Fernando Fortún
(Madrid, 1890-1914)
Fernando Fortún, precoz en la vida y en la muerte, publicó su primer libro, La honra romántica, el año en que cumplía diecisiete años, en 1907. Su mentor era entonces Villaespesa, y algo del Villaespesa más caduco, del modernismo más decorativo y exterior hay en esos versos. Pero hay también otras cosas: un tono intimista, una nostalgia del ochocientos, una música asordinada que los emparenta con los Poemas de provincia, de Andrés González-Blanco, y con la mejor herencia del simbolismo.
Breve, muy breve, fue la vida literaria de Fernando Fortún, pero vivida con rara intensidad. Colabora en las nuevas revistas, asiste a tertulias como la de Carmen de Burgos, Colombine, tan ferozmente caricaturizada por Cansinos en sus memorias... En 1910 lo encontramos, era inevitable, en el París de sus mayores admiraciones. Allí conoce a Enrique Díez-Canedo, con quien comparte fervores y descubrimientos y la elaboración de una antología fundamental, La poesía francesa moderna, que se publica en 1913 y es quizá el volumen poético de mayor influencia en la juventud de entonces. Los más grandes poetas franceses del fin de siglo son traducidos, además de por los antólogos, por algunos de los mejores poetas españoles del momento, encabezados por Juan Ramón Jiménez.
A partir de 1910 se irá constituyendo, en acertada opinión de Juan Manuel Bonet, «un grupo de perfiles bastante definidos»: los crepuscolari españoles, que el citado crítico, que es quien mejor ha evocado la figura de Fortún, define como «discretos, irónicos con mesura, amigos de las cosas grises y humildes, atentos a París pero enamorados de la provincia, tentados en su verso por la prosa, sentimentales y prosaicos en su acercamiento a la ciudad moderna y a los puertos»; sus integrantes serían, además de Fortún, Díez-Canedo, Tomás Morales, Alonso Quesada, Ángel Vegue y Goldoni, Pedro Salinas.
La muerte de Fernando Fortún en 1914, unida al alejamiento provinciano de Morales y Quesada y a la dedicación a la crítica de Díez-Canedo y Vegue y Goldoni, haría desaparecer ese grupo antes de que encontrara en la historia de la literatura española el lugar que merecía. Sólo uno de esos poetas, Pedro Salinas, lograría un lugar de honor en sus páginas, pero unido a otro grupo, el del 27, olvidados ya sus inicios modernistas.
En 1914 se publica el segundo y último libro, ya póstumo, de Fernando Fortún. El título, puesto por los recopiladores, resulta suficientemente significativo: Reliquias. Prosa y verso se juntan en sus páginas. Las conferencias, cartas y apuntes sueltos de un cuaderno de escritor nos hacen lamentar que su tarea de prosista -para la que estaba dotado, como pocos, de inteligencia y sensibilidad- quedara tan precozmente cortada. Los poemas son ya los de un poeta con voz propia, que merece un lugar en las antologías y no sólo en el melancólico recuerdo de sus amigos.
Vida provinciana, recuerdos de infancia, amores adolescentes son evocados en un verso muy rimado, con mucho sonsonete (que nos resulta inevitablemente antiguo), y a la vez con un léxico preciso y prosaico, «a un paso de lo cursi o de lo banal», en opinión de Bonet.
A partir de los años treinta, Agustín de Foxá recogería la herencia de Fortún. Ambos serían rescatados por un sector de la poesía española de los ochenta. Jon Juaristi, por citar sólo un ejemplo, parte de Fortún para su evocación, entre irónica y tierna, de la vieja provincia de tradición carlista.
Obra poética
La hora romántica, Madrid, Imprenta Gutenberg, 1907.
La poesía francesa moderna. Antología ordenada y anotada por Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún, Madrid, Renacimiento, 1913; 2.ª ed., Gijón, Llibros del Pexe, 1994.
Reliquias, Madrid, Imprenta Clásica Española, 1914; 2.ª ed., Madrid, Signos, 1992. Prólogo de Luis Antonio de Villena [no se reproducen los textos en prosa].
