domingo, 25 de marzo de 2012

6342.- LUCILA VELÁSQUEZ


Lucila Velásquez (San Fernando de Apure, 1928 - Caracas, Venezuela, 28 de septiembre de 2009) fue una poeta, periodista, crítica de arte y diplomática de profesión. Estuvo vinculada a la generación literaria de 1948, conocida como "Contrapunto". Fue la autora (laureada por concurso) de la letra del Himno de la Universidad de Oriente (UDO).

Publicaciones
Color de tu Recuerdo, (1949)
Amada Tierra (Premio Municipal de Poesía (1951)
Los Cantos Vivos (1955)
Poesía resiste (1955)
En un Pequeño Cielo (1960)
Selección Poética Nº 90 (1962)
A la Altura del Aroma (1963)
Tarde o Temprano (Accésit al Premio Nacional de Literatura) (1964)
Fue finalista del Premio Hispanoamericano de Poesía "León de Greiff", 1966, Bogotá, Colombia con la obra Indagación del Día (1969); Claros Enigmas (1972), Acantilada en el Tiempo (1982); Mateo Manaure, Arte y Conciencia (1989). A la par de este último texto, coincidiendo con Allen Ginsberg en USA, aparece El Árbol de Chernobyl, su obra más significativa, de ella se origina la unidad poética científica sucesiva: Algo que transparece (1991); La Rosa Cuántica (1992), El tiempo Irreversible (1995); La singularidad Endecasílaba (1995); La Próxima Textura (1997) y Se Hace la Luz, poesía, (1999).







De El Árbol de Chernobyl, Crónica de aquella ucrania primavera:


del Mar Mediterráneo este derrubio
ese viento mistral
esta altísima piedra
del oleaje de los Pirineos
debajo de la pluma radiactiva
donde apoyó su abismo
el ala invicta de la paloma de Picasso
a la caída del Icaro
propagada de aleros de Guernica
y paisajes de Horta de Ebro
con cráneos y guitarras
de la mujer que llora
naturaleza muertas
del Arbol de Chernobyl








Elegía a El Tocuyo


(Poema para el descanso de la ciudad rendida)


Abrazo tu cintura de milenaria piedra
ceñida a la musgada cintura de mi llanto.
Vengo por el inmóvil color de tus arterias
a tocar las oscuras heridas de tus campos.
Toco tus altos hombros caídos, tus murados
escudos sometidos por recónditos fuegos.
El aire de tus sienes morado por la muerte.
Tu sol de antigua rosa desflorando en el cielo.
Corro por el callado temblor de tus latidos
removiendo la yerta corteza de tus polvos.
Por tus cauces desiertos, por tus nervios trizados,
camino con el canto salvado en los escombros.
Descubro los cerrados silencios de tus puertas,
llamando en la espesura el rostro de altos muertos.
¿Dónde quedó la inerte sonrisa de la rosa?
¿Dónde la flor de un niño incorpora su aliento?
¿Quién desata tu clara mansedumbre terrestre
y en hondas cicatrices dejó tu cráneo abierto?
Dentro tus vegetales y floridas materias
demoran sus raíces bajo enterrados huesos.
¿Dónde el color trizado de tus cálidos pastos,
y tus mansos caballos desbocados en llanto?
Fustigados por hondos ijares de la tierra
dejaron sus pisadas en trémulos espacios.
¡Cuántos siglos cayeron, de pronto, como un peso!
¡Qué silencio, ciudad, madre mía, rendida!
La ira de la tierra te rozó como un beso.
Ahora liman tu cuerpo mis lágrimas, furtivas.
Tocuyo centenario, yo riego tus cenizas
y fresca, en este canto, ciudad te reconstruyo.
Levanto tus columnas, tus campos, tus arterias.
Nace en el mismo cielo la flor con que te alumbro.
Canto tu misma tierra vencida, resurrecta,
surgiendo del antiguo temblor de tus entrañas.
¡Qué alivio crece el árbol que fija tus raíces!
Yo trepo por la eterna corteza de tu savia.
¡Oid, ciudad, el canto que pulsa tu silencio:
en él alzo tu rostro de piedra milenaria!











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