martes, 30 de septiembre de 2014

LUIS ANDRÉS ZÚÑIGA [13.511]


Luis Andrés Zúñiga

Nació en Comayagüela, Honduras  en 1878, falleció en  1964.   

Obras:   Rémy  de Gourmont.   París, 1912, Mi vida en París 1913, Águilas Conquistadoras. Tegucigalpa. 1913. Los Conspiradores. Tegucigalpa, 1914, Fábulas. Tegucigalpa, 1919, El Banquete, prosa y verso. Tegucigalpa, 1920.

Premio Nacional de Literatura "Ramón Rosa" en 1951. Para Marcos Carias Reyes: "Las Fábulas" constituyen un capítulo muy singular en la obra de Luis Andrés Zúñiga, que no es vasta, sino selecta. Modelos de ingenio, de agilidad y sutileza psicológica; de prosa amena y castiza, en su género y en nuestro país, las "Fábulas" no tienen ascendencia, ni descendencia. Son únicas...en las "Fábulas" alcanzó una cumbre hasta la cual nadie ha ascendido ni antes, ni después de 61, Para José Antonio Peraza, "La poesía de Zúniga ha sido valorada y justipreciada. . .Tiene ella el mérito de cantar exclusivamente lo nuestro, lo hondureño, pues nuestro poeta recogió su inspiración más de las cosas de nuestra tierra que de las ajenas. Su mismo poema "Águilas Conquistadoras", va dedicado a nuestros obreros, a nuestros campesinos, a todos los trabajadores hondureños...". 




LOS INDIGENTES 

¿Oís el doloroso clamoreo 
de esa tribu que vierte sus miradas 
con pupilas de huraño centelleo, 
que lleva en sus espaldas fatigadas 
un fardo de amarguras y mancillas, 
hambrienta tribu que en el lodo rueda 
e implora con el alma de rodillas 
de vuestra caridad una moneda? 

¿No escucháis los dolientes alaridos 
de esos pálidos seres angustiados? 
¿Por qué se hallan sus miembros abatidos 
al trozo del dolor encadenados? 

¿Por qué entre la miseria languidecen, 
aspirando el perfume que le ofrecen 
del dolor los fatídicos jardines, 
en tanto que riquísimos varones 
derrochan en los báquicos festines 
el oro de sus arcas a montones? 

¿Acaso porque son desheredados 
y no llevan ni cruces ni toisones, 
como ostentan soberbios potentados 
cubriendo sus sañudos corazones, 
no tienen para su alma dolorida 
cubierto en el banquete de la vida? 

Ni cruces, ni medallas ni toisones 
ostentan esas lúgubres legiones; 
mas llevando sus pechos destrozados, 
merecen más respeto sus clamores 
y sus tristes guiñapos desgarrados, 
que la pompa de reyes y señores. 

Sus almas, como el oro codiciado 
que ha sido de impurezas despojado 
entre las llamas del crisol candente, 
en horas oscurísimas y aciagas 
las ha purificado lentamente 
el gran dolor de sus inmensas llagas. 

¿No observáis esa niña acongojada 
con los ojos bañados por el llanto, 
que implora con su tímida mirada 
que otorguéis un consuelo a su quebranto? 
Es tal vez una huérfana extraviada 
que vaga, con el cielo por testigo, 
con el humano bosque abandonada, 
con sed, con hambre y sin tener abrigo. . . 

Esa niña tan pálida, que llora 
y que tiene la faz tan abatida, 
¿es acaso una joven pecadora 
que en lucha con el mal salió vencida, 
y ha rodado a tan duro sufrimiento 
como tímida alondra que en su vuelo, 
luchando con los ímpetus del viento, 
por falta de vigor cae en el suelo? 

No le esquivéis vuestra piadosa mano, 
no desdeñéis su súplica angustiosa, 
que esa guija que brilla en el pantano 
puede ser una joya muy valiosa. 

