Julio Vicuña Cifuentes
Julio Vicuña Cifuentes (La Serena, CHILE 1 de marzo de 1865 - Santiago, 16 de octubre de 1936), fue un escritor, filólogo y folclorista chileno. Junto con Ramón Laval y Rodolfo Lenz, se le considera como uno de los primeros folcloristas chilenos, indicándose que su obra ha entregado una amplia e importante presentación de bienes tradicionales, como base para buscar caminos de comprensión de la chilenidad; en este contexto, fue miembro fundador de la Sociedad del Folklore Chileno en 1909.
Como poeta en tanto, sus primeras publicaciones aparecen en el diario "Elquino" de Vicuña (Chile). Su obra en este ámbito, representa a las nuevas tendencias literarias chilenas de principios del siglo XX frente a la retirada del romanticismo y del modernismo esencial, teniendo una estética que entremezcla lo popular, lo masivo y lo ilustrado, utilizando parte los decires de la sabiduría pueblerina y la representación de las costumbres populares, presentando también temáticas amorosas con un tono melancólico, elegante y tranquilo.
Hijo de don Benjamín Vicuña del Solar, desde pequeño muestra un gran interés por la literatura y el folclor. Estudió derecho en la Universidad de Chile, donde forma parte del ambiente literario de "La Época" y del primer "Ateneo". Además, fue miembro no numerario de la Real Academia Española de la Lengua. Cultiva una estrecha amistad con Rubén Darío y publica sus primeros poemas en "La República" y en "Artes y Letras", las únicas revistas literarias editadas en la capital, Santiago. En el Certamen Varela de 1887, su colección "Rimas" mereció el elogio de jurado. Junto a Samuel Lillo, funda en 1889 el nuevo "Ateneo de Santiago" y en 1909 es unos de los miembros fundadores de la Sociedad de folklore chileno.
Publicaciones
"La muerte de Lautaro: ensayo trágico en un acto" (1898).
"Contribución a la historia de la imprenta en Chile" (1903).
"Coa, Jerga de los Delincuentes Chilenos: Estudio y Vocabulario" (1910).
"Romances populares y vulgares recogidos de la tradición oral chilena" (1912).
"Estudios de folclore chileno" (1915).
"Mitos y supersticiones recogidos de la tradición oral chilena con referencias comparativas a los otros países latinos" (1915).
"Cosecha de Otoño" (1920), una de sus obras cumbres que posteriormente sería republicada en Madrid, España.
"Estudios de métrica española" (1929).
"Epítome de versificación castellana" (1929).
"Prosas de otros días" (póstuma, 1939).
Introito
El viento que las eras con blando soplo rasa,
llevó la paja inútil, en la estación estiva,
y henchí el pequeño troje con la simiente escasa
que por su malla tosca dejó pasar la criba.
Tal vez no todo es trigo; tal vez del troj rebasa
los bordes, la cizaña que se escurrió furtiva:
asi la mano torpe que el pan de vida amasa,
mezcla a la harina a veces levadura nociva.
Amor, desdén… ¡qué importa! Lo que estos versos llevan,
no bastar. por cierto para endulzar el vino
ni acibarar el agua de que los otros beban.
Es lo que va quedando de una vida cansada
que anduvo siempre a tientas, sin hallar su camino,
y que ahora regresa sin haber hecho nada.
Vita vana
Era más de media noche y alboreaban los veinte años
de mi edad.
Combatido por anhelos siempre informes, siempre huraños,
daba vueltas en el lecho que albergaba los veinte años,
los veinte años de mi edad.
Estoy cierto: no dormía. Con el ánima despierta,
meditaba. De repente, crujió un gozne de la puerta
que entornada dejó ayer,
y con paso sigiloso, con el paso del que roba
al durmiente descuidado, deslizóse por la alcoba
una forma de mujer.
Era grácil como un ángel, era dulce como un sueño
virginal.
Quise hablarle, y las palabras no sirvieron a mi empeño;
quise asirla, y escurriese de mis manos como un sueño,
como un sueño virginal.
