Miguel Guardia
(Ciudad de México, México, 1924-1983)
Periodista, crítico teatral y poeta. Su obra lírica está reunida en el volumen Tema y variaciones con otros poemas 1952-1977 (UNAM, 1978).
Crece. Piensa. Indígnate.
Rebélate. Lucha. No perdones jamás.
Duérmete, mi niña,
despiértate ya:
el camino es largo y habrá que pelear.
Duérmete, mi niña. Que sueñes
con la libertad.
Recuerda las cosas que no hay que olvidar.
Su poesía tiene el don de conmover a los lectores a partir de un lenguaje absolutamente sencillo y cotidiano, caracterizado por su economía de medios y su sobriedad expresiva.
Pero ojalá llegue alguien que las arroje al aire:
ya sé que muchas serán arrastradas por el viento
entonces, y que algunas caerán sobre las azoteas
y que lentamente irá secándolas el sol
y pudriéndolas la lluvia;
que otras quedarán sobre el asfalto de las calles
y que serán comida de los perros,
pero que una, la más limpia y serena de todas,
acunará la infancia del que estamos esperando.
Para amar a los perros
Si yo quisiera conocer la verdad
pondría la mano sobre el corazón de una niña.
O sobre el corazón de un perro.
No hay perros delatores
ni perros comerciantes
y si la gente pensara
sabría que el hijo de una perra
es un pequeño ser llamado a la grandeza.
Guardan tanta ternura en el alma
que no comen si no los acompañas.
El que convierte a un perro en bestia sanguinaria
—los perros pueden aprenderlo todo--
merece quedar muerto con la cara en el lodo.
Mas quien ama a los perros merecería
morir sin sueño y sin espanto
en un minuto luminoso del verano.
En memoria de un niño difunto
I
Hablar es un esfuerzo demasiado grande
cuando se tiene un nudo en la garganta
y los ojos arrasados en lágrimas.
Yo no debería llorar ahora: lo que quiero
decir necesita una voz clara y potente,
una voz metálica, sonora, una voz
que no se deje quebrar por la emoción:
que no tiemble.
Pero ha muerto un niño, y siento como si alguien
estuviera arrancándome el corazón por la espalda.
II
Se secaron los ríos redondos de sus ojos.
III
Sus dedos arañaron la tierra cuando supo
que no habría perdón. Le llenaron la boca
de tierra. Le taparon, con tierra, los oídos,
pero aun así escuchó sobre la tierra, pausados,
tercos, acercándose a él sobre la tierra,
los tercos duros pasos de la muerte.
IV
Todos habrán estado a solas con su propia muerte.
Todos habrán sentido que nadie (ni siquiera
quienes más los amaban y que hubieran dado
la vida por hacerlo), podía darles compañía.
Esto es algo terriblemente oscuro y dramático,
aunque a fuerza de ver morir a los demás parezca
un suceso trivial.
Pero él estuvo, sin embargo, más solo que nadie.
Porque a él lo asesinaron.
V
La cárcel de su piel fue más estrecha todavía.
VI
Cómo decirle ahora una palabra de ternura;
cómo decirle ahora que yo lo quería
porque era un niño,
porque era un niño negro,
porque era un niño negro y él no lo supo jamás.
Cómo decirle ahora que he llorado su destino
con lágrimas de rabia, de impotencia, de ira;
cómo decirle ahora que aún me resiste a creer
—a pesar de su cuerpo bárbaramente sacrificado—,
que todavía pululen, sobre la indiferente
costra del planeta, bestias humanas como aquellas
que le dieron esa muerte insufrible.
Y así es, sin embargo.
VII
No fue en Granada el crimen. Fue en un lugar
tan perdido
para el amor y la piedad que todos los caminos
que conducen a él ya no van después a ninguna
parte.
Oh Till: tú vivías en la creencia
—¿no lo sabías? ¿no lo sabías, dime?--
de que tu corazón, tus manos y tu sangre
te hacía igual a todos los hombres de la tierra.
Y qué trágica inocencia la tuya.
¿No lo sabías? ¿no lo sabías, dime?
¿No sabías que no eras igual?
Es verdad que tu corazón bendecía el milagro
de cada nuevo amanecer; que te alegrabas
con cada nueva primavera; que también buscabas
—siendo tú, apenas, un ala sólo para el vuelo—,
por pequeña que fuera, la felicidad
que sin duda te había sido guardada.