Y ese anciano de débiles pupilas 
donde la luz del entusiasmo no arde, 
que murmura palabras muy tranquilas 
y parece de espíritu cobarde, 
¿por qué humillado la piedad implora, 
su planta lleva cual despojo inerte, 
y no aguarda en su lecho que traidora, 
sus ojos a cerrar llegue la muerte? 

¿No tiene lecho? Acaso ese vencido 
que surcos muestra de un dolor sincero, 
no tiene, como pájaro sin nido, 
en las oscuridades del sendero 
donde alojar su cuerpo desvalido. . . 

Su pecho está rendido al sufrimiento; 
por mandato de un hado inexorable 
su cuerpo está marchito y macilento, 
arrugado su rostro venerable. 

y con el corazón hecho pedazos, 
son criaturas tal vez de almas hermosas 
que para hacer el bien son elegidas. 

Ese anciano tan triste que mendiga, 
sin tener, en la angustia que devora, 
el noble apoyo de una mano amiga 
ni la luz de una voz consoladora; 
acaso fue un guerrero valeroso, 
cuyos hijos también acaso fueron 
guerreros muy honrados y animosos 
que en la lucha por la patria perecieron; 
o fue un fuerte varón de alma piadosa 
que impulsado por voces celestiales, 
dio talvez con su mano generosa 
a los menesterosos sus caudales. . . 

No dejéis a ese anciano abandonado; 
dadle pan, dadle abrigo, que mitigue 
ese rudo dolor que despiadado, 
cual famélico perro le persigue. 

También ha de ofrecerle vuestra boca 
esa plática dulce, que provoca 
aliento en los espíritus gastados; 
y llegará, cual música que vuela, 
a aliviar sus oídos lacerados, 
pues música es la voz cuando consuela. 

Esos seres de lívido semblante 
que viven de la angustia entre los brazos, 
con la mente agitada y delirante, 
¡acogedlos con manos cariñosas 
y bálsamo poned en sus heridas! 

Como arroyo que corre murmurando 
hacia el mar insaciable y tenebroso, 
sus almas y las nuestras van marchando 
hacia un término oscuro y misterioso 
que el ojo del Creador tiene previsto. 
Esos míseros son nuestros hermanos; 
así lo ha predicado a los humanos 
con divina elocuencia Jesucristo. 






TODO ES NADA 


¿Vuestras son, gran señor aquellas eras, 
y aquel bosque densísimo y fragante, 
y el dorado trigal de esas praderas 
que cosecha os darán tan abundante; 

Y la carga también de esas veleras 
naves que vienen de un país distante, 
y esas fuertes cuadrigas tan ligeras 
de piafar orgulloso y resonante? 

Y ostentáis, entre tanta algarabía, 
por esas cosas que os donó la suerte, 
vuestra ruda altivez, vuestra ufanía!. . . . 

¿Es qué ignoráis, señor, que cuando entramos 
a la mansión augusta de la Muerte, 
en la puerta todo eso abandonamos? 


II 

Hermano: es nuestra estirpe la estirpe luminosa, 
cuyo tronco es Homero, monarca trashumante. 
De aquel viejo heredamos la sangre vigorosa, 
y príncipes nacimos, con cetro rutilante. 

Resido donde fulge la Lira fabulosa, 
y en mi Pegaso alado de cascos de diamante, 
yo voy a tu palacio magnífico de la Osa 
y tus lacayos me abren la puerta resonante. 

Yo avanzo altivamente; me sientas a tu lado, 
y en tanto que tu orquesta su música suspira, 
tus pláticas sublimes escucho embelesado. 

Pero la luz se inquieta de tu imperial mirada 
cuando en concierto dicen mis labios y mi lira: 
Hermano, ¿qué es la vida?. . .Hermano, ¡todo es nada! 


III 

¿Por qué mi voz extrañas? ¿No escuchas los ruidosos 
clamores que mantienen la selva estremecida? 
El Dolor va siguiendo nuestros pasos medrosos, 
y en la sombra simula nuestra marcha una huida. 