Estoy cierto: no dormía. Lo imprevisto del desvío
ardió el fuego de mis ansias. Deja el lecho y en el frio
pavimento puse el pie.
Voy tras ella: ya la tengo. .. No, de nuevo se evapora.
Brilla el alba, y la quimera en un rayo de la aurora
se disuelve… ¡Ya se fue!
Los diez años que pasaron me sedujo esa quimera
del amor.
¡Cómo hieren los recuerdos de lozana primavera
vanamente malograda, por seguir una quimera,
la quimera del amor!
¡Cuántas veces, adormido de la noche bajo el ala,
con arresto de princesa o blanduras de zagala
a mi lado la fingí!
¡Cuántas veces tomó carne la quimera de mis sueños,
y en los brazos de otros hombres, en los brazos de otros dueños,
para siempre la perdí!
Cierto dia, por mi senda cruzó raudo un caballero
de otra edad.
El almete, los anillos de la cota y el acero
del estoque, le brillaban al gallardo caballero,
caballero de otra edad.
Sus arreos atestiguan el oficio que profesa;
la leyenda de su escudo dice “¡Sur sum!” y es su empresa
una rama de laurel.
No hay trabajo que le arredre, no hay peligro que no afronte.
Quiero hablarle… No me escucha. ¡Se ha perdido tras el monte
galopando en su corcel!
Los diez años que pasaron fue la gloria, pesadilla
de mi afín.
Cuantas veces surque el ponto, llegué náufrago a la orilla,
consumido por la fiebre de esa inquieta pesadilla,
pesadilla de mi afín.
Alentando el noble brío que el sopor del ocio enerva,
las arrugas de mi frente con las palmas de Minerva
recatarlas quise yo.
Lauros, palmas devoraron una noche las orugas,
y más hondas en mi frente, más siniestras, las arrugas
la mañana descubrió.
Fue a la hora del crepúsculo, tras un dia lacerante
de inquietud.
Aurea diosa de ojos ciegos en su carro resonante
cruza el éter, una tarde, tras un dia lacerante,
lacerante de inquietud.
Sobre el orco de infelices que sucumben a la inopia,
va arrojando los tesoros de su fértil cornucopia,
sin medida y al azar.
Le doy voces, e impasible, desdeñosa de mis ruegos,
apresura su carrera la aurea diosa de ojos ciegos,
por la tierra, por el mar.
Los diez años que pasaron seguí el coro de la farsa
de Arlequín,
y vistiendo los disfraces de la anónima comparsa,
llegué un dia con los otros al tinglado de la farsa,
de la farsa de Arlequín.
Vi dorando sus grilletes a los viejos galeotes,
y en las aras profanadas, oficiando sacerdotes
de otro culto y otra ley.
Tuve miedo. Sentí frio. La bandera que enarbolo
nadie sigue… Del bullicio me retiro… ¡Ya estoy solo,
rezagado de la grey!
Solo, no, que oigo los pasos de un jinete que galopa
tras de mí.
Aun mis ojos no han logrado descubrirle entre la tropa,
pero siento las pisadas del jinete que galopa,
que galopa tras de mí.
-Caballero, si me traes la ilusoria recompensa
de otra vida, donde el hombre, como en esta, siente y piensa,
no me quieras alcanzar.
Mas, si vienes a enseñarme el oculto derrotero
de un nirvana venturoso, date prisa, caballero,
date prisa de llegar.
Noche de vigilia
Son las doce de la noche… ¿Quién me llama?
Todo calla, todo duerme… ¿Quién me llama?
¿Has sido tú, al pasar,
abejorro repugnante siempre en vela,
o esa araña, que los hilos de su tela
tal vez hizo vibrar?
No es el arpa de la araña,
ni el menguado cornetín
de ese estúpido abejorro que regala
con su música sin fin.
Es la voz casi muda
de alguien que aquí no está.
Es una voz crepuscular. ¡Sin duda,
es voz del Más allá!
Siento el plácido embeleso de los años juveniles,
oigo toques de campanas y rumor de tamboriles,
y parece que de nuevo soplan brisas de ilusión.
