Saúl Pérez Gadea
Nace en Paysandú en 1929, y muere –en condiciones trágicas y no aclaradas– en Montevideo, en 1969. Su primer y único libro – Homociudad, con prólogo entusiasta de Jesualdo Sosa– fue publicado en 1949. Su obra más significativa fue apareciendo, de manera discontínua, en publicaciones culturales. En mitad de los sesenta reunirá algunos de esos poemas en una edición mimeográfica. Fue profesor de Literatura, tanto en Montevideo como en su ciudad natal.
Es la ciudad con su armazón desnuda,
con sus gotas de campos en las plazas,
con su alumbrado anémico para sustituir el calor del campo,
y sus sauces de adorno en las vidrieras
y sus arcoiris en affiches de lujosos teatros.
Es el museo de las cosas nuevas;
es el proscenio de un sombrío teatro
transitado por máscaras histéricas con mímica de espanto.
Son las aceras con baldosas o teclas para ejecutar la danza
que aparece en los diarios.
Son edificios de simiesca cara llorando sus persianas metálicas
y vomitando;
son tranvías amarillos que llevan a la zona del recuerdo,
distendiendo su hoz la huesuda desde su cabina de motorman.
Pienso también en los hospitales
con tenebrosas salas de cirugía
y sus rayos X relampagueando,
y esófagos y bazos conservados en alcohol
y la serpiente roja que va de cama en cama
y enmascarados cirujanos, terribles,
con sus enguantadas manos y sus tijeras inexorables,
y transfusiones de sangre y sangre y sangre,
y la sangre inundando las salas, corriendo por los corredores,
y saltan los enfermos de las camas por las ventanas,
juntando luego sus huesos en el césped, llorando.
Fragmento de "Homo-Ciudad"
Cansancio
Cansancio. Cómo suena este nombre
vertical y de vela consumida.
De siesta ardiente y en un pueblo oscuro
viendo subir la noche calle arriba.
Ahora sí se elevan desde el polvo
los baldíos poemas prometidos.
Se pasean mujeres que son humo
tragando el aire de la plaza fría.
Y acá sobre la curva del planeta,
al borde del tejado,
sobre las sombras de las mismas piedras,
como una lluvia mansa que desgasta,
se extiende y cae el alba prometida.
Cansancio. Cómo decir tu nombre,
escribirlo en el muro con un clavo,
grabarlo sobre el hueso del sonido
o el barrote de cal,
a sangre viva.
Esperar a que cabe el cielo raso
y a que el sexo marchito
frío se suicide.
Cansancio. Siento crecer en mí,
sobre mi tumba, el pasto seco
y el final olvido.
Carta a la madre
Madre querida: te escribo en esta noche
lejos del mar y cerca de los hombres.
La ciudad como siempre se mueve en torbellino,
y en sus muros, América rompe olas de sangre.
Madre, hay viejos traidores que invocan a las masas
y poetas que mueren de pobres soledades:
se les mata de noche o se les deja ciegos
en medio de las luces de nuevas primaveras.
Estoy confuso, madre. Algo que yo creía
firme como la roca, se me escapa en la sombra,
íntimas cercanías se me vuelven lejanas.
Escucho andar los hombres con millones de pasos;
el petróleo chorrea sobre la faz del mundo.
Y mil enormes frisos de brillantes aceros
mueven furias y espadas, mueven cascos y espantos.
Madre, del viejo mundo con olor a pesebre,
de la ternura límpida del río comarcano,
llegan sólo recuerdos.
Un viento como punta desgarra las raíces;
negras banderas cuelgan; en cada espacio cabe
la estatura de un muerto.
Una bala gotea, una espina se clava
y una vida en virutas de fuego se derrama.
Sobre el hueco del mundo van cayendo
pesadillas nocturnas, cataclismos,
laberintos sombríos.
Todo es la locura organizada.
Los rascacielos matan, matan hombres,
matan flores y casas y recuerdos.
Los hombres y mujeres se unen y desunen
como sucias barajas.
Este es un mudo triste, donde el cinismo crece,
y su sonrisa fría de labios apretados,
aparece en la prensa, se escucha en la radio.
Este es un mundo triste, goyesco y arrumbado.
