Gina Saraceni (Caracas, VENEZUELA 1966).
Licenciada en Letras. Universitá degli Studi Bologna (Italia) (1990); Magister en Literatura Latinoamericana. Universidad Simón Bolívar, Caracas (1994). Doctora en Letras Universidad Simón Bolívar (2001). Profesora Titular del Departamento de Lengua y Literatura, Universidad Simón Bolívar y de la Maestría en Literatura Latinoamericana y el Doctorado en Letras, Universidad Simón Bolívar (2004-2006). Investigadora del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (1995-2000). Especialista en teoría literaria, literatura de viajes, representaciones de la memoria y la identidad, poesía venezolana contemporánea. Autora de los siguientes libros: La soberanía del defecto. (Legado y pertenencia en la literatura contemporánea), Caracas, Papiros/Ensayo, Editorial Equinoccio, de próxima aparición; Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2008; En-obra. Antología de la poesía venezolana contemporánea (1983-2008). Caracas, Editorial Equinoccio/Papiros, 2008. El verde más oculto, Antología poética de Fabio Morábito, Caracas, Fondo editorial La nave va, 2002. Miradas peregrinas, escrituras errantes. Viaje, cultura e identidad en América Latina. Revista Estudios, n°16, número especial, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 2001. La llegada inconclusa. Tránsito y desembarco de tres viajeros británicos en La Guaira (1830-1871). Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Colección: Cuadernos. Caracas, 1997.
Ha traducido a Rafael Cadenas al italiano (L’isola e altre poesie, Roma: Ponte Sisto, 2007) y a Yolanda Pantin (I bassi sentimenti, Roma: Ponte Sisto, 2008). Con el poemario Entre objetos respirando, ganó el Concurso de Poesía “Víctor José Cedillo” (1995); con Salobre, la Bienal de Coro “Elías David Curiel”, mención Poesía (2001). Y con Casa de pisar duro el XI Concurso Transgenérico de la Fundación para la Cultura urbana (2011).
San Vito es un pueblo
entre el mar y la colina
donde la gente quiere
que siempre sea verano.
Es una red que arroja
sus nudos en el
Adriático para pescar
el mapa de su canto.
Es el geranio que riega
tu madre cuando recuerda
en la abuela y la bendice
con agua de mar.
Colecciono
cangrejos disecados
en un mueble azul
con tres repisas
y gavetas.
Mientras duermo
caminan hacia
adentro
y se comen
el recuerdo
que guardo
de la arena.
Arrancan el mar
que corre por mi sangre.
De: Salobre
Hay un balcón
sobre el mar
cerca de Niza
donde puedes soñar
el vuelo del pelícano
en el agua oculta su cabeza
tras la presa escogida
desde la altura
Puedes pedir un deseo
para que se lo lleve en el pico
y lo tire al mar
y se trague su espina
Pero Niza
está del otro lado del mar
con su balcón
y el intenso color de sus aguas.
Las casas mueren cuando se vuelven árboles,
cuando una mancha vegetal las recubre
y convierte en jardines verticales.
De sus ventanas brotan raíces
que rozan el filo de las nubes.
La casa muere con el verano en la garganta.
Hubo luz, un tiempo, en esa casa.
Hubo vidrios limpios que acogían una
mano temerosa de que el viento los quebrara.
Hubo niños oliendo a pinos y olivares
y una puerta grande donde entraba
todo el pasado y su memoria.
Los muertos regresan a la casa
Hablan una lengua incomprensible y
levantan el polvo acumulado de los años.
Puede que aquí el tiempo se detenga
y sólo exista el instante en que la casa
se torna un paisaje fugitivo.
Todo se mueve en su cuerpo de piedra,
hasta la hoja más pequeña que se asoma
a la intemperie y se abandona.
No hay dónde agarrarse
para seguir de pie ante la casa;
para no caer delante de sus ruinas
y volverse una planta más que la recorre.
No se puede mirar tanto pasado
sin perder la lengua
en el hueco vertical de sus paredes.
No se puede mirar en ese quiebre
sin pensar que alguna vez
alguien fue feliz en esta casa,
alguien aferrado al canto de los grillos.
En las orillas del Hudson
la ciudad respira más despacio.
Su tamaño disminuye,
se oye apenas,
flota hacia la costa de New Jersey
y se confunde con el humo
de una fábrica lejana.
Entre un puente y otro
su aliento se detiene,
agita el agua,
la enrolla en una ola.
El tiempo se interrumpe
y gira paciente
la madera del cansancio.
No cabe tanta agua
en el espacio de los ojos.
La mirada no alcanza
la distancia entre dos tierras.
A Manhattan se la lleva la corriente
La vida también
parece ir a la deriva,
hacia una orilla más lejana,
hacia la espera de las piedras.
El cansancio, a veces,
nos toma de sorpresa.
Cierra los párpados
sin pedir permiso,
sin saber qué palabra
estábamos mirando
antes de que la noche estirara
la piel de las pupilas.
La cabeza del padre descansa
sobre un libro,
se expande sobre las páginas,
respira sobre el dictado ajeno.
Como una hoja que se mueve
por el tacto de la noche,
duerme su vejez sobre
el alfabeto de otra lengua.
Su frente se desploma y
sella un cielo donde las alondras
vuelan más lejos que el verano.
Más lejos las alondras se llevan
la frente cansada del padre,
más lejos de donde vienen y regresan,
más lejos del viaje que aguarda todavía.
No siempre se puede
volver de un paisaje
que perturba la mirada.
Será temblor de párpados
lo que vendrá después de abandonarlo.
Será volver
a los puentes caídos del camino
a las vacas que duermen sobre el pasto
al niño que come naranjas y zapotes
al llamado de la madre y al hijo que responde
al samán de la memoria que impone su dictado
a un techo de zinc que vibra por la lluvia
a la infancia que retorna impredecible
a la lejanía del campo donde el alba es más salvaje
al solar del padre donde reina la intemperie
al tanque que se oxida por el agua del pasado
a la casa que se quiebra donde la ausencia no perdona
al juego que perdura en el tacto del recuerdo
al tiempo
que interroga y no sabemos responderle.
Todo esto será el paisaje
después de que lo nombre,
después
será su falta
el paisaje
adentro,
su caída
* Poemas del libro Casa de pisar duro, ganador del XI Concurso
Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2011).
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