Manuel Lozano (Córdoba, Argentina, 1970) es poeta, narrador, crítico literario, ensayista, profesor y licenciado en letras, Máster en gestión educativa y Doctor Honoris Causa. Ha cursado estudios de literatura y lingüística en Europa. Es “Master en Historia de la Cultura Argentina” (Escuela de Administración Cultural -E.D.A.C-, Bs. As.), habiendo recibido la máxima calificación (10) y la medalla “Victoria Ocampo”, por su tesis “El enigma Silvina Ocampo. La Paradoja y lo Sublime”. Concluyó, en 1998, el “Master en Comunicación”, en la Fundación de Altos Estudios en Arte y Comunicación (F.A.C.U). Para ello elaboró una tesis sobre las resignificaciones de la agonía y la muerte en los mass-media. A la edad de dieciocho años, presentó en la Universidad Nacional de Córdoba, sus ensayos: “Shopenhauer y la Revelación del Budismo en Occidente”, y “Platón, Plotino y Neoplatónicos en el Renacimiento Italiano”, como así también empezó a dictar conferencias y seminarios a lo largo y ancho del país, labor que continúa desarrollando. Es autor de quince libros (que van del relato fantástico y cuasi-fantástico al ensayo y la poesía), entre ellos: “Libro de Amenemope” (Bs. As., Torres Agüero Editor, 1987), “La Línea y el Círculo” (Bs. As., Ediciones Corregidor, 1988), “Tratado sobre la Rotación de los Encantos” (Barcelona, Libros de la Isla Iluminada, 1992), “Las Caníbales”, “Jam Sessiom”, “El Enigma Silvina Ocampo” (en edición), “Bizancio bajo las aguas” (en edición, Ed. Sudamericana, Bs. As.), “Todas las noches me traías gardenias” (autobiografía ficcional de Billie Holiday), entre otros.
ALTAR PARA LA REDENCIÓN DE CALÉNDULAS
A Humberto Garza en Houston
Por la piel de sudario, en altamar,
resbalan cuentas de jade
y es mínimo este cielo,
arrojado como trapo de muerte
a la atalaya.
Las esferas se abren
para el cruel deslumbramiento de los hombres
como si vinieran del fuego
(sólo del fuego lustral de algún intercesor)
a cumplir este pacto.
El telar quiere volver en relámpago.
¿Quién nos tejería -luego del tiempo-
un árbol prodigioso, apenas visible,
donde llorar la infamia (esa madrastra enmudecida)
hasta quemarnos los ojos?
Traeré la música
escondida por los siglos de terror
en el vientre de la usura.
Música como mansión de lobos
arrebatando las antorchas de la sumisión hecha jirones.
Nupcial la sed, nupcial el mimetismo.
En cada tentación
hay realidad que me derrumba
y me alza al lenguaje y sus canteras
para hacer el mar de una muralla.
¿Cómo gritar y cantar con alabanza
mi feroz pronunciamiento de luz,
las chimeneas del sueño en los ojos de la araña,
la rueca dorada ante el desierto de sal
de África que llueve en esta jaula roja?
Musicadora lengua
tan ávida del vino de misterio.
(Cava en mis ojos un espesor de escalofrío. ¡Cava!)
Desengáñate de todo, por favor,
pero vuelve a habitarme.
Vientos de invierno
flagelan quemaduras que no digo.
No pidas treguas para la condena,
ni caireles que ahoguen mi suspiro,
pecíolos donde beber el dulcísimo pus de tu muerte.
La lluvia, sus deseos por el mundo.
La condenada a ser mendiga
entre los aguijones de un ignoto invitado
a la fiesta de tu desaparición.
¿Y por qué robas la carroza del héroe?
El merecimiento de la soledad:
duros postigos para abrir de un golpe
a las caléndulas mirantes,
las que proclaman tan cerca de mí
nada más que farsa con tiniebla, pero elegantísimas.
MANSIÓN ARTAUD
Con lepra en la garganta,
he oído
el canto de los ruiseñores.
