miércoles, 26 de enero de 2011

2916.- EDUARDO CURBELO


Eduardo Curbelo (Montevideo, Uruguay 1962) es Médico Psiquiatra. En 1987 obtuvo una mención en el Concurso Primera Antología de Poesía Universitaria; en 1989 ganó, en forma compartida, el Primer Premio de Poesía Inédita de Cuadernos de Marcha y en el año 2000 obtuvo Mención en el Concurso de Poesía Inédita de la Intendencia Municipal de Montevideo con su poemario Fragor de la Posguerra. Publicó Basalto (Ediciones de la Crítica, 1999), Diario Íntimo de un Comensal (Ediciones La Gotera, 2001) y Abrevadero (Ediciones Nudo Sur, 2004), Mención del Ministerio de Educación y Cultura Categoría Poesía Inédita 2004. En 2005 obtuvo el Primer Premio de Poesía de la Intendencia Municipal de Montevideo por su libro inédito Penitentes (Ediciones Botella al Mar, 2006).






el ocaso del ángel

El poeta que se citó a sí mismo bajó
los brazos. Quedó mirando el epígrafe
y en el centro de la hoja vacía
abandonó reiterativamente un trazo
infantil. Una, dos, tres veces las imá-
genes poéticas rebotaban en su cabeza
inauditas, sin finalidad, encabezadas
bajo la luz del fracaso, su propia
sombra. El poeta que se citó a sí
mismo puso dos hielos en un vaso y
luego whisky y luego acarició,
frustrado, el lomo del gato que ca-
minaba por encima de la mesa. Pensó
“debo abandonarlo todo”, “no en-
cuentro la palabra exacta que resuma
los rincones de la muerte”. El
poeta que se citó a sí mismo tomó un
trago y pensó en un plagio; meditó al
instante que eso no era lo correcto.
Tomó otro trago y pensó en el
suicidio. Encendió un cigarrillo y
desechó tal posibilidad. El poeta
que se citó a sí mismo miró hacia los
ojos del gato, se llenó de rabia e
impotencia y escupió algo parecido al
odio, por la ventana. El poeta
que se citó a sí mismo estalló en
lágrimas, tachó el epígrafe de su
autoría, dio vuelta la página y
continuó, lentamente, condenándose
al olvido.

(de Diario Íntimo de un Comensal)





MANO DE OBRA (fragmento)


Cimentamos el edificio, sol y sombra. La pared que separa de los otros nos acerca al cielo. Un encofrado protege el corazón de la fragua. Las víctimas atraviesan en redondo y gesticulan ladrillos en el aire. Dos hombres amanecieron al andamio y treparon al resto de luna vigilando un pezón de pedregullo

*

La campana del reposo toca a degüello de la bestia. Cruje asado en la madera, echa fuego la envidia del transeúnte. Los piropos nacen de la viga, hembra linda, te embarro de saliva el caracú

*

Desde niño, sentado a las rodillas, miro un dedo que señala al cielo. El detergente gotea en la pileta un aroma líquido, labios de la distancia. “Cuando se construye -dijo- mientras la solución escapa por la ventana, los problemas entran por la puerta”

Hijo mío, toda certeza es un cristal

*

Escribo, calzo una bolsa de cal en la clavícula, arrastro la carretilla vacía. Excavo la tierra buscando un tesoro de lombrices retorcidas. Planifico los tablones, las varillas de hierro hermanadas con trozos de alambre. Arrojo el material de los cimientos. Arte poética

*

Levanté esta pared, construí esta casa. Esta cuadra es mía, el barrio, toda la ciudad. Busquen mi transpiración, huellas en el cemento fresco, la forma de mis manos en el revoque. En este ladrillo esculpí el dolor y tatué un corazón con mi nombre y el de ella

*

Hora de seguir. Tírales a los perros que merodean, el costillar

*

Es el adiós, la última palabra. Aloe encima de las heridas. Brindamos con añeja, trepamos al camión y emborrachamos de alegría. Culminamos la obra. La sepultamos

(de Penitentes)








Bambula
(el sentido del tacto)

A Josefina.
A mi madre.

