sábado, 26 de abril de 2014

MARÍA ANTONIA BLESA HERRERA [11.580]




MARÍA ANTONIA BLESA HERRERA

Sanlúcar la Mayor (Sevilla), 1956-1991



MARÍA ANTONIA BLESA Y EL MITO DE LA CAVERNA


Desde que Platón no dio cabida al poeta en su República, la poesía vaga sin rumbo y sin asidero alguno al que agarrarse. Vaga sin rumbo la poesía, y los poetas también, aunque Platón, por mucho que tras su pupilaje socrático ejerciera de filósofo, no acabara nunca de abandonar definitivamente la poesía, recurriendo siempre en su auxilio a la hora de abordar en filosofía sus mitos más reseñables.
Aún así, no deja de ser una piedra en el camino con la que los poetas se topan incesantemente, una y otra vez, ya que desde ese momento histórico al poeta se le exilia y su palabra, antes acogida, será la encargada de dar testimonio de lo que se relegó, de dar un nombre a todo aquello que permaneció en la sombra, oculto y despreciado como algo de lo que había que avergonzarse.
Es por ello que desde que la humanidad dio el paso decisivo para escindirse del orbe cósmico y natural, y optó con determinación por una opción más abstracta y decidida, el poeta y su palabra son agentes que amenazan los cimientos de ese nuevo orden que, con no poca violencia, se estableció y, aunque relegados, hablan del anhelo más profundo al que aspira la comunidad a la que pertenece, concediéndole un cuerpo, a pesar suyo, a todo aquello que sólo el poeta le puede otorgar.
Estamos, pues, en el reino de la empatía o, como María Zambrano nos dice al hablar de la tragedia griega, en el apremiante reino de la piedad, una piedad, si cabe, aun más honda y desmedida que aquélla, al carecer hoy el poeta de los resortes que en la Grecia presocrática lo mantuvieron en pie.

Antes de Sócrates el filósofo era, tanto o más que filósofo, runoia o vate primordial, mediador entre el mito y la realidad, lo finito y lo infinito, mediador entre lo vivo y lo inerte. Con él todo fluye como las aguas del río heracliano, idéntico y diverso al par, movido por la música de Cronos, más que por ideas o conceptos que traten de inhibirla. Sus concepciones no separan o disgregan con la pretensión de crear un sistema perfecto y encerrado en su ser. Más que separar o disgregar, religan, nos mantienen aún unidos al magma primordial, al impulso original, del que el vate y el demiurgo son –antes y ahora– sus portadores eternos, aunque, claro, en condiciones muy diversas a las que gozaron entonces.
María Antonia Blesa sabía en su fuero interno de ello. Lo sabía desde que, siendo una niña, su mirada se perdía en la exuberante floración de mundos diminutos que le proporcionaba el patio de la casa familiar, desde que seguía con la mirada la inacabable procesión de las hormigas en su parsimonioso recorrido. Lo sabía porque en ella aún palpitaba una vestal, una sacerdotisa revivida del antiguo templo de Delfos.
Su voz era y no era suya, como si sus palabras no nos remitieran a una determinada identidad, sino a algo mucho más luminoso y oscuro que, por ser infinito, sólo puede pronunciarse por vía oracular, por algo, hoy tan escondido, que sólo puede causarnos admiración y sorpresa... además de orfandad, porque es claro que aquéllos y aquéllas que la conocimos nos sentimos huérfanos de su sabiduría y modo de estar, de su saber estar, sin máscaras ni artificios, en el momento presente.

