domingo, 30 de enero de 2011

MARCOS ANA [2.951]


MARCOS ANA 

(Alconada, Salamanca 20 de enero de 1920 - Madrid, 24 de noviembre de 2016).

Poeta español, Marcos Ana, de nombre real Fernando Macarro Casillo, nació en una humilde familia campesina, en la pedanía de San Vicente, perteneciente al municipio salmantino de Alconada, afiliándose muy joven a las Juventudes Socialistas, y después al Partido Comunista.

A los quince años, se alistó en el ejército republicano y con diecisiete, pasó a formar parte de la octava división. El mismo día de la finalización de la guerra civil, fue detenido en Alicante, cuando trataba de huir de España, e internado en el campo de concentración de Albatera. Logró huir, pero inmediatamente fue detenido en Madrid. Condenado en dos ocasiones a la pena de muerte, estuvo en varios campos y prisiones, comenzando a escribir poemas en el penal de Burgos cuando tenía treinta y tres años. Liberado en 1961, debido a las presiones internacionales, tras veintitrés años de prisión, marchó a París, donde el PCE le encomendó un servicio de apoyo a presos políticos. Viajó por Europa y Sudamérica, regresando a España en 1976 tras la amnistía, ejerciendo desde entonces varios cargos en el PCE.

De entre su obra cabría destacar títulos como Poemas desde la cárcel (1960) o Las soledades del muro (1977).






DECIDME COMO ES UN ÁRBOL

Decidme como es un árbol,
contadme el canto de un río
cuando se cubre de pájaros,
habladme del mar,
habladme del olor ancho del campo
de las estrellas, del aire
recítame un horizonte sin cerradura
y sin llave como la choza de un pobre
decidme como es el beso de una mujer
dadme el nombre del amor
no lo recuerdo
Aún las noches se perfuman de enamorados
que tiemblan de pasión bajo la luna
o solo queda esta fosa?
la luz de una cerradura
y la canción de mi rosa
22 años, ya olvidé
la dimensión de las cosas
su olor, su aroma
escribo a tientas el mar,
el campo, el bosque, digo bosque
y he perdido la geometría del árbol.
Hablo por hablar asuntos
que los años me olvidaron,
no puedo seguir
escucho los pasos del funcionario.



MI VIDA

“Mi vida,
os la puedo contar en dos palabras:
Un patio.
Y un trocito de cielo
por donde a veces pasan
una nube perdida
y algún pájaro huyendo de sus alas”.



IMAGINARIA

Al pintor Miguel Vázquez
Al que sorprendí una noche llorando en la cárcel de Burgos.


Oídme amigos. He visto
con los ojos soñolientos
algo que quiero contaros.
Es la madrugada. Un preso
enfrente de mí despierta.
Se incorpora sobre un codo.
Lía un cigarro. Se sienta.
Mientras fuma tiene ausente
la mirada, como dormida la frente
(Sueña el viento en la ventana)

Tira el cigarro. Se inclina.
Saca un pedazo de pan,
se lo come lentamente
y después… rompe a llorar.
(Quizás no tenga importancia…
Yo os lo cuento)

Ya sabéis que a mi las losas
me han gastado hasta los huesos
del corazón,
pero ver llorar a un hombre
es algo, siempre, tremendo.

Y este preso no es un árbol
que se ha roto. Sigue ileso.

Pero de pronto ha venido
todo lo “suyo” a su encuentro
en esta noche tranquila…

Con su dolor en mi pecho
le miro. No puede verme.
Sus ojos están muy lejos.

Sus ojos cerca, llorando
tan suave, tan hondamente
que apenas si mueve el aire
y el silencio.
Un “alerta” le estremece.
(Por el patio
se oye cruzar el relevo)



PEQUEÑA CARTA AL MUNDO

Los dientes de una ballesta
me tienen clavado el vuelo.

Tengo el alma desgarrada
de tirar, pero no puedo
arrancarme estos cerrojos
que me atraviesan el pecho.

Siete mil doscientas veces
la luna cruzó mi cielo
y otras tantas, la dorada
libertad cruzó mi sueño.
El Sol me hace crecer flores,
¿para qué, si estéril veo
que entre los muros mi sangre
se me deshoja en silencio?

No sabéis lo que es un hombre,
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supieseis vendrías
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo;
de nieve, a mis camaradas
entre sus cadenas muertos…
recoged nuestras banderas,
nuestro dolor, nuestro sueño,
los nombres que en las paredes
con dulce amor grabaremos.
Y si no nos cerráis los ojos
¡dejadnos los muros dentro!
que se pudran con el polvo
de nuestra carne y no puedan
ser nuevas tumbas de presos.
No sabéis lo que es un hombre
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supierais vendríais,
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo
buscad en las soledades
del muro mi testamento:
al mundo le dejo todo,
lo que tengo y lo que siento,
lo que he sido entre los míos,
lo que soy, lo que sostengo:
una bandera sin llanto,
un amor, algunos versos…
y en las piedras lacerantes
de este patio gris, desierto,
mi grito, como una estatua
terrible y roja, en el centro.



MI CORAZÓN ES PATIO

A María Teresa León

La tierra no es redonda:
es un patio cuadrado
donde los hombres giran
bajo un cielo de estaño.

Soñé que el mundo era
un redondo espectáculo
envuelto por el cielo,
con ciudades y campos
en paz, con trigo y besos,
con ríos, montes y anchos
mares donde navegan
corazones y barcos.

