Roberto Raschella
(ARGENTINA, Buenos Aires, 1930)
Roberto V. Raschella nació el 30 de septiembre de 1930, hijo de inmigrantes italianos creció y se educó en la capital porteña. Se recibió de maestro en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta en 1948, un año después se afilió al Partido Comunista y a partir de 1953 comenzó a dedicarse al guión y la crítica cinematográfica. A finales de 1964 viaja a Italia y es entonces cuando el idioma propio y el heredado se convierten en sendas poleas para que nuestro poeta de hoy desarrolle su don más preciado: la escritura. El tiempo siempre será su tema central.
Más allá de la bibliografía poética que se conoce de Raschella, Raúl Gustavo Aguirre reconoce, en su Antología de la Poesía Argentina (Ediciones Librerías Fausto, 1979), al libro Como un mestizo desencadenarse (1978), como bautismo literario. Un año después la editorial Finegan´s publicó Malditos los Gallos y en 1988 se editó Poemas del Exterminio, bajo el sello Libros de Tierra Firme. A finales de 2001 apareció Tímida Hierba de Agosto, al cuidado de la editorial cordobesa Alción Editora. Señaló el poeta argentino Martín Prieto, en el suplemento cultural del diario Clarín, en 2002: Tímida hierba de agosto parece dar paso a un Raschella menos rígido con el lector, a partir del uso de una lengua poética más cristalizada, donde la utilización de palabras italianas (“pungente”), o apenas castellanizadas por una tilde (“rúvidos”), o de cruces de giros entre ambas lenguas, que remiten a algo así como un cocoliche privado, generan un enrarecimiento que no atenta de ningún modo contra la legibilidad. Por otra parte, el autor decidió mantenerse absolutamente fiel a lo que podríamos llamar “sus temas”. ¿Sobre todo cuál? Uno encadenado: el tiempo, el paso del tiempo, la percepción del paso del tiempo.”
El Fondo de Cultura Económica, editó en 2011 La Casa Encontrada (Poesía reunida 1979-2010).
PALABRAS PARA EL ÁNGEL DE CECILIA
Ángel, tú que la guardas, yo te pido
que no la dejes un instante sola.
La vida, bien lo sabes, es a veces
un subterfugio, una expiación, un hábito.
Pero ella es inocente,
su edad se mece todavía,
entre las flores del almendro
y los compases mágicos de Mozart.
Yo sé que no soy digno,
que no merezco la infinita gracia
de hablar contigo, Ángel,
ni siquiera en la lengua rumorosa del verso.
Pero lo hago por ella que es ahora
lo mas cierto de mí, lo único noble
que acaso un día me redima y salve.
Ángel: hazla sensible y dulce,
haz que sus actos no traicionen su alma
y gobierne su amor el equilibrio
que sostiene en la noche a las estrellas.
Da sentido a su vida, dale fuerzas
para volcarla en los demás. Ayúdala
a descifrar el mundo con las armas
de la ternura y el conocimiento.
Ángel, tú que la guardas, yo te pido
lo que no tengo y desearía
poder legarle: un resto de pureza
y de confianza en el milagro.
Porque ella es inocente,
porque ella es tan pequeña que no tiene
sino su propia desnudez, su frágil
modo de estar apenas en la vida.
Yo te lo ruego,
no la abandones, Ángel.
DE LA CASA ENCONTRADA
Puede ser, puede ser: por un tiempo
trabajaré con un solo ojo, y
te miraré cruzando de nuevo
por los lugares de cada día,
un poco velado por las nubes
de mi ojo inerme. Pero mi ojo bueno
ya ve el mundo con claridad
de viejo niño, y los colores nuevamente
surgentes son la gloria de la materia
tanto tiempo ignorada por mí,
y también, por qué no,
el amado naranjo en flor.
XXI
Recuerdas, recuerdas… Era Calvero
que se llevaba una flor a la boca
y de ella comía y la flor era Terry
que danzaba inalcanzable.
Él era el pasado y la muerte
a la luz del universo.
Había luces, entonces luces hay siempre,
en los paseos por la ciudad, en los azules
insinuados del arte y la naturaleza,
detrás de las ventanas de noche,
Calvero todavía con sus ojos abiertos de comprensión
como otro enigma de la vida
y de la muerte, la mente y el corazón.
Y es la densa noche, cuando se escuchan
los gritos que invocan a dios,
bárbaros, desconsolados…
Poema de la familia
La calle, Arbol de filos. Negro paraguas.
Gravitado por la madre parca
Y un silencio de suicidas y de velos,
El escalpor cerrado, el hondo tifo,
jamás voces ni esmeralda.
El perro y el aire mueren – la baba de piedad alumbra
El patio – y cimbran por las aguas compadecedoras,
en los cálatros.
La pala desciende. Estoy partido.
Escapo al manto materno, al ojo maligno
Del ocaso, al repentino cruce de los hierros:
enero me revela, enero me enferma.
Pero es siempre paredro lo fatal.
He pasado. No se hincan por mí.
Junto a la hendija cenicienta, y aquel caballo
Saltando sobre el techo, me transpasan,
me hacen miedo. El sol calca las espaldas suspendidas
en restos de piedras, de espejismos, de narradas
palomas azulejas : ninguna forma de amor.