Sí, con Platón el poeta se exilia o, más bien, lo exilian a un retiro aparentemente infértil. Antes de él, las tragedias griegas exorcizaban todo el pathos que el destino infligía a las entrañas del pueblo heleno. Empédocles recorría los caminos y las gentes hacían corro en las plazas para escuchar su palabra y hacerle un hueco al pasar, para digerir sus palabras y modular en su oído sus silencios y sus ritmos. Después... ya se sabe lo que pasó. Fue necesario que el individuo emergiera, que el yo tomara cuerpo y adoptara peso y forma el ser y, tras él, todos sus atributos, como si se tratara sin más de una divinidad emergente.
En efecto, todo ello fue necesario que ocurriera como es necesario hoy repatriar al poeta y aliviar su orfandad. Entonces era evidente que a los dioses antiguos, como Sócrates nos dijo, no se les podía creer, no había que dar pábulo a todas esas patrañas de las que Homero tanto habló y que pertenecían ya al aura de otro mundo. Nació un nuevo culto, una incipiente liturgia alrededor de un nuevo dios, que achicó y agrandó a la vez, como de costumbre, el punto y el campo de mira humano en la órbita terrestre. Platón amplió su visión, y Aristóteles, ese Hegel antiguo, sistematizó lo que sus predecesores, recurriendo a diálogos y aforismos, ataron con pinzas.
Después de varios siglos, el camino abandonado reaparece otra vez. Algo más de dos milenios –si nos remontamos al siglo V a. de C.–, parece que fue suficiente para desgranar hasta el infinito la osada aventura que Sócrates propició, o al menos, en ciertos estados de conciencia, así lo percibimos.
Ella lo intuyó, pero prefirió la magia simple de las palabras simples y el gesto inadvertido. Prefirió ahogarse en las palabras mientras daba su vida por ellas, como el que da como limosna a un mendigo su último sostén, prefirió que la vida la estrechara hasta naufragar y perderse en ella irremisiblemente –mas no temas, que esta oscuridad que envuelve a mi figura, como si fuese ya una sombra o se obstinase en serlo, nada tiene que ver con la débil muerte. Muy al contrario, es una réplica y una saturación de vida.

Así vivió: dando y dándose a todo aquello que la erguía en una atalaya en la que posar su diminuto pie, tan frágil como una orquídea, tan rudo y tierno como la raíz del almez. Fue un eslabón más que se sumó a los múltiples eslabones que jalonan la senda de la poesía maldita, la que se rebela en lo más hondo y no tras el parapeto de una consigna o un parabién, la que otorga con su autoinmolación una liberación de la lóbrega cárcel que nos oprime, y anuncia con su canto un futuro presentido mucho más alentador, aunque parezca no ser así y apenas se vislumbre.
Mientras vivió, no quiso o no supo guardar las distancias, aunque se adentrara en los áridos campos de la filosofía académica. Un campo agreste se la llevó tras él, recorriendo sus senderos hasta alcanzar, en su inextricable periplo, sus dilatados confines. Guardar distancias no casaba bien con alguien que se sentía herido sin remisión. Recurrir a la máquina de escribir para propiciar las distancias no era suficiente para impedir que las palabras se le enredaran en las manos como lianas retorcidas o pámpanos rampantes. Se le enredaban y trepaban por su pecho hasta provocar su sofocación, hasta sentir que el corazón se disparaba y no era ya su corazón el que la alentaba, sino el hondo y ancho corazón del mundo.

Así vivió y, de ese modo también, aprendió a morir, a ir muriendo desprendiéndose poco a poco de los resortes que la amparaban, hasta anular, en su declive ascensional, su nombre y apellidos. Sólo a ese punto la podía llevar el ancho palpitar de su corazón y el ansia de infinito que la poseía. Sólo así podría renacer de nuevo el orbe primordial, aquel que era uno con el cosmos y la naturaleza y vagaba entre ellos sin identidad ni trabazón y sin rumbo preciso. Su rumbo más conspicuo era tener la certeza de que se vagaba por y en la divinidad, y el obstáculo más difícil de saltar era, precisamente, el que Platón fue a señalar en su mito de la caverna.
Por mucho que las corrientes nihilistas hayan denigrado su valor, considerándolo un contravalor que preconizó, siglos antes, lo que luego vino a ensalzar con creces la irrupción del cristianismo, el idealismo platónico fue una concepción filosófica que trajo consigo la liberación, más que personal, de una estirpe y una comunidad afligida por los hados adversos. Con su mito de la caverna Platón libera a Edipo y su estirpe de la controversia más terrible que pueden sufrir un ser y su comunidad: la de no encontrar el hilo que propicie la salida del laberinto en el que se hallan inmersos. Afirmar que las sombras reflejadas en sus muros no son la realidad, y que aquello que nuestros ojos ven y dan por cierto es, en realidad, un espejismo, afirmar eso, es otorgar a esa visión la fuerza y el poder de un conjuro, revela una verdad que todavía hoy (tal vez hoy más que nunca) nos deja inquietos y expectantes ante los desenlaces que nos puede deparar el momento actual.

