miércoles, 24 de septiembre de 2014

GERARDO BLEIER [13.436]


Gerardo Bleier 

Nació el 26 de noviembre de 1960. Es escritor, periodista y asesor en Comunicación Estratégica. Publico varios libros de poesía entre ellos Ideanimas (Arca) y Cenizas (Artefato) y una novela Cráneo de Vaca (Cruz del Sur). Fue editor general de la Revista Posdata (Montevideo). Director y conductor de programas de televisión: Los Bueyes Perdidos y Motivos (Montevideo). Actualmente es asesor en Comunicación Estratégica de la Presidencia de la República Oriental del Uruguay.






Erótica del ser

Cenizas insurrectas
que el cuerpo de la vida lame
y luego sopla
hacia algún lugar.

Apenas eso.

Y el otro.

La doncella de blanco que ilumina el banco de una plaza.

La imagen de un hada que en silencio posa.

El recuerdo de un beso que nos fue negado.

La tibieza de una mano que roza la nuca en el momento preciso.

Apenas eso.

Un cuerpo en tránsito
en otro
conmovido.







Cántaro agridulce

Hazme un lugarcito
a lengua de distancia
del cántaro agridulce
que enjuaga tu alma en mi boca.

Allí donde milagrosamente he sido
esclavo y guerrero.

Allí donde en ocasiones he ansiado quedarme
a beber
eternidad.

Hazme un lugarcito entre las piernas y el espíritu:
allí donde he saboreado
la humedad
de lo que lame tibio
de lo efímero
de lo que dulce sabe
como un jugo de uva que el azar derrama de la mano
al espejo
y de allí al sueño de un dios
perdido
en el tiempo.

Hazme un lugarcito.

Aunque la alteridad a veces
excite

y en ocasiones corrompa,
el espíritu del otro,
lo igual del otro
lo uno.

Si pudiésemos padecer la eternidad
no haríamos trampas.
Ni el uno ni el igual tendrían sentido.

A la hora de la verdad el otro somos.

La imagen de Dios nos unifica.
La finitud. La palabra.

Pero jamás haremos
dos idénticos de lado.
Ni siquiera llorando juntos haremos
dos idénticos de lado.

El miedo nos conduce por diferentes enigmas.

Hazme bella en silencio
un lugarcito
apenas un lugarcito
a un lado del río de vodka.

Un lugarcito apenas.






Una marioneta abandonada 

A la hora de las caricias
no hay cuerpo derrotado.

Llorar es otra cosa.
Una manera frágil de nombrar los límites de lo deseado.


Lo que al lamer miramos
embellece.
Lo tocado
arde.

¿En qué lugar habita lo soñado?


¿La esperanza
de ser tocados con pericia alguna vez,
de ser vencidos
aunque sólo sea una vez?

La imaginación de los hombres es espíritu.
Y al espíritu lo esculpe el juego.

Yo soñé un día con una tal Alley Bagget.

Y miré en la pantalla mi rostro en pánico.

Pánico de quedar atrapado en su mirada.

Los pezones alertas. Sus ojos de muñeca arrepentida.
Los blancos dientes de doble filo…
anuncian un mundo mucho más rico que su fotografía.

Con esa promesa soñé yo un día.

Ah! La perfección de las líneas desparejas
con las cuales la imagen expone
como si de un avión que se prepara para aterrizar se tratase
la contundencia de sus pechos rosados.

¡Ah! La boca entreabierta. Por donde respira
el tiempo detenido.

(Se dirá que se trata de un recurso menor,
pero no puede negarse que logra lo que se propone:
llamar al otro a descubrir lo desconocido).

Yo soñé un día con una tal Alley Bagget.

Y desperté con los ojos en cero
como los de una marioneta abandonada.

El olor de ti permanecía zumbando en mi almohada.





El sentido del otro

Muérdeme ásperamente
el lóbulo de carne y cartílago.
Así.
Hasta que sangre.

He pecado. He observado a una astuta modelo
de apellido Bagget, que cobró por posar desnuda
en una publicación de poca monta.
He observado sus líneas sensuales
cuando al alcance de mi mano tu cuerpo reverberaba
en pie de guerra
como únicamente ocurre ante la promesa del amor.

Pero incluso Dios no aspira a tener siempre razón.
¿Cumplen órdenes sus ángeles?
¿Quien dulcificará la realidad
si dejamos de creer en lo que no entendemos?