A mi padre (in memoriam).

“todas las mañanas veo a un ciego
que me escucha comer
paseando su oscuridad entre las mesas”

Thiago Rocca


“Busco unas manos,
una presencia, un cuerpo,
lo que rompe los muros
y hace nacer las formas embriagadas”

Octavio Paz


LA NOCHE DE LOS PREMIOS OSCAR

Un lazarillo persigue su imaginación de las palomas. Retorcido de las tripas, un hombre mitiga el hambre y apoya su nuca en la plaza. Un tejedor peruano repuja un cielo de vicuña. El sol lame el fijador de los oficinistas y un niño inspira sus pulmones de basura. El viento gira en los tejados su olor a mediodía. Los cuerpos palpan los cuerpos mientras un hombre, con un hisopo en la boca, duda de su paternidad. Al centro de la fotografía unos hierros, oxidados, retuercen de amor. Sólo un ciego puede comprender la transparencia de la abulia y darle muerte. La parte por el todo.



Marylin idealiza la pantalla y estira sus pestañas hacia el mundo. Un ventilador dispara a sus genitales y arranca sus pétalos. Me quiere. No me quiere. Me quiere. Afuera llovía el carruaje de la noche y luego de la botella –un crianza 1992- cedimos a los cojines.

El borderó es otra historia. El último capítulo de las estrellas. Donde pasan a ser nada y se hunden en la recaudación. La fama es una moneda.

La palabra, atormentada, se nos niega. Tus ojos -los de una niña empezando a crecer- inician el llanto. Creí oportuno despertar: no hay nada debajo de la cama. Golpeas la mesa y la alfombra, tímidamente, arrastra la planta de sus pies hacia la edad donde habita el monstruo.



La buhardilla abre, al nacimiento del sol, la palma de su mano. Era el día pactado para el adiós y ella, borracha y llorando, gira sobre su eje mientras el hombre acaricia su rostro a través de la sábana.

En la vereda, alguien felicita el bordoneo y deja caer de sus dedos las señales: un chasquido de monedas en la gorra de un ciego.

La indumentaria del hombre que atraviesa la calle peatonal tiene aroma de mujer vigilando su descanso.



Hace años estuvimos aquí y aún amarillea en nuestras solapas el batallón de bomberos poniendo al fuego en fuga. Lugar para luego y amor a ciegas: al aire que respiro le faltan tus ojos.

Arranquemos a la niñez mal humorada del poema, el baldío donde un hombre acomete mujeres y con violencia, las hace suyas. Lo dice la prensa y el vecindario.

Lo que nace en la pantalla, en la pantalla, muere.




Le asignaron un protagónico. Para calmarse, derritió Valium bajo la lengua. Los demás, de festejo, inhalábamos humo de parrilla y en la vereda, jóvenes de gorra y botones dorados, sellaban los talonarios. Bailarina con destaque.

Acomodando su rodete, la mujer de medias verdes dejó la cama y arrastró la sábana para sentarse en el centro de la luz: “Perdiste la jugada. Mis ases son de hierro. No los quiero.” Susurró, mientras mordisqueaba la nalga del hombre dormido.


¿Quién puede quitar de la radio la música pegadiza?

Un maestro, mientras instruye a su discípulo, atraviesa descalzo el arroz de un papel silencioso. Color luna llena y rasgados, sus ojos. Al fondo, una loma y un edificio. ¿Has observado –dijo el anciano- que no existe tacto inocente?

Como práctica de brujería, una bailarina abre sus brazos y se quiebra en un capó de Chevrolet. Una barbilla infecta de ajenjo los monitores. Un duelista declara: “no he venido a matar. He venido a morir” y arroja sobre la gramilla su pistola.



Estamos en guerra. Un hombre que abandona el cigarrillo carece del humo de la reconciliación. No todo es pipa ni paz. En su acercamiento predatorio, un amante que divisa la presa, no vacila.