Todo ello es verdad. Pero debiste preguntar
a tus hermanos. Ahora has muerto ya.
VIII
Y qué incomprensible y qué oscura y qué angustiosa
debió ser la muerte para ti. Te preguntarías
de dónde pudo haber venido tanto odio,
tanto rencor en contra tuya. Llamarías a tu madre
y gemirías, cada vez más silenciosamente,
encogiéndote, pudriéndote ya bajo los golpes.
Espero, nada más, que no los hayas perdonado.
IX
Oh Till,: se secaron los ríos redondos de tus ojos
y sólo yo te recuerdo.
Ah la antropología
Cuando los antropólogos encuentre el diente
que me diste dirán:
…allá por mil novecientos sesenta y nueve,
y por octubre,
existían mujeres rubias, como la primavera.
De hermosas piernas y hermosas risas,
de verdes ojos y cintura estrecha,
de tan suaves y fuertes caderas
—el cabello, de la seda más pura.
Inteligentes; aptas para la amistad, el arte
y el amor;
con piel de escamas tibias —como peces niñas—;
gentiles, de cálida boca y seos pequeños;
dulces, ruborizadas, inconformes;
de manos inservibles,
perezosas para levantarse en las mañanas
—tímidas y atrevidas, inocentes y culpables—.
Dueñas de la creación.
Este diente en particular —dirán también—,
por su estructura, pertenece a una mujer
de un metro sesenta y siete de estatura,
que se ponía pantalones cuando sus enamorados
se volvían demasiado pesados.
(Ah, la Antropología:
no hay ciencia tan exacta y tan al día.)
Y era bailarina, exclamarán, y actriz:
se nota en esta muesca: se adueñaba
sin esfuerzo de la dicha o la desdicha de los demás.
Y era sacerdotisa.
(Así dirán —como yo, ahora. Y, como yo, ahora,
sacarán un gastado pañuelo de un bolsillo vacío,
secarán el sudor que corra por su frente
y se interrogarán, animales nostálgicos:
ay, ¿por qué no me fue dado
vivir en ese siglo afortunado?
Levántate y anda
Miguel, levántate y trabaja;
Miguel, escribe;
Miguel, tus mujeres, tus amigos, tus parrandas.
Tus poemas, Miguel;
Miguel, tus críticas.
No me toques, Miguel,
no me abandones;
Miguel, mi soledad; Miguel, mi llanto:
te olvidaré, Miguel, te necesito.
Aprende, viaja, estudia,
habla, escribe, trabaja,
sube y baja, Miguel.
Miguel, levántate y anda.
El Retorno*
Hoy para hablarte me he quedado solo;
cerré para estar solo todas las ventanas,
el ojo alegre de las cerraduras
y los libros y las puertas. Y todo lo he cerrado.
Nomás los labios no, ni estas atormentadas
palabras que irán naciendo de mis labios a oscuras.
Es muy verdad que yo hubiera querido hablarte,
como antaño, del amor y las cosas que nos unen;
hubiera querido decirte largamente
que te quiero, que me gusta que me sigan tus ojos,
que no hay suavidad como la de tus manos,
pero hace afuera un aire erizado de gritos,
¿comprendes?,
pero algo trágico está sucediendo allá afuera,
y yo no lo sabía.
Mira: sólo el amor no basta;
tampoco basta con querer que nuestros hijos
sean los más hermosos o los más inteligentes,
porque ahora sé que en ellos le daremos al mundo,
únicamente, más carne para el dolor,
otro recinto de amarguras,
otra enturbiada fuente de lamentos;
ni siquiera bastaría que tú y yo y nuestros hijos
fuéramos a detener a todos los que pasan,
para preguntarles, con un gesto amistoso,
por qué están desesperados, por qué gritan así,
por qué llevan la vida como la más estúpida,
la más innoble o la más feroz de las tareas.
Nadie me escucharía, ¿sabes?,
creo que nadie nos escucharía.
Y tendrías también que sentir lo que yo, ahora:
aquí encerrado tengo la certeza
de que si cogiera el teléfono y llamara,
y llamara, y llamara hasta morir de sed y hambre,
todos los números contestarían ocupados.
Podría también abrir las ventanas y gritar;
gritar por la mañana, por la tarde, por la noche;
aullar, gritar hasta que todo el mundo se despertara
destrozarme gritando y gritarles y gritarles.