Madre, hasta la luna, como un reloj de hielo
desmenuza la noche sobre los campanarios.
Nadie duerme y espera, nadie ama ni sueña.
Chorrea la neblina, se derriten los árboles.
Cascarones de sombras se extienden por el llano;
por ese llano inmenso, polvoriento y lejano
van pasando los mitos.
Moisés cubierto todo
por un enjambre negro;
Júpiter sin corona;
Jesús desenclavado.
Es una historia triste, que te escribo de noche.
Desde una calle fría llega la voz de un tango.
Cuando yo nací, Helena
Cuando yo nací, Helena,
los poetas de París
se ahorcaban mirándote a los ojos.
Cuando yo crecí, Helena,
tu te encerraste en una casa grande
con un marchito ramo
y un polvoriento ajuar.
Y sonaron a tumba tus paseos
por los corredores solitarios.
Cuando yo fui hombre, Helena,
ya eras sólo un gris daguerrotipo
que plumereaba la mucama albina.
Cuando yo sea viejo, Helena,
y oficie de rector,
y tenga gafas,
y mueva en tic senil
mi calavera;
cuando tu mundo, Helena,
sea una muestra
del museo de cosas
insensibles,
como los abanicos y las modas,
y las hojas del libro de retratos;
junto a las cartas de amor
y los periódicos,
y las verjas que huyeron del verano.
Cuando yo haya muerto, Helena,
y silben trenes muchos más veloces
y amontonen casa sobre casa,
y se cubran de máquinas las selvas
y se apaguen los últimos jardines
y el dios de los veranos haya muerto.
Y muerto el dios,
no existan más muchachas
ni el vino en la hora del almuerzo,
ni el olor de durazno en la persiana,
ni las sábanas blancas en la siesta,
ni el perro que corría por el monte,
ni el niño que contaba las estrellas.
Un mundo así. Distante y sin
la clara mañana del camino
sin el humo subiendo por el valle,
sin pastor, sin caminos, sin lucero.
Un mundo sin tu sombra, Helena,
un mundo,
una piedra redonda dando vuelta,
un sonido en el aire y nada, nada,
un sonido nomás, débil, cayendo.
Estoy solo
Caliente como un llanto, la tarde gris de plomo
extiende su alameda junto a mi ser cansado.
En mi casa no hay eco que no te reconstruya,
en mi casa no hay sitio que tú no hayas tocado.
Cuelgan hojas oscuras, la calle aquí se apaga.
De un lado de la lluvia emerge el campanario.
Estoy solo. Estoy solo. Cruzan delante mío,
como un film polvoriento,
todas tus actitudes
y tu vestido blanco.
He tomado la lluvia con mis manos abiertas.
Un aire oscuro, oscuro, toca mi sien, mojado.
Cuelgan hojas oscuras del vidrio neblinoso;
la tarde y tú se juntan detrás del campanario.
Hospital Vilardebó
Si Dios llegara a visitar la casa
en un atardecer, si Dios viniera,
si yo pusiera en sus
manos totales la total
llave que nos abre el mundo turbio;
el mundo hundido de esta casa hundida
como un gran hoyo o como un monstruo ciego.
Adelante, Jesús. Veamos todo; no marchites el rostro,
el ojo blanco, la silbante
sangre, tu madera.
Aquí está Pedro que se ató las manos
con alambres de púa y de serpiente,
que innunda pabellones de fantasmas
y profiere alaridos, tu sufriente.
Adelante, Jesús. Aquí la vieja que se lava las manos
el pellejo le cuelga de los dedos sarmentosos,
tiene sangre, suda sangre, sufre sangre;
vedla sangrar, falanjes cavernícolas,
dedos rasgados de jabón, martirizados de agua,
tu sufriente.
Adelante, Jesús. Aquí el poeta que se estrangula solo,
que ruge, escupe, orina y cabecea,
y al fin como una bolsa que se pudre,
sus huesos sobre el suelo esparce al viento.
Todo está bien, Job en su piedra,
Job en su cadena.
La locura es el beso de los ángeles
que tienen de medusa las cabezas.
La espera
La tierra recién nacida espera
que despiertes, que veas,
que toques con tus manos
arcoiris y cielos.