¡Oh Galiana! Desde el dia que tu vida rompió el broche,
no estuviste más cercana de mi lado que esta noche;
y aunque el ánimo se turba y palpita el corazón,
siento el plácido embeleso de los años juveniles,
oigo toques de campanas y rumor de tamboriles,
y parece que de nuevo soplan brisas de ilusión.
La luz astral se desvanece,
y mis la noche se obscurece
y más arrecia mi inquietud.
Tal vez el aire está dormido
desde que trajo aquel ruido,
voz de lejana juventud.
Quizá otra vez despierta ahora:
en el ambiente se evapora
blando perfume de azahar.
¿Qué novia pasa al lado mío?
¡Tal vez Ofelia! El desvarió
no la consiente sosegar.
Sutil fulgor que al pronto asombra,
un punto alumbra de la sombra
con blanca luz de amanecer,
y ya delinea sus contornos,
rígida, grave y sin adornos,
una figura de mujer.
Es niña aún. En su mirada
inmóvil y honda, reflejada
parece estar la eternidad.
Su rostro tiene algo de augusto;
nada hay de afable ni de adusto
en su precoz serenidad.
¡Oh Galiana! ¿Eres tú? Recuerdo amargo
tengo de aquella noche en que sumida
te vi, muy blanca, en el final letargo.
A darte la postrera despedida
horas más tarde fui, cuando afanosa
la multitud te abandonó sin vida.
Vi el ataúd que se tragó la fosa,
y vi cerrar por manos mercenarias
el hoyo sepulcral con una losa.
Repetí con los otros las plegarias
que dijeron por ti, y el dulce canto,
al esparcir las rosas funerarias.
Y vi, para rubor de mi quebranto,
aun no pasada la siguiente aurora,
secos los ojos que lloraron tanto.
¡Oh Galiana! Esto vi. Pues ¿cómo ahora
la carne finges que ocultó la tierra
y que el gusano devoró a deshora?
Treinta años hace que invisible yerra
tu espíritu gentil en el profundo
arcano de la sombra que lo encierra.
¿El tiempo no transcurre en ese mundo?
¿No se ve desde allí lo que padece
el que arrastra la vida vagabundo?
¿O con la propia dicha se amortece
la compasión? ¡Mira mi faz! ¿Qué queda
de aquella edad, que en ti rejuvenece?
Oculta desazón el gesto aceda;
cansancio de vivir no comprendido
de los demás, toda esperanza veda.
Eterna juventud el premio ha sido
de tu morir temprano; a mí, Galiana,
la vida terrenal me ha envejecido.
Y aunque abandone esta carroña humana,
siempre habrá entre los dos la lejanía
que media entre la tarde y la mañana.
Tú, la alondra triunfal que anuncia el dia;
yo, de la noche el pájaro agorero…
¡Sé que no hay esperanza, y todavía
oh dulce engaño de mi vida! ¡espero!
El gallo canta. Viene el alba.
Tenue fulgor los montes salva
teñido en suave rosicler.
Y ante la luz que reaparece,
leve y sutil se desvanece
aquella forma de mujer.
Tal vez del todo no se ha ido:
algo ha quedado difundido
de su precoz serenidad.
Hay en la tierra y en el cielo
una alegría y un consuelo
que me recuerdan otra edad.
Tal vez del todo no se ha ido:
¡un bienestar nunca sentido
me habla de eternidad!
En el tiempo de ahora
Si ya en mi jardinillo
no florece el almendro,
ni desbordan las rosas
por las tapias del huerto,
otoñales racimos
me dan el vino nuevo
de sabor agridulce,
como el néctar del beso
en labios juveniles,
rojos, húmedos, frescos.
Y en mis venas se encienden
primaverales fuegos,
y olvido las palabras
que siempre está diciendo
ese Otro yo que habita,
no sé dónde, en mi cuerpo:
-No tan aprisa. Modera el paso,
corazón,
que del camino ya trecho escaso
resta a mi vida. ¡Modera el paso,
corazón!
Corto la rama inútil
y la tierra renuevo,
por mejorar el fruto
que aun rinde el Árbol viejo.
Con antiguos cantares
en las noches me aduermo,
y con versos de ahora
mi espíritu desvelo.
