lunes, 12 de marzo de 2012

6118.- CELIA CAMARERO



CELIA CAMARERO, nacida en Burgos, en 1962, es Licenciada en Filosofía, Profesora Superior de Piano y Diplomada en Magisterio en la especialidad de Lengua y Literatura españolas. Su profesión de pianista la ejerce en el Conservatorio Profesional de Música de Salamanca, ciudad en la que reside desde 1990. Su poemario El círculo y la herida es el primero de la autora y ha obtenido en 2009 el Premio “Gerardo Diego” de la Excma. Diputación Provincial de Soria. Ese mismo año obtiene también el Premio “Flor del Almendro” del Ayuntamiento de La Fregeneda (Salamanca). Ha publicado en diversas antologías y revistas como Albor, Álamo, Papeles del martes, Viernes del Sarmiento, Cuadernos del Episcopio, etc.




La cuestión no es el ser, sino la vida,
la búsqueda incesante, la ruptura
del corazón en mil
navajas, en mil lenguas
de afilada doblez.
La cuestión es que, poco a poco, el niño
que un día no lejano nos habitó, se ha ido
a conquistar un sórdido pasado
que le expida su título de adulto.
Pero nada, ni siquiera la mano
que acaricia su sexo tiernamente,
ni siquiera la curva presta al parto,
ni la voz que lo acoge, ni el magnífico
despertar de los campos a las marzas,
ni el dios al que no reza, o al que reza
cuando anhela no ser, sino otra cosa,
no vivir, sino otra vida,
no cargar para siempre
con la amenaza de su propio rostro
reflejado en el sable y en la vaina
de la contradicción. Nada, digo,
puede evitar su llanto.
La cuestión no es el ser, sino las lágrimas.






Sima de pájaros. Homenaje a Olive Messiaen. 
 Celia Camarero, Ibi Oculus, 2011





Paul Dukas decía: «Escuchad a los pájaros: son grandes maestros». Yo confieso que no he esperado este consejo para admirar, analizar y anotar el canto de los pájaros. Los pájaros, con la mezcla de sus cantos, forman una maraña de pedales rítmicos sumamente refinados. Sus contornos melódicos, en particular los de los mirlos, superan en fantasía a la imaginación humana.

Olivier Messiaen. Técnica de mi lenguaje musical (1944).



El misterio alado despierta pensamientos alados.

Vladimir Jankélévitch. La muerte (1977).





Le chocard des alpes; Pyrrhocoras graculus
LA CHOVA PIQUIGALDA


I


El paisaje lo conforman manos,
manos térreas, salinas,
manos frente al abismo, manos
escarpadas de granito carnal, manos
altísimas.
Atávico,
un profundo clamor alza, como torres,
manos y cordilleras, dedos,
dedos pétreos. La chova
piquigualda atraviesa los hielos.


II


Su grito imprevisible, de procedencia inhóspita,
como un interrogante nos asalta:
¿Puede la libertad batir crespones negros y ser pura?
Carroñero es el mundo. La inocencia
clama entre los silencios, sobrevive a la música.




III


Hay algo vivo, extremadamente
lábil en el alma del glaciar.
El córvido
−alegría ascensional del ave−
en estridente trance
rebasa el circo, la rimaya abierta,
la vertiente aterida de la roca.
Amanece. La chova
−agonía vertical del vuelo−
luciérnaga
negra, por el ascua del albor,
grazna en picado, insolentemente.




Le loriot; Oriolus oriolus
LA OROPÉNDOLA


I


Apenas abandona los árboles más altos,
gusta de la proximidad del agua,
come del fruto de la higuera,
su cuerpo es amarillo, vivamente dorado,
y sus alas son negras.
Su canto se oye nítido sobre todos los cantos,
siempre viaja de noche, tan sólo por el día se alimenta.
Decidme, ¿acaso
no peregrina el hombre en fase oscura?,
¿no se escucha su voz, entre las voces,
como el trino fugaz de la oropéndola?
Si duro es el camino, ¿no es más sabio
refugiarse en frondosas veleidades,
amar los dulces
higos en el verano, las bayas generosas, las riberas
del río cuando, límpido, nos habla de canciones
que nos parecen bellas?
El caminante mira las rosas de poniente,
bebe de arroyos entre peñas,
gusta de la tranquilidad del bosque,
apenas abandona los párpados al cielo.




