Diego Sánchez Aguilar
(1974, Cartagena, España)
Diego Sánchez Aguilar es un poeta cartagenero que, sin duda alguna, se consolida como poeta con "Diario de las bestias blancas", un poemario que le hizo acreedor del VII Premio Dionisia García de poesía. Pero tampoco podemos olvidar otros libros como "Desde el vientre de la ballena" o "Lindero de tinieblas". Ha sido importante su participación en diversos fanzines literarios en la ciudad de Murcia a lo largo de los últimos años.
En 2016 Diego Sánchez Aguilar gana el XIII Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en este año, en España, con su obra “Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino”.
Locus amenus - Barrius sésamus
Aquí la tarde cae como una araña.
Las chicharras y los ciclomotores intentan entenderse en vano
bajo un viento que arrastra niños, mochilas y gritos.
La programación infantil inyecta su psicosis a través de la tele:
un monstruo azul crea las coordenadas espaciales
ahora está arriba ahora está abajo, arriba, abajo, arriba, abajo.
Un emisor y millones de receptores ante el mismo mensaje,
arriba, abajo, están dentro de la tarde y las meriendas.
El mundo vuelve a nacer cada segundo.
Yo estoy tumbado encima del sofá
y sin embargo cayendo como una pantera rosa.
Yo estoy dentro de la tarde y su música estridente
y llena de alegría, payaso multicolor.
Un monstruo rojo en algún lugar tras los cristales
destruye las coordenadas espaciales:
yo estoy fuera de la tarde y su burbuja
y también estoy dentro de la tarde y sus mensajes
dentro, fuera, dentro, fuera .
Alguien llama a dios con su claxon una y otra vez implorando
en el altar de la Felicidad inaccesible como toda divinidad.
Hay un helicóptero en mi cabeza
millones de emisores y un solo receptor, yo,
estoy dentro de todos los mensajes
estoy fuera de todos los mensajes
estoy dentro del silencio,
el mensaje de ningún emisor
el código circular: la sangre dando una vuelta más
en mi sistema circulatorio.
En el silencio sólo se escuchaba
un lento rotar de aspas que sonaba.
De: Famosos en acción
Desde el vientre de la ballena
Si algún día salgo de aquí
recuerda que esperé bajo las nubes
cubierto por una lluvia de tiempo y con la certeza del diluvio
que arrancara las raíces.
Mis dulces piernas nunca supieron correr como insectos, tú lo sabes,
pero nadie se salvó y yo pensaba en tí mi Amor
flotando los troncos enfurecidos sin comprender
las farolas atónitas los tejados divertidos inundados.
Recuerda que mi cabeza también giraba
y dibujaba una sonrisa entre las copas de los árboles
bajo el simpático viento de los helicópteros
bajo el huracán impaciente que pedía mis ropas.
Los astros patinaban sobre el hielo que podría ser de tus ojos
y sonreían también desde su altura
en línea recta hacia mi rostro.
Dormía el mar cuando me abrió sus sábanas
cuando los ruidos se alejaron murmurando
¿qué importa qué dijeron?
Recuerda que encontré mil barcos hundidos
y ninguno supo confirmar mis sospechas, ninguno conocía tu nombre.
Los náufragos sólo juegan callados a la ruleta
maldicen con el silencio de sus uñas las cosas que flotan,
las que brillan allá arriba,
ignoran su cuerpo más que el mío.
Recuerda que desde que me senté aquí
adorné la oscuridad con la seda del cine mudo
con los calendarios que van cayendo a veces como medusas
y de los que elijo impar y rojo casi siempre por tí mi Amor.
Si algún día salgo recuerda que desde que caí aquí
cogí el vicio de hablar solo
de inventar recuerdos.
Si algún día salgo de aquí y te encuentro
recuerda que tu nombre no importa
y que te volvería a esperar aunque llueva.
DESDE EL VIENTRE DE LA BALLENA
III
Uno se encuentra de todo aquí dentro:
tus pies descalzos temblando de frío
de ser tan pequeños y estar mojados,
un libro que sueña sin conocerte,
una calle, con su placa y tu nombre.
De verdad
uno no sabe ya qué puede hacer.
Ahora un puente sobre un río ancho y lento
que pasa mirándolo a uno
tan despacio como los autobuses.
¿Debería pensar que quieren algo?
Pero, cómo se atreven
o qué se han creído si uno está ahora
escuchando una ola que está llegando
desde muy lejos y pasa justo ahora
mientras respiro, hacia alguna orilla
donde seguro hay luz.
Aunque a lo mejor tienen razón
a lo mejor debería creerse
que tus pies existen y son pequeños.
Tal vez uno debería buscar
por el fangoso suelo oscuro de este vientre
levantar una cara no muy sucia
para saludar las cosas que pasan
con sus nombres.
Pero claro uno está esperando el ruido
del ascensor que nunca termina de llegar
uno notiene ganas
bastante tiene uno con respirar
como para andar preguntándose qué se puede hacer
con todas estas cosas que uno encuentra.