Intensamente vivo
la vida, en lo que puedo,
sin que rebose el vaso
en fútiles excesos.
Y evito oír las voces
de ese Otro yo o discreto,
que desde su escondrijo
está siempre diciendo:
Quedo, más quedo; no muevas ruidos,
corazón.
No me desveles con tus latidos,
que tengo sueño. ¡No muevas ruidos,
corazón!
Música prohibida
Amor de doncella mi carne consume;
de dia la busco, de noche la sueño;
en ondas muy tenues me llega el perfume
del cuerpo inviolado de cutis sedeño.
No sé si mañana mis horas abrume
con sus esquiveces, mi frívolo dueño.
¡Qué importa! Su beso mi boca sahúme,
y cámbiese en tósigo el dulce beleño.
¡Amores de un dia, felices amores!
-Mi niña, no viven mis tiempo las flores,
y nadie agostado vio nunca el jardín.
¿Dió fin el banquete? Doblad los manteles.
Mañana… Si vino quedó en los toneles,
mañana tendremos un nuevo festin.
La Mimosita
Ojos de gacela de la Mimosita,
rizos de azabache de la Mimosita,
manos nacaradas de la Mimosita…
¿En dónde ahora están?
Sus alegres cantos, voces de la aurora,
los blandos arrullos con que a veces llora,
¿qué oídos, ahora,
los escucharán?
Las vecinas cuentan que se fue muy lejos;
que vendrá muy pronto; que no volverá…
La humilde casita de los muebles viejos,
con una herradura clausurada esta.
¡Misterio! ¿Qué habrá?
Las vecinas cuentan que se fue muy lejos;
que reia alegre; que llorando va.
Una vieja fea que se dice tía,
con ella, sin duda, cual antes, ira:
¡Pobre Mimosita! De tal compañía,
¡qué mano piadosa la defenderá!
Nadie la vera,
y esa vieja fea que se dice tía
a buenos lugares no la llevará.
¡Qué recuerdo! Un hombre de mirada aviesa
rondaba su casa, un mes hace ya.
Ella le temía; su boca de fresa
asi me lo dijo, cuando estuve allí.
¿Vendrá? ¿No vendrá?
Sin duda aquel hombre de mirada aviesa
la llevó robada, y no volverá.
Era rico el hombre. Cadenas, sortijas,
lucia con aires de fastuosidad,
y dicen que hay madres que venden las hijas,
y hombres que las compran en tan tierna edad.
¡Que perversidad!
Era rico el hombre: cadenas, sortijas,
habrán sido el precio de su castidad.
Ojos de gacela de la Mimosita,
rizos de azabache de la Mimosita,
manos nacaradas de la Mimosita,
no os quiero evocar.
Lejos de su dulce voz arrulladora,
¿quién sabe si ríe? ¿quién sabe si llora?
Mejor es, ahora,
su historia olvidar.
Por los barrios bajos
Domingo. Tarde. Es el otoño. Niños
que en la calzada se persiguen. Risas
de pulcros mancebitos de talleres,
los leones del barrio en estos dias.
Mozas que lucen indumentos charros,
en las aceras; ebrios, camorristas
de profesión. Bajo el parral del huerto,
rasgueos de guitarra, seguidillas.
En el balcón de una casita nueva,
el rostro indiferente de una niña,
y tras ella, la madre, enjalbegada,
que parece decirnos: -¡Todavía! . .
Connubio rústico
Entre la catedral y las ruinas paganas
vuelas ¡oh Psiquis, oh alma mia!
Rubén Darío.
El hada Morena, el hada más niña
de todas las hadas, viste la basquiña
color de esperanza, y a sus pies desnudos,
alados, menudos,
calza las chinelas de grana. En la frente
sus rizos compone, diadema
que un rey envidiara, y adorna su frente
con ramas de almendro, que muestran en yema
las cándidas flores. En su manecita
mórbida, que a dulces presiones invita,
la vara cimbrea
que teje los sueños y crea
las visiones plácidas de la fantasía.
Es el vago y tenue despertar del dia.