El universo virtual de la informática y el idealismo que Platón esgrimió en su famoso mito de la caverna parecen beber, a primera vista, en las aguas de un mismo venero, de algo que se aparta o distancia del flagrante universo corpóreo que perciben o palpan los sentidos físicos. La diferencia más notoria entre ellos es aquella que nos remite a la invisibilidad. Los arquetipos platónicos no pertenecen, como Google o el club Bilberberg, a este mundo, o digamos que se pueden encontrar en él pero permanecen invisibles, y no precisamente en el estado de invisibilidad del club aludido o una multinacional, cuyos rostros no podemos verlos con claridad, aunque posean en verdad nombre y domicilio concretos. Los arquetipos platónicos, en cambio, no poseen ninguna identidad (gozan más bien de una supraidentidad divina), ni aspiran a bienes materiales de ningún tipo, pues la riqueza y la sobreabundancia es una condición que les es intrínseca, y nada del mundo contingente los puede afectar, ninguna catástrofe o perturbación atmosférica, ninguna eventualidad o fisura en el campo político o social. Entonces... ¿a qué responden estos arquetipos?, ¿qué necesidad tenemos de evadirnos de esta realidad sensorial?, ¿qué subterfugios asisten a esta ilusa y huera escapatoria?
Los asiste la necesidad imperiosa que el ser humano tiene de sentirse eterno, afirmarán algunos.
Otros dirán que esos arquetipos encubren las mismas naderías que aún defienden las oligarquías del clero y sus secuaces.
¿Se le pasará por la cabeza a alguien que Platón concibió ese mito para poner remedio a la terrible injusticia cometida con su maestro Sócrates?
La alegoría de la caverna, en gran parte, alude al titánico esfuerzo de su maestro por abrir los ojos de sus conciudadanos y apartarlos de unos mitos –además de una democracia corrupta– ya en franca decadencia, situación aquélla muy semejante a la situación en la que se encuentran hoy la religión oficial, y también –todo hay que decirlo– nuestras “democracias”, con sus políticos, tecnócratas y científicos vendidos al poder financiero, que es el único poder que nos gobierna en verdad.

Así, ni el mundo que los sentidos físicos perciben, ni aquel otro del Olimpo donde, a sus anchas, los dioses bajaban y subían y tan gratos eran al universo del poeta y al sentir popular, participan de esa dimensión intelectiva que nos permite acceder a los arquetipos platónicos. A través de ellos, Platón aprendió a guardar las distancias y no ser arrastrado por las continuas contingencias de la materia. Apeló a un universo perfecto, contrapuesto a éste otro, tan injusto y fugaz, con la intención de establecer las bases de una ética que permitiera al ser humano sentirse al abrigo del caos ocasionado por las apariencias y sus secuelas: precariedades, injusticias, sobornos y deslealtal.
María Antonia supo de ello, pero prefirió la magia simple de las palabras simples y empatizar con todo aquello que giraba y erguía a su alrededor, prefirió lanzarse al vacío para reencontrar, en su continua transformación, las múltiples formas que un sistema cerrado es incapaz de sostener y darle un abrigo.

