Víctor Sosa
(Uruguay, 1956) es poeta, ensayista, teórico de arte y de literatura, pintor y traductor de portugues. Desde 1983 vive en la Ciudad de México y en 1998 adquiere la nacionalidad mexicana. Es profesor de Literatura y Arte en diversas universidades y dirige Zona Uno, Seminario Permanente de Apreciación Poética en la Casa Refugio Citlaltépetl. De su obra destacamos Sunyata (1992, poesía, editorial Praxis); La flecha y el bumerang (1997, ensayos, Aldus); El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000, ensayo, Secretaría de Cultura de Puebla), Los animales furiosos (2003, poesía, Aldus), La saga del Sordo (2006, poesía, Praxis) o Nagasakipanema (2011, poesía, Praxis)
(Uruguay, 1956) es poeta, ensayista, teórico de arte y de literatura, pintor y traductor de portugues. Desde 1983 vive en la Ciudad de México y en 1998 adquiere la nacionalidad mexicana. Es profesor de Literatura y Arte en diversas universidades y dirige Zona Uno, Seminario Permanente de Apreciación Poética en la Casa Refugio Citlaltépetl. De su obra destacamos Sunyata (1992, poesía, editorial Praxis); La flecha y el bumerang (1997, ensayos, Aldus); El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000, ensayo, Secretaría de Cultura de Puebla), Los animales furiosos (2003, poesía, Aldus), La saga del Sordo (2006, poesía, Praxis) o Nagasakipanema (2011, poesía, Praxis)
SIN TÍTULO
Hay luz, hay árboles,
mujeres sediciosas y sedientas, hay
colibrí en el aire de la rama,
hay cebolla y laurel y luna llena,
hay un poeta que dijo: “el mundo
esta bien hecho" -y tenía razón
el alumbrado-, hay el olor del pan
sobre la mesa, el tiempo de la raíz
y de la madre, la mano amiga
sobre la curvatura del dolor
que irrumpe en el derrumbe
y nos levanta, ¿y qué otra cosa
hay?, un porvenir plural, o sea;
diversos porvenires por venir porque
“sería raro que hubiera uno sólo"
-Borges decía en su asombro-; y hay
lo innominado de las cosas (lo que
no dice Dios no dice el hombre),
esa rara certeza de lo esquivo: ámbar
savia de amor surcando sola; aquello, ay,
que se nos calla sin caerse y se dice
a sí mismo en el silencio. Yo no sé
lo que hay -cómo saberlo-, deduzco
el murmullo de un rumor de mundo,
un ronroneo de raíz, un feliz salto
selenrta de zahorí se necesita
para abarcar desde esta flecha
el blanco inalcanzable.
No hay blanco, no te ilusiones
porque aquí no hay blanco, hay
dogo encaramado en cada árbol,
hay un gruñido de tendón que aterra
a toda la planicie. No hay China
de muchachas con sus trenzas, no
te ilusiones: galope de bárbaros
imberbes y dólmenes dormidos
y algún viento entre los indistintos
ideogramas, eso es lo que hay- si es
que algo-; la mano, por ejemplo,
hundida en nada ésta, o los pectorales
de los dedos escarbando
en el sellado secreto del palmípedo,
ansiando asir /
el protoplasma invertebrado;
la mano ya hace mucho que no piensa,
no hay un solo cartílago que diga
la verdad. No te ilusiones; nunca
hubo ni antorcha ni verdad; oscuro
es el cielo del jaguar que sangra y
cela sin saber, Tu sopla, delata,
hombre, tu dolor, si puedes.
Pero la luz es un deber que impera
en cada espasmo...
De Los animales furiosos
VII
Goya mirando majas ve caprichos
y ve desastres, guerras y destierro
en ilustrados monstruos razonables.
sonsaca el pus del mármol de Minerva
amasándolo en manicomio, en aquelarre.
ni duquesa ni alba en su negrura
lo salva de ese instinto de la especie
saturnal y antropófaga: santo hospiclo
de Espana. ve un perro semihundido
sin un dios que le ladre y averno ve
y cuchillos -con Buñuel— en el aire.
¡qué mundo tan goyesco y descendientes!
viéndolo bien Quevedo nos lo advierte:
"fantásticas escorias eminentes".