¿Acaso entre rompientes y bancos peligrosos, 
cuando cruzó tu nave la Estigia embravecida, 
tu estela no seguían mil monstruos venenosos 
y hostiles no te fueron los vientos de la vida? 

¿Y entonces, nauta triste, de tu alma solitaria 
al cielo compasivo no alzaste una plegaria, 
donde la dicha es astro de eternos resplandores? 

¿Por qué tu me aconsejas la vida de placeres, 
de músicas, de vino, de aplausos, de mujeres, 
si esa es urna rosada que esconde mil dolores? 






LA RIBERA ENCANTADA 

Algo del mundo dime, viajero afortunado! 
Dime: ¿qué reina ahora? ¿Aún reina la doblez? 
Que hace ya muchos años que estoy aquí encantado, 
de este lago en la orilla risueña en que me ves. 

Yo vi de una hada joven el seno sonrosado; 
surgiendo de esas aguas la sorprendí una vez, 
y sus divinas formas dejáronme hechizado. 
Era su faz perfecta: la mismo eran sus pies. 

Y desde entonces sigo, por la dormida arena, 
sus labios enervantes, su canto de sirena, 
el canto más radioso que se escuchó jamás; 

y de he vagar por siempre sobre esta inmensa orilla 
pues cuando huir intento de esta hada sin mancilla, 
sus pérfidos imanes me atraen más y más. 




Fotografía de Luis Andrés Zúñiga, tomada de su libro "El Banquete", 1920.




Luis Andrés Zúñiga

Por: Marcos Carías Reyes

“Este gran don Ramón…” decía el enorme Rubén aludiendo al insigne cincelador de la prosa castellana; don Ramón María del Valle Inclán. Frente a la efigie de nuestros más aquilatados varones de pensamiento, exclamamos: este gran Luis Andrés del olímpico laurel.

Hélo aquí: en una pose aparece con el cabello desordenado y mostachos a lo Cyrano: en ésta, los laureles gallardamente conquistados adornan su cabeza de artista. Porque, eso es Luis Andrés Zúñiga. Un artista del verso y de la prosa: un artista de su propia vida y de su propio YO. Ese YO artístico que naufraga en los medios ignaros lo ha defendido con las armas que guarda en su panoplia filosófica y anímica. Lo ha conservado, quizás no intacto: o preso en un corateral, que ya no cabe en nuestros días esa posibilidad y está envejecida tal actitud, pero sí rodeado de los atributos que todo artista ha de poseer para serlo. Conste que no nos referimos a la caricatura del artista como podría llamarse esa colección de gestos artificiosos y de falsos ademanes, sino a las esencias íntimas que lo bañan y a las excelsitudes muy personales que lo distinguen.

En la quietud del claustro, dentro de ese silencioso recogimiento que invita a la meditación y al éxtasis, libre de cadenas la voluntad y de complicaciones la vida, el numen encuentra hospitalario alero para el vuelo suave, el hondo filosofar y la creación estética. Surgen así obras de serenidad y de beatitud y la emoción es cual río subterráneo, diáfano y tranquilo. “No refleja las selvas lujuriantes llenas de endriagos; ni se precipita enfurecido al vórtice de los abismos. Mas, esta existencia de cenobitas sólo algunos artistas la disfrutaron en la antigüedad; y en nuestra era es casi imposible, aunque no infecunda, pues si bien es cierto que el pulso de la Humanidad da la norma de las creaciones del pensamiento, también el silencio es generador de obras maestras. El artista ha de vivir en una continua vigilia; en un estado de alerta constante para que su numen no quede preso en la clásica torre de cristal, pero al, al mismo tiempo, ha de defenderlo de las bajezas y ruindades con que el contacto diario le amenaza. Para algo se es poseedor de un don especial— y cobardía moral, como defección estética, sería arrastrarlo por el cieno donde moran los espíritus mezquinos.