Yo estaba a punto de hacerme daño.
Alley Bagget
alteró la dirección del desasosiego
y en lugar de la agonía hacia la que amenazaba desplazarme
me condujo a un no lugar
en el que parece se disuelven las explicaciones.

Donde no hay nada que explicar no existe peligro.

He pecado.

Me he dejado encantar
por lo inaccesible.






La sombra

La desnudez de su sombra

(Hojas de sauce agitadas por una brisa)
(Olas de río, remolino)
(Remo hendido)

Agua.

La desnudez de su sombra

(El bucle sobre el hombro. Pájaro)
(Una luz aérea y difusa ilumina lo tibio.
El aire entre las piernas) Desplazamiento leve.
(El vestido derramándose sin hacer ruido)

Mármol que ha de sudar cuando toque a la lengua.

Agua.

La desnudez de su sombra.

Nadie pensó la escena. La poética humana
es sorprendida todo el tiempo por el milagro del azar.
El azar modifica lo que sin estar escrito
puede ser imaginado.

Agua.

La desnudez de su sombra.

(El pliegue de gasa dibuja la silueta:
los senos menguantes
las nalgas como colinas de arena)

La desnudez del cuerpo.

Huellas en la penumbra. La mirada.

Las manos son todavía más bellas.
La sombra insinúa.
El cuerpo dialoga.

Se ha hecho la luz.





El Banco de Madera 

“¿Qué utilidad tiene convertir un problema en una paradoja?”
Niklas Luhmann

Muchacha en un banco de madera

Apenas visibles 
los borrosos arbustos se confunden 
con las extrañas figuras 
de las sombras que al caer la noche descienden 
violáceas 
desde las sierras cercanas.

En la observación de las horas
La mirada distorsiona
la sobriedad del tiempo fluyendo.

Cuatro o cinco caballos pastan inquietos
como si anticiparan una tormenta eléctrica.

¿La pérdida de un canario más bien insolente
(inquieto danzarín,
entre libros 
fue un motivo afectuoso)
ha de ser razón suficiente 
para dejarse embargar por la tristeza?

¿Todo desasosiego se origina en una pérdida?

Que un caballo dispendioso corretee en las sierras 
como persiguiendo a su alma
o que Joshua Bell vagabundee 
hecho un ovillo su violín para mejor jugar
a la ronda con un piano inquieto
¿ha de ser razón suficiente
para lagrimear así tan leve 
y sin dolor?

(¿Qué silueta se ha ido, qué afecto,
qué sujeto en predicado?)

El limón seco, ennegrecido como un fruto muerto 

(haz a un lado la pena hombre débil: 
eres mirado desde el cielo
por un satélite que sabe casi todo sobre ti),

el hielo derritiéndose, deslizándose en agua
sobre las grietas de la madera, la vodka tibia,
y todavía en un plato como apenas nacidos
los hongos que resultaron venenosos
y que el cantor probó en tu lugar, de puro juguetón 
(eso desearías creer)
no han de ser razón suficiente
para explicar el frío quejumbroso
que ha inmovilizado a tus pies.

Tierra.

A unos metros del aljibe yace el canario bajo tierra, 
dos escarbadientes en cruz le indican un posible destino.

No ha de ser razón suficiente.

Un grupo de personas elevan banderas, 
pronuncian consignas que los excitan.

La televisión divulga en “mute” 
escenas con gente en movimiento, 
aglomeraciones confusas, 
la letanía del violín expande sonoridades ambiguas
algo como una abundancia casi neurótica, 
de ideas atropelladas…
(frases sueltas) 
(pesadumbres antiguas)
(pequeñas ilusiones)
todo cae, como la lluvia sobre el ventanal
desde el cual antes podía contemplarse
la agitada quietud del lago,
la silueta de un viejo banco de madera.
El banco de una plaza,
donde una muchacha de extravagante dulzura
no pudo evitar ruborizarse al ser abrazada 
por un muchacho que comenzaba a descubrir
el impulso de la pasión.

Tierra.

Casi todas las interrogaciones 
emanan de la contemplación;
emergen como extrañamiento.

Una fuente de agua dulce;
el roce de la piel 
con la piel del otro.

Agua.

Rememoro historias 
que he recorrido.
Sinuosidades y desvelos.
Sucesos anecdóticos que han ocupado 
demasiado tiempo 
de mi tiempo.

No ha de ser razón suficiente.

