lunes, 19 de marzo de 2012

RAMÓN ANDRÉS [6.247]


Ramón Andrés 

(Pamplona, ESPAÑA 1955)
Autor de numerosos escritos musicales y literarios. Sus libros sobre música comprenden el Diccionario de instrumentos musicales. Desde la Antigüedad a J. S. Bach (1995/2001/2009), W. A. Mozart (2003/2006), Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005; Premio Ciudad de Barcelona), El oyente infinito. Reflexiones y sentencias sobremúsica (De Nietzsche a nuestros días) (2007), El mundo en el oído. Elnacimiento de la música en la cultura (2008), Diccionario de música, mitología, magia y religión y El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza. Pertenecen a un terreno literario y ensayístico: Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca [2 vols.] (1994), Historia del suicidio en Occidente (2003) y No sufrir compañía.Escritos místicos sobre el silencio (siglos XVI y XVII) (2010). Entre los libros de poemas cabe citar La línea de las cosas (1994; Premio Ciudad de Córdoba-Hiperión) y La amplitud del límite (2000), además de la obra aforística Los extremos (2011). Ha traducido a escritores muy diversos, como Dylan Thomas (Bajoel bosque lácteo, 1997), Jean de La Bruyère (Los caracteres, 2004) y Charles Burney (Viaje musical por Francia e Italia, de próxima publicación).




YA VEREMOS

Defenderé la casa de mi padre,
dice el poeta,
             nire aitaren etxea... 
Pero hay que pensar, hay que pensarlo
―dos, tres veces― si se defiende el dolor.
Tengo piedra y madera
                                   para levantar otra.
Piedra contra piedra, mandíbula apretada,
así roemos el estar en un sitio.

El muro ante ti y detrás de ti;
detrás de ti, y el muro ante ti.

Subir a la azotea a tender sábanas;
las aves nos ven envueltos en ellas,
nos creen enfermos, siempre.
Luego las recogemos, 
preparadas ya para la noche,
que es lo propio del hogar, la oscuridad;
dobladas sobre una silla,
todavía no hecha la cama;
                            ni falta que hace,
no hay que dormir, no se puede dormir
si debe defenderse algo,
si hay que gritar y luchar 
contra el lobo,
contra la llanura del lobo,
contra el fuego de la llanura del lobo,
contra la usura,
contra el oro de la usura,
contra el mordisco en la moneda
de oro de la usura, contra la sequía.
Defender, blandir, sajar
para que algo quede en pie,
que aguante lo gris del clima.
A falta de sol, las borrascas, las trombas,
―yo soy de donde truena―,
ya se sabe qué son los valles,
todo se hace para que quede en pie.
Y nos vamos.



NUEVA BAJADA AL INFIERNO

El soldado desconocido
no lo es para la tierra, el mismo olor,
la ropa de siempre:
                               «Entra, ponte cómodo».
Una mujer como viga estriada
le da de beber,
barre las regatas de las suelas, vuelve
a su puño la camisa remangada, 
            todos callan para que duerma,
viejo amigo,
siempre el mismo rostro, el mismo trazo
de rodera en la espalda,
                                          partido en dos,
barra de pan duro, el soldado,
ya entre conocidos,
como bolas de un ábaco, color Sokúrov,
    no pasa un día
sin guerra ahí arriba, no pasa,
todos bajan por la misma escalera, a veces
alguno silba la melodía
de su bala, y recuerda
                       el disparo de camino a casa.



PUERTO DE MUNDAKA

Cada vez más sucios los poemas,
sobre todo éste,
pez que resbala
de la caja y cae sobre el enlosado,
y se ensucia con el barrillo
de las botas de caucho y los bidones,
porque la carga desagua
y el paso es inseguro por lo turbio.
Los ojos fijos como una creencia,
salpicado, en el suelo,
no pescado en el mar
donde alguien oyó de Duino
las elegías,
sino justo al otro lado,
en otras corrientes que llaman Kantauri,
Cantábrico, donde es común
el avefría, si hay temporal,
si baten las olas cada vez más oscuras
y rasgadas como sábanas pobres,
si hay un golpe seco en la escollera
y lo sientes en el vientre
lo mismo que al encajar un recuerdo.
Alguien lo devolverá al agua,
o tal vez lo limpie y lo coma,
así como el lector limpia
lo que otro ha escrito impuro.