II


La hembra no, las manos
ceden discretamente su aureola
dorada,
delegan con gracejo
gentil, en el verdor discreto del plumaje.
El reflejo del río, berraña sobre los guijarros,
se hace cuerpo de pájaro
agraz como las uvas,
aladas manos entre fruto y fronda,
cautivadoras manos verdigrises,
manos que cantan nanas escondidas
al despertar las parras.
Y un sonido de musgo,
resplandor de rocío, cascada entre la espesura,
es voz inaugural al contacto del solo
comprender el silencio
fecundo,
cuando dando calor a la nidada,
las alas no, la hembra.










Le merle bleue; Monticola solitarius
EL ROQUERO SOLITARIO




I




Dime, ermitaño de los acantilados
del color de la mar incognoscible,
tú que escondes en roca tu pequeña morada,
de qué monstruo se aparta tu furtiva visión.
Dime, pez solitario de la brisa,
pez profundo del aire,
por qué ocultas tu imagen al poeta tímido.
Tu melodía absorta en el silencio
me dice
que en otra soledad no estamos solos,
me habla del amor con la voz de las Náyades.
Mirlo de los cantiles,
dime, qué te hace daño. Sólo anhelo
tu tonada inocente, tu vestidura azul.
Asciendes en mística comunión con el viento,
haces coro al silbar entre las olas,
por qué me niegas tu singular belleza.




II


Quizá lo sabe el padre de todos los juglares,
el frailecillo de marrón estameña,
el que invocó a la corza
y a la música impuso la condición de callada.
Él llamaba roquero solitario al hombre
que aspira a lo más alto y ama la soledad,
que pone el pico al aire del espíritu
y escucha el canto de otros universos
en la atenta bondad de la contemplación.
Él llamaba roquero solitario
al que muere de amor por lo recóndito
y se encarama al hambre de una libertad
más alta, mucho más que los acantilados,
más que cúspide o cima, de la altura del abismo.
El que anduvo descalzo,
el fraile santo de la llama y la noche
que descansa en la cueva donde el pájaro habita.




III


Algunos dicen: no es tan solitario
porque canta su pena.
Si eso no es soledad,
si ese ruego
no clama por su dios frente a las olas,
¿por qué ley sin piedad
se rige el desamparo?
¿Por qué la desazón
alada de lo serio
alza su eremitorio en las espumas?
No responde
la música, tan solo
me hiere con sus alas
la llamarada azul de un pajarillo.








Le traquet stapazin; Oenanthe hispanica
LA COLLALBA RUBIA




Y me sentí desértica
migración de mí misma hacia ninguna parte.
Hacia ninguna, pero hacia el calor.
Allí, estival la huída, rubio el pájaro, enmascarado
con seda anaranjada y antifaz en los ojos
el cuerpo tembloroso,
allí, donde el verano rezuma entre las uvas,
entre la carne sin fermentar aún,
la collalba, gorginegra y traviesa, desafiaba al cielo
y las vides sentían
un estremecimiento exuberante y ácido.
Pesaba el mediodía como pesa, sobre la piel, la luz
ardiente de la fiera canícula.
Nada, nada impulsaba un movimiento
hacia el dolor de otra garganta al rojo,
o imaginaba un duelo entre cantores,
voz y luz; luz y voz, narrativa
solar, en que se oculta la blanca herida de lo cenital.
Tanto podía la pesadez del aire cálido
y turbador; el tiempo
es un extraño compañero cuando el deseo se pospone
en los rigores del estío cansino.
Allí, donde el viñedo madura lentamente
la piel desguarnecida,
donde la soledad se solaza en la collalba
rubia, o se desliza hacia el centro, hacia el nido del pubis,
hacia ninguna parte, hacia el olvido;
migración del amor transida de recuerdos
y sol insoportables.








La chouette hulotte; Strix aluco
EL CÁRABO COMÚN




I


Capaz de ver el tiempo desde el vértice,
de volver la cabeza hacia el pasado
o de girarla toda al porvenir
sin que su cuerpo ceda al movimiento,
es la curiosidad tallada en brillo de azabache
del cárabo común,
magia del bosque, estrábico
deambular humano, siempre entre los opuestos.
Sólo la misteriosa virtud del ave sabia,
del discreto filósofo
con alma de rapaz
habita en el cuchillo de su inhóspita consigna,
como navaja de Ockham en el tramo
poderoso y virtual de la metáfora
que así lanza sus ojos al vacío
y su alarido al torso de la noche.




