Foto: Gerardo Alcocer
Miranda Guerrero Verdugo
Miranda Guerrero Verdugo nació el 27 de abril de 1993 en la Ciudad de México. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa. Su carrera artística involucra tanto narrativa, poesía y elaboración de collages. Entre los talleres y profesores que han servido para su formación destacan Raúl Renán, con quien actualmente está realizado un proyecto de poesía sonora y Marina Porcelli, ganadora del premio Edmundo Valadés en el 2014, y profesora de narrativa con la cual ha tomado clases desde hace dos años.
LA CAL DE SUS MANOS
1.
Tengo el verbo enredado a los dientes,
la sangre que respira a través de mis pensamientos.
Pronto ya no estaré aquí.
2.
Mamá moja sus palabras en mis ojos.
Desde hace años la verdad le pica el pecho
y sus labios son una perla de pellejos blancos.
—Es porque la penitencia vive en nuestras bocas,
solía decir mi abuela, muerta de hambre.
3.
El pájaro rompe la luna con su vuelo,
pronto el astro dejará al hombre.
La mujer llorará en silencio.
4.
Mamá duerme.
Sueños de pan y crisantemo escurren de sus pezones,
hasta que eructa con los ojos cerrados.
Despierta.
Se había soñado con la boca amarrada,
Dios le había anudado los labios:
—Te has guardado tantas cosas, mija,
que el hocico ya sólo te sirve de vanidad.
5.
Mamá pone su mirada en el cielo,
las arrugas le empiezan a llagar,
su vientre no es más que una gota de misericordia.
Yo, el bosque que intenta mojar.
6.
En plena noche,
Mamá se quiebra
sin que nadie la hubiese tocado
7.
Los pájaros la escuchan,
fue como una rama romperse,
pero las aves ya habían dejado su nido.
8.
Me levanto,
los dolores del sueño cuelgan de mis hombros.
Todavía no amanece.
Si tengo suerte,
veré el sol de camino al trabajo.
La verdad, es que ya me he acostumbrado a tenerlo en la espalda.
9.
¿Mamá?
10.
Entro a la cocina,
busco sus manos,
el delantal que apagaba su figura
11.
El aroma sin cortar de la cocina me recuerda una noche
en que mi abuela maulló.
Yo me despedí desde los recuerdos.
Creía que la muerte aún no la había tocado,
pero las anhedonias ya habían supurado sus ojos.
12.
Corro a la habitación de mamá.
Allí está, desparramada en la cama y el alma en hilo.
Entre mis dedos recojo su cabello,
sus pupilas contra las mías
y el avellano que las viste.
La cal de sus manos me asusta.
13.
Ella se abre en llanto
como una flor al rocío.
14.
El verbo tropieza,
apenas y puede asomarse por su boca;
la sangre en sus pensamientos
no le permite respirar,
me mira con la lluvia adentro de ella
15.
Allá, por las cercas, el perro reía.
Los pájaros callaban.
La vistieron de negro.
Tiene los labios rojos y las manos en cruz.
Si tan sólo estuviera viva para verse la boca.
La tierra no fue suficiente para sepultarla.
16.
Mamá baila como flor encendida.
Lleva un vestido blanco y los ojos de agua
Sus pies aún no tocan el cielo
y sus brazos se quieren escapar.
No sabe a donde ir.
Al menos ahora sí puede gritar
http://circulodepoesia.com/2016/07/poesia-mexicana-joven-miranda-guerrero-verdugo/
1. Adán y Eva
I
El primer día que fue creado,
estuvo solo
y si alguien le hubiese preguntado dónde estaba,
él hubiera roto en llanto.
Nunca se hubiera imaginado
que estaba en el paraíso
2
Cinco lunas pasaron
para que Dios hubiera comprendido.
En lugar de haber creado al hombre,
había engendrado algo mutilado
3
Dios abrió la carne de Adán
con sus dedos.
Quería lavarse las manos
de la soledad del hombre.
4
Cuando Adán la vio,
le pareció muy pequeña.
Creyó que era por su origen.
Después de todo,
las costillas no son tan grandes.
II. Yo no amo a los perros
El otro día un hombre rompió mi alma
al decirme que yo amaba de más a los perros
y las cuatro patas con que se arrastran por el mundo.
Yo respondí: Señor, yo no los amo;
les temo.
Por eso escribo,
para que no me muerdan como los hombres
que me rompen el alma,
tal y como lo hizo usted.