Pero el mundo es un patio
Un patio donde giran
los hombres sin espacio)

A veces, cuando subo
a mi ventana, palpo
con mis ojos la vida
de luz que voy soñando.
y entonces, digo: “El mundo
es algo más que el patio
y estas losas terribles
donde me voy gastando”.

Y oigo colinas libres,
voces entre los álamos,
la charla azul del río
que ciñe mi cadalso.

“Es la vida”, me dicen
los aromas, el canto
rojo de los jilgueros,
la música en el vaso
blanco y azul del día,
la risa de un muchacho…

Pero soñar es despierto
(mi reja es el costado
de un sueño
que da al campo)

Amanezco, y ya todo
-fuera del sueño- es patio:
un patio donde giran
los hombres sin espacio.

¡Hace ya tantos siglos
que nací emparedado,
que me olvidé del mundo,
de cómo canta el árbol,
de la pasión que enciende
el amor en los labios,
de si hay puertas sin llaves
y otras manos sin clavos!

Yo ya creo que todo
-fuera del sueño- es patio.
(Un patio bajo un cielo
de fosa, desgarrado,
que acuchillan y acotan
muros y pararrayos).


Ya ni el sueño me lleva
hacia mis libres años.
Ya todo, todo, todo,
-hasta en el sueño- es patio.

Un patio donde gira
mi corazón, clavado;
mi corazón, desnudo;
mi corazón, clamando;
mi corazón, que tiene
la forma gris de un patio.
(Un patio donde giran
los hombres sin descanso)



MI CASA Y MI CORAZÓN

(sueño de libertad)


Si salgo un día a la vida
mi casa no tendrá llaves:
siempre abierta, como el mar,
el sol y el aire.

Que entren la noche y el día,
y la lluvia azul, la tarde,
el rojo pan de la aurora;
La luna, mi dulce amante.

Que la amistad no detenga
sus pasos en mis umbrales,
ni la golondrina el vuelo,
ni el amor sus labios. Nadie.

Mi casa y mi corazón
nunca cerrados: que pasen
los pájaros, los amigos,
el sol y el aire.




AUTOBIOGRAFÍA

Mi pecado es terrible;
quise llenar de estrellas
el corazón del hombre.
Por eso aquí entre rejas,
en diecinueve inviernos
perdí mis primaveras.
Preso desde mi infancia
ya muerte mi condena,
mis ojos van secando
su luz contra las piedras.
Mas no hay sombra de arcángel
vengador en mis venas:
España es sólo el grito
de mi dolor que sueña.



VOY SOÑANDO

Soñar, siempre soñar,
con banderas y besos;
la libertad y el aire
soplando en mi cabello.
Campo y aire sin fin
—oh, luz—, sin otro cerco
que el amor de unos brazos
enlazando mi cuello.
Soñar, siempre soñar,
con los ojos sin sueño,
que soy un hombre vivo…
siendo tan sólo un preso.
Hay árboles y un río
fijos en mi recuerdo;
una infancia salvaje,
un dulce amor ingenuo,
y dos nombres grabados
en el chopo más viejo.
El cielo aquella tarde
era como un espejo.
El choperal tendía,
para el amor, senderos.
Todo era luz. La gloria
de mayo iba en mi pecho…
… … … … … … …
Un vilano de plata
se enredó en sus cabellos;
acudí tembloroso
y con mis dedos trémulos…
Sus ojos me invadieron
de aroma y de sol.
El viento,
inmóvil, nos miraba:
fue aquél mi primer beso.
Soñar, siempre soñar,
que vuelvo a todo aquello,
lo que dejé y ya nunca
lo encontraré al regreso.





ROMANCE

¡Qué duro es morir clavados
en un muro de agonía;
ir quemándose las plantas
sobre losas de cal fría;
sentir granada la sangre
—trigo rojo en mis espigas—
y un portazo de recintos
siempre contra las pupilas!
¡Que salga el preso, que beba
la luz y el aire su herida;
que sus pies toquen el campo
donde sus pinos respiran;
que recorra las veredas
—río abajo, monte arriba—;
que sus manos sientan hombros
clamorosos de alegrías
y sus labios fresca hierba
de cabelleras floridas;
que al salir lea en las torres
la palabra siempre viva
de su libertad grabada,
y en los árboles escrita;
que los montes, que los ríos,
que toda esta geografía
de tierra indomable sea
una pancarta extendida,
una sola voz gritando
sobre la mar: amnistía!
¡Las puertas de par en par!
Los presos fuera: a la vida.
¡Que les devuelvan sus alas
que las sombras asesinan!
¡Basta de cadenas, basta!
¡Que España entera lo diga!
¡Contra los muros, los "vientos
del pueblo" por la amnistía!



Marcos Ana

Fernando Macarro procede de una familia muy humilde y profundamente católica. Con quince años se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y abandonó la religión. En julio de 1936 marchó al frente, pero le devolvieron a casa por ser menor de edad. Se incorporó finalmente en 1938 llegando a ser comisario político del partido comunista. Al acabar la guerra fue encarcelado y torturado. Se le juzgó en dos ocasiones y las dos salió con condena de muerte. Cumplió casi 23 años de prisión. En la cárcel comenzó a escribir poemas firmando como Marcos Ana. Fue indultado en 1961. Ya libre, marchó a Francia y se dedicó a viajar por todo el mundo convertido en un símbolo de la solidaridad internacional y de la lucha antifranquista.