PASEO

Cuando vas por el monte
                                y subes, subes
                                                     a veces
                    medio agachado para no pincharte
                    con la aguja del cedro,
                    o te detienes para quitarte la telaraña
                    que te llevas con el pelo o el hombro,
y su hilo se disuelve en los dedos 
porque ya no es suspensión,
y subes, aunque caes
en la cuenta de que el desnivel eres tú;
de que no hay cima, sobrepuerto,
cortante o vaguada que no sean tú. 
Y a lo transformado en sudor,
a la energía mensurable
que te vuelve expiración,
le llamarás paisaje.

Y si miras abajo, y vislumbras un claro,
o una onda de brezo, una casa
hundida como la bota en el lodo,
o un puentecillo colgante,
destablillado como la Historia,
sentirás que eres amado,
                     y que no eres amado,
y que el desnivel eres tú.

Y al caminar por una vía muerta,
por lo irregular de las calvas de grama, 
entre hierros y tuercas,
                                unas aquí, otras allá,
dispersas, ya sin fijación ni obra,
digo, cuando caminas por una vía muerta,
como aquellas de los cuadros de Kiefer,
y le das duro al paso, le das duro 
y no te detienes 
pese a tener porqué, no te detienes,
           verás que el horizonte podría ser la tela
           con que se seca cada muerto
                                                       recordado;
                                           la tela, antigua,
no se sabe cuánto, ni el carbono 14 alcanza.
Lienzo, materia cuarteada, pintura;
pero el que gotea eres tú.

Y al bajar de lo que hace unas horas 
era predicción, proximidad del águila,
astucia de saber estar encima,
verás que el desnivel eres tú,
porque tampoco a pie llano las cosas
son correlación, ni progresión,
sino desconocimiento;
              y si preguntas a quien cruza
como tú el camino,
si preguntas dónde está la costa,
que dónde la casa
que veías como una bota hundida
                                            en el lodo,
y te dice, desde su correlación:
«a un paso», verás que tú eres el paso,
que estás siempre a un paso de tu paso,
y que avanzas por el desnivel

de todo lo acordado. A un paso. Avanzas.



DESPUÉS DE LEER A WHITMAN

Otra vez, de nuevo aquí,
contento porque a simple vista
                                                reconozco
al menos treinta árboles por su nombre.
Contento, porque cruza un estornino
y ya no me pregunto
a dónde le lleva su prisa,
en qué día cae la fiesta, cuándo la cena.
Si de todas las acequias bajara
                                          un poco de agua
después de esta lluvia, 
si de todas las canciones un poco de su letra,
no preguntaríamos 
                                            si hoy
es suma, si nublado, lamento o tiempo.
Otra vez, de nuevo aquí,
con la oscuridad del mundo
                                 que es su lumbre,
como dice Rilke,
sin haber dejado nada por el camino,
sin haber encontrado más que lo útil
para estar al cabo de las cosas
y no perder aquella luminosidad
que se escinde al llegar a las ramas.
Ya no pregunto
a qué hora termina este momento,
ni por qué al otro lado de estos bosques
hay pescadores que empujan la barca
al mar como si fuera una verdad,
aquellos que antes de la pesca
                                 preparan la voz
para que resuene feliz en la lonja,
tan seguros están, y tan completos.
No piensan que los muelles
son una forma de morir,
porque también allí llega la fruta,
la cayena, la soja y el color
de los marinos que pasan de un meridiano
a otro como tú cambias de calle,
y beben
                       ―no es un tópico―
lo comprado en la última isla,
y duermen en lo estrecho y húmedo,
y saben que el mar es para soñar
no más que los algodonales o las dunas
o el reflejo de los álamos
que bordean las carreteras,
                     y así les dan una prestancia
de ruta
como si condujeran a algún lugar del cielo.



De la naturaleza


Yo soy los elementos, la soledad del remo,
aquel viento nudoso que viene de los bosques,
aquel viento hecho hazaña
que envanece los nombres de cristal
que llevarán los aires conquistados.


