martes, 27 de marzo de 2012

6361.- ANTONI MARÍ



Antoni Marí (Ibiza 1944) es un poeta y ensayista . Estudió Filosofía y Letras. Profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona (1979-1989), actualmente es catedrático de Teoría del Arte en la Universidad Pompeu Fabra.
Se ha especializado en el estudio de las ideas estéticas, literarias i musicales de los siglos XVIII y XIX. El 1979 publicó la antología L'entusiasme i la quietud. Junto con Francesc Parcerisas, escribió Variacions sobre un tema romàntic: “Ombra i llum” en 1978, L’home geni (Edicions 62, 1984) que obtuvo el premio Crítica Serra d’Or, Miquel Barceló en 1984, La voluntat expressiva (1988) y Euforion (Editorial Tecnos, 1989)
Como poeta se dio a conocer en 1979 con Preludi, (Edicions dels Quaderns Crema). En 1989 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica por Un viatge d’hivern (Edicions 62). Otras obras suyas son Formes de l’individualisme (Editorial Tres i Quatre, 1994) y El desert (1997).
Como narrador, su primera obra fue El vas de plata i altres obres de misericòrdia (Editorial Pre-Textos, 1992, publicado en castellano como El vaso de plata y otras obras de misericordia con la que ganó el Premi Ciutat de Barcelona y el Crítica Serra d’Or. Otras obras suyas en narrativas son El camí de Vincennes (Tusquets), 1995 y Edicions 62, 1996) y Entspringen (2000).





Así como el día pasado ya no vuelve...


Así como el día pasado ya no vuelve,
nunca has de volver a cruzar, de este mar,
sus aguas. Nunca más
del lugar de donde vienes has de volver.
Nunca más podrás volver a ser el que fuiste,
ni hacer memoria, tan sólo, de tu recuerdo.
Nunca más tu nombre
alguno podrá decirlo,
ni recordar tu rostro ni tu frente;
ni si piedra o pájaro o vegetal tú fueras
o el leve perfil de un pensamiento súbito.


Eres la nada de transparente crin.
Eres un surco vacío. Un aliento desgarrado.
Un río seco que baja las orillas
del mar de los muertos y de los astros perdidos.
Sólo el olvido y el vacío del sueño
son, ahora, las ganancias de la temida suerte.
Sólo el invierno, el frío hasta los tuétanos,
el juicio desierto y la perdida mente
están ahora en ti y en ti se han anidado,
y devienes olvido y hielo y tiniebla.


No sabes ya quién eres. Tan sólo lo oscuro recuerdas.
El fosco animal que roe tu claridad.
Que secuestra tu mente y quiebra tus alas
y te lanza hacia abajo, abatido, como un pájaro;
como un pájaro perdido por la pendiente de lo oscuro
por la hundida cima de un largo arrepentimiento.
Pájaro vencido por el espesor del sueño
por la hechura del orden, por la sombra del camino.
Por el desaliento de haber perdido la vía
por el desconcierto de haber perdido el miedo.


V de Un viaje de invierno
(Traducción Mario Bojórquez)








Així como el jorn passat ja mai no torna,
mai més no tornaràs a travesar, del mar,
aquestes aigües. Mai més
de lloc don véns podràs tornar.
Mai més podràs tornar a ser el que fores,
ni a fer memoria, tan sols, del teu record
Mai més el teu nom ningú no podrá dir-lo,
ni recordar el teu rostre ni el teu front;
ni si pedra o ocell o vegetal tu fores
o el lleu pefil dun pensament sobtat.


Ets un no-res de transparent crinera.
Ets un solc buit. Un alè esquinçat.
Un riu eixut que baixa les vorers
del mar dels morts i del astres perduts.
Només lhivern, el fred al moll dels ossos,
el seny desert i lesment esfondrat
són ara en tu i en tu han fet niada,
i esdevens oblit i glaç i tenebror.