A tres voces y hasta de cuatro en cuatro
me dejo caer en la cama junto al fuego.
Podría dejarme dormir.

Nada me recriminarán los miserables de la tierra.
Nada me recriminarán los que han sido ungidos por el poder divino
para gobernar a los miserables de la tierra.

Podría…

Tierra.

Un hombre va montado en un sábado, 
de tan abrigado quizá invisible
como los bañistas semidesnudos en una playa turística.
Lleva una bolsa de la que sobresale un pan.

Acodado luego en el mostrador de un bar inhóspito
el bigote del parroquiano bebe espuma.
A sus pies la bolsa 
de la que sobresale el pan.

“Vengo literalmente a matar al tiempo”,
se le ha escuchado murmurar.

No ha de ser razón suficiente
para dejarse embargar por el desasosiego.

(En cada nota musical
yacen ausencias mudas, promesas. 
Una voz como de agua que murmura.
Una luz sobre el banco de madera 
donde alguna vez experimentamos
la tibieza de la excitación amorosa).

Aclara.

He descendido hasta el lago
a entregármele al agua una vez más.

Me he provisto de pan caliente, vino, y queso
y anoto apuntes 
de lo que desearía fuese un elogio de la pureza
o incluso una reflexión sobre el poder
o un texto que no sea pensado.

Aire.

En algunos estados del alma
el cuerpo no debería leer a Cioran.
O tomarlo enteramente, como al vino,
y de un solo trago; 
«conservar para la Duda 
el doble privilegio de la ansiedad y de la ironía»,
ha escrito el poeta.

Lo que el ojo distingue,
no es lo que intuye.

Bebiendo entre parroquianos
en un boliche donde se hablaba acerca del tiempo
pedí que me acercaran el olor de un vino nuevo
y formulé una inquietud: ¿por qué al poder escapa
la tan simple noción del día después?

Un día vinieron a decirme: enterraron vivo a tu padre.
Con un tubito le permitieron respirar para que sintiera
el paso de otros presos por sobre las tablas que lo cubrían.

A los catorce años pude pues darme el lujo de la locura.
Los rientes en torno a la mesa de madera dibujada 
con circulares huellas de copas 
y pequeñas quemaduras de cigarros demorados en los bordes,
buena parte de ellos, amigos de la adolescencia
suelen recordar que yo les recomendaba leer a Whitman 
cuando se manifestaban sorprendidos 
por mi natural inclinación a “sonreír melancólicamente”, 
cuando lo que esperaban de mí era cierto “resentimiento asesino”.

Quizá por ello la madrugada en la que quise saber 
por qué al poder escapa
la tan simple noción del día después,
la pregunta los conmovió en largo silencio.

Un silencio hondo y extraño. 

En aquellos días grises como acaso únicamente 
pueden ser tan grises los días sin música
comencé a escribir 
con faltas de ortografía y caligrafía casi ilegible
decenas de textos poéticos en los que nombré cien veces 
el sentimiento del amor. 
A diario partían los pequeños bocetos, destinados
a la adolescente que aún cuando hasta entonces 
no había aceptado ser besada, 
me hundió a besos, por así decir
en el banco de madera de una plaza con lago, puente y misterios,
no a causa de los llorosos y enamorados textos 
sino cuando no pude evitar contarle, “explicarle”,
por qué lloraba.

Ella llevaba una cruz en el pecho y yo una lastimadura.

Yo no creía en Dios… Decidí confiar
en la piel desnuda, en la caricia delicada, generosa,
en la entrega.

En la elegancia del ser en dignidad.

Como a mi cabecita le costaba en aquellos días concentrarse
en las reglas aritméticas y en los misterios de la naturaleza
los muchachos que a mi lado estaban también haciéndose hombres
y las muchachas que a mi lado comenzaba a descubrir 
los encantos del erotismo 
(y todos las delicadas complejidades de la amistad)
unos y otras se ocuparon de los abrazos, las caricias 
y los apuntes para los exámenes.

Aire.

Lo que el ojo distingue,
no es lo que intuye.
(La intuición no se ajusta a reglas,
lee la complejidad).

Un parroquiano decide romper el silencio,
a sus pies yace una bolsa de la que sobresale un pan.

“Si no es ejercido, el poder es impotente,
luego, goza el puro instante, no reconoce otra cosa que el instante”.

¿El origen de Dios es la mirada?

¿Es por ello que el poder todo lo observa?

