Mori Ponsowy
(Buenos Aires, Argentina 1967) Escritora, traductora, periodista. Recibió los siguientes premios: Premio de Novela de la Diputación de Cáceres (España, 2006) por la novela “Los colores de Inmaculada”; Premio Nacional de la Secretaría de Cultura de la Nación (Argentina, 1999) por el libro de poesía “Enemigos Afuera”; Mención de Honor del Fondo Nacional de las Artes (Argentina, 2000) por el libro de poesía “Enemigos Afuera” y Corolario y otros poemas.
de COROLARIO Y OTROS POEMAS:
COROLARIO
Dios estaba con nosotros esa noche tras la puerta.
Después de todos estos años
no tengo la menor duda.
No era un estar metafórico.
Era estar ahí, como mi mano ahora,
o el dolor que nunca cesa.
No fue un sueño,
ni producto de la imaginación alucinada:
estuvo ahí.
Seis años he demorado en saberlo.
Seis en aprender
que cuanto más intensa su presencia
tanto mayor su fugacidad.
En la cuerda floja
La niña camina en la cuerda floja y sabe que día
y noche en el ancho mundo,
más allá de sus pisadas,
asechan para devorarla los espíritus.
Su miedo está hecho de banderas negras y otros ojos,
de cebras tristes y un acróbata que tras la boca oculta huesos, selvas arrasadas, fuegos, sonrisas que se abren al vacío desdentado de la muerte.
Es pequeña y blanda, no más grande que otras que la miran desde abajo con algodón de azúcar pegoteado entre los dedos, envidiando sus zapatillas rosas, el brillo maquillado de su rostro.
Bajo reflectores, brazos extendidos a los lados, avanza la niña en el aire alto por la cuerda tan delgada, vence el titubeo del cáñamo trenzado, evita a cada paso caer en la visión que se extiende arriba de ella, abajo,
en los centímetros más allá de la línea que trazan sus pisadas. Suena la orquesta, pedalea el oso, marchan en dos patas los caballos, de cabeza se para el elefante. Y de la niña huyen ángeles y almohadas.
Tiene cinco años y un terrón de miedo en el medio de la boca, a lo largo de la espalda y en su temblor de cada noche cuando la caída llama desde el centro de su alma.
La mala soy yo
Las palabras son trabajo y tú las escupes
como si fueran balas de salva.
Hollejo entre los dientes. Vomitas sonidos.
Impune avanzas sobre el mundo. Un perro
sarnoso vale más que tú. Para ti
todo es lo mismo: una cucaracha un automóvil
un terremoto un niño. ¿Dónde está
el peso de las promesas? Llevas las uñas
y la boca sucia. Te huyo más que a la lepra.
Pero estás en el aire, invadiste los sueños
de mi hijo. Como si el silencio estuviera lleno
de monstruos, también mis amigos sucumben
a tu encanto. No saben del maní rancio
entre tus piernas. Me da asco ese maní.
Me da asco el hueco entre tus dientes.
No querías dejarme ir. Movías los brazos
como un molino enloquecido, lanzabas
palabras para alcanzarme. Maldita televisión,
podría llamarse este poema. Así te le pareces.
Contigo hice como con ella: te eché
a patadas, te prohibí entrar en mi casa.
Por amor al silencio, por creer
que las palabras significan:
en esta película, la mala soy yo.
Cuánto tiempo un día
¿Cuánto tiempo puede durarnos este día
si cuando arremeten las olas
barren con todo: la sombra de las casas,
la arena entre los dientes, el vacío
que en la mano deja moneda de lata?
¿Cuánto tiempo, si al andar tropiezo
con moradas de cangrejos, caigo en remolinos
hasta el otro lado del mundo,
ahí donde mis brazos
no topan con tu cuerpo?
Manotadas en el aire, aspas
de viento envolviendo la nada
de tanto domingo que nunca llegó a lunes,
de tantas tardes caídas antes que el sol,
de tanta esperanza ahogada
en la avalancha de las olas
que vienen y van, vienen y van,
inmisericordes siempre,
como el tiempo,
atentas a las leyes
de su circularidad.
DE LA ANTOLOGÍA "LA MUJER ROTA"
Homenaje a Simone de Beauvoire
Literaria Editores, 2008
Literaria Editores, 2008
Incapacitada para vivir
I.
Mi amante furioso grita que estoy loca, escupe
sobre mi rostro. ¿De qué sirve tanto cerebro
si emocionalmente nací atrofiada? Su analista vaticina
que en tres años enloquezco--dejar que el peso caiga
donde corresponde, rendirme al fin, sólo dormir.