Si arrecio en las planicies,
apagaré la luz con que me buscas.


Cuido de alborear si no me llaman cierzo,
y silbo en las vasijas de antiguos mercaderes.
Carnal, me mundanizo en las ciudades.
Frías las manos de vivir a solas,
me alejo de los cuerpos,
porque sin calma es cárcel toda huida.


Si ondeo en los arroyos,
no tendrá el cielo dónde desnudarse.


Cuando mi voz es nieve, pronuncio la quietud,
la escarcha que termina lo que empezó una rama,
los copos destilados en las ubres.
No cruzo los portales,
permanezco en el hielo por no llevar lo blanco
a los hogares con blasón de luto.


Si doy frío al espino,
lastimaré las manos de los muertos.


Y nazco alrededor de cuantos caminantes
convoca el desamparo, reverbero en sus ojos,
candente para mí y a ellos grato,
zanja de enero, fuego
que desciende a la mina de su llama
para que vivan otros en mi calcinación.


Si prendo en los viñedos,
dormirá el humo ebrio por los puentes.


Yo soy los elementos, la inusual bonanza,
la garza que no sabe volver de los mistrales,
el animal que lame la sequía,
embarrancado mar,
trópico y polo de un país ignoto
donde el día no es cierto, por más que yo amanezca.









Declaración



No soy el centro, el centro es el principio,
el agua que cabe en nuestro sorbo,
la espiral de las aves cercando los mercados,
el hierro incandescente sumergido en el agua
para que se haga ley con el morir del fuego,
para que el tiempo exhorte al desaparecido
y lleve el sol los nombres del origen.


No soy el centro, el centro es el principio,
el espigón donde el anzuelo tensa
la caña, sus anillos, no al viento sino al fruto,
la seca mordedura del error,
la locura de Tasso y su gritar de celda,
el búho que oscurece más el valle,
porque lo detenido siempre turba.


No soy el centro, el centro es el principio,
la rodera en la cal,
la carbonilla muerta de los túneles,
el santiguarse y jamás redimirse,
el que llora confeso de infinito,
el frío que cuartea el azar de una fuente
y afila el rostro de los caminantes.


El centro es el principio, la intriga del abismo,
la cosecha irisada como cresta de garza,
la llanada, la greda, el septentrión,
las márgenes quemadas de una hacienda,
la lumbre trasijada de los pobres,
el pie llagado por el junio hirsuto.


El centro es el principio,
el tiempo de abrazar y el tiempo de alejarse,
la línea de las cosas, su mudanza,
narrar el río que jamás fluyó,
recordar mi caída a los torrentes,
saber que me precedo, que me busqué en la nada
para que un nacimiento fuera el mío.










Eso es el hombre todo


Cada giro del mundo es un olvido,
una piedra arrojada hasta alcanzarnos.
No talaré ni un árbol para el fuego,
la plenitud del tordo me guarece,
los deltas escarchados por las grullas,
su vuelo de alfiler fijando estepas,
con estrellas que caen del pasado
porque ya no hacen pie en el universo.


Vendrá de otro poema el mediodía,
el reguero de sangre contra el muro
de alguna res caliente de abundancia,
la osamenta de casas que se curten
sobre el cuero tendido en los umbrales.
Cada giro del mundo es un olvido,
conozco la inquietud del ruiseñor
mejor que las ventanas de mi alcoba,
y aunque vivo en suburbios de humo fósil,
lejano del que afirma y tiene patria,
nadie sabe que cubre mi ciudad,
al tacto de la tarde, un papel biblia
donde no hay profecías ni expulsados.










Ciclo solar


Todas las noches cubro las cúpulas sin templo,
y giro alrededor de mundos no creados,
nudo de arena el ser, cosecha aún caliente
por el adentramiento de la alondra y su luz.
Se acerca la vigilia como animal de carga
trayendo los sucesos, la alianza del espino
con eso que no soy, tierra de promisión.
Contemplo a la zancuda que picotea el lago
y vuelve con un alga para enturbiar los cielos,
ahora que el vivir es solo alegoría
y el sol es carne limpia en los ojos del náufrago.
Todo tiene su origen para que nada cambie,
el mismo encorvamiento que conminaba al griego
lo fuerzas tú en la viña para arrancar el fruto.
Todo tiene su fin, el pan del reo, el paso,
hechos del mismo hierro la ganzúa, el cerrojo,
gozne que no rechina porque nada se cierra.










