César Borja Lavayen
(1851-1910)
Poeta, traductor, médico, político y profesor universitario, nacido en Quito, Ecuador, el 6 de febrero de 1851 y fallecido en Guayaquil el 31 de enero de 1910. Fue una de las figuras más destacadas de la vida pública ecuatoriana durante las segunda mitad del siglo XIX, en la que brilló tanto por sus dotes intelectuales como por su incesante actividad política.
Hijo de don Camilo Borja Miranda y doña Maclovia Lavayen y Gorrichátegui, vino al mundo en la ciudad de Quito debido que su padre, que era militar de profesión y ostentaba entonces el grado de capitán, había sido destinado a un acuartelamiento de dicha ciudad. Pasó allí sus primeros años de vida, y al cumplir los nueve de edad se trasladó, con los suyos, a la localidad costera de Esmeraldas, en la costa pacífica, donde su progenitor fue enviado por sus superiores.
Un nuevo cambio de destino de don Camilo Borja provocó el traslado de toda su familia a Guayaquil, ciudad en la que habría de transcurrir la mayor parte de la vida del futuro escritor. Allí completó sus estudios secundarios hasta obtener, con gran brillantez, el título de Bachiller, que le facultó para trasladarse al Perú y emprender, en la prestigiosa Universidad de San Marcos (emplazada en Lima) la carrera de Medicina.
En 1877, ya con el título de doctor en Medicina como broche de su espléndida formación académica, el joven César Borja Lavayen regresó a Guayaquil para iniciar allí una fecunda trayectoria docente, en calidad de profesor titular de la Facultad de Medicina local. Su vocacional compromiso con la ciencia de Hipócrates habría de convertirle, años después, en uno de los fundadores de la Academia de Medicina del Guayas, una de las agrupaciones de facultativos más relevantes de su país.
Al tiempo que ejercía la docencia y prestaba destacados servicios a la administración sanitaria de Guayaquil, Borja Lavayen empezó a interesarse por la política, actividad en la que se implicó hasta el extremo de asistir, en calidad de diputado por la provincia del Guayas, a la Asamblea Legislativa Nacional. Miembro, en efecto, del Congreso de los Diputados desde 1885, pronto se significó por su enconada oposición al gobierno del centrista José María Plácido Caamaño -que ocupó la Presidencia constitucional de Ecuador entre 1884 y 1888, en un difícil equilibrio entre los conservadores y los progresistas-, lo que dio pie a las autoridades gubernamentales a decretar su captura y su puesta en presidio, así como su posterior destierro del país.
César Borja Lavayen permaneció refugiado en Costa Rica hasta 1888, año en el que concluyó el mandato presidencial de Caamaño y pudo regresar a su país natal. Se afincó, nuevamente, en Guayaquil -ciudad de la que ya se consideraba hijo adoptivo-, donde continuó desplegando una intensa actividad política y cultural que le llevó, entre otras muchas iniciativas, a fundar en 1893 la Gaceta Médica, cuya dirección asumió durante muchos años.
En 1895, a raíz del estallido de la Revolución Liberal, fue convocado por sus correligionarios para que se incorporara al comité encargado de dar la bienvenida en Guayaquil a los montoneros de los generales Bowen y Sáenz. Tras la batalla de Gatazo, en la que tuvo lugar el terrible choque entre el ejército revolucionario comandado por Eloy Alfaro y las fuerzas militares del "progresismo" (integradas por los conservadores y el liberalismo católico), Borja Lavayen fue acusado de haber conspirado junto a los generales que capitaneaban a los montoneros, por lo que volvió a ser desterrado de Ecuador. El escritor buscó asilo de nuevo en Costa Rica, donde a finales del siglo XIX difundió algunos poemas dictados por su inflamado ardor patriótico, como los titulados "Patria" y "Raza de víboras", en los que arremetía directamente con el gobierno de Alfaro.
A pesar de su pública disidencia con la política de los liberales -ideología de la que el propio Borja Lavayen participaba, aunque desde posturas muy críticas con el poder-, el propio presidente Alfaro reconoció su valía y le promocionó a algunos cargos políticos de gran responsabilidad (sobre todo, en su segundo mandato, que se prolongó desde 1906 hasta 1911). Así, en 1907, cuando Borja Lavayen ya se hallaba de nuevo en Ecuador tras haber pasado cinco años de destierro, le nombró Director de Estudios del Guayas.