El hada Morena la puerta golpea
de una pobre choza
que en la niebla fría
su miseria emboza.
-Abuelo, ya es hora. La falda
del monte, se tiñe color de esmeralda,
y el limpio arroyuelo
que deja su cuna de hielo,
ya busca los ricos vergeles,
sonando el corimbo de sus cascabeles.-
Alza el viejo la frente, sin prisa,
y enmendando el gesto de su faz ya seca,
busca una sonrisa
y ensaya una mueca.
-Abuelo, ya es hora. Tus canas agravia
esa cobardía con que las abrumas:
en los viejos troncos hay rumor de savia,
y en los yertos nidos hay calor de plumas.
El bordón requiere, viste la coroza,
pon las viejas armas en la bandolera:
donde Don Invierno levantó su choza,
va a alzar su palacio Doña Primavera.-
Por la faz caduca
del tétrico viejo desborda
el llanto. Contempla su mísera ruca
por la vez postrera,
y hacia las regiones donde el trueno asorda
los aires, y cae la nieve
en copos, su paso perezoso mueve.
El hada Morena, el hada más niña
de todas las hadas, cruza la campiña,
y a su paso brotan
céspedes y flores que el matiz agotan,
perfumes que embriagan, brisas que recrean,
fuentes que murmuran, ayes que aletean.
Con su vara mágica toca el viejo tronco,
que del cierzo ronco
quebrantó la furia, y al contacto leve,
la savia circula, la rama se mueve,
revienta la yema y nace el botón:
es la hora núbil de la creación.
Es la hora joven de este mundo viejo,
en que, en cada surco que su faz arruga,
cuando el alba envía su primer reflejo
cuaja un nuevo germen, una flor madruga.
Es la hora de extraños connubios,
en que el aire se carga de efluvios
que la sangre encienden,
y despiertan ansias que en el alma prenden
como chispas rojas en trigales rubios.
El pimpollo tierno de la rosa, enarca
su cuello, que al peso
se dobla del trémulo beso
de la abeja, y croan en la negra charca
las ranas lascivas en su ritmo avieso.
Gritos estridentes,
cantos de victoria y de desafío
conmueven las frondas nacientes;
los celos estallan que enciende el desvío,
y los trovadores
alados, se embisten en torno a la hembra,
que promete amores
y discordias siembra.
En los viejos montes que velan las brumas,
a un tiempo resuenan en orgias francas,
cálidos idilios de rugientes pumas
y églogas dulcísimas de palomas blancas.
Y cruzan lagartos, y ondulan culebras,
y vuelan enjambres por entre los riscos,
y hay epitalamios en las hondas quiebras,
tiernos aoristos junto a los apriscos.
El hada Morena, el hada más niña
de todas las hadas, el campo escudriña
que en torno descubre,
con mirada vaga
que vagos anhelos inquietan. Octubre
con luces y aromas embriaga
su pecho de virgen, y halaga
la su fantasía,
el ensueño impreciso, que acrece
la melancolía
en que languidece.
Un címbalo suena. Entre los rosales
que sus rústicos tallos desploman
sobre el cauce abierto de los manantiales,
las orejas caprinas asoman
de un Fauno muy bello, ni altivo ni huraño,
que fija en la virgen Morena su ardiente
mirada, y balbuce: -¡Por cierto que antaño
vestían las ninfas más ligeramente!-
(Era un Fauno joven, casi adolescente.)
Con un imprevisto movimiento brusco,
a el hada se llega, la besa en la boca,
y exclama: -Ha mil años que en vano te busco.
Perdona este exceso;
yo no soy de nieve, ti no eres de roca.-
Y otra vez un beso
estampó en sus labios picarescamente.
(No hagáis caso d’eso;
era un Fauno joven, casi adolescente.)
En otro hemisferio,
por siglos y siglos dilate mi imperio,
y nunca marchitas las rosas
vi de mis mejillas, ni escuchó el dicterio
que a Sileno dicen las jóvenes diosas.
En Trinacria fértil, los estivos meses
guardaba las mieses
maduras, que hinchen los trojes,
y mansos corderos y bravías reses
-el oido atento
a la voz del címbalo- por entre los bojes
pacían el trébol del campo opulento,
en la rica selva de la gran Tarento.