Era el incendio
en la cueva del ausente
hacia atrás, golpeándome.
Tajos, franjas, cenizas
sobre el limo.
¿Y quién no deja dormir
en mármoles finales
el suicidio del cuervo?
Gira el teatro
arañando la sangre
sin olvidar apenas
el esplendor litúrgico.
Devueltos, al fin,
blancos portones
devolviendo el soplo,
latiendo clausura.
Para pintar
la borra de las miasmas
cuando hace frío
y aúlla en la carne.
¿Qué? ¿Quién?
Con lepra en la garganta.
He oído.
Barniz donde se pierde
el despojo,
la insistencia y el crimen.
¡Vuelvan, vuelvan los iluminados!
Será aún el pródigo
amanecer
que imanta las horas.
Sobrenada este declive.
Magnético rayo
escalando el vacío
-irrefragable nacimiento-
hasta el vacío.
Según las caras de la esfinge,
tallarán nuestra cara.
Pero ella misma agrieta
los reflejos.
Heredad vista de cerca.
¿De un solo golpe,
la ilusión?
Los clavos en la sangre.
A despertar.
A combatir.
A encender perpetuamente.
Luz que diluvia.
Rebélense los huesos
del milagro.
PLEGARIA
Crucificado en el árbol de la ciencia del bien y del mal,
adormezco el llanto con rumores
que obstinan mi oficio de profanador.
Quítame el reflejo de este aparecido.
Herrumbrosa azucena, no dejes caer
la lúcida sangre del crimen.
En tu cueva de ahogados, él se viste de luto.
¿Cuándo bajaremos?
En el declive encuentras el trébol venenoso,
los postigos raídos de esa puerta
que ya nadie abrirá bajo guirnaldas.
Linajes de fragmentos quemados
colocarían sobre el pedestal de la separación.
El labrador invoca la sombra derritiéndose
en las patas del lobo.
Nunca lo pliegues contra tu áspera carne de Adán.
Fueron largos años de exilio y migraciones.
¿Quién canta entonces prosternado en el jardín?
¿Y quién se trepa a su lápida futura
con el viento feroz entre los médanos?
Déjame la intemperie, la incerteza lujosa
del vuelo de la herida.
Arrópame en ese traje de lastimaduras.
¡Que no vean los gusanos a trasluz del rocío!
Hijo del desierto me llamaban.
Desfigúrame con alacranes de seda.
RETRATO DE FAMILIA
Un ciclón te aspiraba hacia abajo.
Tu cabeza se llenó de cangrejos y palabras
soplando desde la noche inicial.
¿Qué hiciste del tiempo cuando envejecías,
cuándo disfrazabas el cuerpo
con vestido de princesa para el ágape?
Se asesinaban mutuamente.
Dormían con las pieles de cordero que te cubren.
Hermana,
¿por qué asesinaste a la madre?
¿Por qué volcaron pus sobre tu vientre blanco?
¿Por qué te asesinaban?
EL CLARO REGRESO
Cuando el río sube con sus desperdicios
(en la difunta alegría de lo que ha sido revelado),
la mujer abre la jaula.
Una fotografía de impaciencia dirá ser su verdugo,
pero es otra la tormenta entre bambúes;
hubiera sido preciso desterrarse
hasta el no-castigo, hasta la parálisis
de quienes moran la noche
con forma de camelia y maneras de pelícano.
Es probable la escarcha,
como el amor es probable su ácido
y las lívidas rotaciones plegadas sobre el porvenir.
Acaso el testigo,
siempre el acaso merodeador
guardará la muralla.
El altísimo, acaso, ligeramente
profanara las enredaderas de tu heroica pureza.
Se inclina un insecto.
Simulado Artaud barre los desperdicios:
La vajilla está rota,
Nishapus está en llamas.
No te prepares para el encuentro.
¿Cómo creer que lo ignora,
como si hubiera arrojado los granos
de la más fría soledad en su tótem?