A tiro de piedra de aquí, alcanzaremos la caza del bisonte. La piel de venado arrodillándose en un hachazo occipital. Galopa el agua su corazón lacerado y mientras la luna enviuda de mujer, el operador pestañea fuerte, estira su brazo y cambia de rollo.



PAN PARA HOY


La agenda, desmenuzada de recuerdos y citas inconclusas, alfombraba el piso de tablones. Un hombre enciende un ventilador que resopla a través de la ventana y llueven, cabellera de transeúntes, retazos de papel. Los ciegos juegan ajedrez y una mujer, esquivando charcos, cruza la calle. Empapada por el humo de los coches apura el paso y fractura su taco aguja.

La niña, la escultura y el pederasta, conviven en la esquina de mi casa. Una peluca con henna cuelga del pestillo de una ventana. La mujer calva mira hacia mí, arma los dedos amarillentos de un tabaco y sonríe sola. Música de fondo, la novia se fue de mi casa para no volver.



Me faltan agallas para ver mi rostro. No soy el del espejo y cuando apago la luz, ya me fui. No puedo alcanzar mi propia mano, me decoloro. Soy incapaz de dar serenata, ser padre de toda la siembra y dormir sin culpa.

Pensé que podía arrimarme a la baranda y, junto a ella, desfoliar el trigo. Alguien farfulla que la esperanza es la ceguera del mañana. El arrullo de la panadera me calienta la boca y me hace humo la garganta. A través de sus ojos, gracias al pan, el trigo es un milagro.



Alguien, besando sus dedos índices, replicó en sus labios el signo de la cruz.

Hubo una fecha y la muerte, estando al tanto, catapultaba inmortal a un guerrillero. Una primera noche soñé a Marylin y la procesé en mi cuerpo. Muy cerca un hombre pisó la luna, golpearon el estado y enterramos al músico de sobredosis. Yo era un niño, trepaba peldaños de a dos. Dejaba huellas en la cancha. Humo en un desierto de tabaco y pan para hoy.



Mi mujer trofeo despierta y un sol depurado, aterriza. Acelera hacia la bambula que hicimos rodar en el piso parquet. Siempre es otro día y lo llamamos hoy: la imagen apagada en un rostro apenas lúcido.

De golpes le di al candado de tu puerta. Un hombre arroja monedas a la fontana y, en una mujer, clava sus azules. Un niño lee, con una linterna, debajo de su manta. Porque el cuerpo de mi madre se fue para siempre, castiguemos el baile. Porque te retiras y me quedo soñando. Porque me empapo en tu pulpa, verde y ciego.



ATARDECER Y ALUMBRAMIENTOS


Una adolescente quiere atravesar otra puerta y hacerse niña. Arroja peluches al ropero y rompe cartas de su madre. Un viejo quiere acercar su cuerpo a la meta y prepara para sí, de Año Nuevo, una cena con velas. Un niño sueña que sueña y la adolescente, avergonzada, esconde su protector diario.

Incrustadas a la pupila de media tarde dos mujeres titilan en las cinco estrellas de un hotel. Las mascotas corren en torno a una rama seca mientras, derrumbando la lumbre, ellas se besan y amalgaman a una pared jade.

Una mujer que desea la inmortalidad humedece a su marido y pide un hijo.

La precisión equivale a concentrarse en un punto.



Al otro lado de la calle un hombre golpea con una moneda el vidrio de una ventana. Encorvada, junto a la cama, una partera dulzura de mujer. El niño llora, y nace. Un acordeón estira su mano al vacío, impone su rúbrica en el aire y apoyados en un piso de ladrillo, acariciamos el baile del sonido.

Irritó a nuestros oídos el chirrido de una puerta corrediza.

En un portarretrato, fotografía y movimiento, se abrazan. Un gorjeo sacude la copa de los árboles. Los niños, en el arenero, juegan a crecer.

Un gato trepa sus bigotes al zinc del techo.



En un balneario de invierno amé a una mujer que empuñaba, a rajatabla, la razón. Una tarde, bajó las luces de la colina para quitarse la ropa. A cambio, entregué a chorros un dolor tan puro cuyas manos, aún hoy, lavan el agua. Hablábamos de amor. Su jadeo me otorgaba opulencia.