Como un labriego loco
que besara la tierra,
antes de hundir su arado,
yo te invito a que vengas
a ver la tierra pura,
la tierra por la lluvia
lavada y perfumada.
La voz de Dios bajando
desde la lluvia lenta,
cayendo sobre el pueblo
amarillo de sueño.
Ven conmigo a mirarte
caer por los sembrados
como una lluvia lenta.
Miro mi rostro
Miro mi rostro que está envejeciendo.
Mi voluntad se ha muerto.
Miro mi rostro y pienso.
Por las calles del pueblo
cae la noche en goteras.
(En este pueblo oscuro
nunca sucede nada).
Miro mi rostro, miro
mis manos, miro
mi corazón y espero.
Hastío, las paredes
pegadas a mi hastío;
y la lámpara eléctrica
en el calor del aire,
y la chorreante lágrima
de una ventana abierta.
Miro mi rostro amargo;
siempre es la misma y mía
la eterna luz, la eterna calle fría;
el pasto sobre el polvo
y el polvo está en sí mismo.
Miro mi rostro que está envejeciendo.
(Mis tías me preguntan
si no me caso o viajo).
Miro mi rostro y nada, miro mi rostro
y sigo.
Saúl Pérez Gadea y la dispersión de la escritura urbana en Homo-Ciudad - Una anticipación de la retórica beatnik en el Río de la Plata |
Martín Palacio Gamboa | Ensayo
Hablar de Saúl Pérez Gadea (1931-1969) es, en realidad, surcar por un vacío bibliográfico, sólo sorteado por algunos pocos registros de una crítica de sesgo impresionista, así como también una serie de enfoques académicos más encauzados a considerarlo como un poeta menor o epigonal dentro de lo que fue la constelación de la “generación del 45”. Si bien esta última no puede ser dada a catalogaciones en bloque respecto a las prácticas de sus discursividades poéticas, sí se podrían señalar algunas características comunes que aparecen juntas y/o alternadas a lo largo de la obra de buena parte de sus integrantes: la coloquialidad y la derivación de una retórica que apela a un decir transvisible y comunicativo, la síntesis entre la herencia del realismo y la del existencialismo francés, una concepción comprometida y sociologista que supo signar una de las más preponderantes escenas de escritura de este grupo: la ciudad y, en particular, Montevideo -devenido icono de un país inmerso en el fracaso de los grandes relatos alimentados por el positivismo decimonónico y el estatismo de José Batlle y Ordóñez - a partir de la obra narrativa y fundacional de Onetti.
No sería de extrañar que, ante este panorama, el caso de Pérez Gadea y su primer y único libro editado en vida, Homo-Ciudad (1949, Ediciones Ciudadela), haya producido un quiebre receptivo al igual que la obra de otro igualmente considerado epígono, Nuevo sol partido, de Humberto Megget (1926-1951). Más si hemos de tomar en cuenta el anclaje de ciertas preceptivas de la crítica que se va hegemonizando en el momento de sus respectivas apariciones. Diferencias de tono, temática y disposición compositiva mediante, ambos autores gravitan alrededor de los logros formales del surrealismo -con su libertad asociativa, aunque siempre controlada dentro de un orden de mayor logicidad a la propuesta por la ortodoxia bretoniana-, así como también las del futurismo y el constructivismo de Torres García; ambos escapan al lirismo convencional procurando instaurar una grafía en la que la enunciación enumerativa y el uso sostenido del polisíndeton logre generar, por momentos, un clima de salmodia bíblica. Tales opacidades en términos de estrategia trasponen a este contexto el argumento de Adorno por el que los poetas funcionan, implícita o explícitamente, por rechazo o negatividad y, en este caso, rechazo o negatividad a un diseño de fuerte raigambre iluminista como la que establece Idea Vilariño, quien llegó a definir el fenómeno de las vanguardias como “esos cataclismos (…), esas razonadas violencias y destrucciones (…) y esos desacatos del signo y la coherencia que dejaron por el camino al lector corriente y que dejaron por momentos a la poesía como una rueda loca girando por el vacío”. Ricardo Paseyro dirá también a este propósito, al escribir sobre Jules Supervielle, que “el desarreglo de los sentidos y el sueño irracional no podrían más que contrariarlo”. [1] Preguntarse, entonces, cómo