¡ah! los que afligís al hombre!
Sonará con horror eternamente
vuestro execrado nombre;
y vosotros, vosotros que a la frente
estáis de los destinos
de mi pueblo feliz, vuestros caminos
los de la fama son; y cuando el bronce
se pula en nuestro suelo, ¡cuánto entonces
honrará nuestro artista la memoria
de los que dieron a su patria gloria!
¿Pero quién me transporta a los altares
do Minerva se adora,
los dones celestes atesora,
que prodiga sin fin y sin medida?
¡Juventud escogida
del escogido pueblo! Yo a millares
agolpada te veo
a la fuente correr, en que se bebe
la ciencia y la inmortal sabiduría;
ni mi ardiente deseo
mira distante el día
en que la patria debe
fiarte su ventura,
esperando le pagues con usura.
¡Esparta libre! ¡Atenas ilustrada!
¡Remotos nombres que al remoto tiempo
pasaréis con honor! Pues imitada
en Buenos Aires fue la inmensa gloria,
que en edades de atrás os dio renombre,
y hace que vuestra historia
hoy todavía al universo asombre;
Buenos Aires unida en adelante
irá a vuestra memoria
y, cuando ella se cante
en los siglos que vengan, nuestros nietos
tributarán iguales sus respetos
al pueblo que ha imitado
los modelos que al mundo habéis dejado.
Así cantaba yo; pero entretanto
mostró la aurora su rosada frente,
de grana y oro se vistió el oriente,
y, cansada la lira, cesó el canto.
Sobre la invención y libertad de la imprenta
Amor, que sobre todas las deidades
has recibido adoraciones mías,
tu dulce poderío y tus bondades
ya celebró mi canto
en lo florido de mis frescos días,
y regué tus altares con mi llanto.
Canté lo que sentí. Después mi rima,
resonando entre gritos de victoria,
hizo volar por cuanto Febo anima
los nombres de los ínclitos varones
de perenne memoria,
que las iberas huestes debelaron,
y al suelo de mi patria libertaron.
Canté lo que debí: y ora la mente,
de un entusiasmo nuevo arrebatada,
transportada se siente
hasta el templo del Genio, donde mora
la invención creadora;
templo en cuyos altares,
de la turba vulgar no frecuentados,
seres privilegiados
presentan sus ofrendas singulares,
y a la par de la deidad son adorados.
Extraño ardor me inflama;
y, en mi rápido vuelo,
allá me encuentro en el helado suelo
do Gutenberg nació. Quintana solo
supo ensalzar su nombre;
Quintana, el hijo del querer de Apolo,
émulo de Tirteo en fuerte canto,
y a quien solo se diera
que, de su lira al sonoroso encanto,
digno de Gutenberg su verso fuera.
Arrastrando los carros de la guerra,
genios de destrucción al Rin llevaron
la plaga asoladora de la tierra;
y el renombre del Rin eternizaron
solamente a los ojos
de los hombres feroces,
que, sedientos de sangre y de despojos,
la Humanidad y sus derechos huellan,
y del cielo y Natura
las leyes sacrosantas atropellan.
¡Oh Rin ensangrentado! No tu fama
deberás al furor: el dios del verso,
los veraces anales de la Historia,
el genio, el Universo,
celebrarán tu gloria,
no porque oíste el horroroso estruendo,
si porque viste a Gutenberg naciendo.
Él inventó la Imprenta, y del olvido
redimió grandes nombres;
que el invento atrevido
eternizó las obras de los hombres,
y ató todos los tiempos al presente.
Todo cuanto la mente
de algún mortal contemplador concibe,
o exaltada imagina,
si libre, inmensa, por doquier camina,
cuanto precepto la razón prescribe,
todo, todo estampado,
y en copias mil y mil multiplicado,
cruza la erguida sierra,
cruza el ponto profundo,
que divide la tierra de la tierra,
y atraviesa veloz el ancho mundo
del Ecuador al Polo,
y del ocaso, do la noche mora,
hasta el fúlgido reino de la aurora.
¡Tanto puede la Imprenta! Ni esto sólo
a su poder es dado;
que los sabios del tiempo que ha pasado
hoy con nosotros hablan;
y, cuando el postrer siglo haya llegado,
hablará el más lejano descendiente
con ellos y nosotros igualmente.
Así la ilustración, como la llama
del sol inapagable,
que enseñorea inmóvil la Natura,
de un día en otro sin cesar renace
de un siglo en otro permanente dura.
¡Loor a Gutenberg! ¿Ni quien creyera
que su invención benéfica, sublime
en algún tiempo fuera
causadora de males,
que empaparon en sangre los mortales?
El fanatismo y el poder, que siempre
en daño de los hombres
del invento feliz se aprovecharon,
y él sirvió a los horrores
que al Universo afligen,
cuando aquellos desplegan sus furores,
y con vara de fierro al mundo rigen.
La Imprenta publicaba
que al más vil, al más bárbaro tirano,
si en un infame trono se sentaba,
del mismo Dios la sacrosanta mano
daba el cetro gravoso,
que en yugo ignominioso
a los mismos pueblos abrumaba.