Aire.

Un ramo de jazmines ilumina el escritorio. 
Una muchacha de andar descalza me provee de ese aroma 
cada vez que noviembre viene a recordarme que estoy vivo.

Agitado, tembloroso, inquieto, imbricado…

En las raíces, las ramas, los huecos de luz. 

En la sonoridad de un monte criollo.
En el espejo del río.

En la palabra escrita con sangre.

En el esplendor del mar tormentoso.

En la lentitud de una espera.

En el asombro de un rechazo.

En el espanto del día después.

En el jolgorio de una canción.

En la apertura de un amanecer
que dibuja a un muchacho y una muchacha desnudos contra la arena.

En la sinceridad del que filma.

Agitado, tembloroso, inquieto, imbricado…

he amado 
al mar, 
a las mujeres, 
a los caballos, 
a las palabras hilvanadas 
con el único objeto de producir sentido. 
He amado el canto, el baile de los naipes, 
la danza de las miradas cómplices. 
He amado al viento, a la tecnología 
y a los fogones bajo la luz de la luna. 

Agitado, tembloroso, inquieto, imbricado…

En la mano que toma la fruta. 
La lleva a la boca.
La lame.
En la boca que la mastica.
En la lengua que la saborea.
La succiona. (Jugo dulce)
La medita. 

En el pie. La huella. La raíz expuesta.
En el asesinato de un inocente.
En el hambre de un niño.
En la ley.
En el miedo.
En el arte de la guerra 
y en el milagro de la política.

En el camino asfaltado, 
en el campo, 
en el manantial secreto.

En el hombre que llora. 
En la mujer que amamanta.

En la pugna de los instintos.
En la trama de la cultura.

Agitado, tembloroso, inquieto…
observo a mi pie temblar desproporcionadamente.

Como ajeno.

Como la cuerda de un bajo durante la interpretación 
de una obra de Keith Jarrett.

(Hay sangre en mi hombro)

Acaso no he descansado lo suficiente.

(Hay una inquietud en mi ojo verdoso)

A la distancia unas sinfónicas nubes se alejan de las sierras.

(He matado a un mosquito perturbador)

Aire.

Comprendí tempranamente el sentimiento de la impotencia:
a los 11 años una bella niña me pellizco en la nalga 
cuando yo observaba embelesado a otra que jugaba a la rayuela.

He tomado a un espejo por sus ojeras. 
Le he arrojado un cuarto de copa de vino para mejor nublar 
la ambigua noción de realidad propia de la tristeza.

(Hay una sonrisa en mi mueca partida)

¿Podrías morderme
ásperamente
el lóbulo de carne y cartílago?
Así. 
Hasta que sangre.

Fuego.

Apenas somos, en vano es olvidarlo
insurrectas cenizas
que el cuerpo de la vida lame
y luego sopla 
hacia algún lugar.
(La belleza estimula a la belleza)
(El vacío al vacío)
(La tibieza a la tibieza)

El fuego
al fuego.

Hazme un lugarcito muchacha
a lengua de distancia
del cántaro agridulce
que enjuaga tu alma en mi boca.

Allí donde milagrosamente he sido 
manso y ardiente.
Allí donde he escuchado sin oír.
Allí donde en ocasiones he ansiado quedarme
a beber
eternidad.

Hazme un lugarcito entre las piernas y el espíritu:
allí donde he saboreado 
la humedad 
de lo que lame tibio
de lo que dulce sabe 
como un jugo de uva que el azar derrama de la boca 
al fuego
y de allí 
a la luz.

Hazme un lugarcito en la frescura
de los cuerpos enamorados,
hazme bella un lugarcito
que allí es donde 
todas las ausencias
son derramadas
en el tiempo…

A la distancia unas sinfónicas nubes se alejan de las sierras.

Fuego.

Preparo café.

Estoy solo con mis días.

En todas y cada una de las horas,
hay ausencias, 
sonoridades,
excitaciones,
desvelos.

Imágenes retenidas.

(Hojas de sauce agitadas por una brisa)
(Olas de río, remolino)
(Remo hendido) 

Agua.

La desnudez de su sombra.

(El bucle sobre el hombro. Pájaro)
(Una luz aérea y difusa que ilumina lo tibio.
El aire entre las piernas) Un desplazamiento leve.
(El vestido derramándose sin hacer ruido)

Agua.

La desnudez de su sombra.