Bibliografía
BONET, Juan Manuel, «Tras la sombra de Fernando Fortún», en Fin de siglo, núms. 9-10, Jerez de la Frontera, 1985, págs. 41-47 [incluye también una atinada selección de poemas, págs. 48-52].
GARCÍA MARTÍN, José Luis, «Melodías de ayer», en Punto de Mira, Gijón, Llibros del Pexe, 1997, págs. 182-185.
ROLDÁN VENDRELL, Mercedes, Fernando Fortún y el modernismo español, Ann Arbor, UMI, 1994.
VALDÉS, Francisco, «Fortún», en Letras. Notas de un lector, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, págs. 143-146.
VILLENA, Luis Antonio de, «Fernando Fortún: crepuscular español», en Reliquias (1992), págs. 9-16.
La caja de juguetes
En una vieja caja que olvidada
arrinconó mi ama en un desván
de nuestra antigua casa abandonada,
vagos recuerdos de mi infancia están.
Los juguetes de aquella edad añorada
que el pobre corazón no ha de olvidar,
son como muertos que en nuestra jornada
llorando contemplamos enterrar...
Y guarda entre las cajas de pinturas,
los soldados de plomo, las figuras
de Arlequín, y un caballo de cartón,
una muñeca rota y lastimera,
cuya dueña gentil fue la primera
por quien latió mi pobre corazón.
Al partir
A Rafael Cansinos
En la noche profunda se desliza tranquila,
sobre las aguas muertas, con un rumor de ave
que volase callada en el viento, una nave
a la luz de una estrella, empañada pupila
de una amada que muere no sé dónde, allá lejos.
Una canción muy triste se escucha en los canales
sobre las aguas quietas, como inmensos espejos,
y aparecen las luces de la luna triunfales.
De una ventana abierta salen vagos rumores
de besos y caricias. Y triunfan los amores
divinos en la noche de opacidad silente.
Y en el canal se escucha el bogar de mi nave
apagada, tranquila, que en su marcha suave
sobre las muertas aguas se aleja mansamente.
[La hora romántica]
[Este viejo café...]
Este viejo café de tertulias burguesas
tiene una vaga historia olvidada y magnífica;
en días ya lejanos ocuparon sus mesas
tipos dignos de alguna novela terrorífica,
figuras misteriosas que entraban embozadas;
y las luces de gas, discretas y cambiantes,
dejaban en penumbra sus sombras recatadas,
iluminando a veces juveniles semblantes.
Eran grupos herméticos, que siempre conspiraban,
en esa bella época de las revoluciones...
Al pasar, confundidas palabras se escuchaban:
el oro inglés... el día del grito... los masones...
¡Oh, aquella juventud cálida y arbitraria,
de ilusiones sonoras y de altos ideales,
desdeñadores líricos de la vida ordinaria,
bellamente románticos y un poco teatrales!
Tomaban actitudes de tribunos romanos,
siempre declamatoria su vieja teoría,
hablaban en los clubs haciendo poesía
y eran después discursos sus versos byronianos.
Son sus rostros aquellos que Madrazo retrata;
y estando en un sarao discutiendo ardorosos
contra los moderados quedaban silenciosos
oyendo recitar La canción del pirata.
Y sus almas acordes un momento latían,
posesas de un antiguo y generoso fuego,
mientras que sus palabras siempre se confundían,
pareciendo rimar con el Himno de Riego.
Así pasó su vida la juventud aquella,
como esa musiquilla de un día de jarana,
y por loca y romántica y fogosa, fue bella
y porque no sabía pensar en el mañana.
Y siempre se escuchaban sus voces exaltadas;
y sus grandes sombreros de copa y sus melenas,
como cascos guerreros detrás de las almenas,
emergían ornando todas las barricadas...
Creo verlas aún ocupando las mesas
de este antiguo café, donde se escucha ahora
el sosegado hablar de estas gentes burguesas
y en el piano, el sueño de un triste vals que llora...
Los viejos amigos
Pasa siempre despacio: va a jugar su tresillo
este viejo humanista, con su larga levita,
que la de don Juan Álvarez Mendizábal imita,
y su pequeña caja de rapé en el bolsillo.