Tengo la friolera de 82 años, aunque, como digo siempre, esos son años de edad. De vida tengo 59, que son los que quedan al restar los 23 que pasé en la cárcel. Entré con 19 años en mayo del año 1939 y salí en el año 1962 con 42. Soy la persona que más tiempo seguido ha pasado en las cárceles franquistas.

Yo procedo de una familia muy humilde. Mis padres eran campesinos sin tierra y analfabetos. Cuando tenía seis años, nos trasladamos a Madrid y nos afincamos en Alcalá de Henares. Allí viví mi adolescencia y mi juventud hasta que comenzó la guerra. No pude ir al colegio, ya que mi familia no tenía recursos y enseguida me tuve que poner a trabajar. O sea, que yo estudié prácticamente las cuatro reglas, como se decía entonces. Mis padres no pertenecían a ningún partido. Eran profundamente católicos. Eran tan sumisos que cuando pasaba el amo hacían la señal de la cruz, como si se tratara de un representante de Dios en la tierra. Por ese motivo yo en mi infancia era católico y, en mi adolescencia, más de una vez me sangraron las rodillas de hacer penitencia en las iglesias. Un día, sería el año 35, con quince años, asistí con un grupo de jóvenes católicos a un mitin de las Juventudes Socialistas en Alcalá para repartir nuestra propaganda. Me quedé escuchando lo que decía el orador y me di cuenta de que aquel hombre estaba hablando de mí, de mi casa y de mis problemas. Me empecé a interesar por lo que aquella gente decía. Pasé por un proceso de transición muy difícil. En esta época, a lo mejor durante el día estaba vendiendo los periódicos de las Juventudes Socialistas pero después no me acostaba sin hacer mis oraciones. Acabé afiliándome y, durante la guerra, me pasé al Partido Comunista. Todavía continúo defendiendo las mismas ideas. Hemos cometido muchos errores, sin embargo mi corazón sigue en el mismo sitio.

Al empezar la guerra, la JSU formamos un batallón al que llamamos batallón Libertad. Yo, con 16 años, era la mascota. Fuimos a la zona de Peguerinos, en la sierra de Madrid. A los pocos meses el ejército se regularizó, y a los menores nos enviaron a casa. Entonces me dediqué al trabajo político en Alcalá. Fui secretario general de esa comarca hasta el año 38. Ese año, los jóvenes tuvimos la idea de movilizar a los menores de edad. Organizamos dos divisiones de lo que se llamó Voluntarios de la Juventud. De vez en cuando aparecía el padre de algún chico y se lo llevaba de allí a caponazos. Era increíble, ¡chicos de 15 y 16 años movilizados! Cuando cumplí los 18 años me incorporé al ejército. Fui comisario político en una unidad. Después fui instructor de la juventud en el Ejército del centro hasta el final de la guerra. Se corrió la voz de que quienes tuviéramos responsabilidades políticas debíamos concentrarnos en el puerto de Alicante, porque nos iban a sacar de España. Nos concentramos a miles, pero nuestros barcos nunca llegaron. Los que llegaron fueron los de Franco. Y la División Littorio, que llegó por tierra. Nos atraparon a todos. Me llevaron al campo de prisioneros de los Almendros y, a los pocos días, me trasladaron al de Albatera, de donde me escapé, lo que resultó relativamente fácil ya que había muchísima gente. Conseguí llegar a Madrid y me escondí en casa de un amigo. A los pocos días un confidente me entregó a la policía. Me cogieron por ingenuo y por impaciente. En pleno año 39 estaba tratando de organizar la resistencia, contactando con los amigos. Uno de los que llamé se había hecho confidente y me denunció.

Me llevaron a la cárcel de Porlier, un antiguo colegio. Muchas veces me paseo por ahí y veo un espectáculo que me recuerda a nuestra época. Las madres van a buscar a sus hijos y eso me recuerda a cuando nuestras familias iban a recoger nuestros paquetes o a llevarnos los suyos. También iban a buscar los cuerpos de los que habían sido fusilados. Muchas veces las madres llegaban con el paquete y se tenían que volver. «No, señora, su hijo ha sido fusilado». Yo estaba condenado a muerte, lo habitual en esos días. Hasta tal punto, que cuando la gente iba al consejo de guerra al volver estábamos todos esperándoles para saber que condena traían. A lo mejor venían con los ojos llenos de lágrimas: «¡Treinta años! ¡Treinta años!». Y te abrazaban, porque traer treinta años de condena era una suerte, era evitar el fusilamiento.

Desde el principio empezamos a montar una organización clandestina en la prisión. Una organización muy cerrada y muy opaca. Cada miembro conocía sólo a dos compañeros, el que te pasaba las cosas y al que tú se las pasabas. En el año 43 creamos un periódico al que llamamos 'Juventud', destinado a mantener el ánimo de los presos y a mantenerlos informados. Estaba primorosamente hecho, incluso llevaba dibujos. Un día sorprendieron a un chico leyéndolo. El chico confesó y yo entonces decidí entregarme para evitar que cayera más gente. Estuve casi un mes en la Dirección General de Seguridad, donde me torturaron cruelmente. Me machacaron vivo, pero no delaté a nadie. La tortura es una pelea extremadamente difícil. Llega un momento en que temes por tu razón. El problema es que mientras tú estás bien, aunque te machaquen, si tienes moral, lo soportas. Lo malo es que pasa el tiempo y empiezas a temer, Por qué dices: «¿Pero hasta dónde voy a controlar mi cabeza?» Mi fortaleza era imaginarme mi vuelta a prisión. A mí, en la prisión, todo el mundo me quería. Me llamaban el chaval porque era de los más jóvenes, y todos me conocían. Yo pensaba: «Si vuelvo sin haber entregado nada, después de haber salvado la situación y habiendo resistido, ¡joé!, la gente me va a comer a abrazos. Pero ¿y si vuelvo después de haber hablado? No me voy a atrever a mirar a nadie a la cara, seré como un pelele, siempre solo en un rincón del patio» Eso era lo que me daba fuerza. Después de estas torturas, me condenaron por segunda vez a muerte. Cuando las penas de muerte se conmutaron por treinta años, a mí me cayeron sesenta.