Las doradas uvas
tan caras a Baco, transforme en las cubas
en cécubo hirviente y en rojo falerno
y cuando el invierno
alzaba sus tiendas, el seno fecundo
de Pomona hería
con el verde mirto, y de nuevo el mundo
sus marchitas galas rejuvenecía.
Otro tiempo vino. Se hizo sabio el hombre
y volcó las aras y olvidó hasta el nombre
del dios tutelar que la tierra,
con los otros dioses, dejó. Por la sierra,
errante, yo solo, vague luengos siglos,
entre los vestiglos
de esta edad honesta, de esta edad sesuda
que viste la carne y muestra desnuda
la intención. Corría los campos, trepaba
por agrias laderas a la cima brava
del monte remoto
que baten el bóreas y el noto,
sin templar mis ansias, al caer el dia
siempre devorado por las mismas llamas.
Y apenas su antorcha Véspero encendía,
en lo mis repuesto del bosque mullía
con hojas y ramas,
magníficos dones de Flora,
el tálamo inútil en que solitario
me hallaba la Aurora.
¡Larga fue la noche, pero ya amanece!
Esplendido y vario
es el panorama que la vida ofrece.
¡Amada, ya es hora!-
Y tendiendo el brazo desenvueltamente
(era un Fauno joven, casi adolescente),
rodeó con mimo donairoso y fácil
de Morena hermosa la cintura grácil.
Y el hada, sonriente, no esquivó este abrazo
(ni para qué había de esquivar el lazo),
y en tiernos coloquios que inspiró el instinto,
el vivaz y ardiente cuando ella modesta,
desaparecieron en el laberinto
de la gran floresta.
Y encendióse el aire, y alegres las brisas
corearon los himnos de invisible orquesta,
y sonaron besos, y estallaron risas,
y natura toda se vistió de fiesta.
Y en las nuevas aras las sacerdotisas
el místico incienso
al dios ofrendaron del amor intenso,
y hubo madrigales y brillantes odas,
y unánimes voces al son de la rústica avena.
-¡Cantemos, dijeron, las bodas,
las bodas jocundas de Fauno y el hada Morena!
Al beso del numen la virgen indiana,
en lo más umbrío de la selva arcana,
sentirá fecundo palpitar su seno,
y un dia sereno,
aurora risueña de tiempos mejores,
en cuna de mirtos y flores
nacerá Euforión. Mecerán su infancia
las brisas del trópico de rara fragancia
que rizan las aguas del lago encantado
y a los sones mágicos de su plectro de oro,
en el ritmo alado
del castalio coro,
que en fuente inexhausta sus labios abreva,
brotaran las gracias de la Musa Nueva.
¡Bien venga el ungido del arte naciente,
abeja escapada del jardín heleno!
¡Las rosas de Chipre ceñirán su frente,
las rosas de Chipre, que exhalan veneno!-
Una voz: -¿Quién turba la quietud del Hado?
En la primavera florece el retoño;
la espiga, al estío, da el grano dorado;
las vides sazonan su fruto en otoño;
¿qué importa el invierno, brumoso y helado?-
Asi la voz dijo, y el hada madrina
del bosque nupcial,
dió al viento las notas de su arpa argentina,
preludios acaso de la Sonatina,
arpegios que anuncian la Marcha triunfal.
La perfecta alegría
¡In foco amor mi mise,
in foco amor mi mise!
S. Francisco.
El enamorado de todas las cosas,
hermano del lobo, del agua, del yermo;
el enamorado de todas las cosas,
de amor está enfermo.
Temblando de frio bajo la capucha,
van dos mendicantes, camino de Asís;
el abrigo es poco, la inclemencia es mucha,
y hay fieras hambrientas en el campo gris.
Ciegos por la lluvia, dan en la posada,
que el más viejo evita, huyendo la entrada
en el bien guarnido, recio caserón.
Alegre este el fuego que tienen delante.
El siervo León,
turbado y arisco,
-¿Acaso, murmura, por hoy no es bastante,
hermano Francisco?