No saps qui ets. Tan sols lobscur recordes.
Lanimal fosc que et rou lenteniment.
Que pren la teva ment i rou les teves ales
i et llança cap avall, batut, com un ocell;
com un ocell perdut pel pendent de la fosca,
per lenfonsant cimal del llarg penediment.
Ocell vençut per lespessor del somni,
per la faiçó de lodre, per lombra del camí.
Pel desconhort dhaver perdut la via,
pel desconhort dhaver perdut la por.


V de Un viatge d′hivern










EL PRELUDIO


IV


Todo era cerrado,
sólo manaba la fuente.
Sólo la cadencia de la noche
con la oscuridad crecía.
El ámbar gris y la mica contenían
los caminos de la noche,
el curso de los años, los troncos de los árboles:
el agua embalsada desde hace tantos años
bajo los porches.
Por eso los cuerpos yertos,
resecos por las sequías, parecían reposar,
—cristales perfectos que el tiempo conformaba—,
entre el olor del almizcle y el ámbar, y el olor
de la hierba del estramonio.
Crecían los cuerpos como ramas,
querían tener el nombre que antes tuvieron.
Otra vez el empuje del viento
entre sus miembros,
llenándoles el pecho, vaciando
el aire cerrado que desde hacía tanto tiempo les abatía,
y liberarse del golpe de la herida de sombra.


¿Qué venía a decir aquella soledad inmensa?
¿Y aquella serenidad profunda y sin límites?
¿Y aquel silencio?
¿Y ese dejar correr las manos sobre los cuerpos?
¿Y los cuerpos antes yertos, ahora plenos de luz?
El libro se abrió y se abrió la estancia.
Y se iluminó la madriguera del topo y la jineta,
los hondos pasadizos.


Una brizna muy fina de polvo cubría los cuerpos,
una capa vasta de recuerdo cubría los miembros.
Amontonado el cúmulo de los años en los rincones,
sobre las mesas,
años llenos de polvo y limo entre los anaqueles.
El libro se abrió y se abrió la estancia.
Y se abrió la noche.
Y se abrieron tus ojos a la magnitud.
Y la última sombra en el oscurísimo sello contenida,
se esparció
por todas las hojas de los árboles y los libros.
Se esparcieron las simientes por los campos,
por el secano polvoriento y la polvorienta mesa,
por los volúmenes contenidos en los estantes;
por las hiedras y los líquenes de los bancales.
—Se fundió la oscuridad y vimos los caracteres—.
Y vimos el silencio.
Y vimos cómo crecían en silencio
los augurios.
Cómo crecía el ave.
Cómo crecían
las uñas y los cabellos.
Cómo crecían los árboles y las casas.
Cómo crecían la ciudad y el sueño.
Cómo crecía todo y cómo crecía el ansia.




V


He abierto los ojos y tú, ánima mía,
solitaria en la noche, penetras
el corazón oscuro del lago remotísimo.
Leve. Suavemente.
Como penetra el cuerpo la vasta sábana del mar
y como el hombre se adentra
en la cueva húmeda del amor.
Fuera para mí, dulcísimo, tu canto,
más que el olvido y el sueño.
La madrugada
se interna, intensa, en el jardín


Guiada por la única voz posible, verdadera,
del amor.
La voz que refleja un cuerpo en otro cuerpo,
y el deseo del uno en la intención del otro,
y el ardor del vocablo en el de la caricia.
Así liberas el canto a la oculta presencia,
y se conjura el conocimiento más profundo de la noche.
Todo es uno. Todo
la misma cosa, piensas.
Sólo es cambiante la apariencia.
La noche es la misma y lo es también
el imperceptible instante donde renace el conocimiento
de los nombres,
el conocimiento de la palabra y de la luz.
El conocimiento de un aire antiguo sorprendido entre
las aguas.
Es sólo un leve instante.
Un vacío en el paseo.
La claridad vacilante de los fanales al mediodía,
la impotencia de la luz frente a la claridad.
Es sólo la apariencia cambiante, dices. El movimiento
del cuerpo y de las aguas.
El agua de los porches,
y el agua del río Neckar descendiendo.
No importa el lugar de tu reposo,
tanto importa la noche y el día y la oscura mirada.
Porque más allá del ruido y del curso de los astros,
de la sucesión de la luz y la tiniebla,
más allá de la voz sumergida en los libros,
y de las voces malversadas y el olvido,
queda el espacio inmóvil, el silencio.
El perfecto avenimiento del sonido y el deseo
en el solo y único gesto posible del amante.