A lo lejos, un disparo de escopeta en el cráneo de la noche. Minutos antes, una centella a dos aguas. Profundos cortes de tijera en las ingles. Fotografías, flashes y, en los testigos, nacer de nuevo.



En los badajos hicieron las doce.

Con ojos tristes, recordaba el armario lacado donde alcanzó el durazno de su entrepierna y liaba, en otro recuerdo, el cannabis vacío e ingenuo de un adolescente. A oscuras, dibujaba en un block de notas para perderse en los días que llevaba sin ella.

Volver al primer casillero y que mis lágrimas de amor te protejan. Seguiré corriendo. Pero ahora, en sentido contrario. Hermético de luz, por la senda opuesta a los que huyen.



Dos hombres brindan vino tinto y esgrimen su bastón. Hay una pared para batirse a duelo y refugio para palpar la forma de la noche. Chocan las copas y al abrigo de unas gafas oscuras, cae el derrotado.

Mi poema reaparece cuando abro la puerta de mi casa y el orfanato recibe, torno mediante, una criatura.

Una vez nacidos ya no somos invisibles. Traemos debajo del brazo, no un pan. Lo que la gente deja a un lado cuando muere, traemos.



Olíamos pan tibio y se oía el tintineo de carritos vacíos que un empleado metía unos dentro de otros. Una mujer empujaba el suyo por los pasillos del supermercado y junto a la claque de las cajas registradoras, sonó el timbre en el puesto de devolución de envases. La tierra es la frontera del navegante.

Navajazo de luz. No esperemos del atardecer, otra cosa que atardecer. Hagamos poesía de ojos cerrados e insuflemos arte poética en el zaguán del tacto. Apostemos a la camiseta nuestro sudor y vaciemos el vaso donde duerme un hijo y cansados, junto a nuestros dioses, claudiquemos en la orilla.



Cortejo de ópalo, un hombre juega con dos anillos: el empedrado y el otro. Sombras chinescas, dos mejillones la sujetan al corpiño. La mujer estira sus dedos y otro hombre escucha, desde su mesa, el desplazamiento ruidoso por la falange.

Al mostrador lo recorría el sabor a ginebra. Un parroquiano se sacude la solapa y satisfecho, apoya su codo en un libro manoseado.

Arrinconados, unos dedos orejean la grasitud de las barajas: as de espadas, un almanaque. Borroso contorno de mujer. Un entrecejo se levanta. El rival cierra los ojos delatando el vacío naipe de sus manos. Toco y me voy.

Afuera, trepa por los pies de un niño, la ciudad.


POSTALES VELATORIAS


Larga fila del sepelio, cenizas que no se esparcen al mar. Jadean las figuras dirigiéndose a un mismo sitio. Collar que funde fogata en los faroles. En la acera de enfrente un hombre besa el pulgar de su mujer y coloca la bijou en un dedo de su pie.

Semillas de la lluvia, al cementerio lo habitan inquietas cajas de muerte. Transparente a la neblina y a la escarcha, todo crimen es invisible y la clave se oculta en el tacto del impostor.

Apoyo mi oreja en la tierra. Como un niño que corta un rizo de su madre, tatué de saliva los ojos de la lluvia. Indulgente profanación de lodo, el mundo no es otra cosa que una piedra enorme donde hormigas laboriosas se despeñan al vacío.


Arrojaron a la mandíbula del mundo un cuerpo cansado que, horas atrás, se acurrucaba en su colchón sin medir las consecuencias. Un forastero, junto a un pedrusco, desdeñosamente, bosteza.

Un collar negro de automóviles estacionaba la esquina de la plaza. Remiendo de luto, los deudos regresan cabizbajos.

Toma dos: junto al cancel hay un crespón. En la sala, un niño de ojos vacíos tocando mi nariz, reconoce mi nombre. Un desconocido firma el libro de visitas.

Alguien duerme, coronado de flores.