De verdad que estar aquí encontrando cosas
es algo muy cansado y además sin luz.
Como mucho dan ganas a veces de arrancarse los miembros
como a una muñeca abandonada en la playa
amontonarlos sobre el géiser de la ballena
esperar su próxima salida a la superficie
en que seremos alegremente despedidos listos para flotar
con paciencia y algo de sueño y los ojos medio cerrados por el sol.
Entonces tal vez uno nos encuentre.
Y puede que hasta sepa qué hacer con nosotros.
VII
Si al menos hubiera llovido
una de esas lluvias de asfalto mojado
de farolas amarillas tristeza
en serie, recuerdos de infancia.
Oh, amor mío cogido de mi mano
mi alma de lluvia mi amor tanto habría hablado
y entonces tú habrías cogido esta mano
mientras en la esquina ahora vacía
mi boca se abría y decía Amor Mío.
Si al menos la niebla hubiera envuelto este mundo
yo habría sido un hombre en la niebla y tú me estarías esperando.
Si cualquier fenómeno meteorológico pudiera
eficazmente sustituir al alma.
Oh mi alma de lluvia mi amor tanto hablaría, mi alma de niebla
tendría hasta infancia hasta manos para acariciar las tuyas
para engañar un poco el silencio de esta esquina.
LA AVENTURA INFINITA
Como la caverna en la que desaparecieron los actores de cine mudo,
como esa imagen en la que están de espaldas,
sosteniendo antorchas frente a la entrada,
paralizados en un teatral gesto de heroísmo.
Todo eso antes de la palabra.
Y ahora el olvido, el decorado sin figuras,
el árbol pintado que no cesa de ser agitado
por un viento que sólo existe allí.
PSICOSIS
Bajo la ducha el mundo es un estruendo.
Detrás de la cortina, dentro de los párpados,
sin un solo reflejo ni una sombra,
una inmensa luz negra como el vértigo.
Un estruendo sobre un cuerpo desnudo
con los pies pegados a una tierra de mayor gravedad
y sin embargo cayendo.
Debe haber un cielo intenta pensar y nada
oye, tampoco ninguna música de
ninguna esfera salvo el torrente desatado
también, que no tiene imagen ni está conectado
y no tiene hogar ni descanso salvo el ruido y la furia
y a lo único que podría parecerse pero
tampoco es a un loco huérfano
y el único reflejo sería el de su cuchillo.
VUELTA A CASA
Conduzco de noche de vuelta a la ciudad.
Atravieso la oscuridad, el informe animal inmenso
que habita estos espacios indefinidos entre los núcleos urbanos
y ahora frota sus espaldas contra los faros.
Conduzco como un borracho aunque no he bebido nada.
Pero la noche es densa y ligera como la niebla del alcohol,
y este cansancio de ir a llegar a mi casa y a mis muebles
es un estado de la materia desconocido por la física.
Vengo de ver los acantilados porque ha sido domingo
(ahora ya no es nada) y vengo de ver mi colilla cayendo
como si no pesara,
en un espacio vertical más ligero que el del cenicero
o el que hay entre mi mano y el suelo.
Vengo de los acantilados donde finjo tener un alma como la de las películas.
Y hay coches que me adelantan que también vienen de allí,
y que han fingido un alma como la mía.
Estoy demasiado cansado hasta para poner música.
Lo que hoy escucho es el rozamiento de los neumáticos contra el asfalto
y el continuo impacto del volumen de mi coche contra lo oscuro,
y el cansancio es también una forma de parálisis
provocada por esta música infinita de la materia.
Dentro de veinticinco minutos estaré guardando el coche
en el garaje,
y mientras suba en el ascensor pensaré en el despertador a las siete
y pensaré en mí mismo con un café delante de la tele.
Pero ahora conduzco sin conducir y la oscuridad, estado líquido de la luz,
se cierra sobre sí misma al paso de mi coche y sus débiles faros
y me siento abandonado como un cristal que nada transparenta.
Dentro de veinte minutos estaré entrando en mi apartamento
y seguiré estando apartado como ahora pero más quieto,
de una forma paradójica porque todo seguirá girando,
hasta que llegado cierto punto del giro
la mano contraria a la que sostendrá un café, encenderá la tele.
El telediario del lunes se tomará a sí mismo más en serio
y querrá dar la impresión de que algo empieza.
Como si algo hubiera sido interrumpido,
como si hubiéramos disfrutado de un merecido descanso.
Diario de las bestias blancas
VV. AA. Animales entre animales. Murcia; Ed. Raspabook, 2015.
PERRO, CADENA Y ESTACA (πr2)
El perro del almacén de palés
ladra cuando pasas frente a la valla.
Es un mastín que ladra desde el suelo,
tumbado bajo el sol,
muy cerca de su estaca.
No hay fiereza
en esa voz que lanza para nadie.
No hay alarma
en la profunda trinchera de sus ojos.
Hay campos en barbecho, y ráfagas de tierra.