En los sucesivos estados de ida y vuelta que, a lo largo de la historia, el ser humano entretejió, el tiempo que nos tocó en suerte es un tiempo que, aparentemente, se contrapone a aquél en que Sócrates y Platón propiciaron con su pensamiento un nuevo paradigma. Digo aparentemente, porque, en el fondo, se halla atravesado por una misma necesidad: la necesidad de hacer más real el mundo en que vivimos: la necesidad de despojarlo de tantas y tantas costras superpuestas que, a lo largo de los siglos, acabaron por desfigurar su rostro más sustancial, tergiversarlo hasta convertirlo en el universo virtual que hoy nos aflije, un universo tan cerrado y abierto como aquel de la mitología, que Sócrates tanto denostó, contraponiéndole el austero saber que su daimon le dictaba y vino a consagrar su “conócete a ti mismo”.
Este estado de “cosas” nos empuja hoy, a aquellos que nos duele el callejón sin salida donde nos hallamos inmersos, a augurar de nuevo en el vacío un nuevo paradigma, a auspiciarlo no tanto por vía intelectiva como por el palpitar y sentir del corazón, a presentirlo en el fluir de la sangre y los entresijos de nuestro cuerpo. Los excesos que remiten al mito o al raciocinio –ya nos lo advirtió Goya– terminan desembocando en una misma y delirante fascinación, un universo, tan distante y escondido, que acaba por desencadenar en nuestra almas la necesidad del acercamiento, la imperiosa necesidad de mirarnos cara a cara, al quedar desdibujados los rasgos del rostro que no acabaremos nunca de delinear.
Ella presintió ese rostro con una intensidad, que sólo en un tiempo semejante al nuestro podemos presentirlo.
María Antonia Blesa dibujó los rasgos de ese rostro con una nitidez, que se torna más plausible, ahora que el brillo de sus ojos y su tornasol de miel se hallan ausentes.

Ricardo Naise
Sevilla, 25 de febrero de 2012.

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Visitar en google María Antonia Blesa o el alba luminosa, en el blog de Félix Morales POESÍA DE AYER Y DE HOY.

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MARÍA ANTONIA BLESA
(1956-1991)



A LA MEMORIA DE UN POEMA PERDIDO

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Tu corazón se distrae entre las cosas.
Y la torre que nunca habitamos guarda el secreto de los días sagrados, vividos junto al mar.
¿A quién preguntaremos si nuestro huerto floreció ya, si las rosas cubren la entrada de la casa, si nuestros amigos siguen visitándonos cada tarde, si la hierba cubrió la herida donde los tesoros fueron escondidos?
Un día, alguien cerraría la cancela dándonos por perdidos y se acostaría en nuestra cama y sería dueño de los mismos placeres, y la misma duda le asaltaría detrás de las cortinas, acariciándonos.
Era entonces el tiempo de las granadas, el tiempo de probar el tiempo, de beber el zumo rojo y de besarnos y, de repente, el rostro de esa niñita que nos espiaba detrás de los cristales y esos barcos que llegaban al puerto nadie sabía de dónde.

Yo entonces tenía la manía de rimar; rimar los días y las noches, los nombres y las cosas, el negro y el amarillo, el bien y el mal. Entonces tú salías y me esperabas en la escalera hasta que te reconocía. Juntos bajábamos a las calles, la lluvia se apresuraba detrás de nuestros pasos. Tú me cortejabas en todas las puertas para al final ceder a la súplica de un marinero y acabar amándonos en un portal mientras cantabas.

Hemos estado persiguiéndonos durante mucho tiempo y, sin embargo, tu voz sigue despertándome a medianoche, obligándome a buscar en los armarios un olor familiar, una pluma, un espejo, un libro que hayas olvidado, y sin embargo aún no acabo de comprender esos extraños signos que tu mano traza en el fuego, que intimidan a los pájaros y ahuyentan los malos espíritus.

Tu corazón se distrae entre las cosas.
Nada nos reclama.
Y no es necesario que te advierta del silencio. El recuerdo nos protege.
Sentados junto al mar, con la lucidez de un mundo recién nacido de las aguas, esperamos la llegada de las gaviotas.

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I

Crecía la marea nocturna de risas
(!ah frescor y promesas de las playas de agosto!).
Adelfas, jazmines, buganvillas
para festejar mi amor en ascuas,
tumbada en la arena,
temblorosa de tanto sentir,
mi amor amaba de nuevo contra sí
y a través de ti
el universo entero de los tigres y la selva perdida y emboscada
(!ah amazona de tus besos!)
y en contra la corriente y la estrella apagada y el destino mudo,
en tanto el cielo laborioso de la frente
cara al cielo tejía redes de oro
por si los peces de la indómita constelación
cedían.