Homo-Ciudad se ubica a partir de esas coordenadas corre el riesgo de ser una colección de sobrentendidos. Si Sarandy Cabrera le reprochaba sus excesos y “sus previsibles repeticiones”, así como la falta de estructura o en todo caso la presencia de “una estructura desmañada”, Washington Benavides -uno de los máximos representantes de la generación del 60, altamente deudora de la del 45- lo considerará como un “frustrado intento de interpretación de la ciudad, en base a la enumeración, el abigarramiento y el contraste”. [2] No deja de ser una paradoja que el reproche vaya dirigido a una serie de recursos que, con justicia, marcan la singular originalidad de Pérez Gadea y que, por momentos, anticipa en varios años un modo de literatura visionaria que se inaugurará en plena eclosión beatnik con Ginsberg y Kerouac en los Estados Unidos. Como bien observa Amir Hamed, “en sus momentos fuertes, el lenguaje poético trabaja como una especie de agujero negro que succiona la materialidad de la lengua de su época y, por consiguiente, encuentra en su vigor el desamparo: los textos en que se almacena el lenguaje se cierran sobre sí mismos y deben esperar para ser recuperados”. [3] Ejercitar esa plausible recuperación es lo que motiva las digresiones de este trabajo.
El desarrollo de Homo-Ciudad corresponde al de un poema único, en apariencia lineal, cuya temática constante es la ciudad entendida como “atopía”, esto es, como un estado vital más que como una situación física concreta por la que se plantea un pleito entre el individuo y una circunstancia marginalizadora, compleja, opresiva en tanto que maquinal, evidenciándose de un modo perifrástico el hecho de que la capital Montevideo -nunca mencionada, pero sí reconocible- conforma la articulación traumática del pasaje a una modernidad que no puede ocultar su condición de periférica. “Un gozne chirriante que es el eje fundante de la poesía uruguaya del siglo XX y, como se verá, el margen en el cual, desde el inicio de la República, refractan los ideologemas más fuertes que han construido el territorio y la cultura. Montevideo parece funcionar, no como un lugar continentador, sino como una barra separante, como un margen o línea que, de por sí, los exilia”. [4] En este caso, un exilio que se manifiesta bajo la forma más bastardeada del flâneur, la del desocupado o sobreviviente, para quien el paisaje urbano en la intimidad de su diseño sólo se abre ante un recorrido a pie que, en un límite metafísico, calcaría o copiaría la espesura imagética que el trazo de Pérez Gadea propone a modo de catábasis:
Cuando el viento del otoño rodea al mar para arrancarle
sus últimas hojas verdes,
y las liras de los árboles se cruzan
y preludian las sinfonías de las lindes esféricas
anegadas por los estertores rojizos del poniente;
cuando con una espiga madura terciada sobre la frente
la vegetación submarina florece,
entonces, como un pulpo recién amanecido entre la niebla,
esplende,
la ciudad; las calles de tiza, las luces fosfóricas,
los grises callejones
con olor a entrada submarina,
los escaparates de luz artificial –paraíso de maniquíes verdes-
y el hondo abismo de las calles, parece
un infierno geométrico, con un Dante que sale con paraguas y con lentes.
La referencia intertextual epónima al autor de la Divina Comedia no es, obviamente, gratuita. El descenso hacia ese infierno apenas laicizado -mediante la cual la enunciación lírica intercede entre las procedencias bíblicas y las de la cultura de masas, así como las del arte figurativo y lo hermético- advierte una exhumación lúcida de lo informe que se exhibe en la obscenidad de lo hiperreal, una implosión ontológica donde se lleva a cabo un combate de connotaciones oximorónicas: la de una voz que observa y juzga, y la de una cotidianeidad enrarecida que lo sumerge y lo transforma en aquello que es juzgado, a partir de una travesía que se lleva a cabo
con una bolsa a cuestas
cargada de miradas, de palabras, consagración y gritos.
Como si la tierra fuera un planeta de cuero, un neumático viejo,
y que recoge
en paños verónicos su rostro picassiano,
su horrenda radiografía.