Hay un calor de trigo y espejismo.
Hay noches, que no has visto ni verás,
donde a cada ladrido
responderá el inservible brillo de una estrella.
Que esto quede claro:
las estrellas no parecen ojos,
ni de divinos jueces son testigos.
Y también es inútil tu mirada.
Tú tienes una voz prestada, y él, un aullido sin respuesta.
Y estáis, los dos, muy dentro del silencio,
clavados en el centro de mil hectáreas de silencio y vallas.
Y sin embargo, calculas, como humano y racional,
la distancia entre el perro y la estaca.
Necesitas ese número que alguien dijo una vez
en el mostrador de una ferretería:
déme cuatro metros de cadena.
Recuerdas, porque eres descendiente de los griegos,
la fórmula del área de la circunferencia.
Pi por el radio al cuadrado.
Luego el perro, dada la longitud de la cadena, que es el radio,
tiene una superficie vital de 16pi metros cuadrados.
El perro del almacén de palés
ladra mientras calculas delante de esta valla.
Sigue ladrando sin rabia, sin voz,
desde una circunferencia real e imaginaria,
y tú quieres seguir inundando de números el desierto.
Calcular ahora los años, cuánto tiempo
lleva el perro ladrando desde 16pi metros cuadrados;
para multiplicar por 365 y por 24 y por 60,
y hallar la inabarcable cifra del dolor que va sumando ese ladrido,
y luego seguir multiplicando hasta dejar de ser humano,
hasta que los números se ovillen de cansancio.
Te gustaría saber, porque perteneces a la gran cadena humana,
que parcela, calcula y progresa,
si preferirá el mastín girar en el sentido de las agujas del reloj o en el contrario.
Pero también sabes que no importa:
El sentido de las agujas es siempre clavarse en el tiempo y la conciencia.
Lo que sabes, tras los números, es esto:
el ladrido del perro es una bóveda cansada
bajo la que se resuelven, con indiferencia,
viejas controversias de geometría, de alquimia,
del alma de los indios, las mujeres,
los perros, los ángeles y demonios,
así como la historia del hombre en estos campos.
Donde tú eres el eslabón,
e innecesario.
Te gustaría pensarte bajo el sol como una estaca.
Y que sean tus ojos la cadena,
y el perro el dios donde termina el mundo.
El alcance de tu mirada pi metros cuadrados
es el círculo de lo humano, antes de que empiecen
a tensarse en tu lengua los ladridos.
Y también hay cosas que no quieres imaginar.
Porque eres humano,
heredero de una larga estirpe de cobardes.
Me refiero
al mostrador de la ferretería,
al sonido de las monedas, de las cadenas,
y al eco de la estaca
mientras era clavada en una tierra
que no era todavía el centro de ninguna circunferencia.
Me refiero,
sobre todo,
a la incondicional alegría del mastín,
una vez cada dos semanas,
cuando se abre la puerta de la valla.
HIDROCARBUROS
Tenía ganas de pasear. no podía soportar otra noche frente al televisor. Ese parloteo estridente de películas donde hombres y mujeres se afanan en tramas sin sentido. Qué tenían ellos que ver conmigo. Qué tenía yo que ver con sus amores, sus celos, sus crímenes avariciosos. Desde pequeño me ha pasado. No sentirme parte de este mundo, ver a todas las personas como a través de un grueso cristal; observar cómo, desde su mundo extraño y luminoso, etéreo, mueven sus labios, gesticulan.
El ascensor abrió sus puertas en medio del silencio del edificio. Todos los vecinos estaban encerrados en sus cuevas a esta hora, tras sus puertas con mirilla. Entré en la cápsula, dentro de su zumbido y su luz reveladora. La luz del ascensor sabe exactamente quién soy, lo susurra en un zumbido apenas audible. Fue una inmersión larga; tuve tiempo de pensar. No pensé nada salvo en mi respiración simétrica. Por fin se abrieron las puertas y salí a la madrugada.
Las calles estaban desiertas. Los semáforos vigilaban un tráfico fantasma, invisible, que recorría en silencio el asfalto más negro de la ciudad, respetando estrictamente el sincronizado ritmo rojo y verde de las luces. Seguí caminando y desaparecieron las calles. Luego pasé el río, los caminos de la huerta y los ladridos de los perros sondeando las constelaciones, hasta que ya no se veían más que algunas luces lejanas. Era una noche húmeda, costaba respirar ese aire mojado. Los pies se hundían en una especie de fango suave y viscoso.
Cuando mis piernas se cansaron de luchar contra la porosidad del fondo, decidí tumbarme. Encendí un cigarro y, bajo la luz del mechero, la noche se hizo tan alta que me aplastó como a un luminoso pez abisal. A varios miles de metros sobre la brasa de mi cigarrillo, el viento peinaba la superficie del mar.
