miércoles, 9 de abril de 2014

ALFRED CORN [11.497]


Alfred Corn 

(nacido el 14 de agosto 1943) es un poeta y ensayista estadounidense.

Alfred Corn nació en Bainbridge, Georgia en 1943 y se crió en Valdosta, Georgia.

Se graduó de la Universidad de Emory en 1965 con una licenciatura en literatura francesa. Obtuvo una maestría en literatura francesa en la Universidad de Columbia en 1967.

Viajó a Francia con una beca Fulbright, donde conoció a Ann Jones, con quien más tarde se casaría. 

Carrera 

Su primer libro de poemas, All Roads at Once, apareció en 1976, seguido de  A Call in the Midst of the Crowd (1978), The Various Light (1980), Notes from a Child of Paradise (1984), The West Door (1988), Autobiographies (1992). His seventh book of poems, titled Present , appeared in 1997, along with a novel titled ' Part of His Story'.

Fue galardonado con el Premio Levinson 1982 por la revista Poetry. 

Recibió un Premio de Literatura de la Academia de las Artes y las Letras en 1983 y una beca Guggenheim en 1986. En 1987, fue galardonado con una Beca de la Academia de Poetas Americanos. 

OBRA:

All Roads at Once (1976) Viking Press ISBN 0-670-11410-3
A Call in the Midst of the Crowd: Poems (1978) Viking Press ISBN 0-670-19979-6
The Various Light (1980) Viking Press ISBN 0-670-74322-4
Notes from a Child of Paradise (1984) ISBN 0-670-51707-0
The West Door: Poems (1988) Viking Press ISBN 0-670-81956-5
The Metamorphoses of Metaphor: Essays in Poetry and Fiction (1987) Viking Press ISBN 0-670-81471-7
Autobiographies: Poems (1992) Viking Press ISBN 0-670-84602-3
Part of His Story: A Novel (1997) Mid-List Press ISBN 0-922811-29-6
Present (1997) Counterpoint ISBN 1-887178-31-7
The Poem's Heartbeat: A Manual of Prosody (1997) Story Line Press ISBN 1-885266-40-5 , (2008) Copper Canyon Press ISBN 978-1-55659-281-2
Stake: Selected Poems, 1972-1992 (1999) Counterpoint ISBN 1-58243-024-1
Contradictions: Poems (2002) Copper Canyon Press ISBN 1-55659-185-3
Tables (2013) Press 53 ISBN 1-935708-74-0

Presentamos, en versión de Guillermo Arreola, un texto del poeta norteamericano Alfred Corn (Georgia, 1943). Es autor de más de una docena de poemarios entre los que se cuentan Tables (2013), Contradictions (2002) y Stake: Selected Poems, 1972–1992 (1999). Corn ha merecido distinciones como el Levinson Prize de la revista Poetry así como  el Premio en Literatura de la American Academy and Institute of Arts and Letters.


UN DIARIO DE OREGÓN


I

Por la tarde las olas son puro vaivén
cuando la marea repunta, y el derrotado ojo se retira
a echar ancla en la escollera. Vacante de agua,
el pie del arrecife era un seco paisaje marino
de anémonas verdes y un banco de mejillones azul plomizo
crujiendo en el doloroso torrente del aire.
Los depredadores, entonces, la caléndula y las estrellas rosa hígado
caían en posturas de bailarines a los charcos entre las rocas,
vencidas contra las costras de percebes.
Ahí está ahora,
magnificada por el tiempo, observando;
tu expansivo cabello se agita, se esparce.
Recogiste una concha de mejillón vacía, pareada aún,
y me ofreciste la mitad, una vieja y deslucida cucharilla,
su diminuta concavidad perlada de grisáceos arcoiris.
Algo en tu aspecto o en la tenue luz
dice que no siempre estaremos juntos.
Al fondo, alterosos grupos de un blanco imperecedero
tañen contra la brisa del mar.
No creo que los hayas visto, o a mí, probando
la dureza de hueso en el filo de la concha.
Intenté romperla, luego la devolví a la gran fábrica
del océano donde será triturada
y renacerá como alga, pez, pájaro,
estrella –u otra instancia de su ser.