Miembro de número de la Academia Ecuatoriana, el escritor de Quito regresó a su ciudad natal para ocupar allí el relevante cargo de Rector de la Universidad Central de Ecuador, al que había sido promovido también por deseo expreso de Eloy Alfaro, quien no tardó en nombrarle Ministro de Instrucción Pública. Posteriormente, Borja Lavayen ocupó otras carteras ministeriales en el gabinete gubernamental del Presidente Alfaro, como la de Relaciones Exteriores (1908) y la de Hacienda (1909).
Poco tiempo después, aquejado de una virulenta enfermedad, abandonó sus cargos públicos y regresó a su querida ciudad de Guayaquil, donde perdió la vida a comienzos de 1910.
Obra
En 1909, coincidiendo con su desembarco en el Ministerio de Hacienda, el autor quiteño decidió recopilar algunos de sus poemas más conocidos, que hasta entonces habían circulado impresos en periódicos y revistas de Ecuador y Costa Rica. Agrupó así, en un volumen titulado Flores tardías y joyas ajenas (Quito: Casa Editorial Proaño, Delgado y Gálvez, 1909), cuarenta y cuatro composiciones poéticas originales, y cincuenta y nueve poemas salidos de las plumas de distintos poetas franceses de la segunda mitad del XIX, a los que Borja Lavayen había leído y estudiado con fruición.
Era, en efecto, un gran conocedor de la literatura francesa contemporánea, y en especial de la poesía de los principales representantes del Simbolismo y el Parnasianismo, corrientes que quiso introducir en la literatura ecuatoriana sin que perdieran un ápice de su aroma original. Por eso incluyó en su poemario espléndidas versiones en castellano de diferentes composiciones de Leconte de Lisle, Baudelaire, Sully-Prudhomme, Verlainey José María de Herédia.
En sus primeros poemas, César Borja Lavayen milita aún en un romanticismo tardío de fuerte sesgo político e inflamado ardor patriótico, como puede apreciarse en algunas de sus composiciones no recogidas en Flores tardías... (entre ellas, las ya citadas "Patria" y "Raza de Víboras", además de "Madre" o "Cantata"), o en su célebre soneto "A Sucre": "¿Quién ha de impedir que tus reliquias guarde / el pueblo fiel que libertó tu espada, / si él las arranca de la misma nada / al tiempo ingrato, y al callar cobarde? // ¿Quién ha de impedir con temerario alarde / que las venera gratitud sagrada / aquí do en triunfo de inmortal jornada / te viera el sol que en los Pichinchas arde? // ¡Aquí, en la patria de tu fe nacida, / no muerte horrenda, bendición tuviste... / y cumbre excelsa de esplendor tu gloria! // Si en noble tierra germinó tu vida, / aquí a la vida de inmortal naciste / y esta es la Patria que te da la Historia!".
Pero, poco a poco sus versos fueron acusando la poderosa influencia de esos poetas franceses a los que leyó y tradujo con gran respeto y admiración. Y así, si bien no llegó nunca a alcanzar la sugerente capacidad evocadora de los simbolistas, sí es cierto que, en ciertas composiciones, puede considerársele como el primer cultivador de la estética parnasiana en la lírica ecuatoriana de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria. Véanse, al respecto, las marcas inequívocas del modernismo parnasiano que destacan en esto otro soneto, radicalmente alejado de la estética romántico-patriotera del anterior: "Surca el hondo remanso la piragua, / al pie de umbroso platanal esbelto, / cuyo follaje satinado y suelto / copia en su seno tembloroso el agua. // Arden las playas, al fulgir de fragua / del Sol estivo; y, en la luz envuelto, / relumbra, en chorros, el raudal, disuelto / sobre un áspero lomo de cancagua. // Como dormidos en la siesta ardiente, / yacen los campos; y, en el haz de grana / del llano, explende el implacable Estío. // Y cruza, y riega en el cristal luciente / del Esmeraldas, su sonora gama / el mirlo negro, trovador del río" ("Pan en la siesta").
Cabe, por último, reseñar algunos estudios y ensayos de César Borja Lavayen relacionados exclusivamente con su condición de galeno, como los titulados "La fiebre amarilla: apuntes sobre la epidemia de 1880" y "Geografía médica de la fiebre amarilla en el Ecuador".
Bibliografía
ESPINEL, Ileana. "César Borja Lavayen: vigente lírico", en César Borja Lavayen (Guayaquil: Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana, s.d.).
FALCONI VILLAGÓMEZ, José Antonio. "Los parnasianos", en Poetas parnasianos y modernistas (Puebla [México]: Ed. Cajica, 1960).