Un día, cuando me encontraba en la Dirección General de Seguridad tirado en la celda, lleno de sangre y hecho un guiñapo, de repente sentí que me lanzaban un papel por el ventanuco. A rastras, como pude, cogí el papel. Era un retrato de Lenin, que alguien había arrancado de algún libro. Nunca supe quién me lo mandó. Lo cierto es que, para mí, desde ese momento, fue como si yo ya no estuviera solo. Como si alguien estuviera vigilando y controlando mi situación y mi comportamiento. Tenía el retrato enterrado bajo la arenilla del suelo de mi celda. Cuando bajaba, lo desenterraba y hablaba con él: «Mira, camarada, cómo me han puesto, pero no temas, que yo tendré fuerza suficiente para defender al partido». Un día, estando en el calabozo, oí unos gemidos y me asomé por el ventanuco de mi puerta. Vi que traían en brazos a un preso al que habían torturado. Me di cuenta de que aquel hombre estaba entregado. Que ya había confesado algo y que estaba vencido. Yo, que era todavía un niño, tenía 21 o 22 años, desenterré el retrato de Lenin y le dije: «Tú sabes que por nada del mundo me desprendería de ti, pero te necesitan en la celda número 27». Cuando me sacaron al servicio, pasé delante de su celda y le tiré la foto. Parecerá un milagro, pero al día siguiente, cuando oí que venía este preso, me asomé y observé que venía andando por su pie y en su mirada había una luz tensa y distinta a la del día anterior. Aquel hombre se había rehecho. Recibir la fotografía lo resucitó. Años después, en la cárcel de Ocaña, oí a un hombre contar la historia. Entonces me di a conocer. «¡Yo soy el que te pasé la foto!» Me confirmó que ya había denunciado a alguien y que, cuando se encontró con el retrato, se golpeaba contra la pared, desesperado. Muchos años después, en Moscú, visitando el museo de Lenin, Yeltsin me enseñó el papel en el que yo escribí esta historia junto a la famosa fotografía de Lenin con un pionero en la Plaza Roja. Se lo enseñaban a todos los españoles.

En la prisión, en un primer momento, lo único importante era sobrevivir, hasta el punto de que en Porlier, al poco tiempo de entrar, no quedaba ni un hierbajo en el suelo. Las hierbas del patio las cogíamos, las metíamos en agua a hervir y nos las comíamos como podíamos. Muchas mañanas te encontrabas con que, no sólo faltaban los compañeros que habían fusilado, sino que también muchos aparecían muertos a tu lado, de hambre o de frío. La situación cambió coincidiendo con el fin de la Guerra Mundial. Nuestras familias se habían rehecho y nos podían ayudar. Europa pudo volver sus ojos a España y se empezaron a organizar comités de amnistía, socorro popular... Y comenzó a llegar algo de esta solidaridad, que nos ayudó a sobrevivir.

En esa época empezamos a estar más tranquilos y más alimentados y gracias a eso empezamos a organizarnos mejor. Éramos como un estado dentro de otro estado. Montamos clases clandestinas. Teníamos cientos de libros escondidos. Era muy fácil introducir libros en la cárcel. Lo difícil era mantenerlos ocultos. Lo que hacíamos era coger de entre los libros de la biblioteca de la cárcel, casi todos religiosos, el libro más parecido al que queríamos camuflar. Desencuadernábamos los dos libros, cogíamos las tapas del libro legal con las cien primeras páginas, que era donde aparecían el sello de la cárcel y las firmas del director y del capellán e íbamos intercalando cien páginas de nuestro libro y cien del otro y así sucesivamente. Como teníamos buenos artesanos, componíamos de nuevo el libro que, por fuera, era La historia de Santa Genoveva y, por dentro, El capital. Teníamos de todo, y todo clandestino. Había una escuela de pintura e incluso organicé una tertulia literaria en los últimos tiempos. También hacíamos una revista, que sacábamos de la cárcel y que se reproducía y se difundía fuera.

