domingo, 14 de noviembre de 2010

JUAN PABLO RIVEROS [1.864]


JUAN PABLO RIVEROS



Nació en Punta Arenas, Chile, 1945. Poeta, es también Ingeniero Comercial, Magister en Estudios Internacionales, Doctor en Economía de la Universidad de Lleida, España.

Publicaciones: “Nimia”, Concepción, 1980; “De la tierra sin fuegos”, Concepción, 1986; “Libro del Frío”, Santiago. Este último libro obtuvo el Premio del Consejo Nacional de Libro de Chile, como el mejor libro de poesía del año 2000 en Chile. Al año siguiente obtiene el Premio Municipal de Literatura de Santiago.




LLEGADA

Tras mares semicongelados
y eternamente neblinosos,
compactos cinturones de nieve
a lo largo de la costa.

Olas de hielo se destruyen,
y mares huracanados
se petrifican en la cúspide de su furia.

Incesantes marejadas
gimen y esculpen grietas profundas
en la base de los hielos.

A tientas,
y como en el fondo de un mar palpitante,
entre neblinas,

derivamos
hacia el Gran Frío Interior.







QUIETUD I

La nave está inmóvil.
Un leve rasguño
en las estrellas.

Navegamos
en completa oscuridad

a la deriva.

Aquí,
en la sentina del mundo.








GÉNESIS

En el principio
fue la luz o el hielo.

Sólo después amaneció la nieve.

Y durante millares de años,
sin prisa,
con controlada paciencia,
Como acogemos a un ser
largamente esperado,
un copo de nieve
hospedó a otro.

Sin osos, sin ártico,
y rodeada sólo por sus Grandes Océanos
emergió la blancura.

Como si la vía láctea hubiera caído al mar,
hubiera caído de bruces a tierra.






HIBERNACIÓN

Pues aquí,
donde nada cambia,
donde el paisaje siempre es el mismo,
el hombre hurga en sí
cada vez más hondamente.

Como ciertos animales
consumen de su propia despensa,
sólo hibernan aquellos
que pueden alimentarse de sí mismos.








FORMACIONES

En el inicio,
cuando la armonía hacía un raro ruido,
gemía el caos.

Luego fue la procelosa apariencia del mar.

En esta era,
esta estrecha secuencia de tiempo
se libera del Gran Tiempo,
como una isla que se desprende de una península,
de una banquisa silenciosa.






AN ARCTOS

Donde se forman los vientos, las lluvias
y la mínima flora del eslabón primero.

Inflorescencia de estrellas,
como malvas parcelas cósmicas
donde alguien piensa en ti






El último adiós

Me he quedado para siempre
en la latitud de los ochenta grados
y ocho minutos.
Salí de la escotilla
sin volver la vista.
Como restos de un naufragio,
ahí quedan la tiniebla,
el cansancio,
el humo
y el oro desvalido de occidente.
Me llevo la belleza,
el milagro,
este frío trozo de infierno
en un menudo y difuso paraíso,
un simple e inútil edén,
una oveja esculpida por los fríos
y el antojo de las nieves mundanas.
Grandes mesetas de limpios fríos,
llevo.
Y un cielo,
un fragmento de galaxias,
un maná caído de la oscura estepa
de burbujeantes estrellas ignotas.
Parto con mi porción de noche,
con este granizo de luz desprendido
/de la Aurora,
y este gratuito silencio de la Ausencia.
Me estoy lavando el rostro
con la pura sombra de Dios.




Noche primera

Noche vasta y hermosa.

Ni Salomón
ni las joyerías más célebres de este mundo,
podrán lucir jamás una pedrería,
un vestido, un diamante más fino
que este movimiento de inútiles estrellas.

Constelaciones giratorias
danzan luminosas en torno a la Blancura
que, como un racimo de nieve,
pende de marítimos
soles galácticos:
Cruz del Sur, Hidra, Orión
titilan cerca de la Distancia Pura.

La confusión de este mundo,
la confusión de esta parte del mundo,
la confusión de esta aldea,
de estas gentes,
mi propia confusión.

Qué poco nos es menester.
Propietarios de la apariencia,
qué poco nos es menester.
Qué modo de dudar de lo Posible,
en el estrecho absoluto de la gana.

Qué soberbia confianza en lo útil,
en lo que importa nada,
en el afán que genera la indigencia
o la mera tristeza.

Qué manera de creer
en el Mercado libre de ataduras,
en ese desorden que impide llegar
hasta los bienes,
en el precio que no descansa en el valor,
en esta sórdida manera de ser ricos.

Qué modo de extraviarnos
en la mínima vastedad de la Nada,
de la Necesidad,
ese reino gris, Chestov,
destructor de toda inocencia,
creador de toda idolatría que sofoca
Lo Mejor, Lo Simple, Lo Más Puro Inútil
y que aniquila la gratuidad misma de esta noche.

Qué desperdicio esta noche, Merton.
este insorportable campamento de estrellas
gratis,
toda esta majada de ovejas.

Qué inútil este rebaño fuera de la ley,
tu orden cósmico, Heráclito, algo así
como desperdicios echados al voleo
que como faros inexorablemente lentos,
y sin prisa,
viajan hacia la sencillez del Universo.