César Borja era un poeta clásico en el fondo, neoclásico si preferís llamarlo, pero de factura modernista en alguna de sus composiciones y arrastrando una herencia de cantor romántico de la que no podía evadirse. Prueba de lo anterior es su Oda, «Fin de Siglo», dedicada al Mariscal de Ayacucho, y firmada a fines del siglo XIX, compuesta en sonoros endecasílabos, pero sin la entonación pindárica de Olmedo. No obstante lo cual, un crítico tan autorizado como don Remigio Crespo Toral, en su Estudio sobre Poetas Hispano-Americanos, anota: «poderoso para la evocación de la Historia, está llamado a representar en el arte nacional la nota más alta: la épica en el sentir de la palabra». Pero no perseveró en el género. Para respaldar nuestro aserto de que Borja fue el precursor de los modernistas basta citar al indiscutible crítico don Isaac J. Barrera, quien en su magnífica Historia de la Literatura Ecuatoriana, asevera lo siguiente: «la primera repercusión literaria que alejaba al escritor de la modalidad cultivada preferentemente en nuestro país, se la debe a César Borja, 1852-1910». Conviene rectificar la fecha de su nacimiento que todos sus biógrafos la fijan equivocada, siendo así que nació en 1851, dato consignado por su señora hija doña Rosa Borja de Ycaza, distinguida cultora de las Letras, y quien nos lo ha comunicado verbalmente. El escritor Barrera, inapelable crítico, añade lo que sigue: «nació en Quito, pero toda su niñez y su juventud, la educación y el ímpetu vital, recibieron la influencia del litoral, y, especialmente, de Guayaquil. Guayaquileño fue por formación y afectos». Fue, pues, guayaquileño por prescripción, según el Código Civil, como diría Juan sin Cielo.
Su predilección para traducir poetas franceses: parnasianos y simbolistas, en lugar de verter a nuestro idioma a Racine, Molière, o siquiera Hugo, el de Los Castigos, de quien tiene el élan vital, está probando el acorde de su nueva sensibilidad, mientras sus contemporáneos recordaban por sus versos a Quintana, Núñez de Arce y Bécquer.
Borja usó la turquesa clásica para vaciar sus versos. Tiene sonetos con endecasílabos perfectos, como los usados por Petrarca e introducidos por Boscán en la Península. Igual en acentuación a los atribuidos a Santa Teresa:
no me mueve mi Dios para quererte.
compuesto de versos yámbicos, o de sáficos que han menester ser acentuados en la 4.ª, 8.ª y penúltima sílabas como el tan conocido de Góngora:
era del año la estación florida.
Pero nunca sus endecasílabos gozaron de la licencia de los del maestro Rubén, quien en una misma estrofa, hacía combinaciones de yámbicos, dáctilos y hasta provenzales. Recordad la «Balada en honor a las musas de carne y hueso».
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
Usa también Borja el metro mayor en el alejandrino, que es más el de Ronsard que el del Arcipreste de Hita o el del Libro de Alejandro. Pero no el cultivado en la época medioeval, donde aparecen aconsonantados los cuartetos entre sí, sino rimando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, y con acentos en las sílabas sexta y decimotercia. Compuestos de dos hemistiquios perfectos, donde los heptasílabos aparecen casi separados por la pausa de cesura, al revés de los usados más tarde por Darío en su «Epístola a Lugones» y por Gabriela Mistral en «El Ruego».
Recurre al octosílabo, pero no en forma de romance, molde resucitado por los poetas modernos y que no es sino un poema de gesta; un poema de caballería en miniatura -como dice Menéndez Pelayo-, en su ilusión de acercarse los nuevos poetas al pueblo. Vana ilusión, pues asegura el crítico francés Benjamín Cremieux, que si se quiere un arte para el pueblo por fuerza tendría que ser un arte de segundo orden.
En su «Cantata», con motivo de la Exposición Nacional, introduce variedad de ritmos: endecasílabos, octosílabos, hexasílabos, heptasílabos y alejandrinos.
En su registro lírico no encontramos el eneasílabo tan preferido por los poetas modernos, a partir de los simbolistas, especialmente. No son los eneasílabos del poema de «Santa María Egipciaca», sino más bien los que recuerdan a Espronceda, Iriarte, Laverde, cuyos metros inmortalizó don Marcelino llamándoles irartino, esproncedaico y laverdaico. «La Canción de Otoño en Primavera», escrita en eneasílabos modernos por el genial nicaragüense no debió ser del gusto del espíritu conservador-literario del maestro santenderino. Como que no simpatizaba con el genio chorotega, pues al leer el «Pórtico» para el libro de Salvador Rueda, y encontrar el verso:
libre la frente que el casco rehúsa.
expresó que era el ritmo de gaita galaica, usado antiguamente:
tanto bailó con el ama del cura.