Tomando en préstamo algunos elementos del deconstruccionismo, podríamos subir la apuesta afirmando que si el texto construye un espacio semántico que organiza a la vez que desorganiza, en la obra de Pérez Gadea la lectura de la ciudad articula a su vez una escritura de la diferencia que constituye también al cuerpo deambulante como un texto. De hecho, para Derrida, [5] esta “diferencia” se referiría a una gramática de la “différance” (o sea, lo que no puede simbolizarse porque desborda la representación) que media con la realidad a través de lo que se escribe. Así, el trazo marcado por la errancia no borra las oposiciones binarias entre lo nómade y lo sedentario, sino que indica la posibilidad de una escritura corporal que se “desvía” de cierta escritura “inmóvil”. Es la différance del “detour” que destaca un movimiento en que los términos opuestos dependen el uno del otro en una suerte de violencia dialéctica que, sin ánimos de idealizar esta “marginalidad” y “heterogeneidad” de la producción de Pérez Gadea, le permite a través de su flexibilidad convertirse en un archivo de los ‘peligros’ de la nueva experiencia urbana; una puesta en orden de lo real en cuanto paralaje, aún inclasificado por un conjunto de ‘saberes’ instituidos. Claro está que esa flexibilidad tiene que ver con cierta atmósfera de indefinición discursiva que va a caballo entre la crónica, la viñeta, el onirismo desorbitado, y el mitema, encontrándose mano a mano para denunciar y reclamar una territorialización de una subjetividad quebrada por una modernización fallida y que, a su vez, intenta transformar en tachadura:
He caminado calles;
he visto los hombres de espaldas rotas,
llorando un agrio jugo de calcetines;
he caminado calles…
Como un Diógenes en busca de sí mismo,
aprendiendo nomenclaturas de rigor;
tendido sobre las calles he visto:
el taladro, el hombre de la máscara que suelda los rieles,
el profesor de física desterrado a su dominio teórico,
en su feudo de números y olvidos.
He caminado calles,
a lento paso,
en lentos Corpus Cristis, cantando misereres,
en mitines comunistas,
he caminado calles.
Solo, o con compañía.
Con música tétrica de fagot en los oídos,
hacia glorietas rotas de polvo suspendido,
he caminado calles.
El cielo de bromuro con dibujos de tiza
y tejados rosados de vago anacronismo.
He caminado calles.
He caminado calles con el siete de corazón,
el ocho del hígado,
buscando mi número pitagórico originario en el polvo del camino.
Vale recordar que la preelaboración de Homo-Ciudad tiene que ver con su condición de “urgencia” -acertadamente destacada por Jesualdo en el prólogo-, que implica en la mayor parte de los casos un llamado a la conciencia social en el presente y que se vincula, desde un punto de vista retórico, a esa imprecisión estructural anotada por sus críticos. Allí están el uso torrencial del verso libre que se alterna, de forma intermitente, con algunas secuencias de rima asonantada y fraseos que remiten al dos por cuatro del tango -paralelo a la prosodia del be-bop de Kerouac, cuya correlación está signada por el monólogo de la conciencia, expresado en forma de brochazos y al cual se le niega casi toda forma de revisión y corrección-, su ida y vuelta de la expansión a la síntesis, de la tragicidad al juego y la ironía. Es de observar que tal imprecisión no interesa tanto definirla como recobrarla, ya que en sus espacios de tensión -referencialidad/ficción, subjetividad/objetividad- es donde se configura una forma de desplazamiento de cualquier centro de atención provisional. Estas nuevas articulaciones, que se pueden recorrer en diversas direcciones no sólo sucesivas sino simultáneas, no admiten una sola categorización, sino las más variadas: antipoesía, automatismo, pastiche, reflexión filosófica, meditación esotérica, interpretación talmúdica, lo que nos lleva a un activo cuestionamiento de las nociones tradicionales de narratividad, univocidad y linealidad vigentes desde los tipos móviles de Gutenberg.