De Lodos lotos
IX
Falo que vulva desflorada finge
tubérculo que tu ano esculpe y fiota
como una estalactita de antracita
como vieja vejiga antes pelota
que si al tocario se deshace, hiede
seguro no es de oro ni es bellota
De Lodos lotos
EL SORDO CERCA DE BAGDAD
¿Nada te atañe o todo, testaferro?
Forúnculo en el fémur del cretáceo
desvencijando, afganas, las alfombras.
Un tirabuzón tan aterido
entrando en topo, en cava y tú,
tranquilo, apelmazado ahí
donde el zodíaco vira a sotavento
y gesticula ese bochornoso halo
del adiós por la puerta lateral
de la enfermería (sala de partos).
Con todo, te esperan.
Un enano de rebenque a la salida
de la charcutería y una eslava
(ojos verdes) nodriza de no sé quién.
Te esperaban,
porque hace un cuarto de hora
que entraron al convento, indecisos aún
los pretenciosos de si merecían
o no merecían, y claro que no merecían.
El sacerdote los vio de lejos, pero
disimuló; levanto el cáliz hasta
la empuñadura para tapar así el rictus,
el calcáreo cactus de la encía que,
hiperestesiado por tal presencia,
chorreó hasta el glotis
un invisible merengue de alfajor.
Qué felonía, venir a molestar, así,
en plena pascua. Atragantados
entre la pizza matutina
y ese helado de pistache pasteurizado
en el kibbutz del húngaro.
Anabaptistas todos, alzados
como canes sobre el can-can
de la heredera que se hace
la distraída pero, de reojo,
bombea la testosterona del alcalde
hasta que éste salpica
(se mancha el macramé).
¿Y los doce oriundos, qué hacen?
Maceran la primicia, la reparten
como en aquella célebre Cena,
y ni sobra ni falta. La rebaba
última va al roedor, para que se vaya
aquerenciando en la peritonitis
del navideño engorde.
¿Quién invento la lupa?, se pregunta.
Nadie le dice la verdad;
nadie nada en esa blanca crema de Babel,
volcánica. Ladran, ladrones de lo ajeno.
Nipones existencialistas tan atolondrados
que aprietan el origami...
De La saga del sordo
X
Tiresias no adivinas que an tu ruina
andróginas tetitas hamacabas
por tugurios tebanos, ciego, andabas
profetizando incestos y derrotas.
Atenea te cegó y Zeus la gracia
de predecir desgracias te donó.
viviste más que un hombre al
hembra ser, longevo y padecer,
nueve veces sobre una, más placer.
De Lodos lotos
XXV
Te atreves a cruzar
—forma arriesgada—
de un vértice a otro vértice
de Io pleno a lo vano de
la nocturna transparencia
a la clara espesura —pobre
tlpula tú- donde arderás
en la llusoria gloria
de esa luz.
De Lodos lotos
XVII
Fibroma apenas forma
quistico queso humoso envuelto en útero
talibán esperpéntico, cunita
alquitranada de termitas ¡pero
qué asco en tales ascuas cueces!
¿qué insuflaa? ¿sífilis o Sobibor con
tu cesárea abierta hacia esos gases?
contranatura todo lo que toques
y en el legrado liendres y en-
cefalopatia espongiforme.
De Lodos lotos
XVIII
Menhir dolor y devenir
en roca —testa tolteca-
arraigada a qué rictus a
geológicas simas penitentes
a Sísifo en las altas electro-
cutaciones venideras.
menhir es pasmo y nunca
devenir hllandera.
De Lodos lotos
Sísifo y los caballos
Hay que imaginarse a Sísifo feliz.
Albert Camus
Tres caballos después el mundo es triste.
Extremaunción: aguas hirviendo
sobre la arteria azul de los cuchillos y
mustia Ofelia flota entre el mohoso maderamen.
Tres caballos, tres tártaros jinetes avanzando
hacia el lunar dudoso, hacia el ladrido
feroz de no me toques. Tócame ahí
donde duele (dinastías, peroné, Nairobi),
duele el daguerrotipo de la forma (equinos).
Eleutheria es libertad. Tiembla, entonces,
la tierra -;- trepida la tiara ante el presagio
o ante el diapasón del bisturí del tigre
saltando y asaltando en el tremor; relámpago
el dédalo de ojos, el porvenir de cicatriz
sobre el difunto domo del intruso. Espanto es poco.
Los caballos se erizan desorbitando ijares y belfos
babosos ante el fragor de olfato de la bestia. Pero
no cejan. Avanzan sobre los orines del mojado
y adrenalina exudan en ese entrevero de las lanzas.