Al principio, pensé que Dios lo enviaba.
Ahora quisiera verlo muerto. El primer día
hablamos de libros. El había leído todo
salvo Szymborska. La realidad exige
que también digamos esto:
la vida sigue.
Sigue en Cannae y Borodino,
en Kosovo Polje y en Guernica, dije.
Él conocía el año,
el lugar, los héroes,
de cada batalla. Habló de Aníbal
contra los romanos en Apulia.
Kosovo era un campo de aves negras.
Más tarde, imaginé olivares, sembradíos de higueras
mientras hacíamos el amor. Venía música
de los yates anclados en Actium,
bailaban parejas en las cubiertas llenas de sol.
Di gracias a Dios por él
pero esa noche soñé
con otro. Otro que había leído
menos libros, pero tenía ojos
generosos y azules, una piel tan blanca
como la mía. No me fui con él:
los poemas de Derek Walcott y dos espadas
de plástico para Matías pudieron más. Mi alma
es un tahúr. ¿Qué mujer no anhela ser una diosa?
II.
El infierno empezó un mes después
en la puerta de nuestro nuevo hogar.
Donde estuvo Hiroshima
está Hiroshima una vez más. Desde el primer día
quise incendiar mi vida, huir
con mi niño, sin dejar
siquiera un alfabeto.
Te siguen enemigos
hasta el borde del abismo, pero saltar
no es fácil. Intenté amar
la delgadez repentina de sus labios,
sus dientes apiñados, su pelo
al manchar mi almohada de plumas blancas.
Sus pies dormidos
eran los de un extraño.
Ah, este mundo aterrador
no carece de encantos,
de mañanas
que hacen que despertar valga la pena.
Juntos, los domingos eran buenos:
había patos y ñandúes
en el zoológico de Buenos Aires; en verano
levantamos una carpa en el jardín.
III.
Como tantas veces, me fui.
Huyendo me he pasado la vida.
Sólo con mis libros, al principio,
amontonados en cajas de cartón
que me regalaban en cualquier kiosko.
Empacar es más difícil ahora.
El domingo, en una función de títeres,
Matías me preguntó si yo moriría
cuando él creciera. Cómo decirle
que poco importa mi muerte,
sino salvarnos de mí, encontrar
un lugar para vivir sin miedo.
Tal vez todos los campos sean campos de batalla,
los que recordamos,
los que han sido olvidados:
los bosques de abedules, los bosques de cedros,
la nieve y la arena, los pantanos tornasolados—
Quizá mi lugar sea aquí—
¿Podré no repetirme
si hasta las estrellas vuelven milenios después?
No encuentro respuestas y una
y otra vez he dejado a los hombres
que me las daban.
¿Qué moraleja fluye de esto? Quizá ninguna.
Sólo la sangre, secándose pronto,
y, como siempre, algunos ríos, algunas nubes.
Algunas mañanas de invierno
me despiertan los pasos de Matías
que sube a saludarme
y entonces no puedo evitar
sentirme feliz.
Mori Ponsowy (Buenos Aires), Cuánto tiempo un día, Brujas, Córdoba, 2015.
Cuánto tiempo un día
¿Cuánto tiempo puede durarnos este día
si cuando arremeten las olas
lo barren todo: la sombra de las casas,
la arena de los sueños, el vacío
de los vanos en las puertas?
¿Cuánto, si al andar tropiezo
con pozos de cangrejos, y caigo
hasta el otro lado del mundo,
allí donde mis brazos
no se pegan a tu cuerpo?
Aspavientos del olvido,
Aspas del agua
que enmascaran la nada
de tanta tarde de domingo
que siempre llegó a lunes,
de tantos días idos
en la avalancha de las olas
que vienen y se van,
inclementes siempre.
Como las horas.
A orillas del Caístro
Un hombre está sentado junto al río, y espera.
Cuántos hombres antes esperaron frente al mismo río,
junto a esas aguas, que son y no son las mismas
El hombre, también, es y no es el mismo.
El río pasa sin prisa junto al hombre, y calla.
Cuántas de sus gotas navegaron otros ríos.
Cuántos de sus átomos nacieron en el corazón de otras estrellas.
Electrones y protones diminutos que surcaron soles y galaxias,
y recalaron un instante en esta orilla, para seguir cruzando
caudales sin descanso, acequias, vertientes, nubes
y, de ahí, de nuevo, a otra ciudad, otro país,
otro planeta, y otro tiempo.