En vano, en vano la Filosofía,
siempre amiga del hombre,
descubrir el engaño pretendía.
Disimulado con mentido nombre,
de la Verdad severa
la penetrante voz no bien se oyera,
cuando atroz fanatismo,
evocando las furias del abismo,
soplaba airada la funesta hoguera,
y la execranda llama consumía
las páginas de luz, que se atrevía
algún sabio a escribir con libre mano;
que el desusado tono
estremeció al tirano,
y sintió bajo el pie temblando el trono.
Así quedó cegado
el canal que la Imprenta en algún día,
para dar curso a la sabiduría,
benéfica mostró. Desde el momento
a nadie le fue dado
disponer de su libre pensamiento,
cual si le fuera por merced prestado.
Cuando un nuevo camino
a los hombres se muestra, y las deidades
ofrecen nuevo don, ¿será destino
ingratos abusar de sus bondades,
y hacerlas instrumento
de crímenes sin cuento,
de opresión, de venganzas y maldades?
¡Ah! ¡Qué proterva condición del hombre!
Así llegó de la fecunda tierra
al seno engendrador su osada mano,
y el metal que se encierra
en las hondas entrañas
de las erguidas ásperas montañas,
arrebatara a la caverna oscura
do plugo sepultarlo a la Natura.
El rígido metal se convertía
en surcador arado,
y el campo alborozado
una mies abundosa prometía.
Pero pronto sonó la guerra impía,
la maldecida trompa,
y el metal en espada convertido,
y en dura lanza que los pechos rompa,
todo campo cubierto
de cadáveres fuera,
y la sangre humeando discurriera
por entre el surco del arado abierto.
Así la selva sus robustos pinos
a la mar vio lanzados,
y venciendo las ondas denodados,
hallar nuevos caminos
que de un mundo conducen a otro mundo,
y hermanar las naciones del Oriente
con los pueblos lejanos de Occidente;
mas también pronto por el mar profundo,
preñados de furores y venganza,
los armados bajeles navegaron,
y en llanura de bárbara matanza
los piélagos inmensos transformaron.
¿De qué no abusa el hombre? Así la Imprenta,
un tiempo envilecida,
o brutales caprichos adulaba
de la ambición sedienta,
o al fanatismo pérfido vendida,
mentía en cada letra, y blasfemaba
del mismo Dios excelso,
cuyo nombre sacrílego estampaba.
Esas negras edades
de ignorancia y maldades,
y universal error, ya son pasadas;
y el hombre, dueño de su pensamiento,
libre como su hablar y sus miradas,
libre como la luz y como el viento,
en rasgos indelebles lo publica.
Su tesoro de ciencia comunica,
o, de temor seguro,
juzga al déspota duro;
veraz y mesurado le condena,
y, sin violencia, su furor refrena;
y de la hipocresía
los simulados crímenes delata;
y la impostura pérfida arrebata
el doloso disfraz que la cubría.
¡Feliz, feliz el suelo
donde los hombres gozan
de tanta libertad! Los que destrozan,
allá bajo otro cielo,
la triste Humanidad y en los sudores
y en el llanto infeliz del miserable
se bañan con placer abominable,
¿qué harían si la prensa sus furores
al sometido pueblo revelara,
la amenaza llevase a sus oídos
y el odio de los buenos concitara
del opreso acallando los gemidos?
Temblad, tiranos, mientras libre sea
el ejercicio de escribir honroso;
y siempre lo será; que el mundo ahora
no es ya cual lo desea
vuestra ambición fatal y asoladora.
Mas yo me vuelvo a venerar al hombre
que cultiva el saber y que el tesoro
de su mente prodiga. Su renombre,
con caracteres de oro
escrito en los anales de la ciencia,
irá a la más remota descendencia.
Es premio de su afán; no quiso avaro
sus luces ocultar; pudo dejarlas
en resplandor universal y claro,
y no debió en la tumba sepultarlas.
Libre escribió lo que en tenaz empeño
arrancó a la recóndita Natura,
y de la lengua pura 215
de la Filosofía
escuchó con anhelo en algún día.
Aprendió y enseñó: tantas lecciones
propagaron las prensas. Las naciones
perecerán después, y otros imperios
se verán levantados
sobre antiguos imperios derrocados.
Empero el sabio sin cesar renace,
que así la Imprenta sus prodigios hace.
Por esta noble libertad se llama
el siglo en que vivimos
el siglo de las luces, aunque brama
sañudo el fanatismo, que quisiera
muchos lustros al tiempo en su carrera
hacer retrogradar porque tornara
su poderío infausto abominable,
antes por la ignorancia respetado,
pero en días felices, execrable
al Universo en fin desengañado.
¡Oh patria en que nací, digna morada
de la alma libertad, en donde el genio
se remonta brillante!
Si la Imprenta afanada
los frutos del saber y del ingenio
multiplica y derrama a cada instante,
ésa, mi amada patria, ésa es tu gloria.
Coronada tu frente
mil veces del laurel de la victoria,
la libertad, la ciencia solamente
te han sublimado a la envidiable altura,
donde el orbe te mira,
y a do en vano procura,
encumbrarse en tu honor mi humilde lira.
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