Plegaria sin juntar las manos


Nadie adivina la amplitud del límite.
Que a un caballo lo forman las llanuras
se olvida, que a una mano su lenguaje.


Habrán de sombrear las migraciones
la muerte de los padres, el camino
que en ti obligaron hasta ver su tiempo
mudable en tu mirada, como el ave
que al estallido emprende el horizonte
huyendo de la tierra que anduviste.


Haya recuerdo, pero no el hogar
de los antepasados. Haya norte
y sur para el que crea en la distancia.
Prosiga a pie lo que empezó en el sueño.










A la memoria de Dylan Thomas


Hizo falta un arroyo y un ave reflejada,
la arena y el más largo capítulo del Éxodo,
milnavegados mares, las ramas del manzano
arrojadas al río, coronándose en rumbo.
Y el vientre de la madre con una especie extinta.
Y el sol debió ganar la espalda a la tormenta,
partirse en dos la fe, calzar el verde esparto.
Y hubo que hablar al padre de elegías sin tumba,
y aprender el oficio del que alentó los fuegos,
ver al delfín buscar las sombras de los buques,
latir su corazón de proa ennegrecida.
Hizo falta la ortiga, los huesos de un caballo,
el tuétano que guarda la gloria del galope,
cavar, romper el himno, ser múltiplo del cielo,
retornar a tu octubre, al médano y al mimbre,
subirse a las colinas, a dormir en graneros
donde los gallos parten el oro de un maíz
que salta como el dado con que apostar la vida.
Y el verso alejandrino, la copia de los árboles
combados en los ojos del triste y del jilguero,
la campana que ahonda la habitación vecina
hasta llegar al salmo del que dudó los valles.
Todo fue necesario, el grito de los gamos,
las zarpas del gorrión nerviosas en mi dedo,
el átomo, el silencio sin luz de los amantes,
para que al fin la muerte perdiera sus dominios.










Epitafio a una ciudadana de Amherst


Cómo dormir más bajo que las brumas,
saber que, a poco que vivamos,
nadie está a salvo de una vida entera,
contar cuántas brazadas
va hundiéndose la sombra por las torres
hasta que el sol no sea de las cosas
y la noche respire en sus nidadas.
Cómo dormir más bajo que las brumas
y ver flotar la espalda de los pueblos,
su cuerpo a la deriva hasta encallarse
en los cruces que esperan las llegadas.
Pensar, al construir un muro,
qué dejo fuera y qué confino dentro,
los granjeros de Frost, una campana
que atesa el cuello a la cigüeña
y le impide un instante cercar a su parásito;
esa campana que hace vibrar el contrafuerte
en donde se empobrece el día
que estuvo en los mercados,
y ahora escapa sin mirar a nadie,
con los pies astillados tras la helada
y las venas marcadas en la sien
cuando la nada nos levanta a pulso.










El río visto desde el bosque de los cedros


No es un dios ni es frontera,
su tarea es llevarse
la luz de las ventanas hacia el sur.
Es lo heredado, el frío,
la culebra que tiene en las planicies
el ascua más antigua del poniente,
el tirón de la anguila, la finta de su lodo.
En la vertiente nada es más eterno
que el lagrimal de un buey donde el insecto quema.
Es la niebla entre casas ya vendidas,
el silencio del último en mirar,
aquel mechón del lobo entre las zarzas.


Su germen, su costumbre,
es hacerse amarillo en el sudor
de quienes todavía esperan de las siembras.


Y cuanto menos juzga más nos ama,
no puede conocernos, como el que está de paso,
y por ello sin culpa arranca la raíz
al valle y se la ofrece a las orillas,
a la tierra más fresca de las fosas,
que seca pronto porque nadie ha muerto.


Su tarea es llevarse el cirro despeñado,
curvar al pescador como un anzuelo,
tenerlo en el sedal de su razón.


