Pedro Emilio Gil
Nació en Valparaíso, Chile en 1875, y desde muy joven ingresó al periodismo y cultivó la literatura en diversos géneros. En 1902 fue secretario de redacción de El Diario Ilustrado, en 1905. Colaboró abundantemente en La Comedia Humana, de Valparaíso, y en 1907 fue redactor de sucesos de la misma ciudad.
Al fundarse la revista Zig-Zag, en 1905, comenzó a colaborar en ella. En 1923 fue, por poco tiempo, secretario de redacción de El Mercurio de Santiago.
En 1924 fue director de El dia de Chillán. De regreso a Santiago, siguió escribiendo en El Mercurio, donde además desempeñó hasta su muerte el cargo de corrector de pruebas.
Abrazó también el teatro, al cual contribuyó con El otro (en colaboración), 1906; El Rey Consorte, 1914; Alessandri sí (en colaboración), 1920, etc.
Es autor de una producción inmensa de breves artículos y de poesías ligeras y humorísticas de ocasión, que ha quedado en las muchas revistas y diarios que le contaron como redactor y colaborador. Empleó casi siempre los seudónimos Antuco Antúnez y Zenón Evero (éste sobre todo en El Mercurio en sus últimos años), para firmar sus trabajos.
Murió en Santiago el 15 de junio de 1934.
Bibliografía:
Sin son ni ton. Prólogo de Ricardo Valdés. Santiago, 1923.
GALERÍA
Donairosa hija de Eva
de tonos aristocráticos,
y que en vez de mangas, lleva
dos globos aerostáticos;
beldad que entera se esconde
bajo blindajes de seda,
¿en dónde la he visto, en dónde?
En la Alameda.
Grata aparición gentil,
que, envuelta en el manto leve,
tan sólo muestra el perfil
de un rostro de rosa y nieve,
y que, arrobado, no chisto
si alguna vez la contemplo
¿en dónde, en dónde la he visto?
En algún templo.
Insulso nieto de Adán,
hueco y vano como paja,
embutido en un gabán
que es exótica mortaja,
y a quien para duque o conde
sólo le faltan... modales,
¿en dónde le he visto en dónde?
En los portales.
Recomendable sujeto
(que es del último el revés)
que dibuja el alfabeto
Con los vacilantes pies,
y que, en verdad, me contristo
al verle los ojos turbios
¿en dónde, en dónde le he visto?
En los suburbios.
Única visión radiosa
que tesoros de miel deja
en donde sus labios posa
(¡Dios mío! ¿Si será abeja?).
Ángel del cielo bajado,
que al ser que el crimen enfanga
lava de todo pecado
(ya ven ustedes que es ganga).
Visión que el alma extasía
cuando el recuerdo la evoca
¿dó se halla, oh memoria mía?
-En tu loca
fantasía.
CERCA DEL BUEN DIOS
Un domingo, de mañana,
volvía Ignacio de misa
con su abuelita, una anciana
de bondadosa sonrisa.
Charlaba el chico de un modo
tan vario, que, a la verdad,
era un compendio de todo
su infantil garrulidad.
Y entre la abuela y él mismo
(¡Dios mio, qué abuelas éstas!),
formaban un catecismo
de preguntas y respuestas.
-Abuela.
-Di, mi tesoro.
-¿Qué es eso que veo allí
que reluce como el oro?
-Un torreón o cosa así.
-y el sol por encima corre
¿Qué es un torreón?
-¡Preguntón!
Pues .. , algo como una torre.
¿No ve tú mismo: torreón?
(A las luces matutinas,
lanzaban áureos reflejos
las cúpula bizantinas
de un palacio, allá a lo lejos.)
-Di, abuela, ¿quién allí habita?
-Hombre, el dueño del palacio.
-¿Tendrá mucho oro, abuelita,
que así lo tira al espacio?
-Pero, ¡vaya una salida!
¡Me pones en cada aprieto!
(Y acaricia enternecida
la cabeza de su nieto.)
-¡Oh, quién fuera rico!
-¡Ignacio!
¿por qué ese capricho, di?
-Así tendría un palacio
como el que diviso allí.
Treparíamos de un salto
al torreón ése, los dos.
y estaríamos muy alto ..
¡Casi a dos dedos de Dios!
Sonrióse la buena anciana,
y con emoción muy honda,
bajó su cabeza cana
hasta la cabeza blonda.
Y al mostrarle con el dedo
a un triste, muerto de frío,
dijo en su oído, muy quedo:
-¿Ves aquel hombre, hijo mío?
Pues, llégate a él, le das
al pobre un centavo o dos,
y de este modo estarás
mucho más cerca de Dios.
SOBERBIA HUMILDE
Dios sabe si, no obstante mi orgullo desmedido,
no soy yo más humilde que penitente alguno;
Él me perdone el gesto con que siempre he querido,
pareciéndome a todos, no emular a ninguno.
A manjares de gloria contrapuse el ayuno,
los repudié aún creyendo que era yo el escogido,
y si grité en la plaza mis vicios uno a uno,
calculé en cien virtudes mi tesoro escondido.
Soy la más rara antítesis; amo a quien más ofendo.
Juguete irremisible de mi sino estupendo,
quisiera dar la muerte para brindar la vida.
Y un día, cara a cara con el Crucificado,
presa de innobles ímpetus, herirlo en un costado,
y luego con mis besos cicatrizar la herida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario