Alfredo Placencia Jáuregui (MÉXICO, 15 de septiembre de 1875 – 20 de mayo de 1930), conocido como Alfredo Placencia o Alfredo R. Placencia, fue un poeta y sacerdote mexicano. En vida publicó las siguientes obras: El libro de Dios (1924), El paso del dolor (1924) y Del cuartel y del claustro (1924). Otros libros suyos fueron publicados después de su muerte. Sus restos descansan en la que fuera la primera sede de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, ubicada en el mausoleo central del Panteón de Belén.
Su tragedia familiar
Alfredo Placencia Jáuregui nació en Jalostotitlán, Jalisco el 15 de septiembre de 1875. Fue el mayor de los hijos del matrimonio de Ramón Placencia Flores, de oficio sastre, y de Encarnación Jáuregui García. Sus hermanos menores fueron Cristina e Higinio. El 7 de agosto de 1896, cuando Alfredo contaba con apenas 20 años de edad, muere su padre y a partir de ese suceso se hizo llamar "Alfredo R. Placencia", agregando a su nombre la "R." en honor de su progenitor. Doña Encarnación Jáuregui, su madre, fallece en 1910 en la población de San Isidro Mazatepec, Jalisco. Su hermana Cristina, quien fuera ordenada monja y se le conociera como Sor Eulalia, muere el diez de abril de 1918, y su hermano Higinio, capitán de tropas carrancistas, cae en batalla cuatro días después en Zacatecas. Cuando llega a Tonalá, Jalisco en mayo de 1918 toda su familia cercana ya habrá muerto. Ahí conocerá a Pío Cortés y familia, quienes lo acompañarán en sus diferentes encomiendas por los pueblos de Jalisco, e incluso al exilio en el extranjero. Con Josefina Cortés procreará en 1920 un hijo de nombre Jaime (1920-2009) a quien llamarán con el apellido de la madre para evitar el escándalo.
Con audacia, Placencia escribe acerca de su niño en el poema "Ad Altare" (La franca inmensidad, 1959) y lo dedica "Para mi hijo Jaime, con devota ternura".
Aquí un fragmento:
Os anuncio una nueva:
Hay que baja al río,
y lavar en sus aguas al hijo mío
donde el dolor abreva.
Yo he de ser quien oficie, grave y adusto,
bajo la comba inmensa del firmamento;
hará el río de pila, de órgano el viento
y los astros de antorchas del templo augusto.
...
¡Oh!, ¿qué música es ésta,
que por mejor sentirla se empina el río
y se pone de fiesta?
Todas las frondas cantan al hijo mío,
y hasta la cuesta.
¿Qué mucho es que yo corra con el pequeño
y que mis fuerzas hallen leve esta carga?
En mis brazos el niño, de quien soy dueño,
ni la cuesta que bajo se me hace larga,
ni las piedras me muerden, ni me despeño.
Y es que el amor me ayuda
y hasta me hace sentirme con menos años.
No cabe duda:
el cuerpo solamente se rinde y suda
cuando carga los hijos de extraños.
...
Algunos autores han señalado que probablemente estuviera inclinado al alcohol aunque otros lo desmienten totalmente.
Estudios y sacerdocio
A los doce años de edad deja su natal Jalostotitlán para ingresar al Seminario Conciliar de Guadalajara el 18 de octubre de 1887. En el poema titulado "A las puertas de Antonio" escribió acerca de esta experiencia (pag. 83):
Al cumplir los doce años de edad era preciso
Dejar, para ser hombre, mi natal paraíso.
Y allá quedó la madre por el ausente orando,
Y los hijos creciendo en fraterna armonía,
Y el padre, como abeja, sin cesar trabajando,
Mientras yo, con el alma temblorosa de frio,
dí la espalda a mis lares, crucé el bullente río,
Subí el cerro que llaman aquí “de la Cantera,”
Y parado a la postre en su más alta cumbre,
Con los ojos bañados y con la faz austera
Dije adiós a mi pueblo y adiós a mi techumbre,
A mis padres y a todos, por si ya no volviera.
Fue ordenado sacerdote el 17 de septiembre de 1899. Después, pasó su vida viajando de un pueblo pobre a otro:2 en Zacatecas (Nochistlán, San Pedro Apulco) y luego en Jalisco (Bolaños, San Gaspar, Guadalajara, Amatitán, Ocotlán, Temaca, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic, Tonalá, Atoyac, San Juan de los Lagos, Valle de Guadalupe). En 1923, se fue a Los Ángeles para servirles a los inmigrantes mexicanos. En 1929 al huir de la persecución religiosa Placencia estuvo en El Salvador. En treinta años de sacerdocio, pasó por casi veinte pueblos, con dos estancias en California y otra en El Salvador.
La Iglesia Católica reprochó a Alfredo R. Placencia algunas veces durante su carrera de sacerdocio. Por ejemplo, cuando don Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), arzobispo de Guadalajara (en 1912) estaba huyendo la persecución de los carrancistas, necesitaba la ayuda de Placencia en el pueblo de Atoyac, pero el padre-poeta solo había preparado "¡una velada literario-musical en su honor!" Dijo el arzobispo: "Esos poetas no sirven para nada".