Aceptando esta forma de acecho a la obra de Pérez Gadea, nos podemos permitir, con alguna distancia, otra conexión con la obra de un integrante más de la generación beat, William Burroughs, en la que el sujeto se encuentra manipulado y transformado por los procesos de contagio. Para el autor de El almuerzo desnudo, el lenguaje es un virus que se reproduce con gran facilidad y condiciona cualquier actividad humana, dando cuenta de su intoxicada naturaleza, mientras que la escena de escritura de Gadea deviene metástasis, una entidad tentacular que sólo puede generar a cada paso -al igual que los sueños de la razón- un muestrario teratológico maximalizado.
Otra vez el pulpo de mi inconsciente sale de sus aguas grises.
Extiende sus tentáculos para atrapar los gorriones que huyen por el celeste,
para introducir sus gusanos,
por los sótanos, por los túneles anegados de batracios.
Me veo en el cuarto de baño de mi casa desesperado,
haciendo esfuerzos por sustraerme de su fatal influjo.
(…)
Pero el pulpo no piensa, no respira, no ama:
toca enchufes y risas, huele el clavel del aire.
Se pasea por los zapatos de las multitudes,
tantea las paredes resbalosas por donde bajan ciertas hormigas, ciertos ejércitos marcianos,
ciertos hombres con tenaza y rastrillos,
ciertos limpiadores de ventanas
con cinturón de goma y cara de trapecios,
con gestos acrobáticos, mirar el hondo abismo de líneas encontradas.
Ve mujeres de torturadas cabezas, con gusanos de papel;
ve madres amarillas rezar a un dios diminuto que ve el niño con ojos agonizantes.
Oye palabras terribles vertidas como venenos en los auriculares,
oye los dientes de las polillas comiendo el cadáver del traje,
oye los requiebros amorosos de los maniquíes a la luz de las lámparas;
interpreta la telegrafía de las estrellas y el balbuceo de la espuma
y la sinfonía de los grillos y el contrapunto de los sapos.
Ve ciertos fotógrafos grises meterse en los espejos,
ciertas imágenes salir de los espejos, desperezándose.
El pulpo huele la rosa marrón que dejó el cigarro;
huele, tacta, piensa con la araña blanca de su encéfalo,
con sus sensitivos tentáculos trepa, repta, salta, se arrastra y baila.
Y en cuanto los textos de Burroughs y Gadea pueden proliferar sin principio ni fin como una plaga, reproducirse y alargar en sentidos imprevisibles, también se los puede ver como el producto de una hibridación de muy diversos registros que no entran precisamente en consonancia con una evolución literaria tradicional. Sus diferentes elementos ignoran la progresión de un marco narracional y terminan por dislocar las pautas temporales, su coexistencia espacial, su significado. Desde este punto de vista, y parafraseando a Adolfo Vásquez Rocca, [6] William Burroughs y Pérez Gadea vienen a ser los precursores de la deriva, una especie de mapa de peregrinaciones en el que los lugares sagrados se han reemplazado con experiencias dromoliterarias, deudoras -en el caso del autor uruguayo- de Rimbaud y García Lorca, Lautréamont y Maiacowski: una verdadera ciencia de la psicotopografía.
Ahora bien, en una cartografía hay trayectos, trayectividad, y esa misma trayectividad no consiste en una unilinealidad vital habitada por un Yo autárquico ni tampoco en un conjunto concatenado y lógico de hechos. La ideología de la modernidad había diseminado una cartografía -simbólica o no en sus realizaciones- cuyas coordenadas se encontraban estrechamente vinculadas a paradigmas dualísticos generadores de exclusión considerándolos como sinónimos, tales como sí mismo/el otro, interior/exterior. El trazo de Homo-Ciudad pone en jaque esa postura y muestra esa trayectividad que mencionáramos con la migración de aquello que era periférico al centro y la descentralización del centro a través de la nueva ciudadanía de las vidrieras de comercio y la lógica del desclasado -procedente del interior y de un mundo rural en descomposición, que se afantasma en una suerte de idealización rousseauniana apenas posible de sostener-, cuyos hábitos culturales subvierten la panóptica legitimante de un orden establecido:
Y las ciudades crecen a despecho de ciertos ediles,
de ciertos diputados doctorados en leyes,
de ciertos hombres que hablan en inglés y van a la ruleta.
Para ellos la ciudad no son expendios de leche llenos de gente,
ni son cobertizos de caballos color hambre y hueso.