Junto al brasero, envuelto en un humo de espliego,
lee después a Horacio, en un goce inefable...
Todo en su lenta vida es ejemplar y amable,
como en las dulces fábulas del pulcro Samaniego.
A la tarde va al campo, bordeando los rastrojos,
y hace el mismo paseo, oloroso a tomillo,
que harán siempre sus hijos, que hizo siempre su abuelo...
Lee un rato. Y, de pronto, al levantar los ojos,
ve la primera estrella que, al encender su brillo,
le echa una escala mística para subir al cielo.
Tarde madrileña
La calle de Alcalá. Sol. Primavera.
Las tres. Queda en la paz dominical
de la riente bulla mañanera,
el eco de unos trajes de percal.
Endomingado pasa algún hortera
en busca de su idilio semanal.
Un frescor sobre el fuego de la acera
sale de un ancho y húmedo portal.
Bullicio en los cafés. Fuera, se siente
el sopor de la siesta en el ambiente.
Llena de luz albea la Cibeles...
Comienzan a pasar coches sonoros;
y dejan un cantar de cascabeles
los primeros que van hacia los toros.
Cuartel en las afueras
Ventanas de hospital o de convento
que igualan los obscuros interiores.
Vida de guarnición. Aburrimiento...
Redoblar soñoliento de tambores...
Una plaza de acacias empolvadas
y soldados que están marcando el paso...
Se queja, al son igual de las pisadas,
la quietud provinciana del ocaso.
Contempla la instrucción algún chiquillo...
Y en el cuerpo de guardia, en mecedoras,
los oficiales ven, tras el rastrillo,
el arrastre premioso de las horas...
Pasa cantando un ciego. En el crepúsculo
deja una suave evocación de aldea...
Y el antiguo vivir, dulce y minúsculo,
es un recuerdo que la tarde orea.
¡El día de las quintas! La guitarra
y la ronda a las mozas; coplas, vino...
Y el pueblo de tejados de pizarra
que ocultó al fin el polvo del camino.
Después, la capital, que aparecía
en vez del verde encanto de los prados,
y, en un cinematógrafo, corría
ante los grandes ojos asombrados.
¡Domingos de las tardes provincianas
en bailes de arrabal y merenderos!
Y el olvidar las horas aldeanas
en los agrios amores pasajeros...
Y pronto, la licencia... Y el regreso,
como el partir, alegre. Y el regalo
de volver, como al ir, sin otro peso
que el hato al hombro, en el final de un palo.
Y de nuevo la vida campesina;
ahora ayudando a los que son ya viejos,
en una casa como se adivina
otra aquí, del cuartel, muy a lo lejos...
¡Vida de guarnición! Días dormidos,
con el aire poblado de campanas
y de ruido de espuelas, esos ruidos
de las viejas ciudades alemanas.
Cerca, en algunas sórdidas callejas,
casas con un portal sucio y umbroso
con figuras chillonas y bermejas
de pelo rebrillante y aceitoso.
La retreta. Silencio... Y una jota
del ciego, muy lejana. Pasa un coche...
Y lenta va cayendo, gota a gota,
sobre el cuartel, la calma de la noche.
En el silencio de la biblioteca
Bajo el sol de la tarde de verano,
ciega el albor de estas casonas viejas,
mientras que en sus estancias silenciosas
la penumbra nos baña y nos consuela.
Y, como un moscardón, zumba el silencio;
un pregón que se arrastra, es una queja...
Duerme un profundo sueño la ciudad
en estas lentas horas de la siesta.
Y yo, sin dormir, sueño
en la paz que hay aquí, en la Biblioteca
municipal, donde se oyen las plumas
correr sobre el papel, cansadas, lentas...
Algún adolescente,
acodado sobre una antigua mesa,
lee los Episodios Nacionales,
o novelas de Verne, o de Pereda.
Y hay unos hombres calvos consultando
el Diccionario de jurisprudencia.
De los libros vetustos hay un vago
perfume a cosas muertas;
en los viejos estantes empolvados
parece que bostezan
de tedio y de cansancio, ellos que dicen
las añoradas vidas de otras épocas,
como abuelos que cuentan su pasado
y que hoy contemplan esta vida quieta...