Todo fluye, todo pasa, nadie se baña dos veces en el mismo río.
Y, sin embargo, ahora, en este preciso instante un hombre
está sentado junto al río. Es un hecho. Y el hombre espera.
¿Piensa en el río? ¿Piensa en el viaje del agua
desde el principio sin principio de los tiempos?
También él viene de otro lugar
y de otras gentes que, como el río, tienen su historia.
Tampoco él se detendrá aquí. El río es un paso, solamente,
La vida, un paréntesis entre orillas.
Nada es probable
Nada es probable
dado el infinito azar: la vida
sobre el planeta; la fórmula áurea
del nautilus; la posibilidad
de —esta vez sí— curarte el sueño;
de —esta vez sí— volver de tu exilio:
de que —esta vez— el amor sí sea.
Nada es probable y sin embargo
estamos aquí. Cuántos pasos
ha debido dar tu estirpe
para que llegaras a mi puerta.
Cuántas veces te busqué
para negarte.
Nada es probable, y
gira la tierra en torno al sol.
Todo cálculo es ocioso,
nada es probable y
henos aquí a los dos.
Los dos, y sin embargo...
Este silencio nuestro
No escribir nada en un poema
sería como enviar un sobre
vacío; una canción
silente; un cuadro
en blanco.
Te envío:
el sobre,
la canción;
el cuadro.
Este silencio.
El nuestro.
Mi madre y yo
Había que hablar del tiempo.
Al fin y al cabo no era tan difícil:
del aguacero inesperado
y de cómo barrió las últimas chicharras,
del picaflor que hizo un nido
en el jardín y venía a la cocina a saludar,
de la flor del apamate,
el perfume de los bucares,
o la dirección del viento.
Había que hablar del tiempo.
Pero qué podía importarme el tiempo,
si me importaban las teorías y los libros,
si me importaba el sexo y, sobre todo,
el acontecer único y descomunal
de mi propio corazón. Al lado suyo,
nada eran las nubes y su dirección
impredecible, los pronósticos
del Observatorio Cajigal
para el día siguiente.
Como ostras en el fondo del mar
cultivamos una perla de silencio entre las dos.
Alguna vez ella intentó acercarse,
abrir apenas su cápsula bivalva,
estirar su seudópodo hasta acariciarme.
Pero era pegajoso y húmedo,
empezaba a tener los signos de la vejez:
mi piel se erizaba con su tacto. Yo cerraba
mi propia nave. Y hacía crecer la perla.
No se me ocurrió que mi seudópodo era
tan baboso como el suyo, que la carne
de mis brazos pronto también sería pellejos.
Me enorgullecía de esa perla. Era mi grito
de batalla. Me hacía distinta del mundo.
Distinta de ella, que sólo sabía
hablar del tiempo.
Hasta que un sábado no habló más.
Se levantó de la cama
y cayó con un estruendo. Desde el piso,
sus ojos asustados me miraban.
No había gritado. Apenas el brazo
que se movía solo,
golpeando el rostro
una y otra vez. Un coágulo,
dijeron los médicos. Después
se fue calmando el brazo y, muy despacio,
ella volvió a caminar. Pero nunca más habló.
Ni siquiera del tiempo.
El mundo era la perla. Mi madre
me miraba, sus ojos tristes llenos de preguntas
que yo no podía adivinar.
Entonces empecé a hablarle del tiempo.
Y fueron ráfagas, fueron soles,
fueron cúmulos y vientos planetarios.
Acaricié sus brazos de piel delgada
una y otra vez. Pasé mis dedos por su pelo.
Estábamos juntas.
Al final de su vida,
mi madre empezó a hablar
en mí.
Le gustaría creer
Los gestos del amor no son el amor.
Son gestos. Ella lo sabe bien. Aun así,
le gustaría creer en ellos. Creer
que esas manos que toman su rostro,
que esos ojos que la miran de tan cerca
por la noche, tienen algo que ver
con el amor. Le gustaría creer
que en el temblor de ese cuerpo
junto al suyo hay algo más, algo distinto,
del impulso que lleva a un perro
a acoplarse con la perra del vecino.
¿Será así, habrá un poco de amor,
tal vez? Quizá esos ojos que la miran
no podrían mirar así a cualquiera. Quizá
esas manos, para acariciar tan dulcemente,
precisen un rostro en cierto modo
parecido al suyo. ¿Y ella? ¿Qué hay
de sus propios gestos?
Los gestos
del amor no son el amor. Son gestos.
Lo sabe bien. Cuánto le gustaría
creer en ellos.
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