Francisco en silencio las lluvias encara,
velando su rostro bajo la capucha.
Dos leguas camina, de pronto se para,
y dice al hermano, que humilde le escucha:
-Si el fraile Menor distingue los rastros
que dejan dos aves volando a la vez,
y el curso adivina que llevan los astros,
y sabe el origen del bruto y del pez.
Si tiene del Árbol concepto seguro,
y el antro conoce medroso y obscuro
do habita el diamante que acendra el carbón;
si ha visto el oasis que oculta el desierto,
hermano León,
tu fe no se engría,
y escribe que en esto no existe por cierto
perfecta alegría.-
De nuevo en silencio sigue su camino,
y vibra de nuevo su acento divino:
-Si el fraile Menor eleva sus ruegos,
y ascienden al trono del Dios de Israel,
y puede, por ellos, dar vista a los ciegos
y voz a los mudos, que siguen tras 1.
Si alumbra al demente, da al sordo el oido,
y sana al leproso, y cura al tullido,
y levanta al muerto de tres dias, con
el poder arcano que su empeño ayuda,
hermano León,
tu fe no se engría,
y escribe que en esto no existe, sin duda,
perfecta alegría.-
Sacude la lluvia que moja su cara,
y otra vez camina, y otra vez se para.
-Si el fraile Menor no esquiva el ejemplo
y busca sencillo la paz del erial,
con sus propias manos edifica el templo,
y labra la tierra y teje el sayal.
Si ayuna a pan y agua, sus carnes macera,
con fervor predica la pobreza austera,
les habla a los sordos con el corazón,
allega a los tibios al celeste foco,
hermano León,
tu fe no se engría,
y escribe que en esto no existe tampoco
perfecta alegría.-
Con la frente baja que el cansancio inmuta,
los dos mendicantes prosiguen su ruta.
Y dice el hermano León: -¡Yo bendigo,
Señor, mi ignorancia, si viene de Ti!
Mas, obra otro nuevo prodigio conmigo
y muestra a mis ojos la luz que no vi.
Si no está en la ciencia que ilumina al sabio,
si no está en la gracia que fluye del labio
del santo eremita morador del risco,
ni está en la plegaria que sube hasta el cielo,
hermano Francisco,
dame mejoría,
y dime en que existe, sin dejar el suelo,
perfecta alegría.-
Francisco sonríe bajo la capucha,
y dice al hermano, que dócil le escucha:
-Si el fraile Menor, manchado de lodo,
al convento vuelve, vacilante el pie,
y el portero, airado, murmura “¡beodo!”
y su faz golpea y le grita “¡ve!”
Y el fraile Menor lo sufre paciente,
puesta en Dios el alma, fija en Dios la mente,
y de amor del hombre lleno el corazón,
sin que el dejo amargo su pecho contriste,
hermano León,
ya has mejoría,
y escribe que en esto no hay duda que existe
perfecta alegría.-
Eleva los ojos al cielo un momento,
y otra vez resuena su inspirado acento:
-Si el fraile Menor, cual lluvia temprana,
redime las almas de esterilidad,
purifica el lecho de la cortesana
con el fuego amable de su castidad.
Y el mundo ignorante le llama “¡perjuro!”,
o le dice “¡loco!”, o le grita “¡impuro!”,
y el fraile bendice su tribulación,
y en ella, piadoso, su celo acrisola,
hermano León,
ya has mejoría,
y escribe que en esto reside la sola
perfecta alegría.-
Asi el santo dijo con la faz serena,
y aun su voz parece que en el mundo suena.
Temblando de frio bajo la capucha,
los dos mendicantes llegaron a Asís:
la limosna es poca, la miseria es mucha,
la celda está obscura y el huerto está gris.
León, junto al fuego, su túnica seca;
Francisco, la cara rugosa y enteca
oculta en sus manos. Del pecho doliente
se exhala un gemido.
¿Qué nuevos pesares anublan su frente?
¿Que aflige al ungido?
El enamorado de todas las cosas,
hermano del lobo, del agua, del yermo;
el enamorado de todas las cosas,
de amor est, enfermo.
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