II


Nada penetra más, nada desnuda,
hasta el tuétano mismo, los gastados
huesos.
Inquietante ulular,
falo nocturno
inserto en la inocencia del follaje
como un apocalipsis anunciado.
El estremecimiento,
umbral
de muerte presentida,
cruza, frígido augurio, la hojarasca
con tono, timbre y lógica de canto.
Corazón terco
que resiste al amor,
hiende,
como afilada selva, su inaudita
estocada de luz aterradora.


III


Sigilosa es la voz de la razón
cuando regresa al cuenco de las manos
penetrada de música, viva.
Un vuelo de silencio
acompasa su ritmo, su altiva soledad.
Tal vez vuelve de un viaje mitológico
que ha convertido en alas sus alforjas de pluma,
en arbusto prensil, sus dedos frágiles.
Ha rendido su credo al árbol milenario,
su caricia al rocío,
y en el cuerpo de un cárabo, gime
encaramada al filo de un vibrante
clamar con el aullido de los ojos.
















L’aluette-lulu; Lullula arborea
LA ALONDRA TOTOVÍA




I




Al ascender en círculos
llamaba a su pareja con timbres tan hermosos
que tuve que asentir: la seducción
−enseña la menor de las aláudidas−
es arte del oído, por el aire
traza sus sinuosas
sendas.
Mirad, mirad su cresta diminuta,
su corona brevísima de color impreciso.
¿Qué sortilegio esconde,
qué sabia vanidad la eleva a linde
de lo encumbrado y frágil?
El avecilla invoca los secretos
que penden −duermevela−
de la frontera onírica. Acaricia con alas
orientales las fauces de la aurora.
Nace
temprana la canción
porque el amor madruga como yema
−siempre la primavera nos redime−
punzante en hueso rama. Totovía,
alondra anunciadora en espiral centrífuga,
centro radial del alba.






II


¿Tan rápido te marchas? Todavía falta mucho
para que amanezca. Es el canto del ruiseñor, no el
de la alondra el que se escucha.


William Shakespeare. Romeo y Julieta. Escena quinta, acto tercero.




Sólo discuten los amantes
cuando el amanecer deja desnudos
los ojos, y rasgada
la luz del corazón. Canta la alondra,
dicen, inoportuna,
como el aviso infame de lo real
adviene con la muerte
−ya se extinguen las teas de la noche−.
El ruiseñor bastardo,
vate que contempla lo escondido en la sombra,
vuelve a su cautiverio
en las inmediaciones del oscuro,
y la sangre núbil
de la siempre inocente
hunde su maldición en el plumaje
temprano de la alauda,
porque nada comprende más allá
de la albura del lecho,
porque nada desea más allá
del encendido tálamo.
Julieta, zaguán
de los amores primerizos, puros,
esperas simplemente
−tan lentos transcurren los días infelices−
que la flor se marchite,
que se venzan las ramas donde el pájaro
tuvo su nido. El yermo,
como el aviso infame de lo real,
regresa con el gesto
madrugador del ave sedentaria,
se deseca en el alba
vocinglera si, por azar, descubren
sus cuerpos huecos, los amantes.








Le rouserolle effarvatte; Acrocephalus scirpaceus
EL CARRICERO COMÚN




I




Es medianoche siempre junto al agua
si el carricero vibra y, pizzicato
de una tecla violín, se compromete
con el sigilo audible del estanque.
Inquieto, muerde un trémolo,
y, desazón, se extiende el imperio del insomnio.
Constante tiranía de la noche,
la condición oscura nos desvela el sonido
contrito de los límites.
Pero si queda noche, queda tiempo
para invocar la luz, para abrazarse
al pájaro escondido, a la presencia
que no se deja ver, a las raíces
tan claras, tan ardientes de la música.








Le rouserolle effarvatte; Acrocephalus scirpaceus
LA TERRERA COMÚN




Y la llaman terrera
porque nunca se posa en los árboles,
porque ama el calvero,
la retama de yemas apicales,
la sobriedad de las estepas.
A media altura,
articula en la brisa
−breve vasija sonora y ondulada
de trazo justo, ingrávido−
su texto primoroso,
inciso musical sin pretensiones
de maestra en el canto.
Todo es, en ella, léxico,
raíz concreta, sema recuperado
para el raro equilibrio
de lo mediocre,
ras, prosa, pedregal, nadir
que renuncia a la cima y a su vértigo.
Y la llaman terrera
porque nunca se posa en los árboles.
En los árboles altos.