La cárcel fue mi universidad. Conocí a mucha gente. Coincidí con Buero Vallejo y con Miguel Hernández entre otros muchos. Miguel Hernández era una persona entrañable, murió de franquismo en la prisión de Alicante en el año 42. Unos años después le hicimos uno de nuestros homenajes: Esperábamos a la noche, a que cerraran las galerías. Entonces montábamos un pequeño escenario con mantas y sábanas. En las ventanas algunos presos se dedicaban de la vigilancia y así, en el silencio terrible de la cárcel, hacíamos los homenajes. El de Miguel Hernández lo titulamos Sino sangriento, que es el nombre de uno de sus versos. Tenía tres actos, con los nombres de tres de sus libros: El rayo que no cesa, Vientos del pueblo, que trata de la guerra y Cancionero y romancero de ausencias, que era el de la cárcel. Unos narradores relataban los hechos y una pequeña banda de música se colocaba detrás del escenario con sus instrumentos realizados con los palos de las escobas y con cosas así. Era muy ingenioso: se cortaba un trozo de escoba de caña. Unas gomas sujetaban un papel de fumar en cada punta y se le abrían unos orificios. Sólo con eso salía una música preciosa, que era como un zumbido, pero muy bonito. Una cosa tremenda. Esa bandita, compuesta por cuatro o cinco personas, iba poniendo música a determinados pasajes. Cuando los locutores contaban la parte de la guerra de España y de los soviéticos se oía La Internacional. Con los franceses y André Martí... se oía La Marsellesa. Los mexicanos con Siqueiros y tal... Se oía La Cucaracha. Todo a media voz. Se titulaba Homenaje a voz ahogada a Miguel Hernández. Fue algo impresionante, en medio del silencio de la prisión. De vez en cuando, oías el «alerta» de los centinelas desde las garitas. Toda la noche: «¡Alerta el uno!, ¡Alerta el dos!, ¡Alerta el tres!» Eso se hacía para que el cabo de guardia supiera que no se había dormido ninguno de los centinelas. Hicimos otros homenajes a Rafael Alberti y Neruda. Creo que jamás se podrá concebir un homenaje más emocionante que éste.

Ésta fue mi escuela y la de mucha gente, y así pasé los años de prisión. Hoy miro aquello casi con nostalgia, «¡Joder, aquélla fue una de las épocas más hermosas de mi vida!» Sabías que el futuro te pertenecía, aunque estuvieras sufriendo y te pudieran llenar la cabeza de plomo, aunque te tocara caer, pero nos parecía que el futuro era nuestro. Se vivía con esperanza. El talón de Aquiles del preso era la familia. Si veías a alguno triste, preocupado, andando solo por el patio, es que su familia tenía algún problema.

Empecé a escribir en la década de los cincuenta. Todo empezó porque me sacaron de la galería y me llevaron castigado a celdas. Allí estaba aislado. Los funcionarios te sacaban el petate por la mañana y no te lo devolvían hasta la noche para que fuera imposible tumbarse durante el día. Entonces los compañeros, los destinos, que eran quienes barrían y hacían la limpieza, se encargaban de introducir comida o lo que fuera en el petate antes de devolvértelo. Una de las veces me metieron unas hojas arrancadas de libros de Rafael Alberti y de Neruda. Las manoseaban antes para que el sonido del papel dentro del colchón fuera imperceptible, porque los guardias a veces lo inspeccionaban para ver si notaban algo raro. Releí aquellas hojas más de mil veces, y eso me creó un clima un poco particular, que hizo que empezara a escribir con un pequeño lapicero que me habían pasado. Cuando salí de celdas me animaron a continuar diciéndome que lo que había escrito estaba muy bien. Lo sacamos al exterior, como el náufrago que lanza un mensaje al mar en una botella sin saber si va a llegar a algún destino. No le di más importancia. Tiempo después, llegó un paquete de México, en el que nos mandaban revistas y otras cosas que nuestras familias nos pasaban clandestinamente. Entre todas esas cosas, venía un librito mío, con ocho o diez poemas. Aquello me hizo pensar que esta era una forma más de ayudar a que la gente comprendiera nuestra situación. Entonces pensé que debía adoptar un nombre para firmar mis cosas. Pensando en mis padres me puse Marcos Ana. A mi padre lo habían matado en la guerra y mi madre murió, la pobre, cuando me condenaron por segunda vez a muerte. Anduvo deambulando por la puerta del penal de Burgos intentando verme. No lo consiguió. La encontraron muerta en una zanja. Poco a poco empecé a contactar con los poetas en el exilio. María Teresa León y Rafael Alberti, se valieron de que Paco Rabal pasaba por Buenos Aires y le dieron una pequeña nota, que me pasaron dentro de un tubo de pasta, que decía: «Cuéntanos algo de tu vida». Entonces les compuse un pequeño poema:

Mi vida
os la puedo contar en dos palabras:
Un patio
y un trocito de cielo donde a veces pasan
una nube perdida y algún pájaro
huyendo de sus alas.

A partir de aquel poema, que titulé Mi corazón es patio, empecé a ser conocido fuera de las cárceles. En el extranjero la campaña en mi defensa fue muy fuerte. Entonces el Gobierno promulgó un decreto, según el cual las personas que llevaran más de veinte años ininterrumpidos en prisión serían excarceladas. Fue una cosa insólita, ya que fui el único al que le afectó. Normalmente, nadie estaba en prisión más de veinte años o, como mínimo, se entraba y se salía cumpliendo la condena en dos o tres veces. Pero yo estaba condenado a sesenta años y fui el único que salí de la cárcel gracias a ese decreto.

Cuando conseguí la libertad a finales de 1961, salí en los periódicos de todo el mundo. Fraga, que entonces estaba en el Ministerio de Información y Turismo, reaccionó con un folleto que se titulaba: Marcos Ana, asesino, en el que me atribuían todo lo que había pasado en Alcalá de Henares durante la guerra. Si eso hubiera sido cierto, me hubieran fusilado muchos años atrás. De todas maneras, sólo puedo agradecérselo, porque eso me dio todavía más publicidad.