¿Qué pasa aquí? –preguntan. ¿Hay alguien
aquí? –preguntan. Saben que duele pero
no saben qué es que duele. Mascan
ceguera, máscaras alzadas en el ristre del sueño
de la sangre -;- de pronto, un ruiseñor.
Pacto. No, pacto no;
tregua en la trifulca: láudano, laudes.
Cada caballo a su pienso que aún acechan layas asesinas.
Mijo para los bárbaros, algo de arenque y el recuerdo
de unos rasgados ojos de mujer (protuberante
prole de aminoácidos sus hijos). Todo
es nube. Núblase llueve. Carece
de patria el paria pero baila. Alcoholes,
tantálicas palmeras en desierto. Tócame; no
me toques. Sentar sentido entonces.
¿Quién piensa en el sentido? –dicen.
¿O en el destino? –dicen. ¿Instinto?
El potro aún vivo en el perineo del caballo; la
yegua alazana muriendo en su salmuera. ¿De
qué? –preguntan. ¿De qué qué? –preguntan
sus ojos; la fijeza de los ojos idiotas de la yegua.
Fisión en el fibroma (conocer es unir). La del-
gada retícula natatoria en los palmípedos; tiembla.
El bambú en la oreja del enjambre; tiembla.
Los caballos; tiembla. Tócame ahí –dice y estira
hacia la mano la raíz del ranúnculo, la herida es-
talactita del molar. El diminuto pie curvo que se enanca.
No toques que duele –dice, y sangra. Tiembla la
trinidad equina. El triunvirato de piafar
sobre la sólida gamuza ensangrentada. Púrpura.
Pleonasmo en los relinchos; pingüinos a lo lejos
olisqueando. Y si me toca, y si no me toca. Morir.
Dame la mano que te daré azafrán: pon la palma así.
Equus la pezuña. Es que Eleutheria es libertad
(originando las tropillas que a veces pueden verse).
Pero se dice poco (tres caballos); casi todo
lo que se dice, dice poco. Cabalgan.
Sísifo es feliz.
(modus vivendi)
empinado en la rama; retráctiles
las garras.
pulsión de sangre
ante su presa el tigre
salto y sobresalto: una
única chispa; inmóvil
anochece.
Se ha puesto el gallo incierto, hombre.
César Vallejo
Ni luna ni ola en este silencio: sólo
tu cadáver –tu cresta de opio-, tu luz
de día artificial en cada arteria.
No naces, bardo, todo te ausenta
tigre en la cal de su pezuña, pero
por si algo pasa el pez se crispa: su sedal
de zapa saca a relucir el arpón de escamas,
la lira del dolor; ni luna ni ola ahora
una eclosión de eclipse total; unión
de eccema en ecce homo coronado,
¿coronado de qué? de espinas, de espinas
ulcerando (lesión de los tejidos vegetales)
lacerando el capitel en esa fricción
del que restringe y se desangra: César
por ejemplo; políglota el peruano en su alcatraz.
Ave! No salgas –dijo- porque hoy
ni luna ni ola ni adiós; odio
tanto desierto.
[Decir es Abisinia, Universidad Iberoamericana, México, 2001]
[Dejar de ser: salir]
Dejar de ser: salir
Ya no ser más el pájaro en la rama
ni en su lama la rana; ser la piedra
parda y pulida del Río Amarillo, la piedra
de toque voraz, piedra rodada
por el mundo: canto; ya no ser
más la piedra ser el árbol prendido
a la curva terráquea, árbol
votivo, lleno de pájaro vacío de copa
árbol que habla en susurro; ya no ser
más el árbol ser el fruto
de la estación que anuncia, fruto
del trabajo y fruto prohibido
del placer; por ejemplo: esa manzana
en el sexo de la niña; ya no ser
más el fruto ser la niña
que mira en la ventana, ¿qué mira la niña?
mira la costa de Argelia, mira Costa de Marfil
¡mira! allí va Ulises; ya no ser
más la niña ser Ulises, ileso
de sirena en su Ítaca; ya no ser
más su Ítaca ser Minotauro sin miedo
y herir la ingle de la muchacha inglesa
que puede ser Ariadna, que puede ser el pájaro
quetzal o Quetzalcóatl, el dios que dijo adiós
porque dejar de ser es ser como él: pasar
por colibrí y no pasar por la novia
no pensar en Esperanza cuando llegue
la desesperanza, y es seguro
que desesperanza llega ya que es afluente
es diluvio y es llanto militar; dejar de ser
será deshacer el poema en su iglú
declinar a Juana la de Ibarbourou, saludar
sobre el puente de Brooklyn con la izquierda
y bendecir con la derecha; será
no dar la hora al César: dar la gracia
y cerrar el servicio.