Tampoco encontramos en Borja los tercetos de arte mayor, ni mucho menos aconsonantados entre sí, a manera de los simbolistas franceses -Haracourt, por ejemplo-, ni siquiera los de arte menor, como en el poema de Darío dedicado a Goya:
Poderoso visionario
raro ingenio temerario
por ti enciendo mi incensario.
De haber escrito tercetos los hubiera hecho como los de La Divina Comedia. No nos cabe duda.
La décima la cultivó el poeta a la manera clásica. Como lo hicieran Zorrilla y Campoamor, pero lejos de imprimirle la modernidad que años más tarde le diera Herrera y Reissig.
En el libro que comentamos, después del Prólogo, figura una composición de metro alterno: versos de catorce sílabas con eneasílabos, a causa del octosílabo agudo. No nos resistimos a reproducir íntegra esa composición que es una pieza de Antología:
Piedades
¡Piedades! (¿hay humanas piedades en el mundo?)
¿Quiénes seréis vosotras? ¡ni entonces lo sabré!...
Mi sueño será eterno; mi sueño muy profundo...
¿En qué piedad reposaré?
¡Piedades! ¡oh piedades! vendréis a mis despojos:
es fuerza que al cadáver lo lleven a enterrar;
ni os tocarán mis manos, ni os mirarán mis ojos:
me llevaréis a descansar.
Mi pecho será mármol; mi sangre será nieve,
y el plasma que fue vida de espíritu y razón,
dulce panal del vermes, que en lo interior se mueve
y no lo siente el corazón.
Hay algo allí de la desolación de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, en este poeta filosófico como Guyau, el de «Genetrix Hominumque Deumque», pero su lira es multicorde, y, pronto, nos hará oír otros acentos. Pero antes reproduzcamos una estrofa más del mismo poema que bien hubiera podido firmarla Rubén Darío, el del «Responso a Verlaine», escrito en 1896 y que debió conocer Borja, pues evoca algo de su ritmo y combinación métrica; cuando escribió «Piedades»:
Y pasa y pasa el tiempo que mata y que fecunda;
y en cada planta pone la primavera fiel,
para la abeja ardiente la flor más pudibunda,
-himen, aroma y dulce miel.
Lamentablemente no tiene fecha, pero las que le siguen en el libro, llevan los años de 1885, y, en adelante. Lo que bien puede indicar que fue escrita diez años antes de la renovación lírica en el Continente.
Como ejemplo clásico de un soneto modernista, vamos a copiar «Pan en la Siesta». Es el primero de un tríptico, fechado en Esmeraldas el año de 1882. Cuando sus contemporáneos cantaban como Meléndez Valdez y Jovellanos. Y los más audaces como Campoamor y Núñez de Arce. He aquí el soneto:
Pan en la siesta
Surca el hondo remanso la piragua,
al pie de umbroso platanal esbelto,
cuyo follaje satinado y suelto
copia en su seno tembloroso el agua.
Arden las playas, al fulgir de fragua
del Sol estivo; y, en la luz envuelto,
relumbra, en chorros, el raudal, disuelto
sobre un áspero lomo de cancagua.
Como dormidos en la siesta ardiente,
yacen los campos; y, en el haz de grana
del llano, explende el implacable Estío.
Y cruza, y riega en el cristal luciente
del Esmeraldas, su sonora gama
el mirlo negro, trovador del río.
No se puede negar que es paisaje copiado por la retina de un poeta que parece parnasiano. Pero en todo el Tríptico, como en el resto de su obra no menudea la palabra bucólica, tan grata a Virgilio, ni las Filomelas, Cloris ni Bathylos tan consustanciales con poetas como Meléndez Valdez. La evolución de Borja era, pues, moderna, con raigambre clásica. A pesar del sabor romántico de algunos de sus versos.
En la «Oda a Sucre», escrita a fines del siglo XIX, aparece realmente heroico, como si un demiurgo hubiera compuesto esos versos de raíz telúrica:
De «Oda a sucre»
Qué bien estás en la infinita nada,
durmiendo, ¡oh Sucre! ¡oh redentor y mártir
sin Tabor ni discípulos!
La tierra
a sangre y fuego sus progresos hace.
El piélago, el volcán, el Sol, el rayo
son los Titanes que a la inmensa curva
de la ascendente perfección la mueven,
en fragor de catástrofes e incendios;
pero la roca primitiva, el bosque
primero, el lago en que flotó el nenúfar,
el mar hirviente, habitación del monstruo,
allá en el fondo de la entraña yacen
del Globo triunfador; fósiles negros
son que en la fragua del planeta lloran
su arder eterno, en sulfurados ríos,
venas de naphta, o cristalinas gotas,
lágrimas de carbón hechas diamantes.