Sabía que el aparato clandestino francés iba a venir a buscarme. Estuve unos días en Madrid, en casa de mi hermano, hasta que vino a buscarme un matrimonio francés. Querían que me aprendiese de memoria mi nombre en francés, pero yo ni me aprendía mi nombre ni nada. Entonces, la mujer me puso una bufanda, me tapó un poco y salimos. El coche era de una marca importante y el hombre iba ataviado con gorra y uniforme de chofer. La mujer se sentó detrás conmigo y, cuando llegamos a Irún, le dijo al guardia: «Por favor, dése prisa porque mi marido está enfermo». Y así, con pasaporte falso, pasamos la aduana. Cuando llegué, lo primero que hice fue organizar el Centro de Información y Solidaridad con España (CISE) presidido por Picasso, pero dirigido por mí. Había muchísima gente: Yves Montand, Piccoli, Jean
Paul Sartre, Jean Cassou... Desde allí empecé a organizar las campañas de solidaridad internacional. He viajado por casi todo el mundo. Mi vida ha sido muy intensa y apasionante. Me ocurrieron cosas muy graciosas. Siempre he parecido mucho más joven de lo que soy. Salí de la cárcel con 41 años, pero sin embargo parecía que tenía veintitantos. En una ocasión, había ido a Inglaterra para pronunciar una conferencia en el parlamento. Me acompañaba un intérprete, que era un ex brigadista, profesor de español que tenía lesiones de guerra y estaba cojo, e iba con un bastón. Tendría 45 años, pero estaba muy envejecido. Cuando nos hicieron pasar, yo, como siempre he sido nervioso, entré deprisa, subiendo la escalera a gran velocidad. Me extraño que nadie se moviera cuando aparecí en el escenario. Cuando, unos segundos después, entró el intérprete con su bastón, cojeando, todo el mundo se puso en pie, aplaudiendo. Para un inglés era inconcebible que yo, que parecía un jugador de rugby, hubiera estado 23 años en la cárcel, torturado y condenado a muerte, tenía que ser el otro, que iba con su bastoncito.

Estas conferencias nos permitieron dar a conocer nuestra lucha. Solían preguntarme qué había sido lo más difícil. Lo más difícil para mí, después de tantos años de prisión, fue la libertad. Yo en la cárcel sabía vivir. Era como un pedazo más de aquellas piedras. Lo difícil fue salir a los 41 años, después de 23 encarcelado. Fue como si me hubieran abandonado en un planeta extraño. Para mí fue una cosa tremenda: la adaptación a la vida, a la libertad... Fue lo más difícil. Al principio, vomitaba los alimentos, no podía subir a los vehículos, incluso los ojos se me enrojecieron, puesto que el nervio óptico, en la prisión, se va retrayendo. Como se tienen paredes o muros delante en todo momento, se acostumbra a enfocar siempre cerca, y va perdiendo facultades. Si estaba en una habitación o en una calle donde hubiera edificios altos, la vista se protegía y estaba tranquilo. Pero cuando salía al campo me mareaba, como si me hubieran puesto unas gafas que no eran mías. Fue un tiempo difícil, porque no conocía y no entendía muchas cosas del mundo al que había salido. Tenía conciencia de que era un ser adulto, pero, al mismo tiempo, tenía la candidez y la inexperiencia de un adolescente. Por ejemplo, nunca había estado con una mujer. Cuando salí en libertad, uno de mis amigos vio que me quedaba atontado mirando a las mujeres por la calle. Salimos una noche juntos a un cabaret y él pensó que lo que más ilusión me haría sería irme con una mujer. De modo que cogió a una chica, le dio mil pesetas y le dijo: «Toma, para que te vayas con mi amigo». Cuando me quedé a solas con esa chica, yo quería que me tragara la tierra, porque no sabía cómo comportarme. Ella se creía que estaba borracho y cuando intentó devolverme el dinero, tartamudeando, le conté lo que me sucedía. Que había pasado 23 años en la cárcel, no conocía a ninguna mujer y ésa era mi primera experiencia sexual. Ella me dijo: «Mira, yo voy a perder contigo unos cuantos miles de pesetas». Dimos un paseo. Luego me llevó a cenar a la Torre de Madrid. Lloró conmigo cuando le contaba las cosas de la prisión. Recuerdo que me besaba las manos llorando. Le hablaba de un mundo que ella desconocía. Luego fuimos al hotel. A pesar de mi timidez y de todas mis inhibiciones, esa mujer consiguió con una ternura y una humanidad extraordinarias que yo hiciese el amor por primera vez.

Me despertó por la mañana. Había traído chocolate con churros. Me marché a casa con un nudo en la garganta, sabiendo que esa noche no tendría dinero para volver con ella. Al llegar, descubrí en mi bolsillo las mil pesetas y una nota que decía: «Para que vuelvas esta noche». Estuve todo el día haciendo tiempo, deseando que llegaran las ocho o las nueve de la noche para poder ver de nuevo a esa mujer. Pero, poco a poco, me fue asaltando la idea de que si la veía se iba a romper el encanto de la noche anterior. Esas mil pesetas las había ganado ella, y, si iba a verla con ese dinero, yo iba a tratarla como una prostituta, es decir, que yo iba a prostituirla más. Decidí no ir, pero continuamente sentía la necesidad de volverla a ver. Me decía: «Qué importa. Ella conoce todas las noches a cuatro o cinco o diez hombres. ¡Qué le importará a ella!» Mientras deambulaba, pasé por delante de una floristería y, sin pensarlo demasiado le dije a la mujer: «Mil pesetas de flores». Hicimos un ramo enorme, y lo dejé en el hotel con una tarjeta con su nombre, Isabel Peñalva. No la olvidaré nunca.

