jueves, 21 de julio de 2016

ÁNGELA FRANCO ROSADO [18.958]


Ángela Franco Rosado

Nace en Sevilla en 1993. Cursa actualmente el Grado en Biología por la Universidad de Sevilla. 

Siempre amante de la lectura y escritura, ha participado en numerosos recitales, incluyendo el recital poético-musical Aquí Cabemos Tod@s 2015 y el recital Gritos de Mujer 2014 y 2015. Ha sido ganadora del premio accésit, en la categoría poética de mayores de 18 años, en el Certamen Literario Villa de Marchena, en las ediciones de 2014 y 2013. Publica en la revista sevillana Nueva Grecia nº5, edición de invierno 2014. Más recientemente, participa en la antología La Pirotecnia Peligrosa. Once poetas sevillanos para el siglo XXI, editada por Ediciones en Huida, en diciembre de 2015.


Sobre el vientre de esta loma

miro nuestros torsos firmes
llenos de almendras,
los cuellos albos
que desembocan su luz más allá
de las barbillas elevadas,
como cataratas suaves
y espumosas.
El silencio que se nos regala.
Las bocas rompiendo
la continuidad blanca del espacio
con su pálpito.
Los ojos verdes ejecutores
e inmóviles como planetas
solitarios.
El hálito contenido.
Sobre todo,
bajo esa mirada binaria
y espiralada,
mis manos abiertas aferradas
como animales a tu nombre.



PESADILLA BREVE DE SIESTA

Se sentía cálida la parábola
con que vino a caer tu sueño
sobre mi sueño.

Tras un destello mínimo,
se acercó la oportunidad
desbordante de silencio,
y adiviné un quejido aventurero
teñido de la dicotomía
de tus ojos
queriendo abrirse paso
entre mis poros;

como si el manifiesto fuese
esa voluntad temblorosa y dulce
lamiéndome el cuerpo
sin saber exactamente qué hacer
o cómo morir,
como si al despertar temiera bien
exponerse a mi juicio,
que aún no deja de saberse
implacable
y transparente.

Durante todo el masoquismo,
ese lamento espetando mis sienes
con su trayectoria impávida
iba mutando bajo mi consentimiento,
y su superficie
parecía un fruto enfermo,
lleno de pálpito y sudor,
que yo besaba encantada y despacio.

Porque
mis poros eran vórtices,
y el gemido,
un canoa membranosa
surcando su universo.

Sí.
Se sentía cálido tu sueño
sobre mi sueño.

Pero, lo he dejado
convertirse
esta tarde
en el más vulnerable,
ridículo
y humillado
tesoro
de mi vigilia.




CADA VEZ

A veces,
te buscaba y caía contigo
vertida y descontrolada en la galaxia
de mi cama, revuelta y a oscuras,
pintando el límite del éxtasis
que eran tus manos deltas aclamando
la cintura enloquecida de mis mares.

A veces,
colisionábamos como soles:
inexorablemente despacio
y como armas de creación masiva
y lujuriosa, a la espera de que
tu nombre
y mi nombre
crecieran como bestias ambiciosas
flameando en la noche.

Si tú supieras que, a veces,
después de vencer al tiempo
y desanclar mi costa encrespada
de tu costa de espejo,
vaciaba mi sueño en su reflejo
y tus ojos se agitaban incómodos
bajo los párpados ceñidos
al calor de tu memoria…
¡Y sudabas y gemías hambriento de pavor!

¿Recuerdas acaso las manos que fui,
la piel que probaste,
las palabras mutiladas,
el ego tembloroso,
el labio que aniquilo
aquí y ahora?

A veces,
disfruto pensando a solas,
bajo las olas de las sábanas,
sobre el universo,
en el reiterado destierro de tu cuerpo
transparente
e ingenuo
que, con la soberbia de mi beso
cada vez
te denigra.




A La Determinación

Cuéntame si ves algo precipitando
desde la supernova de mis ojos. 
Si se derrama algo inconcluso. 
Si en la explosión se alejan algo más 
que ideas pulcras y deseos chorreando
impotencia. Cuéntame si alguien puso 
algún filtro en mi retina mientras 
se me ahogaba la mirada en ausencia
de estrellas, o si mis colores se han 
despedido en el abrazo de las pupilas 
a la vastedad oscura del vacío.
Dime, ¿siguen los iris selváticos 
abriéndose en la torpe competencia 
del aire? Y las llamas serenas que
guardan el abismo, ¿cantan aún 
en el silencio laberíntico del sueño? 
Yo no conozco la eficacia de los androides 
ni la frecuencia de los seísmos en 
el mecanismo de sus ovejas, pero sé 
de la fuerza cristalina tallada en el nácar,
de las quejas saturadas de estática, 
de la flecha cortante que arde en su diámetro.
No hay camino que taladre el mundo que mira.



II

Tu cuerpo se me ha aparecido perfilado en un verso 
infinito que parece sostenerse como el último pilar 
del mundo. Tus labios se me han dibujado etéreos 
formando una palabra suave, única e irrepetible, 
y se muestran curvos como el pecho de las palomas, 
rojos como la voluntad de los animales, frescos 
y vibrantes apuntando el aire desde tu cara invisible.

Tus manos han sido dos oraciones levantadas que 
se han hecho penitentes ante el frustrante deseo 
de hablarme. Tus ojos se han abierto en dos paréntesis 
cada uno y he podido asomarme a tus océanos inquietos, 
a tus fracciones de tiempo, a la inmensidad de tus pupilas; 
negras como la soledad temprana, negras como el abismo 
del silencio, negras como los cuervos en los cables.