Exequias. Uno.

Fragmentos de minería: en la noche infinita, un tic-tac de reloj cavando en el fósil innumerable. Extrayendo la riqueza, luz de pocos, una respiración se apaga a cuatro dedos de la tumba.

La muerte es nuestra ceniza que nos derrama en el pozo de las ciudades.



Exequias. Dos.

Fragmento de minería y foto cromo. Estribillo de palas. No vidente, un minero rezonga hacia el fondo de la tierra. En la oscuridad hay tantos sospechosos como testigos.

Carretillas que se hunden en la sombra. Hacinamiento de diamante, deshuesando los carozos del mundo, la sentencia metálica de unos picos, amanecen.

Y no lo saben.



Condenado a ver sólo su pesadilla, el homicida no tiene imágenes ante sus ojos. Huele lo malo que hay en mí y si me atrapa en sueños, no podré despertar.

Nunca regresan las aves que suelto de mi mano. Amanece su aliento en mi oído y llorando leche muerta, juego a ser una gallina de ojos vendados.

La luz trepa en túnel. Entrevista por la muerte en su camino hacia el cielo.



BAMBULA


Un niño llama a su madre desde un teléfono público y, en segundo plano, las hamacas balancean en la plazoleta un dulce sabor. Va y ven. Ella golpea la puerta con violencia y corre hacia la urbanización.

La caricia del amanecer reemplazó a la noche.

Alguien quebranta las reglas del amo.

Sentado a la cama, un hombre agacha su cabeza y oprime sus manos contra los huesos parietales. A su lado una mujer rueda, hacia la pared, sin mirarlo.




Con los brazos en cruz, un equilibrista transita la vía férrea.

Los sueños de una joven mueren en la vana gloria de un casting. Se hacen piedra. Un guión la martilla junto a un árbol, la obliga a gesticular en el vacío. Finge que llora y posa ante un reflector de prueba. En un acordeón, música y tiempo circulan.

Hacia la mesa de luz, estrecho mis ojos con los de mi hija y clavo mis uñas en la carne del edredón. Texto, textura. Una nube atrapa un sol que suspende su imagen.



Arañó la tela con su mano izquierda y, en el colchón, dibujó con indeleble el contorno de un cuerpo. No hay nadie atrás de la cortina. Por delante, un recuerdo se corroe.

Ni pan, ni amor. Ni vino tinto. Ella dijo: la vida no es fortuita. Envuelta en una sábana enterró su figura en el cuarto de baño.

La lluvia caía como puñado de alfileres y la niebla, arena movediza, imitaba la zozobra del hombre. La mujer, al salir por la puerta, se deshizo dulcemente. Los pájaros despertaron y empezaron a cantar.



Atisbó a través del postigo, apoyando en la madera la yema de sus dedos. El hombre viejo aproximó el papel a la llama. Limpió los tipos de la máquina de escribir con algodón embebido en alcohol y, minuciosamente, raspó con cepillo de dientes las letras de realce.

El hombre viejo da, a la copa de cristal, un golpe de uña que, a lo lejos, se pierde en el vacío.

El callejón, prisionero de almas indigentes, abre camino hacia el foco de luz. Fin de semana largo: aúlla la sirena y, a uno de ellos, lo palpan de armas. En otro montaje, un sonido agudo interfiere la elegancia del silencio.



Ella apretaba, unos contra otros, los nudillos. Miró a sus bigotes y, horizontal a sus ojos, con una brazada indolente, lo retiró del mundo. En la valija lo esperaban los títulos habilitantes, posters de origen diverso, algunas herramientas, el horóscopo, cuatro libros de poemas.

Como un reloj de arena que gira en todos los sentidos, mezclaba de varias formas y colores, comprensibles e incomprensibles, las palabras del adiós. El pantalón blanco y plisado, abrazado al despojador, se mantenía de entre casa.

A pesar de la solicitud, insistente de parte del hombre, la mujer nunca se animó a la bambula.