(Traducción de Antonio Colinas)










UN VIAJE DE INVIERNO


IX


El invierno es un hoyo. Las palabras oscuras.
El deseo, oscuro, también, como la pena.
Oscura la soledad y oscuro el ser.
Oscura la intensidad del desfallecimiento.


Oscuras las razones de tu arrepentimiento
y oscuro el recuerdo que la senda reclama.
Oscuro es todo, y oscura es el alma.
Lenta, la bajada hacia el abismo.


Más profundo aún es el desespejismo
y más oscura la blanca compañía.
Tanta y tanta es la tiranía
de este descenso y de esta muerte


que la agonía es la única suerte
que puede soportar tanta osadía.






X


¿Y aquella muerte que tú me prometiste?
¿Dónde el furtivo abrazo; la áspera
cosecha de tus sueños; la imagen
que prodigaste, loca, a mis sentidos?
Esta estelionada esquirla de mi frente,
júbilo de los astros, festín de los crepúsculos,
deshecha está por los bajeles
que a los delfines se aproximan
para que a puerto seguro los guíen sin perderse.


Sólo apariencia, deseo, tu designio.
Confusión, el tañido que mostraste.
Y el eco de tu nombre, engaño,
para la estrecha sombra de mis ojos. Ancla
para la mar extensa y expectante.


¿Qué son ahora el sueño y la muerte: la huella
de un viajero sobre el agua; el lento mar azul
que hacia un destino de silencio se desliza?
Esta voz que destruye la construcción
de todas las palabras, la razón de la ciencia
y el secreto del humano saber,
¿es la voz de la muerte, el fragor del olvido
o el recuerdo que deja en la mente de un muerto
el punto último del propio traspasar?




XI


No tengo duda ya ni tengo euforia
para gozar, sentir el pensamiento.
Me golpeó el dolor en mi cimiento
y tengo el alma por la nada sola.
(Traducción de Jaime Siles








EL DESIERTO


I


Hoy la noche no es clara, y las nubes
parecen oscurecer todavía más el paraje:
dejan caer la tiniebla como un velo de luto.
Sin embargo, la presencia del mar, lejos,
anima a la sombra,
libera del peso del sol a los árboles,
y a las piedras del peso sombrío que las domina.
Se borran los caminos, que parecen lentos,
y el lagarto se refugia debajo de las piedras.
Los muros se prolongan
y las colinas confunden sus perfiles
entre el oscuro aliento del atardecer.
Todo está quieto y el estornino, sobre la rama,
parece que duerme, aunque vigila, avaro,
el regreso de la sombra.
Ni siquiera a poniente queda nada de luz,
sólo una claridad mortecina se abre
más allá del cielo
y de la ligera presencia de los astros.
Todo, en un lento y casi imperceptible descenso,
va cerrándose en un reposo donde la quietud
no es silencio, ni espera, ni detenimiento.
Nada solamente, un vacío, un sombrío agujero,
un hoyo donde la mente se hunde y se rehace
del violento vendaval.


Aunque la soledad áspera
que ampara este lugar desvela, otra vez,
un raro pesar de retorno y despedida.
Nada. La soledad —piensas.
Sentir que estás. Que todo
es tuyo. Que nada puede ser tan todo como lo es ahora.
Que nada hay como este reposo del espíritu,
el trabajo hecho, los niños acostados.
La ropa limpia.


Es bueno sentirse ya mayor y libre y juicioso,
como estas árboles viejos que todo lo saben
o como estas piedras que ni tan siquiera puede matarlas
el recuerdo o como estos animales que corren todo el día.
O como esta casa vieja que, cada vez que vuelvo,
nos reconoce a cada uno en lo que somos
o en lo que podríamos ser y tal vez un día seremos.
No hay nada como hacerse mayor, y te ríes
de la ocurrencia.