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II

Bajos como eran entonces los cielos
y escamados de luz
al son de los tambores y el cobre
no oímos: tú y tú.
Pero al alba
¿qué vana congratulación
con las formas vacilantes del día tuviste 
y qué olvido de mí?
Detrás de la mampara del Sol, yo
aguardaba tu nueva ebriedad...

Levantado está el lazo que nos unió
como látigo
y puesta en boca de los sirvientes
nuestro secreto.

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III

Hay un secreto oculto
en los regalos del día
y un secreto oculto
en los tormentos de la noche.

Yo podría
como un guerrero armado de bronce,
como un monje ebrio de advertencias
o como un filósofo templado en absolutos
entrar en los misterios,
pero prefiero la magia simple de las palabras simples
o el gesto inadvertido,
el roce de la escarcha
y luego la luz que calienta y envenena
mientras la sangre
se da a ríos sobre pastizales
entre el vaho de las bestias y las redondas ortigas.

La punta de iceberg de un sueño
prendida en el pelo,
ahorquillada
aun si de mal agüero...
y al viento del no querer saber,
el corazón como un trapo en los tendederos
y los niños
que golpean el aire con juncos y cañas
y ríen por lo que no ven
que es lo que digo.

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IV

Corazón de agua dos veces me maltrataste:
tú y tus peces.
!qué amarga constelación!
y qué torpe mensajero dentro del aire mío.

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V

Deja que sobre la hierba crecida de esta noche de invierno
extienda para descansar mi negro abrigo. Negro como mis
vestidos y mi ojo izquierdo, del que la luna se adueña
como la llama en un cuenco de aceite.

Mas no temas, que esta oscuridad que envuelve a mi figura,
como si fuese ya una sombra o se obstinase en serlo,
nada tiene que ver con la débil muerte.
Muy al contrario, es una réplica y una saturación de vida.

Es así que los nómadas del desierto usan como yo parecidos
ropajes y como yo han sido expuestos a imposibles destellos.

Mira, ahora la luna pasa a mis espaldas e ilumina tu rostro
y eso es lo que quiero: ver un gesto de animal amistad
pues nada más puedo contarte.

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VI

Desde la ciudad de Sanlúcar, muerta hace tiempo
entre las llamas de naranjos y olivares...
Y, en verdad, yo nací bajo sus escombros.
Astutas reconversiones quisieron hacerme creer que aquel
desolado paisaje era sólo fruto de mi precoz, enfermiza e
inexplicable tristeza.
Y esperé una primavera tras otra por ver surgir de aquella
fantasmagoría un indicio de vida sin misterio.
Esperé. Y quemándome el corazón en obstrusas cavilaciones
y desesperanzas, por salvaje ironía, descubrí el cielo. Y, en él,
el incontrovertible signo del instinto, las raudas flechas de las
aves migratorias, que ala con ala, muerte con muerte, grito con
grito, rasgaban el aire hacia más dulces costas.

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VII

Cuánto sufrí y cuánto gocé
en salvaje soledad
desatendida de la voz humana y de consejo
enredado mi perfil en aquellos que la la luz hacía resaltar
según la hora
y sorda y muda a mi propia canción 
en alabanza y estima de lo otro.

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VIII

Hágase la luz
y venga con ella entrelazada
la complaciente música
y los ardores del comienzo
provoquen la hostilidad
entre lo vivo y lo muerto
entre lo hermoso y lo falso
entre lo inquieto y lo quieto,
pues una vez en tierra
es preciso conocer los bandos
y distinguir la voz
y el rostro del amigo.
¿Acaso un gesto tuyo
no es una pena que me robas
y una puerta que se abre al mundo
si alegría fuese su secreto.

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CANCIÓN

Cielo azul, más que azul,
rodea y calla.
Y en mis ojos se sabe perseguido
ese extraño animal
que consigue en su lomo
mantener tantos astros
y de la noche al día
espléndido convence.

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X

!Ah! Cuenco blanco y perfumado del día
dame de beber despacio
pues todo en mí es ya excesivo.