Nadie pensó la escena. 
La poética humana 
es sorprendida todo el tiempo por el milagro del azar.
El azar modifica lo que sin estar escrito
puede ser imaginado. 

Agua.

La desnudez de su sombra.

(El pliegue de gasa dibuja la silueta:
los senos menguantes
las nalgas como colinas de arena)

La desnudez del cuerpo. 

Huellas en la penumbra. 
La mirada.

Las manos son todavía más bellas.
La sombra insinúa.
El cuerpo dialoga.

En la fotografía que la expone con su vestido blanco
ella mira al cielo.

Dios no aspira a que actuemos siempre razonablemente.
¿Cumplen órdenes los ángeles?
¿Cómo dulcificar la realidad
si dejamos de creer en lo que no entendemos?
A la imaginación la esculpe el juego.
el puro deseo, la melodía de los amantes…

La muchacha de la fotografía me ha conducido
a un no lugar 
en el que parece se disuelven las explicaciones.

Donde no hay nada que explicar no existe peligro.

A la hora de las caricias,
a la hora de la imaginación,
no hay cuerpo derrotado.

Lo que al lamer miramos
embellece.
Lo tocado 
arde.

¿Albergamos la expectativa de algo más, 
que ser tocados con pericia alguna vez, 
que ser tiernamente vencidos
aunque sólo sea una vez?

La imaginación de los hombres es espíritu.
Y al espíritu lo esculpe el juego.

Los pezones alertas. 
Los blancos dientes de doble filo…
La perfección de las líneas desparejas
con las cuales la imagen expone 
como si de un avión que se prepara para aterrizar se tratase
la contundencia de sus pechos rosados.

¡Ah! La boca entreabierta. Por donde respira
el tiempo detenido.

(Se trata sin duda de un recurso menor,
pero no puede negarse que logra lo que se propone:
llamar al otro a descubrir lo desconocido).

Aire.

Yacen dispersas
demasiadas fotografías
sobre la mesa 
de madera,
demasiadas memorias danzando
como las hojas de los plátanos en otoño
alrededor de un viejo 
banco de madera.

Lo que miramos nos mira.

El velamen al fondo sugiere un vuelo.
Uno cualquiera. El del viento, 
o el de la marea.
El cuerpo llama a la tierra.
Como el vino barato
a la tierra de nadie del olvido llama.

Los pechos de una muchacha a la que conocí 
andando en bicicleta, dialogan con el frío.
Parece solicitaran una mano que los entibie.

Para la perfección de las nalgas las manos serían insuficientes.
Llaman a la lengua y al sentido.

Sentido tiene el sudor.
La imagen gira sin ruido.
Gira. 
Como gira el silencio.

¿Imaginar la aventura es ir girándola?

Agua.

En el pasto húmedo la mano perdida.
Perseguía un cascarudo torito como quien busca sal en el mar.
Lo olfatee hasta que se acercó a la playa.

Casi todas las búsquedas terminan en la arena.
En el reloj de arena
En el castillo de arena

En unas dunas ahora remotas descubrí
las perturbaciones que es capaz de animar el viento.

Estaba pensando en qué lugar del yo aparecía Dios
y unos granos de arena me entraron en los ojos.

Dejé de ver. Incluso a ella irse.

Y para no oír me zambullí en el agua helada de noviembre.
Y nadé hasta recordar que a los doce años alguien me dijo 
que olvidar es volver a colocar las piezas en el tablero.
Alguna vez recuerdo haber olvidado.

Los caballos encabritados saltan de a tres y se mueven luego nerviosamente un lugar hacia derecha o izquierda, como para recuperar el placer del silencio.

El yo es un nido tibio, el hogar de la eternidad
que no nos pertenece.

He amanecido.

Una atractiva mujer, de andar enérgico, impulsa
a su pequeña hija, a la que lleva tomada de la mano.
De su bolso sobresale un pan.

En el Sí y el No reside la necesidad del sentido.
En la mujer que protege a su hija anda la vida sin palabras.
En el abrazo entre los amantes
anda la vida sin palabras.
En la generosidad de la entrega
la vida sin palabras.
En la capacidad de matar
la vida sin palabras.

Detrás del grueso tronco de un árbol solo
no hay nada.
O quizás
un viejo perro lamiendo sus heridas
la música de un arroyo
el eco del relincho de una yegua blanca
perdida
entre las sierras.

Quizás
una muchacha soñando
con los ojos del cielo.