Tu voz, sin embrago, aquí la veo y la toco. Tu cuerpo 
me ha cantado y, claramente, recitó cuando no miraba; 
declaró serme útil, fértil, amante del bullicio en la lengua; 
ha venido como un cometa transparente y se ha pintado 
de azul espacio y me llega en una ola de realidades cálidas 
que quiere lanzarme topacio a las sienes, abrirme la carne 
y hacerme sangrar de gozo, como en el parto caliente de una rosa.

Si esto no es amor, poesía, tú eres el veneno más potente 
que he tragado, pues tu voz me ha llamado para soñarte.




III 

PRELUDIO A LA MUERTE DE UN PÁJARO

Algo hay en la quietud de la hierba 
y en el susurro de las piedras junto 
al río; algo que cuentan los bosques 
de álamos y el viento en su recorrido 
entre grietas de cavernas, donde el musgo 
se impone en lo abrupto del suelo. 

Alguna canción de tarde triste, en que 
los frutos percuten la tierra en su suicidio 
y se abre la corteza de un árbol que llora 
-savia de alivio de silencioso gigante-, 
se oye unas horas en el valle glorioso. 
Se caza la carne y se pintan las flores 
de rojo, de negro, y un pájaro viejo 
se aferra a una rama con semblante 
severo y hace él solo de público expectante.

¿No se oye más fuerte la música? 
¿No acompaña en crescendo la arena 
a la brisa en la orilla, o la huella de animal 
al sendero, o la espina al tallo de rosa? 
¿Dónde queda esta alucinación ociosa 
que al ave estrangula y mata poco a poco, 
y dónde se guarda el recuerdo que otrora 
fuera un sueño de infancia y de huevo?

Asiste tranquilo a su última escena 
y aplaca a la barbarie que ante sus ojillos 
se muestra con un canto de tono nuevo

que dice:

“Una roca olvida que es roca, y camina. 
El agua olvida que es agua, y se quema.

Un ciervo olvida que es ciervo y vuela 
de una a otra colina y las raíces se estiran 
en busca del cielo. ¿Por qué saca el bosque 
sus dientes y se los clava a las nubes 
buscando su llanto? ¿Por qué me mira 
un ojo que quema desde tan alto y 
por mucho que suba no puedo tocarlo? 
¿Qué hay en el beso del agua que lima 
a la piedra o en el frío que cubre de blanco 
su cima? - calla, escucha, y tiembla- No, 
ya no puedo saberlo, se avecina una música, 
mi canto se ahoga y el corazón se me duerme 
en el pecho... -inspira y exhala- ¿Acaso soñé? ”

Ya nada oye y ya nada ve.

Y el pájaro, abriendo sus alas, batiéndose 
en duelo con su azul como única arma, 
alza el pico hacia una estrella despuntando 
en la tarde y, cayendo al suelo con un golpe seco, 
sentencia a toda la música del valle consigo.



IV

Hoy me miró un niño con ojos 
de hermano, en la distancia de la calle, 
oculto por su máscara inocente. 
Me miró con una cascada en negro, 
guardando castañas telescópicas 
que me abrieron las puertas del aire 
en un sólo soplo... en un soplo quieto.

Dejándome desnuda y ausente, 
me miró como nadie mira 
y me habló como nadie habla. 
Sin volcar palabra alguna suplicó 
a gritos mi garganta un sonido, 
un diente, un temblor o un quejido, 
un alivio de labio a labio para 
la llama ardiente que clavaba 
en mis ojos con sus ojos... 
¡su mirada en mi mirada!

Dime, niño, dime 
qué callaba esa boca tuya,
de rosa vestida y en corpiño entallada, 
y qué aclamaba sin abrirse apenas. 
Qué guardabas bajo tu piel tostada, 
hija morena de la tierra y del cobre, 
y a qué nombre residía la soledad en ti.

Dime, ¿eras apariencia acaso, o el reflejo 
de algún ocaso que aún no recuerdo? 
¿Romperé el silencio si muerdo esos ojos? 
Dime, niño, ¡dime si eras niño o sólo espejo!




Para “Pájaro Pablo”

Hay una catarata en la cocina 
de leña y chimenea 
que aviva el sórdido papel 
del alimento crudo, 
y que se enciende bailando 
en una danza de ego, 
lamiendo 
en un tango caníbal el otro fuego 
con gravedad premeditada. 
Lentamente, 
guardando la esencia,
comiéndose 
las rutas de huida, 
y levantando fronteras 
entre Las Tierras de Dentro 
y Las Tierras de Afuera, 
volviéndolas hostiles y grotescas, 
duras y oscuras, 
tumorosas, 
maravillosamente humilladas, 
busca la viscosidad 
de las goteras no natas y, 
esporádico o violento, 
ataca 
a sus miembros de especia, 
de rama y de sal. 
Castiga engranajes de fibras 
al son de látigos cítricos, 
y se hace caminante de surcos, 
amante de abismos, 
trovador de canciones cantadas 
a gritos ahogados; 
poeta 
de vibrantes estímulos 
y de vigilia. 
Tras la agonía, la carne infeliz
se desangra en un lecho de oro 
e, insaciable y bueno, 
atormenta a la cerámica del plato 
con su sabor inaccesible. 
Derramando 
en un viaje sin rumbo 
y sin voz 
su jugo brillante y correoso, 
se expande solemne 
y resbala 
hacia una plenitud exquisita, 
donde, el rojo, 
(coronado de romero) 
sí grita 
para someterse al yugo 
del imperioso deseo 
de querer 
ser Dorado.









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