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XI

Con tono de fácil desesperación
la joven !oh virtuosa de Delfos! 
se juega la vida.
Si se le macera el corazón
rezuma un líquido sutil de color rojo-amarillento
como el de las raíces del aal,
sustancia tan mágica como elemental
capaz de aromatizar su amargo vino
y sus pensamientos también amargos.
Y esa amalgama de instintos
de la que es signo el nudo de su codo o su rodilla,
si no se la llama por su nombre, si se la deja en paz,
de pronto se estampa en el cielo con un salto flexible
y ya no es ella la adivinada sino la que adivina.
Si se la deja en paz,
es escalera serpenteante, difícil, rebuscada
y luna en los descansillos últimos.
Quizá el tiempo riguroso
se mida por el giro veloz de su doble rostro
y las gotas de leche acre de sus pezones nerviosos.

!Oh diosa! Si menos sugerente,
si menos simple,
sacarás auténticos vaticinios de tu ábaco
y oro para incrustar en nuestros cansados ojos.
Bien, !decide! Nadie se juega la vida de puro milagro.



XII

Plenilunio,
jardín de naranjos en alto.
Yo venía de frente sabiéndolo (linda insinuación del paraíso)
pasaba de largo,
pero ella ha mirado,
ella, la que respira mal y marca un paso mayor que su altura,
me duele entera
cuando levanta la cabeza pacificadora,
hermana año tras año,
consagrada, difícil,
me duele el jardín en ella
y ella en mí,
clavándome sus ojos
ella que tiene mi cuerpo y más,
ese orden sordo sofocante de mis días hacia abajo,
de lado, de frente, de espaldas
al jardín que ama de distintas maneras.

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XIII

El hundimiento de las rutas a la vida de fondo.
Porque siempre fue esta ventana
si acaso la copa de un árbol,
un trozo de cielo
y tú sin asombro,
convaleciente de nada con desesperación.

Así cruja ahora el corazón
o subida a la última baranda
despistada, atolondrada y sin más inteligencia
que la que te concede esa pequeña altura
juzgues el horizonte helado con mirada helada.

¿Y en qué pensar?
Acaso en una Abisinia desencantada de otros.

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XIV

Y, pues no queremos cifrar la verdad
que nos mueve de pies a cabeza... !Salud!
Porque nuestro ejemplo se agrava aún más
cuando aventuramos un infinito que no nos retiene para nada,
y toda la imperturbable geometría
cede y se tambalea
ante un anchuroso y apacible río,
un pájaro,
y unas velas color azafrán.

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XV

Cuánto tiempo ya
callando dócilmente
la paloma tan blanca, que casi negra
va y viene picoteando el aire de este amplio abismo,
con su aire familiar de bodas, bautizos y enterramientos,
favoreciendo el régimen atroz de las masturbaciones
o los grandes desvelos río adentro. 
Embarcación tan blanca, que casi negra
dejó atrás el puerto y los fuegos de artificio.

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XVI

Reducir el desalojo de la prímula magníficas
que en el foro reparte y acrecienta sus dones,
como perseguir una idea por la inquietante superficie del mar,
yo te persigo Nautilus en la apuesta de mi alma.

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XVII

No soy sino la frustración repetida
de un acto de comprensión afortunado.

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XVIII

Caí desesperadamente sobre el mundo.
Caí sobre él como una sombra,
un obstinado pensamiento
dispuesto a ser, a expensas de todo
materia, forma de lo intangible.

Permanezco así en ese hábito de lo imposible.
A veces la luz me sobrecoge.
Me sobrecoge mi pureza después de tantos siglos
mientras el ocio y la ausencia de sentido me consumen.

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XIX

El corazón,
esa trama magnífica en suspensión,
esa horquilla de jazmines que sombrea el muro rojo de la sangre,
ese toldo de lienzo fresco sobre el mar ardiente,
esa palabra única: sí,
que surge tras las prolongadas noches de la sed.

Esa trama magnífica: el corazón.

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XX

Lo malo son las estrellas,
cómo vienen a caer en el agujero negro de tus manos
y no hay alabanza posible que las detenga
ni hora suficiente.

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XXI

Ya las nubes de ánsares no cruzan la ventana
y las costas de África las siento desoladas
como lo está mi grito.