En el CISE, en París, estuve hasta que murió Franco. Bueno, en realidad no volví hasta finales del 76, porque yo fui de los últimos a los que proporcionaron el pasaporte. Cuando volví a España, me tuve que ir inmediatamente a Burgos, a encabezar la lista de diputados comunistas en esta provincia, como símbolo de los miles de demócratas que habían dejado su vida en el penal de esta ciudad. No salí elegido, ya que Burgos era muy difícil. Luego, el partido me puso al frente del departamento de Solidaridad Internacional. Se decía: Ayer por España; hoy España por los pueblos. Yo me sentía un hijo de la solidaridad y quería devolver la solidaridad que a mí me habían prestado en la cárcel y en el exilio.

Al comienzo de la guerra, es justo reconocer que en los dos bandos se cometieron actos descontrolados. Cuando las pasiones están desatadas, es comprensible que puedan ocurrir algunas cosas. Es cierto que se quemaron iglesias y que la gente estaba descontrolada. Sin embargo, a partir del año 37, la cosa se controló y esos actos no se produjeron más. Esto no tiene comparación con lo que pasó en el otro bando. Esta gente ganó la guerra y durante cuarenta años mantuvo un ideario gubernamental cuyo objetivo fue exterminar al enemigo. Lo que hicieran durante la guerra es justificable, pero después se dedicaron a arrancar hasta las raíces del enemigo. Hubo miles de fusilados. Un exterminio total.



¿Poeta? Eso me dicen (y en voz baja

me lo digo a mí mismo). No lo creo.
Lo sueña el pensamiento. Sí, chispeo...
¡Pero es tan doloroso! Se trabaja

a golpes de alma el fuego. Se desgaja
la vida pena a pena; y va el deseo
-corazón adelante- como un reo
desnudo sobre filos de navaja.

Tomo la luz de un árbol. La tanteo
y se deshoja, oscura. Beso el lodo
y me abraso de luz. Zureo...

Yo llevo un hombre herido en el recodo
más penoso del alma y centelleo
su luz entre mis labios... y eso es todo.


Rómpete corazón


Rómpete corazón. ¿Para que alientas
aún sobre la nada? Ascua aterida,
nido que solamente ya a tu herida
de filos y de ausencias alimentas.

Rómpete corazón. ¿Ya qué calientas?
Cada latido tuyo es la caída
de un azadón cavándote la vida.
¡Con todo lo que fuiste!... y ya no aventas.

¿Dónde tu voz de lumbre y fuerte río,
tu sabor a tahona y pan caliente,
tu jugosa ternura acariciante?

Torrente seco. Hogar pálido y frío,
un albergue hasta ayer del caminante.
Rómpete corazón, es tu poniente.



Amar, amar


Amar a una mujer, amar a un hombre.
Amar a un corazón, no importa cómo;
verterse en otra vena que responde.
No estar desesperadamente solo.

Amar, amar, romper las soledades.
Triste es llorar al pie de una ventana
viendo caer sin fin tras los cristales,
la nieve lentamente sobre el alma.

Oh, amor, amor, sentir las dulces alas
de tu pasión batiendo entre mis brazos;
sonar contra tu sangre enamorada,
ser lágrima o canción, pero en tus labios.

Sobre tus labios, sí; sobre tu pecho
ser loca desventura importa apenas.
Amor, amor, cabe en un solo beso
toda la miel y el llanto de la Tierra.




Ya tengo quieta la sangre,

mis ojos tibios y en calma,
sentado y solo en la tarde
sin nadie cerca del alma.

¡Qué triste es ver los caminos
sin una huella dejada!
Ni nombre en árbol escrito,
ni un amor. No dejo nada.

La vejez más miserable
de un corazón arrugado.
Una almendra vana y grande
bajo la piel de un penado.

Ya tengo quieta mi sangre,
los ojos tibios, en calma,
llorando y sólo. Sin nadie
sentado cerca del alma.


Valientes


Valientes... ¡hala! El árbol ha caído.
Arrancad vuestra rama. Hacedlo astillas.
No cese el hacha aguda de rencillas.
Ni el cuervo de graznar. Ya está abatido.

¡Oh árbol generoso! ¡Si aún tendido,
tu costado es más alto que otras copas,
si más sombra y cobijo dan tus hojas,
tus ramas más consuelo dan al nido!...

No hubo viento capaz de desasirte,
ni rayo que rasgase tu firmeza,
ni otoño que lograra desflorarte.

Sólo tu corazón pudo abatirte.
Tu corazón desnudo de corteza.
¡Apriétalo, y vuelve a levantarte!


Pudo el ciprés


Pudo el ciprés más que nadie.
Puñal agudo invertido
clavó su aroma en mi sangre.

Las dalias tejen coronas
con luz morada en los ojos
mortecinos de la tarde.

Los cipreses, mano a mano,
con el laurel han tendido
un puente sobre el estanque

(agua delgada y menuda,
remanso puro, mi vida,
sin vivirla un solo instante).

Un hacha suena en el bosque.
Otoño corta las ramas
de mi juventud. ¡Lloradme!




MALDITOS SEAN:
Los que atizan el fuego entre las piedras del Odio, para servir su puchero.

MALDITOS SEAN:
Los que quieren enturbiarnos la sangre con el viejo terrón de la trinchera.

MALDITOS SEAN:
Los que cosen banderas con cenizas de muerto para sembrar el aire de rencores.

MALDITOS SEAN:
Los que quieren dejarnos para siempre en los bordes opuestos de una herida.