Ulula el viento.

Y una nieve metafísica
obstruye mi tubo de respiración.

(De: Libro del frío)





Antártica I

Al crepúsculo de la última edad de hielo
quise ir lejos de los límites,
y reunir la quietud,
lo pacífico
en la soledad de un tiempo inexpugnable.

Eso era.

Cogido por vientos contrarios,
necesité asilos
por ocasionales y precarios que ellos fuesen.
No era el polo,
el recorrido era lo importante.
Pues había ahí un frío, una huella,
una nieve tan inaccesible,
que esta pura gota de blancura
es un fragmento de aurora,
un trozo de oro azul
que cada día se desprende
de tu propia Antártica,
de tu continente,
de tu propia banquiza interior.

Hubo entonces,
en un extremo de la tierra,
un punto matemático en el centro de un mar vacío
y, en el otro,
Yo,
en medio de vendavales sin fin
y donde cada punto cardinal
se aniquilaba en un abismo.

Y hubo frío,
el frío más frío de la tierra.
Y una noche,
y una soledad hubo
que nadie
ni nada
pudo darle fin.

Así, lejos de la Distracción,
sucumbí al imperio del viento y de la noche
a la soberanía implacable del frío.
Y dependiendo sólo de mis leyes,
destruí todo puente con el mundo,
todo gesto, toda nave.

Se trataba, en verdad, de la respiración,
de la circulación planetaria del aire.

Meteorológicamente hablando,
al interior de la Antártica
latía un vacío silencioso,
y la celeste águila de la nieve
muda.

(De: Libro del frío)




Nieve IX

La nieve con su frágil geografía,
sus suaves formas
y sus terribles miradas mitológicas.
Con sus estalactitas de aliento congelado,
sus cuernos, sus fauces,
sus barbas de chivo trágico
y sus alas de ávido halcón helado.

Es la nieve sobre los vastos desiertos
de las cacerías y hogueras contemporáneas.
La nieve con sus formas ofidias,
su caligrafía de estrellas,
sus divinidades egipcias,
sus babilónicos templos.

Y esa galería de nevazones prehistóricas
en las finas gargantas de estalagmitas oscuras.
Nieve de las Furias, del anhelo,
del encarnado arrepentimiento.

Vastas marejadas de sastrugis,
como jauría de perros gélidos
sorprendidos en medio de sus ladridos,
en medio de sus hambres.
La nieve con sus manadas de orangutanes blancos
en la soledad de los tiempos,
husmeando el primer paso,
la primera lágrima aterida.

Es la nieve de la Tribu Humana,
la memoria congelada de la historia
sobre todos los campamentos del mundo.

Desde la Gran Barrera,
una camada de leones blancos
otea Occidente.

(De: Libro del frío)




Perros del campamento edén

Como los alacalufes ya no cazan,
los perros –inseparables trabajadores
en la captura de la nutria- participan
de la miseria general. ¡Polícía de aseo
de los excrementos!

No tardan en morir de inanición.
Tristísimo verlos agonizando
en el barro; pelados, descarnados,
despedazados vivos por sus congéneres.

Útiles en la noche, ovíllanse entre sus amos
manteniendo el calor. Toalla en el día,
y, a veces, pañuelo.


Los perros del campamento Edén
participan de la miseria y deterioro
generales.

(DE: De la Tierra sin Fuegos)




Noche polar II

La noche,
como finísimo granado,
madura en la lejana nieve azul.

Como niña perdida en los parques,
la noche canta con sus marineros a bordo del mundo.

Y un enigma de astros
corea la arquitectura sideral.




Watauinewa, el archiviejo

Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y me habló:

Todo esto
ya nos lo había dicho Watauinewa Sef,
El Eterno en el Espacio de Arriba.
Él observa nuestros actos:
Que cada cual trabaje con esmero,
que nadie robe al otro,
que cada uno se conduzca
como es la buena costumbre de los yámanas.

Al partir de cacería pedimos:
A nosotros ser propicios hoy, Hidabuan.

Y si alguna desgracia nos sorprende, si
algún alma vuela lejos sobre el mar,
increpamos al Gran Asesino Allá Arriba:
Tú nos lo quitaste. Entonces Tú, Arriba,
Wollapatuch, ¡Sostén a nuestros hijos, mío
Padre: Tú cruel!

Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y dijo:

Sé bueno con nosotros, Padre
mío: salva nuestra canoa.

Estamos muy contentos hoy, con nuestro
padre, agregó.

(De: De la Tierra Sin Fuegos)



Shukaku ii

Ni dalias, ni cactus,
ni avellanos. Ni el aroma del ciprés.
Tampoco la frescura del álamo.

Sólo
silbos de pájaros cordiales, alturas
vegetales que oran en silencio
y huellas de seres distantes como
barcos.

Ahí, padres,
hubo la aritmética del mar,
la astrología del miedo
y bramidos de guerra en la telegrafía
irremediable de la noche.

Un faro baliza
el regreso imposible del yagán.

(De: De la Tierra sin Fuegos)

1 comentario:

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