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XXII

Todas las ideas las siento extranjeras -
como el vientre abultado de las venus antiguas a lo sumo
me inquietan -
mordida de fondo por ese animal de dos cabezas:
un sueño hostil y un despertar hostil -
yo no soy sino los restos pulverizados de todas mis
visiones - un cúmulo de materia desechable - muy sutil.

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XXIII

Mi belleza son las estribaciones de mi dolor.
Unos dijeron: será perfecta para el amor -
otros dijeron: no, será perfecta para la muerte -
que la suerte decida y el viento que trastorna -
cual de idénticos amantes ha de llevarla en prenda.

Miro ahora la pequeña extensión devastada de
mi cuerpo - cubierta de cenizas -
y una y otra vez vuelta a cicatrizar.
Miro la lluvia que no siento sobre las heridas -
y el toldo rojo que extiende sobre mi cabeza.
Pienso: esta lluvia que mancha purifica.
He saqueado a fuego cada uno de mis nervios.
Me he consumido en la fascinación -
luego en el estupor de la fascinación.
Callo.

El sueño llega primaveral y fuerte a mi
sangre cansada - como atrapado en un surco
que hubiese hecho un niño hace ya tiempo
para este instante - atada a la muñeca la
luna de dos cuernos y el puñal descansando
sobre el vientre, pienso, muero, y no sé
a qué dueño me debo o pertenezco.

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XXIV

Quizá algo
al fin nos libere
de esta demasiado larga jornada de la fe.

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XXV

He hablado con los hombres
que llaman poetas
que encontraron oro en su dolor.
Los he seguido en la música
cansada de sus cuerdas
que nerviosas, sensitivas,
temblaban en las horas
en que todos dormían
o se entregaban a lo ajeno como propio.

Los he visto morir
de tan cerca extraños a sí mismos
como niños bendecidos por nada
aferrados a un sueño,
un talismán querido,
ardiendo en el silencio
espeso de la muerte
como almas
entregadas a favor del viento,
seguros de pasar.

He oído en el silencio
hondo de sus corazones,
en el rictus de sus apretados labios
que no quieren mentir,
el lamento largo
de lo que cae en tierra
desde las altas esferas del cielo
o de lo que surge de las profundidades del mar,
el aire que no basta
y allá cimbrea un instante
como un junco plateado
antes de expirar,
o de aquello que del cuerpo de la tierra
arranca a la luz
para enturbiar su brillo: piedra rara de las profundidades
tasada en los mercados.

Los he visto embadurnarse el rostro
con el barro negro de los estuarios 
y decir: !ya somos!
aquí, en este instante,
encrucijada de caminos
hacia el mar del futuro
o hacia el pasado
que se estrecha en manantial.
Y he sentido el mismo temblor
que los ataba por la cintura
como haz que traba
la esperanza y la confianza en el Hombre.

Y los acompañé en sus fiestas
mientras comían la caza, la pesca y la fruta
y bebían el vino
o sorbían la miel de las colmenas
como si de sus propias almas se tratase.

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LA IDEA-DUEÑA
(algunos textos)


Se trataba de acortar la distancia entre las cosas - de vigilar el cielo - reproducir el buen momento...

Ya ilegible -
tótem inmerso en las sombras - muerto de una sola vez - cuando trenzando los juncos ataba fuerte el sentido - amarillos, rojos, azules si el pensamiento en su raro candor los hubiese igualado. Flancos descarnados por la violencia del amor - y la insufrible belleza de las islas - noche cerrada a la luz de todas las lámparas: vivo y quien vivo no me pertenece - nombre del mundo no me perteneces - nada sino severos lutos tras el viento que asola - nada sino engaño.

Ya ilegible -
a fuerza de imaginar y amar lo que se imagina - sobrecargada de savia tallada en cada fuego - cae la cabeza inútil hacia atrás - cae imprecisa como parte de un sueño, desalojada - ciega - para arrancar a lo que no huye ni aguarda un oráculo de desencajado fondo ¿bastaba una sonrisa enmarañada como arte? - roto el dintel de la puerta silenciosa - abierto un foso enorme aquí y allá - el joven agorero extiende su manta: solo queda el horror de morir tras una suerte de adoración.