A mi lado, otros esqueletos blanqueados por la noche y el tiempo reposaban en el fondo, con sus espinas y sus cabezas sin ojos y los pequeños dientes afilados de sus bocas. Mi espalda empezaba a ser engullida por el limo. No puedo expresar con palabras la infinita alegría que me inundó cuando me imaginé en una fosa oleaginosa de hidrocarburos, descomponiéndome entre el carbono inmortal de ballenas, de dinosaurios, de otros peces abisales que encendieron sus lucecitas hace milenios y que serán extraídos junto a mis restos negros y serán luego convertidos en gasolina, que moverá los coches que, allá arriba, empiezan ya a circular, un poco antes de que amanezca.
Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino. Cartagena; Ed. Balduque, 2016.
Sex & Snow
José Luis tiene una erección tremenda. Damián le ha susurrado que se fijara en Cristina, ¿qué Cristina?, la de tu izquierda, la nueva, mira, no lleva bragas. Mirando con disimulo hacia su izquierda, ha comprobado que, efectivamente, la fina tela de su vestido no transparenta marca alguna. Por un instante, el mundo a su alrededor, entendido como un conjunto coherente de imágenes y conceptos, desaparece. Lo sustituye un febril e imaginario torrente táctil, que mezcla esa caricia ajena de la tela sobre las nalgas desnudas de Cristina con la soñada caricia de sus propios dedos deslizándose bajo el vestido, sin encontrar ningún obstáculo entre la cara interior de sus muslos y el calor húmedo de ese coño desconocido.
José Luis tiene 39 años. Ahora mismo está borracho, además de erecto. La cantidad de alcohol que ha ingerido es la siguiente: dos cañas, tres copas de vino tinto, un chupito de licor de hierbas y un gintonic de Bombay Saphire. Su nivel de alcohol en sangre es de 0.45 gramos. A su derecha, en la larga mesa que el restaurante ha preparado para el grupo, se encuentra Damián, el subdirector de su oficina, con quien comparte afición por el golf. Esto lo convierte en su mejor amigo de la oficina, puesto que garantiza un tema de conversación cuando no tienen nada más que decirse. Es, además, el único compañero con el que ha quedado alguna vez fuera del trabajo, también a través de su común afición golfista. A su izquierda se sienta Cristina, que tal vez no lleva bragas. Cristina es una cajera con contrato de prácticas que lleva dos semanas en la sucursal y con la que apenas ha hablado. Nunca se había fijado en ella hasta esta noche, hasta que Damián la ha desnudado con su comentario susurrado como un pequeño demonio de dibujos animados flotando junto a su oído. Un pequeño demonio de halitosis y vapores de alcohol mal metabolizado.
José Luis ha planeado su situación en la mesa haciendo que parezca azarosa. Ha tomado las cañas previas en la barra con Damián, asegurándose de que este no se dispersara demasiado entre el resto de compañeros. Sobre todo, José Luis no quería acabar sentado al lado del Director, como le sucedió el año pasado. Esta vez no estaba dispuesto a soportar otra sesión de Intereconomía y La Gaceta. Le había salido bien la jugada: esta noche era Ignacio quien, como uno de esos perritos de juguete que antes se veían en los Simcas, en los Seat Ritmo, asentía mecánicamente junto al director, sin atreverse a levantar la mirada, jugueteando con las migas de pan junto a la servilleta arrugada, intercalando monosilábicas afirmaciones de coaccionada conformidad. Le dio un poco de pena Ignacio, pero no hizo nada para rescatarlo. Nadie lo rescató a él el año pasado.
En el restaurante suena una canción que José Luis reconoce porque su hija de nueve años la canta en casa al compás de la música de su smartphone. Apenas puede oírse sobre el murmullo que se eleva desde las mesas del restaurante. Más que un murmullo, es una masa compacta y heterogénea a la vez, una densa nube de contaminación acústica que parece descender del techo y hace imposible que pueda escuchar lo que Cristina le está diciendo a Javier, sentado a la izquierda de esta. Desde su lado derecho, Damián le está contando cómo se la follaría, a Cristina, ahora mismo, ahí, en los aseos, y como ella disfrutaría de sus acometidas. José Luis le pide que baje la voz y levanta mucho las cejas para recalcar la cercanía de la aludida por tan grosero comentario. Sobre el mantel blanco hay una mancha de café que no puede dejar de mirar, un semicírculo perfecto. El aliento de Damián huele a ginebra o a colonia y le provoca un malestar en el estómago que se confunde con un miedo indeterminado en el que no indaga más. De la oreja izquierda de Damián sale una frondosa mata de pelo canoso como un pequeño jardín abandonado a su suerte. Ahora Cristina está riendo y él no sabe por qué. De repente le entran ganas de empujar a Damián, de tirarlo al suelo, de dejar de ver sus entradas ceñidas por hilos de grasiento pelo negro. José Luis se mete la mano en el bolsillo y encuentra su erección todavía ahí, tras el forro del bolsillo. Le pregunta a Damián si podrá jugar al golf la semana que viene. No puede, le tocan los niños. Hizo un cambio con su exmujer para poder venir a la comida. Piden otra ronda de gintonics. José Luis está a punto de preguntarle a Cristina si quiere algo, pero está completamente girada sobre su silla, dándole descaradamente la espalda, hablando sin cesar con Javier. Se queda mirando la curva de su espalda y la estrechez de su cintura. Calcula que debe de tener unos quince años menos que él. Le