La bouscarle; Cettia Cetti
EL RUISEÑOR BASTARDO




Bastardo es el origen del poema
que se oculta de sí con actitud
de ruiseñor,
templando el nominal deslumbramiento
de las cosas,
la voz que no designa.
Bastardo, porque oculto en la espesura,
como el ave, jamás se deja amar,
y no consiente ser profanado, ser expuesto
al destino del lenguaje errante.
Se diluye en las manos, las hartas
de teclado, las ágiles manos trepadoras
−rara imagen de pájaro ratón
que asciende por el tallo del carrizo−.
Se diluye bastardo,
sigiloso
en el huir del tiempo, en la quietud,
en el doblar
rodillas de los dedos encorvados,
antes de todo acorde, antes del canto.








Le merle de roche; Monticola saxatilis
EL ROQUERO ROJO


I


Me dijeron que él




regresaría
con el pecho rojizo de tanto amar en vano
la voz de quien espera.
Sólo sé que volvió
porque escuché un chasquido
restituido al viento de la tarde,
y una sombra azulada
me habló de su cabeza.
¿Me enamoré de un pájaro? Quizá
el farallón de piedra
y la montaña esconden
las grietas del tiempo, los secretos
que alimentan la angustia.
Sólo sé que volvió
como los que regresan
con el pecho rojizo de tanto amar en vano,
canción eterna
de un sino turbador.




II


Sé que volvió, pero no pude ver
si traía prendido el arrebol
o si la noche
coronaba de azul sus pensamientos.
Sólo escuché entre agrestes
notas de luz,
su canturreo raudo,
una ráfaga tibia, deliciosa,
apenas, la caricia de la felicidad
que te toma y te deja
en un único instante.
Me conjuró la magia del túrdido encendido
y, al mirlo del canchal, encomendé
la tristeza sonora,
el corazón
lanzado a la planicie.
Renuncié a su cabeza y a sus ojos,
pero a su pecho,
que traía prendido el arrebol,
le di el resuello de mi juventud.










La buse variable; Buteo buteo
EL BUSARDO RATONERO


I


Cuando comienza el bosque a no ser bosque,
deforestado el corazón, abierto
el páramo al desierto de nieve.
Cuando el invierno estático
puede con todo, arranca
toda inocencia, todo movimiento,
lo presiento llegar,
y sé
que no estoy lejos del ratón de campo
asustadizo y gris,
desguarnecido en medio de la ausencia.
Su silbante maullar,
de felina intención, sobrevolando
a ras
una advertencia cruel
contra las nubes, contra las alturas
preludia cuerpo a cuerpo,
sin alma, la intemperie.
Y pérdida en la sombra del aire,
erial desnudo, yelmo desolado
vela mis armas el umbral del grito.




II


Conoce la rapaz de largo vuelo
el timbre hostigador,
el mordisco irritante
de la corneja oblicua y maliciosa,
pero avanza segura
contra el celaje de un invernal augurio.
Conoce la rapaz
la cruel maledicencia, osadía que punza
el envés de sus alas,
pero guarda,
hasta que el tiempo es límite,
su instintivo
girar sobre sí misma
y ofrecerse al espacio en un golpe de alfanje
asestado al azar
sobre el destino del enemigo atónito.
¿Queda, acaso, nesciencia
en el zumbido previo a la delgada
frontera de la muerte?
Tal vez, niebla, pudor
del picado final, de la aventura.












La traquet rieur; Oenanthe leucura
LA COLLALBA NEGRA






Collalba
negra, sobre la rambla como chubasco
de primavera virgen,
semicorchea en vuelo
desplegándose en blancos abanicos,
si logré ser tu risa, no tu canto,
tu blanquinegra forma y compostura,
tu alegría implacable
más propia del artista
que del pájaro enzarzado en instintivo
cortejo.






Le courlis cendré; Numenius arquata
EL ZARAPITO REAL




En bandada,
coro y curva,
forzando un horizonte
finalmente redondo, henchido, múltiple
regresa a la marisma
donde el limo de origen
que desconoce toda evolución
comba la hipérbole de su largo pico.
Conoció el madrigal volátil del alisio,
el legendario agudo de la mendaz sirena.
Conoció los fangales, la indefensión limícola,
la audible seducción, la magnitud del mar.
Regresa errático: la reminiscencia
es retorno sin rumbo, condición
del tiempo desolado.
El estuario aguarda
donde el amor se trata con la muerte,
polifónico flujo
de un estigma
irresuelto.




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