Todo eso fue en la superficie bella
del Globo ardiente, esplendoroso imperio:
ora es despojo sepultado, escoria
sobre la cual; con formidable soplo,
alzó otros mundos a la luz el alma
revolución titánica del fuego.
Así en la marcha del progreso humano,
a sangre y fuego se renueva el mundo
sobre cenizas de hecatombes; genio,
virtud, denuedo, heroicidad, constancia,
trabajo, anhelo, rebelión, famina,
poder, miseria, esclavitud y crimen
a explosión de catástrofes; y, en tanto
que al filo ciego de la muerte caen
pueblos y razas que su esfuerzo dejan,
sobre ellos, otros su poder levantan.
[...]
Hay en estos versos un aliento cósmico y un espíritu vaticinador, a un mismo tiempo.
Por eso el eminente crítico y poeta doctor Remigio Crespo Toral, en su publicación: Poetas Hispano Americanos, dice de Borja: «El doctor Borja no es poeta de una sola cuerda, ni posee las alas para volar en un solo espacio. Es poeta en la extensión de la palabra, es decir, alma sonora que responde a todas las impresiones y se mueve a todos los vientos del arte. Vigoroso, de músculos de acero, luchador, juez de las multitudes, poderoso para la evocación de la historia, está llamado a representar en el arte nacional la nota más alta: la épica, en el sentir de la palabra».
Sensiblemente no prosiguió en ese camino, no quiso recoger la lira de Olmedo que había tenido acentos pindáricos en el «Canto a Junín».
La entonación heroica, si bien no ya en odas, sino en alejandrinos de corte moderno, vuelve a aparecer en la composición «Los Héroes», dedicados a los bomberos de Guayaquil. He aquí unas estrofas:
De «Los héroes»
Vosotros sois los héroes, los bravos, los ardientes;
de músculos templados al soplo de la fragua.
Vosotros sois los héroes, vosotros los valientes
de camisetas rojas y airones relucientes,
que sepultáis el fuego bajo el turbión del agua.
[...]
¡Oh Dios!... ¡la pesadumbre cedió, que resistía!
¡¿Los héroes?...! ¡ah! los héroes, con el desplome horrendo
hundiéronse en la ardiente vorágine bravía,
¡oh sacrificio! ¡Oh triunfo de llamas en orgía!
¡Oh vítores!... ¡Oh aplauso ruidoso del estruendo!...
Vosotros sois los héroes de aquel horror dantesco,
las víctimas que aplacan las iras celestiales:
víctimas que el Destino tiránico y burlesco
inmola, bajo el dombo sombrío y gigantesco
del templo donde moran los dioses inmortales...
Morir, ¡dormir!... debemos: la muerte oscura llega
un día u otro día que pasan sin memoria.
Resucitar es raro sobre la muerte ciega:
del polvo del olvido que el huracán disgrega,
resucitáis los héroes humildes a la gloria?
Nadie como él cantó a los abnegados legionarios de la casaca roja. Y es que, probablemente, si no asistió al devorador incendio del 95, presenció el devastador flagelo que consumió en llamas casi medio Guayaquil en 1906.
Otro soneto, que es un fragmento de epopeya patria y que no le cede en primor al de Numa Pompilio Llona: «La Bandera de la Patria» y que figura en los textos de instrucción primaria, es el denominado:
Dios, patria y libertad
El amor a la patria es el primero,
y el don de libertad es sin segundo.
Dios le dio patria y libertad al mundo,
y, en Dios, a patria y libertad venero.
Es patria y libertad cada lucero,
y, en cada estrella del azul profundo,
el Dios refulge del amor fecundo,
patria de luz del universo entero.
El astro Tierra que, en el libre espacio,
como un globo de nácar y topacio,
marcha hacia el norte en cadencioso vuelo,
es ¡oh feudales de la guerra insana!
la patria libre de la especie humana,
en la armoniosa libertad del cielo.
En Borja había la perfección lírica en el verso. Atendía a la eufonía, al metro y cadencia en las estrofas. Su ímpetu fogoso no le restaba melodía. Componía de acuerdo con las leyes de la preceptiva. Había música en sus rimas, pero no en tono menor, sino una especie de sinfonía heroica. Por eso exclamaba nuestro poeta:
¡Oh música! ¡Leticia sin par del Universo!
Doquiera me circunda tu espíritu sonoro;
por ti a mi mente acude para mi labio el verso,
mirlo de luz del canto, de ágiles alas de oro.
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