pregunta a Damián que cuántos años más o menos tendrá Cristina. Damián se ríe y bebe y luego clava sus ojos en el culo de Cristina sin ningún disimulo, inclinando su cuerpo sobre los codos apoyados en la mesa y girando su cabeza. José Luis mira a los demás compañeros con el temor de que se estén dando cuenta de la atenta observación lasciva de su amigo. Parece que solamente Ignacio puede haber notado algo. Pobre Ignacio, mataría por estar aquí mirándole el culo a Cristina. O tal vez no, es muy raro este Ignacio, siempre tan callado. Es el único de los veteranos, de los que están en la oficina desde que él llegó, con el que no tiene ninguna relación. Siempre solo. Llega, hace su trabajo y se va. Solamente interviene en las conversaciones sobre fútbol, y siempre haciendo unas precisiones técnicas que no interesan a nadie, que fastidian la conversación, en realidad. Es muy raro. A lo mejor es maricón. José Luis le pregunta a Damián si alguna vez ha pensado que Ignacio era maricón. Pues claro, más claro agua. Si vive con su madre. Pero le gusta el fútbol. Es verdad. Bueno, será para ver piernas. Pues claro. El ventanal del fondo del comedor se ha teñido de pronto de un color azul oscuro, como si el cielo pesara veinte toneladas y estuviera a punto de caer. José Luis siente ese peso en algún lugar indeterminado entre su erección y su esternón, y conlleva cierto grado leve de asfixia o de insuficiencia respiratoria. Mira su reloj. Las seis y cuarto. Llevan ya casi cuatro horas sentados en esa mesa. Mañana es Nochebuena. No quiere pensar en la cena de mañana. En sus silenciosos suegros, siempre fuera de lugar con su familia. En su madre llorando en la cocina, cómo se echa de menos en estas fechas a tu padre. El ventanal sigue oscureciéndose. Los coches empiezan a pasar con los faros encendidos. Mirar, desde ese lado de los ventanales, ese mundo silencioso y pesado de ahí fuera se parece a mirar una televisión sin voz en el rincón de un bar, en la que dan una película que reconocemos vagamente pero cuyo título hemos olvidado. Ignacio se ha levantado para ir al aseo. El Director aprovecha para llamar al camarero y pedir la cuenta. Cristóbal, otro de los históricos de la empresa, aprovecha para bromear. Paga la empresa, paga la empresa. Cristina lo mira y sonríe desde el fondo de la conversación con Javier, moviendo solo la cabeza hacia Cristóbal, dejando el cuerpo todavía girado hacia aquel, el culo ligeramente levantado para los ojos de José Luis, la semicircunferencia doble de sus nalgas sin bragas suspendida un centímetro sobre la madera de la silla. El Director se ríe, como hizo el año pasado, la crisis, la crisis, ya me gustaría, antes sí que eran cenas de empresa, pero ya se sabe, pero treinta por cabeza, treinta. José Luis pone cincuenta, Damián pone un billete de diez sobre el de cincuenta y le da uno de veinte a José Luis. El susurro de los billetes suena por un instante sobre las conversaciones que han hecho un paréntesis y la música que ha cesado como si pidiera respeto al sagrado momento del dinero. Damián dice que crisis los cojones, trece por ciento más de beneficio este año. José Luis asiente con cansancio. Tras el cristal todo es negro pese a las luces navideñas en las farolas. Un color negro recién nacido del azul oscuro, como el anuncio de una mala digestión.
En la puerta del restaurante empieza la ronda de besos y despedidas. Se encienden los cigarros, me estaba fumando vivo. Mientras se despide de Ignacio, que murmura feliznavidad con la cabeza baja, sin mirar a los ojos, José Luis mira la cristalera y ve el interior del restaurante, los camareros recogiendo la mesa en la que hace un momento estaba él y estaba Cristina; los camareros de camisa blanca moviéndose como a cámara lenta bajo la luz blanca de los halógenos, cogiendo de tres en tres las copas que no hacen ningún ruido. Damián dice que la penúltima en el 21 ¿no? Lo dice junto a José Luis, pero elevando la voz con la intensidad suficiente para que Cristina pueda oírlo. José Luis piensa en el 21, en su interior oscuro, en su música atronadora e incomprensible para él, en toda la gente de su edad, separados o casados, alargando esa costumbre adolescente de reunirse en bares-de-marcha hasta más allá de toda caricatura y de repente un cansancio enorme le recorre las piernas convirtiéndolas en mantequilla. En su bolsillo ya no hay erección. Tiene frío. El sofá y una película, su mujer y su hija en pijama, se convierten en un paraíso cercano y accesible. Cristina pregunta qué es el 21. Damián responde eres demasiado joven, jovencita, es un sitio de gente bien, con categoría, hacen unos gintonics que no los has probado en otro sitio. José Luis dice el 21 es un coñazo y me voy a mi casa. Cristina lo agarra del brazo y le canta aquí no se va nadie, navidad, navidad… José Luis vuelve a sentir indicios de una erección. Cristina se ha puesto guantes de lana que han apretado su brazo izquierdo como el mordisco de un delicioso animal sin dientes. Una serpiente de peluche. José Luis mira la cara de Cristina, a unos centímetros de la suya, y se da cuenta de que la está viendo por primera vez. No es demasiado guapa, pero tiene la nariz roja y pequeña como en las comedias románticas americanas y en los ojos un brillo que su vida ha sepultado en un rincón casi inaccesible. Apenas le llega al hombro, y su pelo huele a pelo de chica, como olía antes el pelo de las chicas.