El hombre no dijo palabra alguna,
sólo me ladró.
III. Las venas de mi tata
De sus manos trasluciase la sangre
como una ramificación de verdes aguas.
Ella pasaba sus manos sobre las mías,
yo podía imaginar el sonido de las hojas
del árbol que era mi abuela
y el agua que corría
de su cuerpo al mío.
Como un bosque de sangre.
IV. Los pies de mi tata
Después de tanto caminar
los pies se le hinchaban,
quitándole el aliento.
Entonces, mi abuela tenía que sentarse.
Si tenía suerte, alguien le cedía el asiento
Pero casi siempre tenía que aguantarse el dolor,
permanecer de pie con la sensación de reventarse.
Lamentablemente, cuando murió,
ningún órgano o pie suyo terminó reventado.
Únicamente se esfumó con el paso del tiempo.
V. Caminar o caer
Cuando uno es niño,
lo incitan mucho a caminar.
Poner un pie después del otro
y, de ser necesario, usar también las manos.
Como una esfinge antes del acertijo,
que al cruzar el umbral,
debe continuar erguida
por el resto de la vida.
Yo he continuado así,
aunque si debo ser sincera,
no siempre me he logrado mantener en pie
y cuando me caigo,
veo a los perros con envidia.
A ellos nadie los incita a caminar,
aún cuando ya no quieren.
VI. Mujer vieja
Mi madre corta la cebolla,
el jitomate y el cilantro.
Cada vez que lo hace, su cuerpo parece otro.
Podría ser el mío.
De no ser por los pliegues debajo de sus brazos,
la bolsas de grasa que cuelgan como saco roto
y la hacen ver más vieja.
VII. Siete vidas
Los gatos tienen siete vidas.
Me pregunto si viven cada una.
Si yo fuera un gato,
las gastaría todas.
Un día cruzaría la calle sin voltear,
una semana siguiente caería sin ponerme en pie.
No tendría otro sentido más que probarme
y fingir un gusto a la muerte.
Justamente como lo hago ahora,
aunque sin las cicatrices
de las venas cortadas.
VIII. Alguna vez vi un perro comer arroz
Alguna vez vi un perro comer arroz
Vi un perro comer aire
y tuve ganas de acariciarlo.
Mi tía me detuvo.
—No se puede agarrar un perro mientras come.
Días después volví a encontrar al animal.
Estaba comiendo las piedras de un río
aunque le estaban rompiendo los dientes.
Sin saber qué hacer, le conté a mi tía.
Ella frunció el entrecejo
mientras le daba su último bocado
al plato de arroz.
Tal vez así era su manera de ver el mal en este mundo.
el hambre que en cada uno de nosotros muerde
como el aire que no se puede ver
Volví a encontrar al animal.
Ahora comía un plato de arroz que mi tía le había guardado.
Quise acercarme y me mostró los dientes
—No quiero robarte —. Me atreví a decirle;
no me creyó.
IX. Los perros que ladran a mi madre
Los perros ladran a mi madre
Los perros ladran a mi madre
y a sus piernas hinchadas.
Creo que es inútil
quieren espantarle la muerte.
Morir es lo único que nos hace animales.
Vivir es lo que nos hace perros,
caminar en cuatro patas,
encorvarla cola y chupar el piso.
Queriendo pensar que la sal en nuestra lengua
es de la tierra.
No de nuestra sangre.
Tal vez por eso le ladran a ella
En mi madre reconocen a la perra que los dio a luz,
con las chichis sin leche y los ojos en blanco.
Un paso más lejos de la vida
y pensaron:
“Debemos espantarle la muerte”
X. Juego de niños
Los niños son crueles,
suelen decir los adultos,
mientras esconden sus manos
bañadas en sangre.
Los niños son inocentes;
dicen los adultos,
cuando no admiten
lo corrompidos que están.
Muchas cosas dicen de los niños,
todo,
menos que ellos se convertirán en adultos
y, aún en esa edad
seguirán jugando
como niños.
XI. Comiendo con mi madre
Hoy comí con mi madre
en uno de los Sanborn’s
que solíamos visitar con mi abuela.
Ella pidió un pozole y lo acompañó con un bolillo.
Yo comí una ensalada.
El mesero pasó unas cuantas veces.
Fue un buen servicio
aunque no pude evitar sentir miedo.
Algún día esto no será más que algo lejano.
Un recuerdo como mi abuela,
entonces yo estaré comiendo sola
y mi tazón de pozole me parecerá insípido.