Nunca más recuerdos para lamer,
ni almendras dispersas.
Jamás un himno para estos perros del ayer.
Que me instiguen a huir.
Anudo la desposesión frente al prodigio.
Dejo las vanidades de este mundo.
Atrás las palabras indulgentes,
Transformadas de arriba abajo por el sacrificador.
¿Hablábamos de paraísos?
¿Cuándo me embriagaron con el nacimiento?
Aquellas fueron las frutas de tu linaje.
ÁNIMAS
Música triste y de abandono
para los vestigios de un niño muriente
en su lecho de cuarzo rojo;
para las llagas que ahorcan donde el latido
cuando sopla el abandono
como ruinas de la marioneta;
para el abrazo en fuga de su desnudez.
En un brillo hueco te somete la fiebre.
Lo frío babea un teatro desde el hombre:
Tierra madre, tierra vértigo, mendiga tierra
claveteando telarañas
hasta alcanzar el vientre fúnebre del asco.
¿Y la sombra de mi cerebro pagando su hambre
de caliente derrota sin olvido?
Se ensucia la cara con el día
y me hablas de la puerta inocente
que viene desde el fuego.
Se nutre de niebla este escenario,
de lágrimas filosas como uñas desprendidas
de tardanzas, apenas el naufragio.
¿Qué diferencia perdura
de los jóvenes dioses que velaban por ti?
(Alguien sube en la muerte
como ramera enloquecida
a golpear en su grito.)
¿Y a mí qué me reclamaría jaula
en el alto desierto?
Un poco más cerca,
los hijos de amargura venden su transparencia.
¿Y por eso tallas la música
al deseo de las ánimas,
al escalofrío del bosque?
Deja entrar las plumas de tu sangre.
En esta noche hubo esfinge.
DE UN MENDIGO EN WASHINGTON SQUARE
Y viendo el humo de su incendio, dieron voces, diciendo:
¿Qué ciudad era semejante a esta gran ciudad?
Apocalipsis, 18:18
Habría mirado las bóvedas multiplicándose
en alargadas filas contra la lluvia.
¿Cuál es el arroz, cuál ese conejo alado de Cimabue,
dónde está el yeso que trajeron de Umbría las intercesoras,
aquellas madres primeras de mi especie?
Era una mesa blanca, casi traslúcida,
vestida para la exageración y el desprecio.
Podría ser nebuloso patíbulo,
aunque nunca tablón ritual de aniversarios.
Un opulento pasajero enciende las lámparas.
Los comensales -mis hermanos- han muerto ya.
El arco solar se ha derribado.
¿Qué carpintería nómade para esta bacanal de Narciso?
¿No miras sumergirse la casa? -pregunta la figura-.
Del robo de las pieles nace el vuelo.
Y así empieza la historia.
El musgo ofrece un ácido perfume
a patio de destierro, a caireles dispersos
entre los matorrales donde juega el niño del triciclo rojo.
(Ahora reconstruye risas en mitad de su cráneo.)
¿Era la distancia de la diferencia?
¿Los harapos de la más cruel cercanía?
¿O la abisal condición para destituir a su rey,
el valimiento de un iluso crucificándose?
Rotan las cláusulas.
Se instalan en éxtasis de Pound todos los enunciados.
Pensó en la cabeza comida por insectos de su padre,
en el jugo incalculable, ahora seco,
rondando entre los dientes del pequeño difunto.
Fuiste un agujero, la grieta de mi corazón – afirma la figura-.
No habla.
Aun antes de acostarse del lado del vacío, gesticula.
(Un llamado de hidra ha regresado a la cueva.)
Brevísimo, respiran todavía sus membranas.
Nada es legendario en la dársena sacrílega.
¿En qué madejas del segundo tiempo merodeará
esta geometría del verdugo?
Va adentrándose en la palabra carente:
palabra sin inicial; juzgamiento de vigilia.
Grazna y husmea.
Que no suplique ayuda con un arpón en la boca.