Este gran Luis Andrés, como el polifacético Heliodoro, han continuado siendo artistas en este mundo enfermo de secular neurosis. Más singular el caso del segundo ya que Heliodoro lleva en sus venas el vértigo cosmopolita y Luis Andrés se quedó en el “cuarto brujo” haciendo vida vernácula, mantenidas en alto sus calidades estéticas y filosóficas, pues Luis Andrés es un esteta y un filósofo.

Pequeño, esbelto, ágil, cimbreante cual un junco; erguida la cabeza, viva la mirada, elocuente la expresión, brummeliano el ademán, en Luis Andrés Zúñiga todavía vive el magnífico triunfador en los Juegos Florales de 1915, bello certamen digno de imitación; ejemplo de un alborear luminoso ¡lástima por fugaz! en la bruma. Nos parece verle aún, con los ojos del niño, cuando declamó sus versos, proclamando la Reina del torneo:



“Alba blanca, luz de aurora,
es vuestro nombre, Señora,
que al pronunciarlo ilumina,
un vocablo evocador,
nombre de gema marina,
nombre de perla y de flor.
Suave nombre, voz alada,
voz risueña y perfumada
que suena en el corazón,
cual melodioso oleaje
o como aura en el boscaje
que dijera su canción.
Noble Reina, soberana!
Cual la luz de la mañana
habéis podido reinar
sobre un mundo dilatado;
que hay margaritas del prado y
hay margaritas del mar”…



Llevando en alto la grímpola de “Los Conspiradores” entró en la hermosa batalla del poeta-dramaturgo; y salió del redondel con los laureles de la victoria. Un coro de hosannas jubilosos cantaría en su espíritu; y el artista hubo de experimentar el sabor de ese magnífico néctar que, llámese Gloria, Fama o Triunfo, produce tan maravillosas embriagueces, especialmente si se trata de una victoria del Espíritu, de una Gloria ganada por el cerebro. En “Los Conspiradores” desfilan nobles, plebeyos, aldeanos y militares. Se ve a intervalos la arrogante figura del General Morazán y se asiste a la derrota de la carcomida aristocracia que pretendía mantener sus privilegios; y amparar sus abusos en los escudos de los Aycinenas. Un bello episodio de aquellos tiempos en que se asistía al derrumbamiento de un orden social ya degenerado y entre los dolores y los espasmos del parto surgían nuevas concepciones ideológicas y renovadas arquitecturas políticas.

Así, Luis Andrés Zúñiga es dramaturgo, poeta, prosista, filósofo, fabulista y psicólogo, de la más alta calidad. Coloca en cimas deslumbradoras, entre fragor de truenos y relampaguear de Apocalipsis, los encendidos estandartes de sus “Águilas Conquistadoras”:



“Un día zarpó un barco de la vieja Inglaterra
Con rumbo al Occidente, hacia ignorada tierra
Que hallábase escondida tras las curvas del mar.
El barco iba cargado de tristes inmigrantes
De Quakers que iban a esas tierras distantes
A buscar una patria y formar un hogar.
Nuevo pueblo de Israel, de místicos guerreros
Que de su patria huyeron, con penates y aceros,
De su conciencia oyendo la imperativa voz! …
… Al fin sus ojos vieron una costa florida
Que en la América libre les reservaba Dios.
Como robusto roble que en un día creciera
Y que la vasta sierra con sus ramas cubriera
O singular producto de monstruosa aleación;
Lo que fue débil niño se tornó en gigante.
Esa mísera tribu, en la tierra pujante
Se tornó de improviso en pujante Nación.
Y así como es muy limpio al nacer el torrente
Y que al crecer enturbia su linfa transparente
Hasta que llega, enorme, pero sucio hacia el mar.
Así !oh Yanquilandia, hija de puritanos¡
Armadas nos enseñas las homicidas manos
Y nuestra noble tierra pretendes conquistar.
Se escucha un grito de águilas tras el lejano monte;
Los búfalos ya asoman por el vasto horizonte:
¡Son hijos de la bruma en las tierras del sol!
El quetzal ya revuela sobre la cumbre enhiesta
Y se escucha un rugir en la negra floresta:
¡Son los bravos cachorros del gran león español…”