Se olvidan del viejo de largos bigotes teñidos de nicotina
que, junto al fogón, ensimismado, toma el mate con gusto a naturaleza.
Se olvidan de la madre que tiene en sus caderas un racimo de hijos desgreñados.
Se olvidan del terrón de tierra aplastado por mil leguas de cielo.
Para ellos la ciudad es una fuente de carnaval,
lanzando a los aires serpentinas y blancos pierrots heridos de muerte.
Para ellos las cabezas de los hombres son fichas puestas sobre un trece colorado.
Qué saben ellos de los centésimos puestos en alcancías
de las discusiones en el almacén y en la peluquería,
del fin del mes, con los bolsillos hasta los forros, secos.
Del padre que le da con el cinto vacío, un golpe de impotencia al hijo.
El presidente y sus ministros se juntan para reírse de las caricaturas que les hacen,
y jugar a la prenda perdida, diciendo: “acá frío, acá caliente”.
Se vuelve inevitable pensar en una forma de resquebrajamiento -o de inversión especular- del imaginario arielista. Según Susana Draper, “el Ariel es, en casi toda su extensión, la búsqueda de una ciudad, su planificación, entendiendo ciudad en su relación con la polis, es decir, con los conceptos de ciudadanía, educación y cultura. La búsqueda de un modelo de ciudad perfecta a imitar en el futuro (ciudad que se idealiza en una educada mirada al mundo griego) terminó dando nombre a lo que fue, décadas después, el mito de la culta Montevideo como la Atenas del Plata. Al analizar el abordaje aristocrático de Renán, Rodó se separa de éste, y la planificación de la ciudad ideal entra en resonancias con La República o El Estado de Platón, donde se medita sobre la democracia a partir de la administración de un tipo de arte y de un programa educativo. La ciudad remite, entonces, a la planificación de un Estado ideal para quien escribe y a la forma ciudad se le agregan toda una serie de contenidos que le son inseparables: una educación y una proyección cultural que hacen de la democracia y la justicia, el entramado de la subjetividad del ciudadano. La utopía de Ariel como proyecto ideal de un futuro nacido en la escritura, habla de su presente a contrapelo, como materia indomable (multitud o muchedumbre inculta, casta política caótica de la que el autor se separa) que podrá ser transformada si se hace un lugar para el espíritu”. [7] Faltaría agregar que estos aspectos es lo que también hace de la obra cumbre de José Enrique Rodó un texto paranoico. Ciertamente, es utópico porque se inscribe en el programa filosófico moderno que desde Hegel busca convertir gradualmente la sustancia (la masa) en sujeto; lo de paranoico porque testimonia las angustias de una élite letrada que se siente amenazada por los triunfos mediáticos de una neocolonización inmigratoria con aspiraciones demoplutocráticas. Frente a la racionalización utilitaria y masificadora, el manifiesto de Rodó se impone como una propuesta de redención por la letra. Pero la maniobra supone delimitar, partiendo de la escritura, lo humano y lo bestial, Ariel y Calibán, el sujeto estético y el hombre masa. En este sentido el texto de Rodó quiere funcionar como un mecanismo de (re)producir humanidad, una “máquina antropológica”, mientras que Homo-Ciudad es ideologemático, promueve una otredad que dispone de un texto fracturado y lleno de rarezas o irregularidades formales que obedece así a un proyecto alternativo de interpretación y agonística; un acto escritural alegórico (y nocturno, frente al meridianismo del que hicieron gala sus compañeros mayores de generación: calibánico) de un conflicto entre el sujeto productor y su potencial pero improbable lectorado:
Yo mismo desde mi pieza de pensión hablo a mis conciudadanos,
a mis amados vecinos. Les recuerdo las golondrinas que solían hacer sus nidos
tras los cuadros de los antepasados.
Les recuerdo la noche que está cayendo sobre el campo,
con la Cruz del Sur, iluminando como candelabros,
con sus focos en triángulo. Pero nadie me escucha:
yo veo un viejo construir mil veces el mismo solitario,
barajar los naipes y añorar las carrozas
en que paseó su mocedad y sus bigotes.