II

Aparecieron
las fiebres, luego un delirio azul nieve,
posiblemente el origen de las primeras imágenes:
de noche el paso apresurado sobre arenas audibles,
la mente escombrando la neblina 
de agitadas superficies, sentir fiebre
junto a las siluetas de las rocas.
                                               Una luna lechosa,
no, una aspirina rota trocando la aplomada bruma
en platino con su avinagrada luz.
                                                           Vimos
el reflejo de una estrella salobre en la lluvia,
de este lado el alcance de las olas…
no reconoce el sosiego;
como si pudiéramos yacer y las olas
no dejaran resonancia en nuestro oído interno,
y las mareas altas no procurasen cambios de percepción.
Los mejores temas son los que nos conmueven, los que de cerca
sigue la mano que deslizándose registra,
balancea el motivo de figura y línea.
Mis ojos se dilataron, jalé las cuentas
de textos de ensueño conforme al transcurso de cada día,
y nuestro reloj nocturno, cuadrante lunar,
crecía con el tiempo que pasábamos juntos.



III

La mañana y el sendero de un jardín: hojas que parecen
comestibles como lechuga a no ser
por sus dentados márgenes, que prometían un ácido jugo verde.
Hortensias, enormes esponjas índigo,
los carnosos pétalos ensopándose de rocío.
Flores de lavanda –una primavera
delincuencial–, doblegadas ebriamente en sus vapores,
me tocaron un hombro cuando pasé, un baño
matinal…
                        Dije, durante nuestra caminata
del bosque mar arriba: “Sólo dos cosas
hacen que la vida valga la pena.
Una es el amor.”
            – “¿Y la otra?”
            – “La memoria.”

Parecía verdad: ¿de qué otra forma transcurren las muertas
extensiones  del tiempo sin abrir el álbum
de desgastadas fotografías, antiguos errores, bailes de antaño?
¿Sin el tacto y los centelleos de la piel, sin sábanas, sin las apagadas chimeneas de ojos a medio cerrar? Siempre menos ferviente
que yo, tú sugerías: “conversación, arte,
alimento, bebida”. Un compendio razonable.
Ascendimos por una extraña colina, iluminada
con la plata que se filtraba entre  las hojas; practicando el naturismo,
el amor, la memoria. Viéndonos cómo nos movíamos
hacia el sol –una enorme flor de latón que se abría encima de mi cabeza–,
la luz del día se estrelló contra la quietud.
                                                           Me recosté
para aclimatarme a los cambios, reposando
en mi mundo, que no reconocía el tuyo. Arriba,
endebles columnas, coronadas con tipis hechos de hojas perennes
–los abetos se mecían, boyantes, agitados de nuevo
pacíficamente en la suave brisa–. Era un azul postrero,
y el más claro índigo, una tinta esencial.
Coexistimos. Un colibrí confundió
con flores nuestras prendas en los acompasados verde y marrón
que nos envolvían. Voló con movimientos
de helicóptero; vacilaba, perplejo ante la ropa
y se fue como llegó.



IV

Al mediodía: una mezcolanza japonesa de algas morenas
crujía bajo los pies. Más adelante los secos tablones
que el mar arrastraba, esculturas abandonadas, antiguos
metales profundamente rayoneados, según nos dejaban ver sus vetas.
La arena cambia frente a nuestros ojos,
curdoroy espacioso como una ballena, prendas áridas, estampados
horizontales en apagado muaré gris.
Todo es momentáneo, los colores, las líneas.
Inventamos el mundo y una espaciosa copa para albergarlo:
vi rústico y hermoso pasto marino enraizado
en las más finas arenas, y quise decirlo.
Descubrimientos conmovedores, fiebre, flujo de arena,
voces que demandan forma para los días
que han olvidado sus colores…
Allí dio inicio todo, entre el oscilante blues y
la plata pautada. Algo haré,
versos brillantes para mí o para el uso de alguien más,
luz de otros mundos fundiéndose con éste.