Dejar de ser: caminar sobre el agua.
XIX
Sucesos que acaecen en la nada. Nadan
ahí, niegan la trascendencia; devienen.
Suceden ciclos cíclicos. La cima es simulacro;
símil de lo real, como esa escritura que fluye
sin son ni sonido real sobre el papel; simplemente
sucede como el sol o Sodoma y Gomorra -dicen.
¿Pero, quién dice esto que digo sin sentido? ¿Él?
¿Yo? ¿Lo que se sienta y sigue, aquí, por extensión,
por insistencia? Aquí lo tienen, como ayer,
en esa savia salobre por el mar y la madre. El mar
está allí y alguien canta -una mujer de Quebec
canta en la noche-, porque la noche se hizo
para cantar, para que ella cante ahora sin fin,
como quien escribe sin saber en verdad adónde
va, ¿adónde va la luz o el canto o la escritura
que avanza sin precisar destino cierto? No es preciso
saberlo, ¿sabes? -no precipites: prosigue. Sí,
lo sé, lo sigo por eso, para deshacer, deshilar
la simiente: la perla del saber sin celo.
La ciencia incierta de este devenir, de esta
prematura prótesis de vida: la escritura
es prótesis -no protestes-, pide que no pare
para no caer a renglón seguido en el vacío,
en la báscula ingrávida de la vida. Le vide
-como dicen, ¿quién? La voluntad, la voluntad;
ser voluntario de la consecución y consecuente
con eso que no se sabe pero pulsa
en el diapasón de la salida, en la diáspora del ser.
¡Pero qué sinceridad en todo! Me conmueve
tu toreo matador; mírate: monarca enancado
en ese reverbero sísmico; dolor es
lo que ata este desglose, el goce apenas
se siente en su ausencia; simio, palabras
y pirámides te preceden: Chernobil
en el aire de la palabra queda, si es que algo
queda en esta resta hacia el don de nadie;
amables ignorancias vocativas, ¿voluntad?
es lo que sobra para seguir si alguien
se atreviera a seguir en esta planicie del presente.
Demasiado presente agobia, petrifica,
fósil. Sucesos, que se llaman.
[Decía acacia. Decía…]
Decía acacia. Decía por la boca acacia fresca
cuando sonreía (esas que lloran por inmensamente
felices cuando el viento las marea en verano,
mimosáceas). Y entonces yo la acariciaba. Yo que era
un caballo bermellón sabía de caricias y de acacias.
Ella me hacía ver. ¿Ves —me decía a veces—
la gota en medio del río? ¿El cuerpo liso, húmedo,
de la única? Ella hace la marea visible —me decía—,
hace en la visible marea su granero, su estancia
de mover; de allí salpica y salta ante la roca,
se irisa al sol en lo breve y cae —no sé si cae
o tal vez se zambulle de nuevo en lo continuo.
Luego hacía silencio para dejar. Siempre dejaba.
No abría la boca para nada, ni para decir.
Todo aquello que decía lo hacía —así era ella.
Los viajes eran lo mejor, la fuerza en esos viajes.
Cuando viajaba dormía en el caballo; algo
en su respiración tañía; creaba un color en el aire,
un aroma triangular, sin crepúsculo. Yo
no hacía otra cosa que escuchar. Es verdad
que a veces hacía nidos (de hornero) —ella
entendía el espesor de mi intento: señalaba
algo para que ardiera, aparejando el fervor
hablaba con el fuego —no me miraba entonces—
hablaba con el fuego hasta que el fuego
se hacia fuente, chorro de ámbar detenido,
cristalino, y a veces crisálida. Comíamos,
silenciosos, cansados, en la orilla,
un trozo de pan ázimo —así era. No retornaba,
la Distinta no tenía destino ni verdades
para descifrar; frisaba el mundo sin mácula
como la calandria (muy semejante a la alondra);
componía poemas, yo creo que componía poemas
a la manera del de Éfeso (¿540-480? a. de J.C.),
aunque eso no me consta. Me consta, sí,
que cantaba, sin pausa lo hacía hasta que el canto
era un silente sembradío de sones sobre el mundo,
un mundo igual al canto igual al mundo. Yo
enmudecía —no hacía otra cosa que escuchar.