Dos horneros laboriosos
que ya conocieron el amor.

O quizás
la estrella con la cual se orienta Dios
para decidir cada día la dirección del viento.

Si pudiésemos padecer la eternidad
no haríamos trampas.
Ni el uno ni el igual tendrían sentido.

A la hora de la verdad el otro somos.

La idea de Dios nos unifica.
La finitud. La palabra.

Pero jamás haremos 
dos idénticos de lado.
Ni siquiera llorando juntos haremos
dos idénticos de lado.

El miedo nos conduce por diferentes enigmas.
Aunque la alteridad a veces
excite 
y en ocasiones corrompa,
el espíritu del otro,
lo igual del otro
lo uno…
El otro somos.

Hazme bella en silencio
un lugarcito 
apenas un lugarcito
a un lado del río de vodka.

Un lugarcito apenas.

Yo ordenaré las fotografías,
acomodaré los recuerdos en su rinconcito digital,
lloraré hasta mañana.
Seré placenteramente en tristeza
pues ese estado del espíritu
únicamente ocurre ante la promesa del amor.

A la hora de las caricias
no hay cuerpo derrotado.

He dormido, he soñado incluso.

Bajo los pies el puerto.
Los buques herrumbrados de los días grises.
Las espadas que he leído. El hierro sin olor de las batallas
que he perdido. 
Todo eso va siendo de mí. 
Bajo los pies otra vez el puerto.

Tierra.

El trigo tiembla
en la paleta de un loco. 
No hay crepúsculo ni aurora ni nombres,
ni fauna ni flora ni selva
ni siquiera una fuente donde beber.
Ahora.
El tiempo es la palabra.

Ahora es la hora de las promesas.

La piel del oso, 
ensalivada.
La miel del puente, 
dinamitada.
La flor del jazmín, el libro sin firma,
la voz sin palabras.
Ahora.
Todo por un vintén, por un mendrugo.
Prométeme que no morderás mi erecta servidumbre.
Era hora de que lloraras, rieras,
Iluminada por el fuego.

Fuego.

Un pequeño movimiento separa la risa del llanto,
la imagen que registra la belleza de la muchacha de los jazmines
de la que expone la dulzura de la mirada de la anciana panadera
que en una noche estrellada
pronunció la palabra “Neshama” y se hundió en un silencio provocador.

Yo tenía 11 años y jugaba con una guitarra.
Ella había encendido en un pozo que siguiendo sus instrucciones 
yo había cavado en la arena 
un aromático fuego elaborado con piñas y hojas de eucaliptos.

Ella bromeaba asegurando que las arrugas habían 
ocupado el lugar de su cara 
y se quejaba
porque el largo de mi cabello ocultaba la mía.

“Neshama”, murmuró mientras la fragilidad de sus fuerzas 
disputaban con la pesadez de su cuerpo, 
en el afán por preservar la elegancia de los movimientos
a los que estaba obligada cuando consideraba “impostergable”
irse a dormir.

"Neshama", la llama que nutre de vida 
mientras sopla el viento en su interior.

La misma llama que pone a andar los engranajes del día;
(canta un hornero, se escabullen las arañas,
suda el panadero, se le cierran los ojos a las putas,
lamenta el borracho su destino incierto, 
se dispone a vivir un día más la anciana de las flores rojas,
la que me guiña cuando me ve rondar su morera escarlata)
la misma llama que ilumina a la muchacha de los jazmines 
cuando suspira, 
la que mueve a su cuerpo largo que se agita como todavía gozando, 
la que alumbra su cara entreabriendo apenas los labios 
para recibir al aire de la mañana, 
la que pone punto y coma arqueándole las negras cejas, 
la que impulsa el suspiro. 

La muchacha de los jazmines duerme.

Agua.

El colibrí verde que al atardecer del día de los descubrimientos 
parecía querer enseñarnos a succionar la vida,
(iba de flor en flor mirándonos atrevidamente),
se toma un respiro.
Ha estado bebiendo polen alocadamente 
y en el momento en que me inmovilizo
para no atemorizarlo
decide tomarse un respiro hamacándose sobre una rama delgada.

Las alas del colibrí agitan al universo.

He dormido.
He conducido un auto andándome hacia adentro
y no me he estrellado.

Heme aquí otra vez de nuevo
ante mi posesión entrañable.
El horizonte violáceo de las sierras. 
Una araucaria sin aliento, tres olivos, 
y el sauce con el cual sus cabellos se confunden.