Días finales
Durante el fin de la vida de Alfredo Placencia, algunos académicos empezaron a visitarlo en su casa en Tlaquepaque. Alfonso Gutiérrez Hermosillo que escribió la Antología poética de la obra de Placencia, describe el estado final del poeta:
Vivió el entonces en una casa de San Pedro Tlaquepaque, demasiado amplia para su conveniencia, que estaba a medio construir, pero que parecía en ruinas; la tierra del patio era suelta y como barbechada; hozaban los perros en los rincones, mas en cuanto nos olieron venir agitaron levemente su cola… Nosotros preguntábamos por sus libros. Yo vi que Placencia se encogió de hombros: «Ya van saliendo.» «¿Algunos más tiene usted?» «Acaso cuatro o cinco.» «¿Es su obra completa? ¿Ya no escribe?» «Sí, algunas veces escribo, pero…» Hizo una mueca de amable desdén —que era de dolor—, como si aquello no le importara. Y entonces no quiso hablar de literatura…. El era un viejecito delgado y rojo, de bajo cuerpo, extremadamente limpio; usaba una hopalanda de pintor. Poseía un ademan peculiar, exaltado y brioso, que iba surgiendo, como acentuando idealmente cada una de sus palabras, en el instante que ellas; un ademan de revelación y de asombro porque parecía deslumbrado a cada frase nuestra, a cada recuerdo suyo.
Obra y estilo
Unos de los académicos, Agustín Yáñez que iba a la casa de Alfredo Placencia en los últimos años dice de su estilo, “como uno de los poetas más mejicanos, sin literatura de feria, ni gritos de Guerra civil; hasta los cantos al hermano muerto en un combate de Jerez, son secos, sin estridencia, con el lloro callado de una mujer mejicana, tipo de nuestro dolor.”2
Dijo de él Alfonso Gutiérrez Hermosillo:
...es el punto de enlace [entre] nuestro romanticismo lírico, de quien hereda los temas y el temperamento, con el modernismo americano cuyas libertades toma.
Como poeta religioso, Alfredo Placencia rompe la tradición con una poesía de relación tan intima que a veces aborda a la blasfemia:
Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.
Su poesía tiene «una llaneza coloquial, un tono de conversación desesperada con Dios y con los hombres. Al repetir las lamentaciones de Job en la lengua del campo mexicano, Placencia no intentó remedar a los místicos, sino hablar a Dios de frente como ellos. Quizás por esto Placencia es, antes de Carlos Pellicer, nuestro mejor poeta católico.»7
Bibliografía
Gutiérrez Hermosillo, Alfonso. Antología poética, UNAM, 1946.
Vázquez Correa, Luis. Poesías, Casa de la Cultura Jalisciense, 1959
Placencia, Alfredo R. El libro de Dios, E. Subirana, 1924
Ciego Dios
Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.
Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino?...
Conven mejor en que ni ciego era,
ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera!.
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.
¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego!...
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciegúeme a mí también, quiero estar ciego.
El cristo de temaca (I)
Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.
En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.
¡Oh!... ¡Qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto!...
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario?...
Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas;
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.
En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto?
¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.
El cristo de temaca (II)
Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?
Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?
Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.
Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?
¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja?...
Quién sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarlo con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.
El cristo de temaca (III)
¡Oh, mi roca!...
¡La que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!
Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.
Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.
Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.
Bienvenido sea (I)
¿Eres Tú la Sunamitis pura y blanca
que soñaron los patriarcas y entrevieron los profetas?
Aunque atruene tierra y cielos el acorde que se arranca
de los astros y las plumas de los santos y poetas,
para darte el parabién,
no despiertes, Niña blanca;
duerme bien.
Las mujeres que tenidas son por fuertes;
los patriarcas, los profetas;
los que, ciegos de llorar, van extraviados;
los poetas...
todos juntos volverán, cuando despiertes,
para darte el parabién,
con las ansias de los justos y el amor de los collados.
Duerme bien.
Puede ser que estés cansada;
bien pudiera ser.
Fue tan larga la jornada...
¡Sobre todo para una mujer!...
Porque vienes de muy lejos. Sé que nada
antes del tiempo existía, y ya estaba tu beldad
graciosamente jugando ante Dios. Esa verdad
lo declara y dice todo: ¡Vienes de la eternidad!...
Bienvenido sea (III)
Verán los siglos un drama...
un sangriento panorama
que a Dios mismo asombrará.
En la cima del Calvario
la hostia blanca de un lirio
de sangre se manchará...
Sobre un monte funerario
se consumará un martirio,
y una virgen llorará...
¡Oh, cuan triste panorama!...
¡Cuánta sangre tiene el drama
que ni el tiempo borrará!...
Pero duerme Tú, entretanto.
Tiempo sobra para el llanto.
Ya se llorará.
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