XII. Mala suerte
Nací cuando Dios
tuvo el sentido del humor
para crear un engendro.
En mi caso, la broma no estaba en mis facciones:
Desde niña tuve cara redonda,
dos pulmones y un riñón.
Las amigas de mi madre me ofrecían dulces,
mi abuela me besaba las mejillas
y me pellizcaba con sus uñas.
Tuve una infancia feliz;
luego el colegio
y mis compañeros que no vieron lo mismo
que otros veían.
No se fijaron si tenía la cara redonda,
en el número de mis dedos.
Para ellos era algo más.
Un silencio entre risas.
Si alguna vez sonreía,
ahora parecía arrepentirme de ello
y mis padres se daban cuenta,
pero no podían hacer nada.
Sólo yo,
que era decir mucho.
Desde ese momento empecé a llamarme
engendro
y si las amigas de mi madre me daban dulces
los tiraba al piso.
Ya no toleraba sus bromas.
XIII. Mala hierba
Cuando estaba en el vientre de mi madre,
a ella le gustaba mucho cortar girasoles,
rosas y claveles.
Nunca imaginó que cuando yo naciera,
mi cabeza iba a estar toda pelada,
como las flores cuando mueren sus pétalos;
entonces mi madre cortaba su tallo,
pelaba sus hojas y, por último,
tiraba la flor, pero como yo era su hija.
No podía hacer lo mismo.
Tuvo que esconder la suspicacia
con la que se ve un árbol envejecer
y comenzó a criarme.
Yo no era alegre
y si podía, la maltrataba.
No me daba gusto hacerlo,
pero no me molestaba lo suficiente
para detenerme.
Al final mi madre se había equivocado.
Si había nacido con la cabeza pelada,
no era porque yo fuera mala hierba
sino porque había nacido de una flor sin fruto
y yo era la ave que se estaba encargando
de exterminarla.
XIV. Mi padre al dormir
Al escuchar a mi padre dormir
no puedo evitar ir a verlo.
Tiene la mandíbula apretada
y el entrecejo fruncido.
Solía pensar que tenía alguna pesadilla,
recurrente y tan larga
que a veces lo alcanzaba despierto.
Entonces eso era razón para que me asustara
con ambas manos y la boca tan abierta
que las moscas lo seguían.
Luego volvía a dormir
como si nada
y yo me quedaba allí.
Escuchándolo.
Por si volvía a despertar
y era mi turno para fingir que dormía.
Aunque la pesadilla fuera real.
XV. Nacida con defectos
Cuando mi mamá se embarazó de mí,
tenía 39 años.
Muchos le dijeron que lo mejor era abortar,
inclusive los que pensaban que eso era lo peor.
Mi mamá no les hizo caso.
Ella quería tener una segunda hija,
aunque entonces no sé porqué tuvo la primera.
Existía la posibilidad de que yo naciera
con Síndrome de Down
u otra cualquiera peculiaridad.
A mi mamá no le importó,
ella quería tener una segunda hija,
mientras fuera de su sangre,
las diferencias eran minúsculas.
Por eso cuando nací,
sin ninguna cicatriz,
mi madre se sorprendió.
Todos le habían dicho que algo saldría mal.
Mamá se resistió a cambiar de opinión,
pidió al doctor mi cordón umbilical
y busco entre sus pliegues algún nudo nocivo.
No encontró nada.
Pidió a las enfermeras
que leyeran las palmas de mis manos.
No pudieron evitar ver sangre
aunque le advirtieron
que todos los niños nacen así.
Ella asintió, con la sonrisa que luego usaría conmigo:
Una mueca de dolor.
Los siguientes años no fueron diferentes.
Cualquier paso o palabra,
todo parecía funesto
y lo continuará siendo.
Sin darse cuenta,
mi mamá cumplió las expectativas de los demás.
Sí había un defecto:
ella y yo.
Éramos un nudo que no se podía
desatar.
http://www.vallejoandcompany.com/la-sal-en-nuestra-lengua-15-poemas-de-miranda-guerrero/
I
El primer día que fue creado,
estuvo solo
y si alguien le hubiese preguntado dónde estaba,
él hubiera roto en llanto.
Nunca se hubiera imaginado
que estaba en el paraíso
2
Cinco lunas pasaron
para que Dios hubiera comprendido.
En lugar de haber creado al hombre,
había engendrado algo mutilado
3
Dios abrió la carne de Adán
con sus dedos.