El valle, delante de nosotros, se abre, se amplía y se deshace,
desciende entre pequeñas colinas que parecen danzar
en lo oscuro y, cada instante que pasa,
se eleva la oscuridad; la negrura llega
hasta mí y me envuelve con los hilos del ocaso
que todo lo van cubriendo bajo la oscuridad ponentina.
¿Qué es lo que, otra vez, me trae hasta aquí?
¿El lugar, resguardado del trueno y de la nube?
¿El tiempo que permanezco, perezoso, llevado
por la indolencia del verano y el no hacer nada?
¿La costumbre, habitual en mí y en todos nosotros,
de dejarse llevar por la desnudez de la mente?
¿O saberse entregado al movimiento más propio,
sumido en el sentimiento y el gozo de vivir?
¿Tal vez el retorno? ¿O es la añoranza?
¿O es la esperanza de encontrar lo que fuimos
y hemos perdido o lo que no hemos sido nunca
o lo que podríamos haber hecho de nosotros?
¿Qué es lo que, otra vez, me trae hasta aquí?






XIV
Tenue, la luz se apaga, definitiva.
De los rincones salen sombras. Y una leve
humedad, un olor viejo y salobre,
por el lugar se esparce y da
color de mar al aire quieto,
entretenido entre las ramas de los algarrobos
donde juegan los niños. Siento
las voces, amortecidas por el peso grávido del
y el espesor del aire que nos llega del mar
y de otras tardes como ésta,
en la que, desde lejos, acecho nuevamente
la llegada de la sombra,
como el que espera el regreso
de aquello que se esperaba tanto que volviera.
El jilguero que cada tarde hace sus vuelos
por el granado y los bancales, la lagartija
que se calienta al sol sobre la piedra, el viento
que, casi todos los atardeceres,
llega y despeina a la viejísima, palmera
como una adolescente estremecida.
Y nosotros que repetimos, reiterativos,
el tránsito de las horas, la sucesión
de los momentos, en una móvil recurrencia
de nosotros mismos
en medio de la inmovilidad.
El tiempo es un círculo, un teatro
circular, unos caballos que giran,
acompasados y rítmicos
—igual que la memoria, justamente—,
con las crines al viento,
embridados y cabalgados por niños
que se ríen del rostro de la gente
y de la nada, que no deja de pasar
por delante de nosotros.
El abejorro, que hace temblar la telaraña
y desvela a la araña que dormía
en su rincón, y hace que yo me acuerde
de otras noches como ésta,
donde nada dormía. Donde todo,
reanimándose, obedecía a una nueva voluntad,
a un crecimiento nuevo, a una resonancia
renovada —como la del amor y el mar,
que siempre recomienzan—
y donde nuestra sola presencia
reverdecía el jardín mustio, corrupto y marchito;
restablecía la ceniza de las flores, el polvo
de los gusanos y llenaba la cisterna
estéril y vacía.
Y los caminos llegaban claros y abiertos; salían
a otros caminos y al lecho húmedo, fangoso,
del torrente, y al horno humeante de cal.
Nada dormía y cada noche nos desvelaba
un murmullo, un sonido antes nunca escuchado,
un crujido de vigas, un
rumor de pasos por la casa de arriba,
desordenada y sin abrir,
y la rata, otra vez, arriba y abajo,
buscando el hueco donde ocultarse, cerrado
con cal viva y piedra muerta.
¿Vuelve todo otra vez?
¿O es que nada ha cambiado?
¿O eres tú, el mismo que vuelve siempre?
Y el abejorro y la rata, la lagartija y la palmera,
y la llave que chirría en el cerrojo, y la puerta
que se abre y deja entrar a lo que había quedado
en la noche, en la intemperie húmeda de la noche,
donde todos encuentran guarida protectora.


(Traducción de Vicente Valero)









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