No le llegan del mar señales de reposo,
sino de los ganados que lo enturbian
y le recuerdan que es también de arcilla,
que de sus aguas nacen los cuerpos, esas manos
que nunca nos empujarán
hacia el día final de la repulsa.










Meditatio


Amar, tener la muerte en que morir,
no angostarse, pensar goces de anchura,
necesitar a todos los maestros.
Salvar la rienda tensa de relincho,
ser el plural de lo que fue unidad,
buscar consejo pero errar sin guía.
No acatar, no temer apagamientos
del azar, de la idea, y recordar:
lo que te pertenece te destruye.
Y saber que no hay hombres inocentes,
caer a solas en la siembra estéril,
y de la imperfección hacer sosiego.










Visión del infierno en homenaje a William Blake


Me llamó desde el mar, entró en el fuego,
se engalanó en la costa de una espera,
quedó el insomnio atado a las ortigas,
y con el corazón movió las lluvias.
En soledad tocó una caracola
con la que anunciar opacas alamedas,
rompió en un eco la ascensión del mirlo,
su alabanza del aire, no del cielo.
Y me exhortó, mas no era yo el llamado.
Y cogió el tiempo y lo esparció en crepúsculos,
tomó el espacio, lo dejó angostarse.
y de los pozos hizo su proverbio,
se diluyó en el hombre, en la mujer,
cruzó un arroyo anterior a Dios,
trabajó los metales para un filo.
Todo árbol tuvo nombre de ahorcado.
Sólo hubo estrellas para ser contadas.
Si la noche dudara, alumbraría.
Yo, que apenas he andado y muero exhausto,
hallé sus ríos sin ningún recodo.
Durmió bajo las grupas de las cuadras,
endureciéndose al calor rupestre.
En la sombra del cuervo tuvo el nido.
Y más pesó el crujir de la manzana
que los sacos llevando la promesa.
Me llamó por el monte, a contraluz,
remontó en la ventisca mi pasado.
Con su engaño vivía en las balanzas.
Revolvió entre los leños del castor,
pensó en imantar el sur, el este,
y así perderme en la tenaz tormenta
del que extravía un don en cada ráfaga.










Árbol solitario


Ala de un vuelo que solo fue monte,
de un ángel que buscó ser campanario.
Para ningún oficio es su tañer
de sombra convocada.
Solo apenumbra formas de pasado
en quien se llega al cerro
y ve un insecto preso en la resina,
como lo está una llama en la mirada.
Y el aura, siendo causa del principio,
rojo poniente en soledad de extremo,
a contraviento desordena el ser,
mientras Adán, irónico, envejece.








Soltura


En no ser recordado estará mi recuerdo,
en el sol que contrae la teja y en la avispa
que aprovecha la casa donde vivió la alondra,
en la niebla que falta para que el horizonte
imante lejanías y curve sus laderas.
La cereza robada, el rastro del hurón,
los árboles que forman emblemas de un bestiario,
el rebaño y el viento rodando como un huso
para bajar la lana al frío de los pueblos,
cabrán en cualquier mano.


No seré recordado.
Bienhallado el olvido. Se juntará la estrella
con el rincón del liquen, así crecieron frondas,
en todo habrá cimiento, y yo tendré los rasgos
de otra raza, la edad jamás dada a los hombres.
Se perderán galaxias como yerba arrancada
por el corzo nevado, y el trébol vivirá
con la estela pisada, se astillará la lluvia,
la cresta de los gallos cortará en su vaivén
los haces de la aurora, el eco desgajado
del nogal y el enebro, la camisa tendida
con los puños del cierzo.


No seré recordado.
Me suplirán los techos, la silla, la leñera,
el remolino de hojas que asciende sus caminos
buscándose en los troncos. Y yo no existiré,
porque nunca fui más que el huésped de las garzas,
el salitre en la cruz de una ermita costera,
la pala acostumbrada a franquear el fuego
para obtener el pan. No seré recordado,
me abrirá paso el águila festejando la nada,
nadie preguntará quién podó los frutales,
quién viene tropezando en la inmortalidad.












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