Yo veo los ingenieros asesinar la rosa con un compás,
los veo enredados en sus esferas,
en el movimiento aparente y real del sol,
marchando con Aries a cambiar las estaciones.
Veo legiones de jóvenes con escuadras y tizas,
ir a esquematizar el perfume del bosque,
a encontrarle al amor su ley física con líneas trigonométricas,
a desenterrar el dinosaurio caído en las montañas.
Y yo les grito acongojado: ¡Salud! con todas las banderas de mi risa.
Pero hay algo que entristece como un barco de vela
que se va por el mar del tiempo;
algo que nos hace pensar en Virgilio;
en las ovejas de nuestros insomnios,
trocadas en autos de líneas aerodinámicas.
La “pieza de pensión” desde donde se proyecta la voz lírica bien puede ser una metáfora guiada por la figura de lo residual (el desocupado, el ambulante, el fronterizo), y bajo el signo de un contraespíritu que relata, de forma permanente, el retorno efectivo -o la simple presencia- de esa alteridad en un mundo concebido en función de su supresión, en función de un todavía-no consciente que anuncia la declinación del ser bajo la premisa de lo nuevo, lo definitivo y lo último. Como ese
día en que la tierra tenga forro de hierro
y al hombre se le exhiba en una especie de acuario.
Ante una modernidad que funciona como un interdicto de tintes apocalípticos y que provoca -paradojalmente- una suspensión tecnocrática de la historia, haciendo que el sujeto pase por un proceso de musealización paralizante, Homo-Ciudad se instaurará, entonces, como una puesta en acción de una pragmática del lenguaje. Si para Foucault, [8] el poder está implícito en el discurso y se ejerce en el decir, Pérez Gadea intentará instintivamente poner en cuestión la estructura dialógica circunscrita al orden monológico del discurso mismo, una actancia testimonial que se manifiesta en cuanto intervención inventiva y cuyo resultado es una elisión y una transmutación lingüística de todo referente externo. A modo de cierre, vale decir que, en el marco de la literatura uruguaya, la distopía encuentra aquí a su primer poeta.
Notas
1. Historia de la literatura uruguaya. Tomo II: una literatura en movimiento. Dirección de Heber Raviolo y Pablo Rocca. Véase el capítulo La poesía en los años cuarenta, de Wilfredo Penco. Editorial Banda Oriental, 1996.
2. Saúl Pérez Gadea: El ángel con cabeza de medusa, de Washington Benavides. Diario Crítica, Montevideo, nº 3, octubre-noviembre de 1985.
3. Orientales. Uruguay a través de su poesía. Parte I, de Amir Hamed. Véase el sitio electrónico Henciclopedia: www.henciclopedia.org.uy/autores/Hamed/Orientales1.htm.
4. Ídem.
5. La escritura y la diferencia, de Jacques Derrida (traducción de P. Peñalver). Editorial Anthropos, Madrid, 1989.
6. William Burroughs. Literatura ectoplasmoide y mutaciones antropológicas, de Adolfo Vásquez Rocca. Konvergencias Literatura, Nº 10, Mayo 2009, pp. 25 - 42, Buenos Aires.
7. Cartografías de una ciudad pos-letrada: La República de Platón (Uruguay, 1993-1995), parte II, de Susana Draper. Véase el texto completo en el sitio electrónico Henciclopedia: www.henciclopedia.org.uy/autores/Draper/Cartografias2.htm.
8. Microfísica del poder, de Michel Foucault. Ediciones de La Piqueta, España, 1991.
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Martín Palacio Gamboa (Montevideo, 1977). Traductor de portugués, poeta, ensayista y músico. Actualmente trabaja de manera independiente, a la vez que participa del staff de la revista de arte y literatura Francachela en representación de su país, Uruguay. Ha publicado Clemente Padín: la disección irónica del lenguaje (2006), y Lecciones de antropofagia (2009). Gustavo Wojciechowski firma el dibujo de Saúl Pérez Gadea. Nuestros agradecimientos a Alfredo Fressia. Contacto: belalugosi7@hotmail.com. Página ilustrada con obras del artista Ramón Oviedo (República Dominicana).
http://www.jornaldepoesia.jor.br/BHAH05gadea.htm
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