Se abrieron las sienes de mi escalofrío.
Cavidades lechosas donde hubo un pasado,
¿por qué duermen así, junto a la espuma?
Son los habituales.
Son los faústicos delatores.
Son los imaginados.
Son los que agitan la lepra bajo pieles fastuosas.
¿Retornarían desde un mísero exilio?
Muerdes madera en el poema, invención extremada.
Fermentan las hojas.
Desciendo los escalones y aspiro en cuclillas
el temible torbellino de la idolatría.
Es el ruinoso chacal de esta profanación.
Lanza increíbles objetos.
Al reflejarse en el revés de un espejo de bronce
-mira paciente, hiberna con traidores-,
dibuja la espantosa raíz del simulacro.
JACOBO FIJMAN
¿Quién escarba las huellas de un reino perdido
en el agua de cenizas?
¿Quién, la sombra que vaga en un eterno presente
en que pliego mis voces debajo de esta osambre
hasta la última resurrección?
Tuve entre mis dientes la cabeza de Dios:
inmolé sus harapos.
Oí al almendro, al arce, gemir a las sirvientas,
torturar a los locos, crujir hasta el aliento.
Ciudad perdida en el relámpago, en su frío:
algo rodó por el suelo.
¿Con qué fiebre de vigía infernal
abriste, desde mi noche, las puertas del peligro?
El polvo de la fiesta es un adiós que no soborna.
¿Cómo pronunciaste los siglos que me traen estas aguas,
una alimaña en la sangre del sueño,
la roja idolatría en que me deshabito, y ardo,
y vuelvo con el resplandor de la muerte más lejos.
Una malsana luz se encendió sobre mi cara
y no pude ya respirar.
COMIENZO DE LA LLUVIA EN HARLEM
But I have that within me that shall tire
Torture and Time, and breathe when I expire.
Lady Byron
Para Cecill Villar
¿Y dónde se escondía el lóbrego sol de las derrotas?
La fábula urde en los muros la plegaria,
reconoce al visitante deformado en atavíos de sangre
y con monedas de bronce siempre indemnes por la ausencia.
El maderamen está listo.
No insistas con el decorado de los frágiles.
Parezco caer junto a estos muelles
donde yacen las lágrimas de Adán y su heredero.
Me congelas en el cuerpo de prometida arcilla.
Las caravanas llegan al festín.
Borradores del relámpago, siervos de una antigua potestad,
sellarán con luto la habitada mordedura de tu especie negra.
Nadie puede abrir -ni siquiera rasgar- la feroz tapicería
de mi duelo milenario con el agua.
En esta playa se desnudan los lobos.
La cicatriz amargará hasta la náusea lila
los colmillos de su máscara de iniciación.
Ya era tarde cuando me amamantaron.
¡Piedad!
¿Alcanzas la húmeda carne de tus hijos
como filo imborrable de navajas?
¡Despréndeme, atestíguame por la transubstanciación
de aquel reino sepultado!
¿No era atroz el amor en esas caras que ya han visto
el infierno desde el fósil de mi soledad?
En la humareda fui el primer huésped.
Ensimismado o errátil, se quiebra el sudario debajo de mi efigie.
Llueven sudarios en esta rajadura donde tiemblas huida,
donde guardan los restos de otro viaje encantado.
¿Qué nocturna Medea en esta anunciación de peligrosa alabanza?
¿Quién sobrevive a su paso por los tibios jardines?
Canta el niño ciego su dolor de pronunciarse
allí donde los ríos y el mar recogen vidrios de mi historia.
Inevitable este renunciamiento consagrado a un golpe de tinieblas.
Debajo de la piel, los huesos cantan.
Los huesos me ven.
¿Y hay catecismos de pavor que detengan a los desolladores?
La tribu arrastra los tentáculos del brujo.
Lloré hasta la lejanía del miserable en el umbral de una iglesia;
lloré hasta vaciarme los ojos en las islas del hambre y de la peste.