Heme aquí como un grillo orgulloso
al que no asusta el silencio;
heme aquí ante el fuego.

Aire.

La piel de la muchacha de los jazmines renace bajo mi mano.
Rumorea improperios.

Blancos como la sal 
sus senos se relatan
breves 
como el miedo.

Una y otra vez.
Como un murmullo.

Heme aquí 
ante el tiempo conmovido,
como un murmullo
ante el tiempo conmovido
y presto a hacer pie en ti,
pequeño fuego
ante ti.
Arrodillado.

No ha sido la perfección del cuerpo 
de donde ha surgido el esplendor del fuego.

A la llama la enciende la generosidad de la entrega.

¿Lo único eternamente perfecto es el fuego? 

Agua.

Se quejan de no sé qué cosa, escandalosas
las anónimas cigarras del bosque.
Chillan. Distraen. Quizá adviertan, pretendan advertir,
acerca de alguna perturbación; quizá simulen,
encubran 
algo que no quieren oír.

El último respiro.

Tierra.

Yo procuro dibujar un laberinto que contenga
una morada vital
razonablemente acogedora.

(Se me ha sugerido que negar a Dios
es como pretender que dialoguen 
el viento y el olvido).

(Que a la luz de la luna el roce con la piel desnuda
de una mujer deseada es como frotar una lámpara, 
pero que sin dioses ni ideas 
no cabe imaginar ningún encantamiento)

(Que en la pantalla táctil y la realidad aumentada
habitarán la creatividad y el diálogo, el espejo y los juegos, 
incluso el amor)

Pretendo dibujar un laberinto que contenga…

El número siete. 
El lugar que ocupa el Yo en su mirada.
Las risas de una multitud excitada.
El olor del café.
El pasillo que conduce hacia el avión.
Las sinuosas piernas de las azafatas.
El hombre que lee un diario.
El hombre que camina lentamente
con una bolsa de la que sobresale un pan.
Un banco de madera.

Me han sugerido que el sentido del humor es la morada.

Tierra.

Con los ojos de un perro bueno, una víbora escurridiza, 
curiosa, 
(diríase que con vocación de mascota 
aunque es evidente que jamás se comprometería a no morder)
me obliga a pensar en el temor.
Sube por la Santa Rita violeta, 
y desciende luego misteriosamente de rama en rama, 
camuflada en el verde del laurel.
Se desliza hasta la manzana que le he lanzado
para atemorizarla. 

Pretendo dibujar un laberinto que contenga
una morada vital
razonablemente acogedora.

Deposito mis ideas en su hombro.
Entrego mi alma a sus manos.
La oigo gemir de gozo aunque es ella la que actúa.

La generosidad es el principio de todo placer.

Estoy solo con mis días.

En el espejo el fuego.
En el espejo del aire.
En el espejo de la tierra.
En el espejo del agua.

Un banco de madera.

Una muchacha en bicicleta.
Una muchacha que huele una flor.
Una muchacha que escapa con las botas
de siete leguas.
Una muchacha que al danzar 
agita sus brazos como molinos de viento.
Una muchacha que lee procurando
aprehender la noción de infinito.
Una muchacha que tose esforzándose
por domeñar al deseo.
Una muchacha que juega con un pañuelo carmesí.
Una muchacha que mastica hojas de menta.
Una muchacha cuyos tensos,
voluminosos pechos 
parecían querer escapar 
todo el tiempo
de su torso enjuto.
Una muchacha que en moto
atropellaba a la vida
como una nube cargada de lluvia sobre una sierra.
Una muchacha que en la expresión de su rostro
acompasaba
cierta candidez y un algo de violencia,
como un espejo quebrado sobre una alfombra roja.
Una muchacha diestra en oír 
a los labios rozando el cuello,
el desplazamiento de la boca a través de la hendidura entre los senos,
a la lengua dibujando un círculo en el pezón erecto.
Una muchacha que ejercitaba el juego 
de pasear su desnudez entre sus pinceles y el viento.

En todas y cada una de las horas,
hay ausencias, 
sonoridades y murmullos,
promesas
excitaciones
y desvelos.

Un banco de madera.
Una plaza.
El azar
y el fuego.

Un banco de madera.
El agua, el aire, el fuego, la tierra.
La luna frotándose en el río.
La mera posibilidad de ir de la mano por el mundo.







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