Pero para hacer eso es necesario ser heroico,
y yo no soy más que un hombre con el corazón desgarrado
y convencido de que ya no existen los héroes,
de que nadie mueve un dedo para salvar a nadie:
todos están cuidando sus pedazos de pan duro,
cepillando con agua su único traje
para evitar que se vea pardo,
pensando en una hermosa mujer que se entregara gratis.
Los héroes…
(Cuando llegues a estas dos últimas palabras,
los héroes,
te ruego que las digas con una voz cuidadosa,
como si anunciaras a alguien la muerte de sus
padres.)
Ya no hay héroes, ¿me oyes?, ya no hay héroes:
todos asisten diariamente a una oficina
y son buenos empleados y trabajadores;
todos están casados y tienen hijos innumerables,
y acostumbran hacer un paseo dominical,
provistos de bolsas en las que hay tortas y refrescos.
Corren un poco entonces y golpean una pelota
o tratan de subirse a un árbol inclinado y pequeño
para demostrarse que aún siguen siendo los mismos.
Luego comen, hablan sabiamente del aire puro,
satisfechos de su existencia reposada y cómoda,
y regresan a sus casas y se duermen tranquilos,
tras de poner su dentadura en un vaso con agua.
Y yo no sabía nada de esto y estaba mudo,
y me levantaba contento en las mañanas
y hablaba de amor y de nostalgia, como lo más hermoso
y lo más terrible que puede sucederle a un hombre.
Se aprenden, sin embargo, palabras oscuras,
y cambian de sentido nuestras viejas palabras.
Si ellos quisieran mirar a su alrededor,
si ellos quisieran mirar a su alrededor, y ver,
y si ellos vieran que el mundo ya no es sencillo,
si por lo menos sintieran algo del dolor del mundo,
si se conmovieran, por lo menos, con un verso sencillo,
si un odio simple les partiera el alma,
si por lo menos lloraran con un dolor sencillo;
su pecho no sonaría más como un ataúd:
sabrían que las sirenas de las ambulancias
aúllan, como mujeres enloquecidas, al olor de la sangre;
que hay niños que se quejan suavemente,
como si cantaran una antigua canción,
porque se están muriendo sin que nadie lo sepa;
que hay gemidos y palabras entrecortadas
brotando de zaguanes oscuros, de cuartos de hotel,
de estrechos callejones donde el hombre se refugia;
del quejido impotente y opaco y terroso
de los que caen diariamente bajo la violencia;
del odio de los que roban por vez primera
porque ya nada tienen que pueda serles robado;
que hay cantos lúgubres en las iglesias
y coros aterrorizados en los hospitales;
conocerían el zumbido plomizo del silencio
de los que ya aprendieron que todo es inútil.
Y quizá entonces cada uno tomara su corazón,
henchido, inflado, hinchado por la ira
y por el llanto y la desesperanza,
y lo arrojara desde su turbia torre de marfil,
como semilla grande para el florecer del héroe;
para alfombrar de púrpura valerosa el camino
que haya de pisar mañana el héroe verdadero.
¿Estás haciéndome caso?: el héroe verdadero.
El que lleva en las sienes una corona de espigas
y en el pecho un corazón de pan tranquilo
y vigoroso.
Compréndeme ahora: se engañan quienes creen
que sólo ante un lecho de muerte uno se despide,
para siempre, de todo aquello que le es querido:
estoy vivo, y estás viva, y existe la esperanza,
pero tengo que despedirme de estas palabras mías
que no gritaré jamás, porque sólo soy un hombre.
Pero ojalá llegue alguien que las arroje al aire:
ya sé que muchas serán arrastradas por el viento,
entonces, y que algunas caerán sobre azoteas
y que lentamente irá secándolas el sol
y pudriéndolas la lluvia;
que otras quedarán sobre el asfalto de las calles
y que serán comida de los perros,
pero que una, la más limpia y serena de todas,
acunará la infancia del que estamos esperando.
Eso era todo lo que quería decirte.
Ahora voy a salir de nuevo a la calle:
deséame la mejor suerte,
y que tenga la fuerza de voluntad necesaria
para no dejarme acobardar, como ellos.
*Poema incluido en el número 12 (junio 2008) de Viento en vela.
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