Y delante de mí, abierto un tomo,
que no sé de qué trata, lo contemplan
mis ojos que soñando ven ahora
al abuelo de nívea guedeja;
y escucho el desgranar de sus palabras
con un sonoro ritmo de leyenda...
Y la paz es profunda;
no llegan los rumores desde fuera.
Los empolvados libros
quedamente bostezan...
Y delante de mí, abierto un tomo,
que sin verlo mis ojos lo contemplan.
Idilios
La plus aimée est toujours la plus loin.
T. Corbière
¡Ensueños olvidados, idilios fugitivos!...
Amores no sentidos, un momento soñados,
que en mi espíritu viven como eternos motivos
de mi canción, jamás en vida realizados.
Porque unos bellos ojos me miran, o una boca
me ríe, forjo historias de divinos amores.
Y va mi pobre alma, en sus ensueños loca,
a cortar unas rosas... Y en mi jardín no hay flores.
Amo, en silencio siempre, una imagen angélica
en un viejo retablo de un pintor primitivo...
¡Bendita tu mirada, virgen prerrafaélica,
de inefable dulzura, por la que sólo vivo!
Y también guardo, como un único tesoro,
el ideal no hallado, en una miniatura,
y tiene, melancólica, la divina figura
lejanos ojos grises que con unción adoro.
Y mientras que mi alma esos ensueños hila,
quieren hallar mis labios un misterio velado
en tu boca -una rosa plena de clorofila,
de haber besado mucho o nunca haber besado...
[¿Qué buscas en los libros...?]
¿Qué buscas en los libros,
frente ardiente,
corazón en brasas,
manos temblando de impaciencia y ansias;
qué buscas en los libros,
con los ojos prendidos,
como activas abejas, en las flores
ilusorias del trazo de la imprenta?
Tan poco vale
el tiempo fugitivo,
con las alas abiertas,
alas infatigables,
que lleva en los talones
como Mercurio?
¿Tan poco vale
para que así lo acuestes
sobre la piedra fría, como un muerto,
la piedra fría del papel impreso?
¿Por qué no ha de correr,
libre y elástico,
con la fuerza del ciervo,
que se pierde saltando
en el silencio sordo de los bosques,
los hondos bosques de negrura y pasmo?
¿No ves que en torno tuyo está tejiendo
la guirnalda de rosas encendidas
el coro melodioso de las Horas,
las Horas coronadas de capullos?
Buscas la ciencia
que mane como arena
fina, igual y cernida,
de la universidad correcta y grave,
arenas que reposen
tu cuerpo fatigado?
¿O buscas la colina
de clásico dibujo,
que jamás hollarán tus plantas lentas,
mortal cuya inquietud vaga en lo vago?
¿Te da miel la sorbona de la página?
¿La sed te apaga, te da pan acaso?
Y yo sé lo que buscas,
como niño perdido,
en el fragor de una ciudad inmensa:
sigues las calles interminables,
las plazas anchas,
donde los hombres gritan;
los parques verdes
donde un viejo acaso, pone enternecido
su mano sobre la melena fina
de un niño rubio;
quizá olvidas tu pena
ante un escaparate
que llenan de promesas los juguetes.
Pero sigues de nuevo,
como niño perdido
en la ciudad inacabable de la página:
buscas tan sólo
un hombre en que halles ahora repetidas
tus facciones;
un hombre que llorara como lloras,
riera como ríes;
un hombre a quien poder llamar tu padre.
Buscas su mano amiga,
que te enseñe el camino;
la lima pulidora
que te cincele el oro de bondad y belleza
que hay mezclado y perdido bajo tu carne impura.
Buscas como la hiedra,
como la obscura hiedra,
un árbol que te aguante y te sustente,
un tronco donde puedas,
tendiéndote, enroscándote,
trepar, bebiendo a sorbos otra savia
más rica que tu savia,
lanzarte por el tronco y por las ramas
hasta verte nacer en verdes brotes...
...Y, mientras, va la vida en las tinieblas,
segador colosal, segando carne,
cortando corazones,
como quien corta anémonas.
[Reliquias]
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