Los escaparates están llenos de nieve artificial en spray, de renos de peluche, de enormes ampliaciones de la estructura microscópica de un copo de nieve colgando de sedales que deberían ser invisibles. Los escaparates están llenos de productos que José Luis sabe que tiene que comprar entre hoy y mañana, por amor a sus familiares y seres queridos. El regalo de su mujer costará 100 euros, 70 el de la niña, 50 el de su madre, más o menos como el año pasado, a pesar de la bajada de sueldo.
En los escaparates está también Cristina, un fantasma sin peso reflejado sobre todos los adornos y colores. Suelta el leve mordisco de su brazo y se detiene frente al escaparate de una tienda de ropa. Damián y Javier les alcanzan y bromean. Elige el que quieres y te lo regalo, dice Damián. Los Reyes son los padres, canturrea Javier. José Luis sugiere avanzar y buscar refugio, hace frío ¿es que no tenéis frío, joder? Cristina ya no se agarra a su brazo cuando vuelven a caminar. Javier se ha situado al lado de Cristina y le ha preguntado algo que José Luis no ha podido oír. Damián pasa la mano sobre el hombro de José Luis. Esta noche triunfas, cabrón, he visto cómo te cogía el brazo, y luego vas de mosquita muerta. José Luis sonríe. No quería sonreír. Se ha convertido en un niño pequeño sofocado de vanidad y de vapores de ginebra. Vamos. Aprieta el paso. Pero si es una cría. Aparenta buen humor. Está de buen humor. La cabeza le da vueltas, ligera, agradablemente. La gente que se cruza con ellos lleva la cara tapada con bufandas. Parecen pequeños. El tiempo cuenta para todos. Nunca volverás a ver esas caras. Estás solo en medio del tiempo y eso está bien. Es agradable caminar dentro del frío, deslizarse bajo las luces con que el Ayuntamiento ha adornado las calles, el gasto, el gasto. Dentro de su largo abrigo lleno de parches de colores, Cristina también se desliza junto a Javier. El guante de Cristina agarra el brazo derecho de Javier. José Luis siente de nuevo el mordisco leve y punzante de la serpiente, aunque no sea su brazo el elegido, como en un brazo amputado. Ella se da la vuelta y les sonríe, les pregunta si hay que girar ya. Damián imita la voz de un GPS. En la próxima intersección gire a la derecha. Se ríe. Se ríen.
Damián coge del brazo a José Luis. No una serpiente de peluche: un profesor que te va a hablar de tu futuro, un compañerismo obligatorio. Vamos al aseo. Esta noche lo petamos. Saca una bolsita con cocaína. José Luis lo había sabido desde que le agarró del brazo. Igual que el año pasado. José Luis piensa que no son tan amigos. En realidad no son amigos. Los únicos amigos son los que se hicieron en la adolescencia, luego todo es pereza, cálculo y compromiso. José Luis no quiere meterse la raya. No quiere la ansiedad, el insomnio, las arritmias. Hace ya muchos años que dejó de tomar drogas, por pura pereza, en definitiva. Desde la Universidad. Entonces sí, de todo, pero con sus amigos a los que ya casi no ve. Con ellos era divertido y era un verano largo en el que siempre está a punto de amanecer. Ahora, en este mismo instante, le apena haber dejado prácticamente de ver a sus amigos. Casi nunca le importa. Qué fácil fue perderlos. El aseo huele profundamente a orina por encima y por debajo del perfume de los ambientadores. Nadie mea dentro de la taza más de un 60% de lo que sale de sus penes fláccidos y ebrios. Damián se apoya en el borde del lavabo y prepara las rayas. La música, dentro del aseo, suena amortiguada y mucho más grave, revelando así una falsedad esencial que el volumen atronador trataba de encubrir. José Luis sabe que se meterá la raya porque no sabe decir que no. Porque Damián le da un poco de pena. Porque no sabe decir que no. Porque Damián le sonríe exageradamente haciendo muecas con todos sus músculos faciales y le considera su amigo. Porque la primera vez que quedó con él fuera del trabajo, José Luis lo admiró como a un hermano mayor y pensó que serían grandes amigos. Porque no sabe decir que no. Porque Damián sigue pensando que José Luis es su amigo débil al que él debe enseñar a divertirse. Porque José Luis, para impresionarlo aquella primera vez, le contó todas las drogas que había tomado. Porque se siente culpable. Porque sabe que Damián está muy solo desde el divorcio, y no quiere la responsabilidad y el esfuerzo de ser su mejor amigo. Porque está mirando a Damián y sintiendo un poco de asco. Joder, qué buena es. Ya verás. Se le duerme el paladar. La saliva se llena del sabor de la Universidad. La luz es más brillante. Mira a Damián y su sonrisa que espera