Pacen mordiendo medidas de sueño y vicio
los muchachos agudos, los rostros pascuales,
las sombras tempranas. Llevan espinas, llevan
dientes de cordero. Embestidos, entran y navegan:
la ciudad es una espuma de muerte, una terrenal sandalia
que los potentes míseros enciman a la lengua
parda de las capillas. (...)
de Poema de la servidumbre
I
Sólo los barones llevaban pistola.
El leñador levantaba eternamente el hacha.
Se abría la puerta de la roca,
sangraba la Límina. Ya los pastores
no daban su vida por las ovejas.
Odre de hambres, nacimientos llorados.
Había largos viajes y pequeñas verdades,
[Es cierto que no es cierto,
y quien ultraja no será ultrajado,
y el mal no sigue al mal,
ni el bien, al bien.
Que no se muere porque no se vive;
que pueden perderse todos los sentidos,
nunca el ojo,
el ojo de la guerra,
el ojo del pensamiento]
un padre abofeteado y sin garganta,
las tiendas, las lámparas,
ofensas naturales, ofensas humanas.
El pan cristiano, el pan repartido y cuadrado.
Ladrillos viejos entre la nieve de memoria igual.
Medidas intuitivas con lunario de santos.
Hablábamos siglos de estrellas, de soles,
vencidos,
fatales espejos, mármoles penitentes.
Y el abuelo entre las zanjas
ocultaba la brama de mujer plena,
y decía que la mujer de ciudad
no mira fijo no mira torcido
si es de uno o de otro.
Y decía que en la marina había
pequeños corazones de azúcar
sobre un cielo claro de ebriedades
perdidas y españoles cercados en fortalezas,
y que las mujeres llevaban
a los hombres hasta la vida.
Pero su corazón se agrió.
Un grito le cerró la boca.
Tapé. Sólo sus ojos.
La mañana bajaba sola.
En la mesa, cerca de los frutos: cortezas ya,
semillas, un olor apenas levitado
de viejas estaciones. Los frutos,
las rosas, dejadas por tus manos
como un gran pétalo en el universo.
Pero muchos males oscuros -qué mal
no es oscuro-, muchos males oscuros
tiene el hombre en el pecho,
el pecho escondido, el pecho
en furia. Y
a las rosas y a mí
nos faltó el aire,
Después,
hubo un silencio sin cuerpo,
ed io me senti svegliar dentro a lo core.
El silencio era cuatro muchachos
El silencio era cuatro muchachos que pasaban.
Había un pozo de creta delante de la iglesia.
La madre decía el pesar sobre la sangre
del hijo herido o el animal callado,
después arrojaba la desnuda madeja a la cama
que ya estaba excavada.
Temía los signos del perro de cobre puro,
el perro entre martillos de verano y hambres,
el perro que surgía de sus ojos vivo.
"¿De dónde ha llegado esa nube?".
"Ha llegado de otro mar: pasó
por la ventana y arrancó el lunario".
"Llórame, madre, entonces. Llórame
en vida, llórame".
"No. Hago votos por ti,
con toda el alma.
Pero no bailes.
Te dará vuelta la cabeza.
Oh, amargo hijo:
tú que no tienes sufrimiento
todavía, tú que heredas mi mal,
tú que has nacido con los pies de fuego...
Búscate una mujer.
Búscate un hermano, te pido.
Búscate otra tierra".
Ella era la forma mía,
la terrible pared.
El exterminio, 1978
(Fragmento)
Estos hombros del Amorcillo, núbiles,
su cuerpo que piensa, concertante, opreso.
Una gota de sangre se mueve en las nubes
y demoradas chimeneas apaisan los mármoles sombríos.
La ciudad aparece rosada. Los jóvenes bailan.
El mudo emblema del sacrificio está en las fosas
suburbanas no visitadas por vileza -
debería haber bajado con los amigos
de mi padre, los sastres retirados y absortos
en el veinte, padres a su vez de hijos
de rostros larvados y áfricos. Debería
haber bajado con los hijos hacia el mal
de nuestra propia generación, el mal
no diferente de otros males.
Y los patios de agua son el desorden de la muerte,
pingajos de pastores acuchillados,
cabezas entre luces de bengala,
horribles hormigas voladoras,
la mano del hombre sobre el muchacho español,
las águilas, en el pedestal de balila.
Ah, si tuviéramos tu arrogancia, ángel.
Si los quejidos no se oyeran ya,
y los documentos hubieran muerto con ellos,
vanos dialectos sobre la tabla común.
Si sólo tuviéramos la inteligencia de la pasión,
heréticamente turbia, como las rosas
que siguen asomando al costado de los lager...
Si el miedo hiciera humanos a quienes
creen gozar la eternidad del poderío...
Pero las catástrofes fueron inútiles,
las victorias nos silenciaron,
obras frescas avivaron la ilusión de los sirvientes:
gravemente mediocre eres, Amor.
Tu pequeña boca de niño viejo aguarda,
profana de milagros - y es tanta la sazón
exterior, tanto el íntimo desastre.
Oh ángel, el llanto en las calles
no puede ser ya llanto del intelecto,
sino llanto de todo el cuerpo,
de toda la historia revelada.
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