Yo que era un caballo bermellón acariciaba
el anca del mundo, cuidaba en mi silencio
su sonido; bajito, silbaba por los belfos
y venían de lejos los pájaros —tucanes, tordos,
tijeretas, teruteros, galantes garzas blancas
que venían—, aves de un orbe mudo y melodioso
haciendo en ese canto su morada. Digo
lo que yo vi —que otros repitan, si quieren,
lo contrario. Pero esa mirada no se borra.
¡Qué mirada la de ella! ¡Qué manera de amar
en la mirada! Quena de luz que quema —le decían.
Era: como una fálica diosa que se alza la falda
y detiene en su gesto por un momento al mundo;
como Francisco y Agustín comiendo juntos. Era:
como si lo poroso fuera lo compacto: el poro
y el tacto. Era: como ahora, vigilante-indefensa
la facciosa. Comandaba potros —¿cómo? no lo sé.
Y sí que era: como un complot de la virtud —qué hermoso;
como los Dináricos, o Dalmáticos, o Ilíricos (nudo
montañoso de la ex-Yugoslavia —Bosnia y Herzegovina—
paralelo a la costa del Adriático); como una Ultima Cena
(de Leonardo), o un déjeuner sur l’herbe. Era
—y con temor a repetirme—: virtuosa y valiente,
pero antes que valiente era blasfema porque sobre todo
era virtuosa. Amaba el riesgo —¿ya lo dije?—
sabiéndose exponer mostraba su herida como Beuys,
y si de carne hablamos, ni hablar que era de carne,
de órganos y flujos y tendones —o fonemas, en caso de la voz—,
como una gracia dada en el momento mismo de encarnar.
De carne era al querer. Era: un tambor en la noche,
intocado, sonando; como si fuera polen, así de leve
se elevaba, cubría el sol si quería, dorando en derredor.
Y había quien no la veía: como torpes topos sin ton,
ni soneros eran, ni nada: sombras, sonámbulos, espíritus
hambrientos y sedientos. Buddhas y bodhisattvas y Rinzai
—quien dejó escrito o dijo: «Los movimientos surgen
de las partes abdominales y el aliento que atraviesa los dientes
produce diversos sonidos. Cuando se articulan tienen
sentido lingüístico. Así comprendemos con claridad
que son insustanciales»—, yo creo que sí la veían. Verla
era una fiesta como en Eleusis (al noroeste de Atenas,
donde había un templo de Deméter); era al verla que uno
bailaba en la quietud del estupor, como una perla. ¡Y qué
asombro asomaba en la cara al sentir cómo ella bailaba!
De común acuerdo con todo, contonea; conviene mirar que,
cuando baila, no deja de obrar —exonera y construye,
con una mano hace lo que deshace con la otra; ama
sin pasión el proceso, las situaciones donde entra y sale
como si no estuviera dedicada (y a nada está
dedicada); se expresa en libertad. Así de verdad era:
verdadera, no vacía, ni vacilaba al llamar las cosas
por su hipotético nombre. Yo amaba —en mi caso
con pasión— esa elocuencia ubicua de la Loca —morena—
de-brasa-encendida-en-los-pies-; como podía amaba
a la Imposible: haciéndola en el sueño la tatuaba; siempre,
en el aire indistinto, era distinta; daba trabajo verla.
Liturgia también hice de su Venus —prominente monte que trepé
para postrarme— al encontrarla, allí, florida y en ofrenda.
Y ahora veo claro: es claro que la veo. Sin límites
que puedan detenerme galopo sus comarcas infinitas,
veloz el galgo que, bajo mis patas, al levantarse el polvo
se dibuja; sombra de las acacias en la grupa,
risa de ella en la sombra y también risa de ella
en ese sol —hasta que rastra entre los rastrojos es su risa.
Galopo en ese ritmo que es su nombre; pulcro
salto el horizonte y caigo —enclave de ella
en todas partes— tranquilo y fuerte sobre su virtud.
Así me aferro al cambio —acaso como acacia
que en la tierra subir su savia siente— y me demudo
y antes que nada —y después que nada—
y en todos los sentidos agradezco.
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