el veredicto, su sonrisa quétehabíadicho, su sonrisa somoslahostia. Mira a través de Damián y se da cuenta de repente de que está buscando lugares en el aseo en los que podría follarse a Cristina, levantar ese vestido sin bragas. Porque se siente culpable, pregunta a Damián si cree que Cristina llevará el coño rasurado. Pues claro que sí, José Luis, joder, qué pardillo eres. Todas las de menos de treinta se lo afeitan. Te lo digo yo. La camaradería masculina. Qué bonita es, en los aseos de los bares de cuarentones. José Luis piensa en el tacto del coño depilado de Cristina bajo su lengua y vuelve a notar la erección. La luz no deja de subir de intensidad. Los músculos de la mandíbula hacen movimientos extraños que no sabe si se notarán desde fuera. En el espejo están los dos reflejados, José Luis y Damián, se miran, se pasan los brazos por encima de los hombros, como si posaran para una foto hecha desde el otro lado del espejo. Se ríen.
La música le golpea en la base del cráneo y en la médula, como si tuviera los ojos cerrados. El bar está oscuro y lleno de cabezas y cuerpos que obedecen a movimientos regidos por una lógica sin instrucciones de uso. José Luis ve a Cristina y a Javier apoyados en la barra. Llega hasta ellos atravesando un mar de rostros semiconocidos. Abogados, funcionarios, maestras, empleados de bancos, médicos de ciudad pequeña antes de nochebuena, bocas que dicen cosas que no puede escuchar. Bocas que quieren estar en sexos de otras personas y que están ahora hablando entre hilos que se cruzan y que él rompe al pasar. Historias de divorcios y custodias. De regalos y de cunas. De maxicosis y pádel. De colegios concertados. De golf. De crisis. De corrupción. De dinero. De fútbol. Nadie habla de sexo. José Luis no mira hacia atrás. No quiere saber si Damián le está siguiendo o no. Desea que no. Cristina ha mirado de lado, mientras habla con Javier. Le ha mirado a los ojos y, girando un poco su cuerpo, crea un espacio para su llegada, un espacio virtual con su nombre, hacia el que se dirige rápidamente. La música sigue percutiendo en órganos que no están hechos para recibir sonidos. José Luis se convierte en una sonrisa y un gintonic. José Luis se convierte en una vida que entra en el espacio de Cristina-Javier como una gaviota cayendo en picado sobre la superficie del mar. Debajo del mar todo está oscuro y brillan las pequeñísimas manos sin guantes de Cristina. Debajo del mar, el tiempo no tiene límites sino corrientes, y todas van hacia alguna parte, todas se pierden en lejanías musicales de sirenas. José Luis no quiere sacar la cabeza. Quiere entrar en todas las corrientes. Quiere entrar en la corriente de Cristina, en los ojos de Cristina, que le miran. En la boca de Cristina, que le dice algo que no escucha. Y acerca su cara a la de ella para oler sus palabras y le roza la mejilla. José Luis tiene problemas con el equilibrio y la verticalidad. Debajo del mar, el suelo se mueve demasiado. José Luis encuentra un taburete y se sienta. Cristina está delante, de pie. Pequeña y borracha. Damián se ha encontrado con una divorciada con la que se acuesta cuando ni uno ni la otra tienen algo mejor que hacer. Javier está saludando a un antiguo compañero de la facultad de Económicas. Ríen. Todos ríen. Cristina está contando una historia y también se tambalea, como una sirena al borde de una roca. La boca de Cristina se mueve y José Luis solo escucha la música y es feliz. Debajo del mar, no hay nochebuena ni mañana ni navidad; no hay hogar sino fluidos. Cristina es pequeña y agarra el vaso de tubo lleno de ron cola con las dos manos, como si fuera lo único que la mantiene de pie. José Luis consigue escuchar a Cristina: le está contando aalgo sobre profesores de la facultad. José Luis tiene anécdotas de probada eficacia sobre cada uno de los nombres que ella va dejando caer, y encuentra gran placer en volver a contarlas a alguien que nunca las ha escuchado y las celebra con carcajadas que hacen peligrar el contenido de su copa. La camarera mira con desgana cuando Cristina suelta la carcajada; levanta la vista de su móvil un instante y vuelve a teclear. La camarera lleva un gorro de Santa Claus y una chaqueta roja y blanca que deja ver su ombligo. Cristina se tambalea con la última carcajada, se recupera, pero refuerza su verticalidad bípeda con un apoyo inesperado. Su pubis descansa ahora sobre la rodilla derecha de José Luis, que sigue sentado en el taburete. José Luis siente todo el peso de Cristina sobre su rodilla. Todo el leve peso de ese pequeño cuerpo concentrado