Desciende en seguida de esa montaña, sobre la cual ha lanzado rayos fulminatorios contra la política imperialista que en un tiempo de ingrata recordación deshonró la memoria de Washington y de Lincoln y haciendo gala de un mimetismo encantador se transforma en el bardo enamorado que ritma suaves endechas pulsando las frágiles cuerdas del laúd en “Lucy”; vuelve a borbotar con renovados ímpetus el torrente de la sangre; cabalga velozmente la fantasía y allá va el poeta asido de las crines de un fogoso corcel, sobre los palpitantes belfos, en la “Canción de las Walkyrias”; fatigado de correr por esos alucinantes mundos de Sigfrido y los Nibelungos, trémulo todavía con el estruendo de la tetralogía wagneriana, el aeda refúgiase en un monasterio; encuentra la calma espiritual de un franciscano y su melancolía beatífica fluye en “Todo es Nada,” hasta que Mefistófeles llama a las puertas de la abadía que señalaremos como de la penitencia y de la meditación; y el bardo se incorpora recordando a Julieta y a Margarita, a Helena y a Eva; sale de su encierro y clama a un mercader:



“Anda a Golconda y tráeme, mercader trashumante
un collar prodigioso de amatistas y una
fabulosa sortija que corone un diamante
cuyas aguas contenga una enorme fortuna.
Tráeme nácares finos. De ese nácar triunfante mercader,
nunca olvides que el Ofir es la cuna:
De esas perlas tráeme, de epidermis radiante
cuya luz es hermana de la luz de la luna.
Y a esas cosas floridas —mi regalo de boda—
añade el oro del Rimac, si a tu gusto acomoda
y cofres ambarinos con sedas de Nipón;
que eso será tan solo lo que daré a mi amada,
a la que dar quisiera la Cólquide encantada
y el rico vellocino que enloqueció a Jasón..”



En ocasiones vaga por los bosques, halla paz en la vida oscura del campesino, pero la imaginación hierve:



“Dichoso leñador que en la montaña
estás en tu labor, entretenido
y a la luz de la tarde, ya rendido
regresas jubiloso a tu cabaña.
En tu alma limpia, a la maldad extraña,
no suena el eco del mundano ruido,
la eterna sinfonía del gemido
que el dolor de nuestra alma desentraña.
Pero esa dicha que en tu pecho alienta
no tiene mucha miel ni es luminosa
pues tu obscura ignorancia la sustenta.
Más vale el fuego de la lucha ardiente,
más vale nuestra vida tempestuosa
muy llena de dolor, pero consciente.”



lo cual no obsta para que se sienta “poeta y aldeano”; dialogue con las flores como Rouseau, se tienda a reposar a la orilla de los riachuelos como Tennyson y admire el cuadro patriarcal que ofrecen los bohíos.

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Las “Fábulas” constituyen un capítulo muy singular en la obra de Luis Andrés Zúñiga, que no es vasta, sino selecta.

Modelos de ingenio, de agilidad y sutiliza psicológica; de prosa amena y castiza, en su género y en nuestro país, las “Fábulas” no tienen ascendencia, ni descendencia. Son únicas. Y como únicas, dueñas son del rarísimo don de la originalidad.

Si en sus poemas, Luis Andrés se revela como un inspirado portalira; y en sus ensayos, escritos en prosa marmórea por lo tersa y repujada, como un filósofo, en las “Fábulas” alcanzó una cumbre hasta la cual nadie ha ascendido ni antes, ni después de él. Y, tanto en unos aspectos, como en los otros, vive, aparece siempre el artista; el artista nato que hay en su persona, mientras el hombre camina con paso tranquilo por los ásperos senderos del mundo, con la íntima conciencia de su valía; y deja que a la vera del “cuarto brujo” corran tumultuosas las aguas de la vida, quizás saturado de aquella honda serenidad que conocieron los discípulos de Pitágoras.

Tomado del libro “Hombres de Pensamiento” por Marcos Carías Reyes. Segunda Edición, 2006.


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