Quería lavarse las manos
de la soledad del hombre.
4
Cuando Adán la vio,
le pareció muy pequeña.
Creyó que era por su origen.
Después de todo,
las costillas no son tan grandes.
II. Yo no amo a los perros
El otro día un hombre rompió mi alma
al decirme que yo amaba de más a los perros
y las cuatro patas con que se arrastran por el mundo.
Yo respondí: Señor, yo no los amo;
les temo.
Por eso escribo,
para que no me muerdan como los hombres
que me rompen el alma,
tal y como lo hizo usted.
El hombre no dijo palabra alguna,
sólo me ladró.
III. Las venas de mi tata
De sus manos trasluciase la sangre
como una ramificación de verdes aguas.
Ella pasaba sus manos sobre las mías,
yo podía imaginar el sonido de las hojas
del árbol que era mi abuela
y el agua que corría
de su cuerpo al mío.
Como un bosque de sangre.
IV. Los pies de mi tata
Después de tanto caminar
los pies se le hinchaban,
quitándole el aliento.
Entonces, mi abuela tenía que sentarse.
Si tenía suerte, alguien le cedía el asiento
Pero casi siempre tenía que aguantarse el dolor,
permanecer de pie con la sensación de reventarse.
Lamentablemente, cuando murió,
ningún órgano o pie suyo terminó reventado.
Únicamente se esfumó con el paso del tiempo.
V. Caminar o caer
Cuando uno es niño,
lo incitan mucho a caminar.
Poner un pie después del otro
y, de ser necesario, usar también las manos.
Como una esfinge antes del acertijo,
que al cruzar el umbral,
debe continuar erguida
por el resto de la vida.
Yo he continuado así,
aunque si debo ser sincera,
no siempre me he logrado mantener en pie
y cuando me caigo,
veo a los perros con envidia.
A ellos nadie los incita a caminar,
aún cuando ya no quieren.
VI. Mujer vieja
Mi madre corta la cebolla,
el jitomate y el cilantro.
Cada vez que lo hace, su cuerpo parece otro.
Podría ser el mío.
De no ser por los pliegues debajo de sus brazos,
la bolsas de grasa que cuelgan como saco roto
y la hacen ver más vieja.
VII. Siete vidas
Los gatos tienen siete vidas.
Me pregunto si viven cada una.
Si yo fuera un gato,
las gastaría todas.
Un día cruzaría la calle sin voltear,
una semana siguiente caería sin ponerme en pie.
No tendría otro sentido más que probarme
y fingir un gusto a la muerte.
Justamente como lo hago ahora,
aunque sin las cicatrices
de las venas cortadas.
VIII. Alguna vez vi un perro comer arroz
Alguna vez vi un perro comer arroz
Vi un perro comer aire
y tuve ganas de acariciarlo.
Mi tía me detuvo.
—No se puede agarrar un perro mientras come.
Días después volví a encontrar al animal.
Estaba comiendo las piedras de un río
aunque le estaban rompiendo los dientes.
Sin saber qué hacer, le conté a mi tía.
Ella frunció el entrecejo
mientras le daba su último bocado
al plato de arroz.
Tal vez así era su manera de ver el mal en este mundo.
el hambre que en cada uno de nosotros muerde
como el aire que no se puede ver
Volví a encontrar al animal.
Ahora comía un plato de arroz que mi tía le había guardado.
Quise acercarme y me mostró los dientes
—No quiero robarte —. Me atreví a decirle;
no me creyó.
IX. Los perros que ladran a mi madre
Los perros ladran a mi madre
Los perros ladran a mi madre
y a sus piernas hinchadas.
Creo que es inútil
quieren espantarle la muerte.
Morir es lo único que nos hace animales.
Vivir es lo que nos hace perros,
caminar en cuatro patas,
encorvarla cola y chupar el piso.
Queriendo pensar que la sal en nuestra lengua
es de la tierra.
No de nuestra sangre.
Tal vez por eso le ladran a ella
En mi madre reconocen a la perra que los dio a luz,
con las chichis sin leche y los ojos en blanco.
Un paso más lejos de la vida
y pensaron:
“Debemos espantarle la muerte”
X. Juego de niños
Los niños son crueles,
suelen decir los adultos,
mientras esconden sus manos
bañadas en sangre.
Los niños son inocentes;
dicen los adultos,
cuando no admiten
lo corrompidos que están.
Muchas cosas dicen de los niños,
todo,
menos que ellos se convertirán en adultos
y, aún en esa edad
seguirán jugando
como niños.