V

El viaje hacia el interior  –otros árboles.
Paisajes, superficies verdes perforadas
por techos aldeanos, de tejas planas y ligeras como satín gris.
Los arces mostrando sus amarillos brotes,
y franqueamos un no pueblo cuyos señalamientos le daban nombre: 
Remoto.
            ¡Siempre es tan cansado manejar colina abajo!
Pasamos frente a mirtos y piceas en fila, sin prisa.
Reconocí el rojizo madroño,
una especie de árbol mito, que algún niño
pudo haber dibujado. Parecía tan fuera de lugar
allí entre elegantes construcciones
de picea y abeto. Las coníferas, tan arcaicas,
tan al margen del tiempo, de pie tan nuevas,
azules y sempiternos árboles de navidad.



VI

Un cementerio tierra adentro:
en la cumbre de una larga, cálida colina,
tierra enrojecida y hojas de roble oscuro;
grave formalidad de piedras inclinadas, fechadas
en los años sesenta y ochenta. “Mr. Daniel.
–Su muerte hizo más necesario al cielo.”
Debatimos la interpretación de este epitafio.
            No lejos, bajo la pordiosera sombra
de un madroño con musgo comestible, una piedra cariada
se asfixiaba bajo una telaraña de algarroba.
Unas descoloridas flores de plástico morían de hambre en el arenoso suelo,
verde-amarillo y rosa. Adiviné las verdaderas facciones
de la muerte, casi reían, y después escuché
un cascabeleo de chapulines en los tibios tallos.
¿Eran serpientes venenosas? Me sentí contento de sentir miedo
de nuevo –no gracias a la muerte, que vuelve el vivir
casi innecesario.
                        Cada quien buscamos
monumentos con nuestros nombres. Hallaste uno.
Los pensamientos eran acacias cuando me senté y los observé,
cabezas de alfileres lanzadas entre los indolentes árboles.
Cuando nos marchamos, lamentaron las piedras que no nos pudiéramos quedar.



VII

Habiendo parado en un hotel, una habitación al arbitrio del fin.
Todo encuentra margen
en zonas sombreadas –mar, amor, tiempo pasado.
El diario podría servir como un ancla,
un registro de hechos  en la más densa vaguedad.
Así fue, excepto por las omisiones, concesiones
para el tacto, ensueño, forma; y el canturreo
del detalle persistente, cambios, azules eléctricos y platas
–el modo en que después encuentras
un hilo en una textura que no parece otra cosa
más que rompecabezas y telarañas.
¿Me hospedaría
de nuevo en aquella habitación? Las pruebas del pasado
se lavan allí todavía, un manuscrito atestado
de cambios, serpenteado de supresiones.
Alguien se detiene, colocando una mano en la plateada
perilla de la puerta, intentando recordar con precisión.
Pero el instinto, rehusándose a una última
revisión, aguarda y deja la puerta entreabierta.
El océano dice que el pasado es un proyecto
con segunda parte.

 http://circulodepoesia.com/2014/02/un-poema-de-alfred-corn/




Eclipse en la habitación de un hotel II.

Algo entre el sueño y el no sueño que retrocede
treinta años y mil millas de distancia:
casi la veo a ella, de pie,
en el fregadero, lleva puesta... una blusa de algodón,
pantalones; está un poco delgada por el racionamiento,
tiene un marido en el Pacífico, tres hijos.
Echa un vistazo a los lirios turcos y a la lantana de afuera.
-No, eso fue en una casa posterior.

La luz vespertina modela su rostro
con fatiga, con bondad, una arruga de preocupación
entre las oscuras cejas. El cabello rizado,
corto y no muy arreglado. En otra habitación
alguien erra en una nota de la escala;
y ella se inclina hacia mí, un túmulo
ni más ni menos que del ser. Sonríe,
mueve la cabeza hacia uno y otro lado...