MALDITOS, SÍ:
Malditos en tu nombre
España, sean,
porque viven de tu pena y la mía
y hacen de nuestro dolor su trono.



No habrá piedras para tanta frente


Y no creas, España, que mi voz
es sólo un hueso blando o derribado,
un corazón que de rodillas gime,
una idea sin luz, desalentada
o el ocaso del pulso que sostiene
verticales la sangre y las banderas.

Es por amor a ti
el amor que ahora pido.
Que es un clavo en mis ojos verte herida,
quejándote en la sombra,
caminando como una pobre bestia
tras de la luz del mundo, oscuramente.

No es que acabo mi fuerza. Por mis venas
corre el tesón rotundo de tus siglos
y no hay muros que rompan mi palabra.

Si mil veces naciera, si mil veces
ante mis pies se abrieran los caminos,
con tus ojos, España, me verías
mil veces más besando mis emblemas
vuelto a ser corazón y frente sólo.
¡No hay cadena bastante! Aunque la muerte
a estocadas mi fuego acometiera,
y arrancase de cuajo tanta vida,
mi voz, desde mis huesos, se alzaría
hecha estribo del alba y meridiano
para indicar al Hombre su mañana.

Es por amor a ti. No puedo verte
en las manos extrañas que te abonan
con estiércol feudal tu larva pura.

Los hijos que te miren y no sientan
ese dolor de verte postergada
a ser Patria del llanto y de la pena,
no merecen tu nombre; sus raíces
se han quedado sin tierra y sin orgullo
y clavan sus banderas en el aire.

(Que hoy es clavar astiles en la nada
imponerte un color, cuando estás muerta.)
Yo no rindo el fulgor de mi bandera,
la sigo con el alma y no traiciono
su rojo son de sangre iluminada.
¡Ay si pudiera España, tus desgarros
curar con mi bandera solamente
y apoyado en su astil abrir tus alas!

Mas sé que no es bastante,
que uno a uno a tus hijos necesitas,
en un tropel tus tierras y tus gentes.
Por eso pido amor.
Sobre tu sien, de fiebres agolpadas,
quiero quemar el odio y las ofensas
y perdonar la vida que me deben.

Sólo seré martillo nuevamente,
hacha mortal si fuese necesario,
contra la garra hirsuta que te oprime,
que tus Horas detuvo en la agonía
que te arrastró al infierno donde vende
tu estructura de sol a las tinieblas.


Mano abierta


La hoguera del pueblo tiene
aún esparcidas sus ascuas.

Ay, como el fuego se junte,
¿quién apagará sus llamas,
quién sujetará los bosques
del pueblo ardiendo en sus armas?

Tomad la mano que el pueblo
os ofrece en paz, tomadla.
No esperéis que se maduren
en el dolor las espadas.

Los diques también se rompen
bajo el martillo del agua;
el viento descuaja el árbol
por hondas que estén sus plantas;
y hay volcanes que deshacen
el pecho de las montañas.

Escuchad la voz de un pueblo
que busca la luz del alba,
con la paz en sus banderas
y el amor en sus gargantas.
No dejéis que se maduren
en el dolor las espadas.

Tomad la mano que el pueblo
os ofrece en paz. TOMADLA.



Canto absoluto a la libertad


Su herida golpead de vez en cuando;
no dejadla jamás que cicatrice.
Que arroje sangre fresca su dolor
y eterno viva en su raíz el llanto.

Si se arranca a volar, gritadle a voces
su culpa: ¡que recuerde!
Arrojadle pellas de barro oscuro al rostro.
Si en su palabra crecen las flores nuevamente,
pisad su savia roja
hasta que nazcan lívidas, como manos de muerto.

Talad: que no descuelle
su corazón de música oprimida.

Porque esa es vuestra ley, tan extraña a la mía:
si un río se alza para hablar con la luna,
ponedle un dique oscuro.
Si una estrella olvidando su distancia se mece
en los agraces labios de un muchacho,
denunciadla a los astros.
Cuando un corzo se beba la libertad y el bosque,
atadlo como a un perro.

Si hay algún pez que aprende a vivir sin el agua,
negadle orilla y tierra.
Si el alba se deslumbra con claridad alada,
poned las hojas verdes de la noche en sus ojos.
Si hay un hombre que tiene
el corazón de viento,
llenádselo de piedras
y hundidle la rodilla sobre el pecho.


Al soldado que luchó contra mí


¿Recuerdas aquel árbol, aquel día
que grabaste con pólvora y batalla,
tu nombre de soldado, tu porfía?

¿Era en esta ciudad, fue en aquel río?
En Brunete, en el Ebro..... Ya que importa,
Juan español firmaba con tu nombre y el mío.

También grabé yo al pie de la mañana,
a diente y corazón, sangre y machete,
roja insignia de indómita campana.

Que estéril y triste fue la cruz.
Hacia la noche, hermano, los caminos
torcieron atrozmente. Se congeló la luz.

Y de tu sangre hermosa y de la mía
no nacieron los trigos esperados,
sino sangre y más sangre todavía.

Hermano de la patria y de la pena
tu corazón desnudo está conmigo,
cansado de la espada y la cadena.

Una palabra, amor, necesitamos.
Un grito claro, España, y todos uno.
El pueblo sufre y lo destruyen. ¡ Vamos!

Digamos no a la Muerte, que la Vida
es el Amor, la Paz, la luz del Alba,
la Libertad que rota y malherida
entre escombros de sangre se levanta.















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