XI. Comiendo con mi madre
Hoy comí con mi madre
en uno de los Sanborn’s
que solíamos visitar con mi abuela.
Ella pidió un pozole y lo acompañó con un bolillo.
Yo comí una ensalada.
El mesero pasó unas cuantas veces.
Fue un buen servicio
aunque no pude evitar sentir miedo.
Algún día esto no será más que algo lejano.
Un recuerdo como mi abuela,
entonces yo estaré comiendo sola
y mi tazón de pozole me parecerá insípido.
XII. Mala suerte
Nací cuando Dios
tuvo el sentido del humor
para crear un engendro.
En mi caso, la broma no estaba en mis facciones:
Desde niña tuve cara redonda,
dos pulmones y un riñón.
Las amigas de mi madre me ofrecían dulces,
mi abuela me besaba las mejillas
y me pellizcaba con sus uñas.
Tuve una infancia feliz;
luego el colegio
y mis compañeros que no vieron lo mismo
que otros veían.
No se fijaron si tenía la cara redonda,
en el número de mis dedos.
Para ellos era algo más.
Un silencio entre risas.
Si alguna vez sonreía,
ahora parecía arrepentirme de ello
y mis padres se daban cuenta,
pero no podían hacer nada.
Sólo yo,
que era decir mucho.
Desde ese momento empecé a llamarme
engendro
y si las amigas de mi madre me daban dulces
los tiraba al piso.
Ya no toleraba sus bromas.
XIII. Mala hierba
Cuando estaba en el vientre de mi madre,
a ella le gustaba mucho cortar girasoles,
rosas y claveles.
Nunca imaginó que cuando yo naciera,
mi cabeza iba a estar toda pelada,
como las flores cuando mueren sus pétalos;
entonces mi madre cortaba su tallo,
pelaba sus hojas y, por último,
tiraba la flor, pero como yo era su hija.
No podía hacer lo mismo.
Tuvo que esconder la suspicacia
con la que se ve un árbol envejecer
y comenzó a criarme.
Yo no era alegre
y si podía, la maltrataba.
No me daba gusto hacerlo,
pero no me molestaba lo suficiente
para detenerme.
Al final mi madre se había equivocado.
Si había nacido con la cabeza pelada,
no era porque yo fuera mala hierba
sino porque había nacido de una flor sin fruto
y yo era la ave que se estaba encargando
de exterminarla.
XIV. Mi padre al dormir
Al escuchar a mi padre dormir
no puedo evitar ir a verlo.
Tiene la mandíbula apretada
y el entrecejo fruncido.
Solía pensar que tenía alguna pesadilla,
recurrente y tan larga
que a veces lo alcanzaba despierto.
Entonces eso era razón para que me asustara
con ambas manos y la boca tan abierta
que las moscas lo seguían.
Luego volvía a dormir
como si nada
y yo me quedaba allí.
Escuchándolo.
Por si volvía a despertar
y era mi turno para fingir que dormía.
Aunque la pesadilla fuera real.
XV. Nacida con defectos
Cuando mi mamá se embarazó de mí,
tenía 39 años.
Muchos le dijeron que lo mejor era abortar,
inclusive los que pensaban que eso era lo peor.
Mi mamá no les hizo caso.
Ella quería tener una segunda hija,
aunque entonces no sé porqué tuvo la primera.
Existía la posibilidad de que yo naciera
con Síndrome de Down
u otra cualquiera peculiaridad.
A mi mamá no le importó,
ella quería tener una segunda hija,
mientras fuera de su sangre,
las diferencias eran minúsculas.
Por eso cuando nací,
sin ninguna cicatriz,
mi madre se sorprendió.
Todos le habían dicho que algo saldría mal.
Mamá se resistió a cambiar de opinión,
pidió al doctor mi cordón umbilical
y busco entre sus pliegues algún nudo nocivo.
No encontró nada.
Pidió a las enfermeras
que leyeran las palmas de mis manos.
No pudieron evitar ver sangre
aunque le advirtieron
que todos los niños nacen así.
Ella asintió, con la sonrisa que luego usaría conmigo:
Una mueca de dolor.
Los siguientes años no fueron diferentes.
Cualquier paso o palabra,
todo parecía funesto
y lo continuará siendo.
Sin darse cuenta,
mi mamá cumplió las expectativas de los demás.
Sí había un defecto:
ella y yo.
Éramos un nudo que no se podía
desatar.
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