Ya ilegible -
igualando a la materia que austera en el tiempo no se abastece - se conforma con él - ilegal en su extrema coherencia - indiferente y no hallada sino por sorpresa: ahí, sin más.

Viendo lo que acontecía - fui tras el hechicero y lo maldije - él impasible - vaciando de vida ese instante -y arqueada la voz como el lobo de un tigre - me dijo al oído: yo no asedio lo que está vencido por su propia sombra.

Sufro la invención de lo que se obstina en ser idea dueña - y lo que ofrece no es sino el campo de las alianzas partido en dos - y no es sino siempre la misma - avara donante dándose tregua para la gran Nada - con un registro elemental pero indefectible - con un poder de maduración que sólo el azar absorbe.

Sufro una invención que no me causa más temor que un cielo inmenso - y eso es mucho - y se acrecienta con el ruido de los pájaros con que regreso.
Subes el río espléndido de derrotas -
lejos: los campos en zig-zag - las noches fuego adentro - y la fiesta magnífica del hierro de su cuerpo.
siempre: el vandalismo de la imaginación.

Y la rosa... toda traición - toda deseo.

Esta noche no soporto el silencio de lo que duerme - no soporto mi propio silencio - ni el sagrado del pájaro que se posa en la mesa con su gran pico curvo - “nunca más” - a no ser que cayendo en un pánico repentino mude lo fácil en voluptuosidad.

Dame un lugar abierto - un espacio puro para combatir la hostilidad doméstica de las palabras - !VAMOS GIRA MÁS DE PRISA ANILLO NEGRO DEL PUERTO DE LISBOA! - mueve contigo la materia incandescente - las razones acumuladas de lo que pudo ser y no ha sido - precipítalas de entre líneas como la gran Pérdida que soy - haz saltar en pedazos los entrecruzamientos de una imaginación herida y dócil - yo escribiré con signos también negros una vieja sospecha: que desaparecida surjo en los estuarios - grave de un pudor estivo - para entregarme a aquello que llega y me mira - sin advertir el ajustado cálculo con que altero los signos - ni mi oscura - taimada destreza si extendiera los brazos. !VAMOS SUEÑA MÁS DE PRISA ANILLO NEGRO DEL PUERTO DE LISBOA! - dame una tregua para amar - o nada.

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XXVI

No es miedo a morir:
es sólo que mi obstinación
quiere al fin
ser coronada por su estrella.

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HUERTO DE LOS OLIVOS



Esta noche, huerto de los olivos, no me duele mi dolor ni el sinsentido de mi sacrificio, ni el cáliz vacío que tenderé con el último suspiro a los que amé, sino tú, amigo, sino ese sueño: cobijo donde olvidas, tu perfil tan sereno mientras sangro, mientras muero en los bordes dentados de una sola palabra: “mañana” cuyo peligro ignoras... y quiebro el horizonte de tan sin ti, tú, mi único dios, por quién en verdad me entrego. Dulce la voz extranjera de los ángeles que salmodian mientras la noche deja paso al alba del escarnio.

Anónima quedará la palabra que sembré en tus oídos cuando, a solas, el témpano se deshacía y regaba tus huertos ¿quién era el enviado? ¿qué manos fueron sino las tuyas? ¿quién multiplicó panes y peces sino tú?... ¿y quién convirtió el agua en vino sino tú en las horas en que creí me amabas?

Cafarnaum, ciudad de plata, ciudad entretejida entre los címbalos y las perlas del collar de la novia.
Cafarnaum, casa fresca y en sombra donde mi voz fue siempre la invitada.
Cafarnaum, terraza ancha sobre cielo o lecho...

Esta noche, huerto de los olivos, no me duele mi dolor ni la cruz que levantan sobre un fosforescente Gólgota. Sino tú, mi dios, cuya voluntad sigo en una preciosa inconsciencia y en mi costado manará agua en vez de sangre y todos creerán en el milagro.

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XXVII

Mi corazón tiene un doble purísimo
como las catacumbas de oro que, a veces, la luz insinúa.





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