Claro que esto es posible, aunque no es real,
a menos que cada imagen que en silencio
retiene el pensamiento lo sea.
Un raro esplendor, como el de una vea,
se acopla a la tensión y al parpadeo de la memoria,
pequeña incandescencia, halo nocturno.
Surge como un regalo, un don de clarividencia
con el poder de trasladarnos, protegidos,
a casas perdidas, cuartos prohibidos,
en donde está ella, inmóvil. Pero no puede ser
la memoria. Nada recuerdo. Ausencia.

Qué llegó grotescamente, con juguetes
y pastel de cumpleaños, después me dijeron.
Al acercarse confiada la mano,
hacia los huesudos y hábiles brazos, sólo ausencia
encontró. Y la sigue habiendo
como un duelo, prosigue de modo ficticio.
El ascetismo de toda una vida.
Como si se pudiera elegir previsión
y cautela, a fin de sobrevivir.
¡Sobrevivir! El burdo deseo de durar,
imaginando lo que pudiese ser restaurado.
No me acuerdo, no obstante ver
la luz, el atardecer, cómo ella se inclina
y su silueta se ensancha, cual nube que se acerca.

en Rocinante. Chamán ediciones. nTraducción de Guillermo Arreola.




All It Is 

The flexible arc 
described by treetop leaves 
when breathing currents ripple 
a branch to one, 
then the other side. 
Or the level, quickened swell 
that follows a gust over wetlands 
home to a million reeds.

Any terrain you find arises from all 
that came before: succeeding 
event horizons from earlier eras 
brought forward by today's considered 
impetus to lift the way it looks, 
lightly, freely
out toward whatever senses you are there—
breathed into completion, a sphere,
into all it is.


Wonderbread

Loaf after loaf, in several sizes,
and never does it not look fresh,
as though its insides weren’t moist
or warm crust not the kind that spices
a room with the plump aroma of toast.

Found on the table; among shadows
next to the kitchen phone; dispatched
FedEx (without return address, though).
Someone, possibly more than one
person, loves me. Well then, who?

Amazing that bread should be so weightless,
down-light when handled, as a me
dying to taste it takes a slice.
Which lasts just long enough to reach
my mouth, but then, at the first bite,

Nothing! Nothing but air, thin air ....   
Oh. One more loaf of wonderbread,
only a pun for bread, seductive
visually, but you could starve.
Get rid of it, throw it in the river—

Beyond which, grain fields. Future food for the just
and the unjust, those who love, and do not love.



And Then I Saw 

My body, laid out on a marble slab. 
Naked but for a linen sheet tucked under 
Its chin, as though to keep the patient warm. 

A solemn band approached; identified 
The late departed with what looked like mingled 
Relief, mild satisfaction, and bereavement. 

One of them took away an arm—the right, 
Was it?—and loped off with a spring in his step. 
Which prompted others to do likewise: here 

A shoulder (suitable for crying on), 
there a foot, there an eye and there an ear. 
Plump already, one scooped out the belly. 

Just who you’d imagine claimed the head. 
Not the one I hoped tugged loose a rib. 
Some, by no means all, I knew as friends; 

But felt no bitterness, instead, acceptance. 
This, while watching their several withdrawals, 
Travelers moving farther out and deeper 

Into the ringing distance—who all began 
To flourish, somehow more intently themselves 
Than they had earlier resolved to be. 

Was glad of that, despite a fit of shivers 
(Simple human nature still presiding) 
When I took note of the rummage that remained, 

Wishing a greener plot had been marked out 
For what had breathed with so much spark and promise. 
My turn, then, to come forward for a closer 

Look; and, since no one else had carried off 
That steady, flexibly strung pump at rest 
Beneath the sternum, take it for my own, 

Sensing its mute but anchored trust that parts 
Lucky for others would befriend as well— 
Oh love—even the heir that flesh once named. 









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