¡Bienvenidas memorias de tu transparencia en Orión!
Les di de beber el deseo y también la impostura
del disfraz más hermoso de este mundo.
Cada huella es un tajo de abismo, les repites.
Alrededor del camino sólo encuentras ataúdes
cubiertos por guijarros.
El emigrante perderá los vestigios de su recién nacida.
La anamorfosis del retrato inundará la hierba.
Yo he buscado la entrada, cumbre de los sortilegios.
He comprendido.
¿Por qué no cesa este llanto contagioso en las ventanas?
La letanía multiplicará mi silencio.
¿Y por qué no sube hasta aquí donde me nazco esfinge?
Mirada de trasluz. Hoy es la noche.
MELQUISEDEC
-Salmo 109-
Horas en que la lluvia sana
la herida inextinguible.
Ellos te engendran,
libándome como rocío diverso
entre sombras que vuelven al jardín,
que sueñan jardín antes de irse.
La redención cuida sus vientos de orfandad
y todavía escuchas el rumor
escondido de la tierra.
Quédate, luciente.
¿Y cuántas veces supimos restañar
el ojo en la tormenta
hasta exhumar las jerarquías,
los ritos, los linajes perplejos?
El cardo se desmembra
aun sin verlo.
Prestidigitador,
Sucede siempre en la aurora.
ESTANDARTE DE UR
La comparsa ríe
bajo la multiplicación
de una nube.
El muro es amuleto
de la lluvia.
Libre de presagios,
depositas tu cadáver
en un tajo de memoria.
Las burbujas incrustan
rehenes de dolor,
escorial de llagas.
¿Me condenas
al hormiguero de este porvenir?
¿Qué mares no nombré?
¿Qué jardín no estallaba
en mi cuerpo sin tregua?
Regresa el luciente
con la opalina azarosa
de la desventura.
Siglo a siglo
devoras el corazón
de las cenizas:
Las mordeduras vuelan.
¿Quién imagina las gradas,
las arterias, las circunvoluciones,
las artimañas de una casa
allí donde la sombra clausura
la Ópera Vigía?
Pregones abren la mudez,
salvan la diferencia.
Con una máscara de hueso
proteges al gusano.
Con la careta de trapo electrizada
astillas el límite.
DUDANTE O EL JARDÍN AMURALLADO
Omnis qui se dubitatem intelligit, verum intelligit, et de hac re quam intelligit certus est.*
Agustín, De vera religione, 39,73
Ensañada entre las cuerdas del abismo,
su boca absorbe lo que dejas.
Dice que han de incendiarse estos trigales
como antiguamente
la más turbia arena del fin.
¿Por qué la cara y el robo
de esa memoria entre los tréboles?
La verdad, lujuriosa madrastra, inventa
un desierto oscilante para escalar
la indecible vejez de la criatura.
Padre, lámeme las heridas.
Perro, lámeme las heridas.
Madre, lámeme las heridas.
Ya las manos son agua de sangre
de la noche de quien golpea harapos.
¿Y los ríos donde perder
el amarre de tus cercos de sombra
hacia el festejo de las pesadillas?
Dijiste que despertar era increíble,
entre jirones y metamorfosis.
Así extraviaste las piedras, los ríos de mármol
como cruces en el cuerpo de tus muertos.
Hubieras reclinado tu abandono
a los dientes del pájaro.
Era fácil caer, aun sin pronunciar tragedia.
Pálido doblez de un salto
que se anuncia en la noche
y sale por la alcantarilla.
Reparte sus juguetes en el funeral
de los amordazados al latido.
Invoca temblor y abre el muelle
del filoso en la ausencia.
Aplaudirían los siervos
la voz de aquel desconocido que se borra.
¿A lo lejos los desesperados,
los que sobrevienen en ataúdes concéntricos?
Son incompletos los trozos,
las bocas, el plañido, tus trofeos.
¡Qué testigos espían desde puertas lejanas,
esos astrólogos de ojos vaciados,
esparcidos entre el futuro de mis crías!