APROXIMACIONES A UN ESPÍA RETIRADO


Otro atardecer cae sobre los objetos: 33 grados Celsius y neblinas cuelgan de la mesa y bañan los envejecidos planisferios y apuntes de trazo romo.

Los años me han enterrado bajo una espesa barba y mis ojos, claras de huevo condenadas al recuerdo, se apoyan en el triste porcentaje de una lupa. Mis viejas traiciones aprisionan los músculos del pecho.

Ella no tiene nombre. Ya cumplió treinta fechas y abre sus piernas cada jueves, en mi casa, como agujas de reloj, entre cuatro y ocho de la tarde.




Hicimos contacto en una playa desierta e inventamos recuerdos. Aprendimos a creer en ellos y, durante el reclutamiento, nos obligaban a repetir: nosotros somos el arma. Nosotros somos el arma.

Pero, cuando sentía que ya era tarde, encontré en el sueño de mi hija, la verdad. La voz, en resumen, decía: nada es concluyente mientras nos devuelva olor a fruta.

“Quiero un nieto enorme”. Que no quepa dentro ni fuera de mí, le dije. “Que me ayude a salir del ego centro de este maremoto”. Nieto que me olvide y luego, me perdone. Que me escudriñe al otro lado de la mira telescópica. Que me remate los huesos y amase mi barro. Que me averigüe movimientos ocultos y novias clandestinas.

Que me bese los bigotes a santo de qué.



Incinerando su brazalete, intentamos destruir las cartas y flores con que nos engañamos durante años. La leña cruje.

Ella enroscó su lengua con la mía y arrojó con rabia, hacia el vaso vacío, alguna de mis viejas huellas. Las de cuando merecía sus mejillas y labios mayores. Avalancha de manos, tacto.

Jugamos a imaginar un gato y nuestros pensamientos, como un cráneo de miel, en el fuego, explotaron.



En un pellizco marítimo, conocí a aquella mujer. Donde los piropos rebozan de follaje. La dieron de boda e impuso a la doncellez un relicario. Mi grito adelgazaba hacia su pelo y, fingiendo ante el adjunto, fueron necesarios dos testigos para el acta de defunción.

Arropado hasta el cuello, olí aroma de flores detrás de su oreja. Abdiqué al beso y, en ese lugar, me vi forzado a enterrar su fotografía para protegerla del enemigo.



Unos labios nos separan del beso real. Una puerta intercala nuestras habitaciones, y una madre -siempre- nos desemboca, cianóticos, en este mundo. Ciego es alguien que mira de otro modo cosas diferentes.

Mis delitos se perdieron adentro del Estado y, en múltiples y privados crímenes ocultos he aterrizado en el bolsillo de cada conspiración.

He traicionado colegas en una pieza de hotel, junto a un ramillete de palomas en la plaza o atravesando a sus amantes vacías de deseo. Unos labios siempre alejan el beso verdadero.

Intentando ser común y, para evitar ser un héroe, he callado y falsificado la verdad.



La eliminaron y fue, en aquel momento, una baja inaceptable. El amor nació para morir, me dije a mí mismo.

“El día que el amor sea inmortal, también lo seremos nosotros”. Y agregaba en el anverso de su carta: “en la yema de nuestros dedos llevamos escritos la hora y el modo de nuestra muerte”.

Minutos más tarde, arrodillada en el vestíbulo, iba doblando cuidadosamente las camisas. En la maleta, un boleto de viaje hacía muecas hacia una ventana desgarrada por la niebla.



El sol, es el sol y la tristeza, tristeza. Mi cara, la única posibilidad de cara que merezco. ¿Sentir diferente a eso, es acaso, síntoma de algo? El vaso, ¿es otra cosa que vaso?

Alguien dijo: quien intenta descifrar el símbolo, lo hace a su propio riesgo. Otro dice: “indagar atrás del símbolo sólo genera fuentes laborales”.

Fumo un cigarrillo en la terraza. Saboreo, en tu gargantilla, la transpiración de varias noches.




Eduardo Curbelo
Bambula
(el sentido del tacto)
2007 - Inédito





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