en el centro de su pubis y transmitido en ondas y corrientes marinas desde su rodilla hasta el resto de su cuerpo. Entre su rodilla y el pubis rasurado de Cristina solo una fina tela manufacturada en China para una multinacional textil. Las manos de las obreras explotadas a miles de kilómetros de aquí nunca supieron que toda la energía del mundo, que todas las corrientes de la realidad, pasarían por esos centímetros de tela cosidos en algún minuto indistinto dentro de su infinita jornada laboral. José Luis siente ahora la erección con toda la fuerza añadida de la dilatación vascular de la cocaína. La sonrisa de Cristina cae cada vez más del lado del alcohol y la languidez. Se mece sobre las palabras y la música. Aprieta su cuerpo contra la rodilla como una niña que o sabe masturbarse todavía. A través de la ruda tela vaquera de su pantalón, procesada por las torpes y ciegas terminaciones nerviosas de su rodilla, José Luis puede sentir la mayor suavidad que nunca hubiera imaginado en un pubis femenino. Una duna cálida por la que deslizarse hacia dentro del mar. Cristina está ahora hablando del futuro. De la brevedad de la vida. Del sentido de las hipotecas. Está definitiva, filosóficamente, borracha. José Luis imagina con su rodilla el peso de ese cuerpo levantado por sus brazos. José Luis imagina ese peso cálido sentándose sobre su erección, encajando en su erección con un suspiro definitivo. Javier llega cantando, poniendo sus manos sobre el costado de Cristina, obligándola a una parodia de baile. El peso de Cristina desaparece de la rodilla de José Luis, dejando un frío y enorme vacío. Cristina le dice a Javier que necesita tomar el aire. Se van fuera. José Luis se queda sentado. Se toca la rodilla, sin pensar en nada. Está caliente. La camarera mira desde detrás de su barra como un dios burlón. La música vuelve a ser insoportable. Damián ha conseguido un gorro de Santa Claus. Ve su cabeza adornada pasear por el fondo de la sala. Está bailando como un cuarentón borracho, siendo rechazado con asco o con simpatía por todas las mujeres a las que acerca su alegría química y consentida por la empresa y el calendario laboral. José Luis se levanta. Se pone junto a Damián. Le quita el gorro y comienza un grotesco baile navideño con los dedos índices levantados mientras su cuerpo gira sobre sí mismo.
José Luis llega a casa intentando no hacer ruido. La cocaína ha desaparecido de su cerebro, pero no de su organismo, convertida ahora en erección priápica. Todo está en silencio. La niña duerme en su habitación. Ninguna luz se advierte en la rendija de la puerta tras la que duerme su mujer. Camina hacia la cocina sin encender ninguna luz salvo la que emana el interior de la nevera cuando la abre para beber varios vasos de agua fría. Se sienta a oscuras en el sofá del salón con una servilleta de papel en la mano. Se desabrocha el pantalón y, cerrando los ojos, intenta recuperar el tacto del pubis de Cristina. Su imaginación se esfuerza en recordar el baño del 21, a Cristina apoyada contra la pared de ese baño, a él levantando el vestido para encontrar su culo sin bragas. Quiere sentir la caricia de sus manos sobre esa piel que ha estado toda la noche junto a él. Pero las sensaciones se pierden. El rostro de Cristina se desvanece. No hay imagen fiel que pueda devolverle esa visión que nunca ha tenido de levantar el vestido y encontrar su coño como un manantial. Coge el iPad que está sobre la mesa baja de sofá. Abre Youporn. Busca rasuradas. Busca el vídeo protagonizado por la chica de cuerpo más leve. Las imágenes ginecológicas del miembro penetrando el coño inmaculado de la chica actúan de inmediato.
En el momento del orgasmo, mientras preparaba la servilleta sobre su pecho para que la eyaculación cayera pulcramente dentro, le fue revelada la visión del rostro del placer de Cristina, claramente, como si fuera ella la actriz. Vio, como un relámpago, el gesto de Cristina, el que ella hubiera tenido si él la hubiera llevado al baño del 21 y se hubiera corrido en sus brazos. José Luis sintió, brevemente, un gran amor, un gran alivio. Luego se quitó los zapatos y, con el sigilo de los calcetines sobre el suelo de madera, tiró la servilleta en el cubo de la basura y se metió, completamente a oscuras, en su habitación. Su mujer no se despertó cuando él se metió en la cama por el otro lado, intentando no hundir el colchón, manteniéndose lo más lejos posible de su cuerpo, mirando fijamente el techo que era una mancha negra sobre un fondo negro.
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