Me leían en el rayo.
Ellos bailaban.
¡Cuánto fin y comienzo
del hambre hasta la saciedad del baldío!
Risas como el suicidio de una marioneta.
Padre, perro, madre,
escalofrío de tu especie, sólo adentro,
¿por qué subes a la caliente mansión
con la leche perdida de una loba?
Apenas ardió
leíste en su rostro:
“Crucificado en la palabra.”
CANTA, LASTIMADA MÍA
Canta, lastimada mía.
Miguel de Cervantes
A Olga Orozco
¿Cómo era tu casa antes de la restauración?
Barro sobre barro
y esa debilísima lluvia que caía en las persianas,
tan esponjosa lluvia en la madera del viento,
cóncava, supliciada de la hoguera anterior al diluvio,
escurriéndose en la amarga envoltura
que la lleva a ser visión de polvo prometido en las cenizas:
caldera del escalofrío al borde de los labios.
Oscila este inmigrante sin poder atravesar siquiera,
sin apartarse del suntuoso pantano.
¿Qué ropaje amedrentado entre la fiebre y la seda,
pero más ajeno en el telar sonoro que devora la coraza del exilio
y en que anudo, de una vez por todas, mis sudarios?
Es inconsolable este doler,
este doler a grito final de condenado.
Son heladas las máquinas que ciegan, los hornos que estrangulan,
Los alfileres que irrumpen en tanta desesperación estremecida.
¿Qué escafandra necesito para probarme el castigo?
¿Y qué máscara que no se derrita?
¿Qué vértigo sufrido en este amargo trayecto hacia la noche?
Me incuba el huevo de la alianza, la cáscara lila de un martirio
donde no puedes saber quién fragua las respuestas,
bajo qué hirviente superficie se sospecha el derrumbe
y el brillo en la fisura.
Este no es un muro que separe mis sueños del sueño del planeta,
una cámara increíble para fundir la usura de los huesos,
la fábula caníbal de la historia inocente.
Corría yo por la herrumbre del palacio,
sin darme cuenta apenas de esos alambrados
ocultando a los tréboles.
Líbrame de todo mal,
de los guijarros malditos hasta el borde.
Tú me conjuras de la muerte nauseabunda, de la muerte vibrátil,
de la muerte que pudre.
La última flor de la corona fue robada,
de agobiadora vida husmeando en el residuo de dos manos que han sido,
de las solas que en un lento infinito se abominan.
Han crucificado el cadáver,
el cadáver durmiente,
raptado en ese espejo invulnerable que circunda tu infancia,
por estos arrabales sin dios y sin testigos.
¿De qué inmundo misterio engendraste a tus padres,
adónde las pupilas de inocente basilisco?
¿Son las mismas que escupían la cuna,
que zumbaban de pavor en las orejas del monstruo?
No hay peregrino tenaz ni cruel alabancioso
que limpie mi cara de Van Eyck para la aurora.
Canta, lastimada mía.
De sangre, nada más que de elegida sangre
te hiciste pedigüeña en esta hora de la sed en que me ahogas
no pudiendo levantar a aquél que sufre.
Será como una lámpara en el pequeño alféizar de una casa abandonada.
No me recuerden el crimen.
¿Cómo me diste tanta soledad si estaba lleno?
Las piedras urden lo que graba tu piel en los baldíos.
¿Cómo es entonces el camino?
Estás a punto de trizar el bloque de hielo que te encierra
en viejas, atroces migraciones al silencio
revelando ciudades partidas por un ala.
Canta, lastimada mía.
En la negrura del mar rozo mi cuerpo, mi fardo de preguntas,
esta fotografía salvada para siempre del naufragio.
Canta, lastimada mía.
La voluptuosa canta de blanco sobre un fondo rojo.
Canta en las cuevas masticando ayeres desde su porvenir milenario,
Canta, lastimada mía.
Canta ahora.
Y despréndete.
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