jueves, 29 de mayo de 2014

LUIS FERNANDO HEPPE DÍEZ [11.846]


Luis Fernando Heppe Díez

Poeta.  (Bilbao)
Falleció el día 12 de septiembre de 2011, tenía 57 años.


Luis Fernando Heppe: el ángel pasajero por Antonio Maura

A veces las palabras no alcanzan. Son salvavidas en la torrentera de la existencia, pero, en ocasiones, no pueden mantenernos a flote. Ningún ser humano conoce su fuerza. Y el poeta menos que nadie, pues su trabajo es expresar, ya sea el dolor, los golpes que recibe de la fortuna, el silencio y también, aunque raramente, la alegría. Pero no será una historia alegre la que quiero contar. Se trata de un poeta, pues de poesía hablamos, hoy prácticamente desconocido, a excepción de unos pocos que le trataron o le leyeron en vida o en las escasas, escasísimas publicaciones, que se permitió realizar. Huía de los editores, pero se autoproclamaba poeta. Y el lenguaje le acompañaba como una vestidura hasta que la vida, en uno de esos vendavales que nos dejan desnudos, le arrojó en medio de la tormenta con unas palabras que apenas le servían ya, que eran sólo harapos de voces, jirones balbucientes.
El poeta tuvo un nombre. Se llamaba Luis Fernando Heppe. Nació y murió en Bilbao. Vivió casi 58 años. Era un extraño en el mundo, un estrafalario, exagerado en sus opiniones, apasionado -se casó cinco veces-, que se bebía la vida a grandes tragos, pero todo esto, que forma parte de su historia, no puede extrañarnos, pues se trataba de un poeta. Sin embargo, hubo algo para lo que no estaba preparado. Podía entretenerse con las pasiones, siempre que fueran suyas, pero no con algo imprevisto, que el destino le arrojó a la cara como un juguete roto. En noviembre de 2003, su hijo, Héctor Egieder, de 21 meses, murió al caerse de la terraza de su casa. Había sido un giro no previsto, maléfico, de la fortuna. La vida había vuelto su rostro enmascarado, la risotada maligna del destino resonó en las recónditas cavernas de su mente. Y las voces, las palabras, ya no le valieron para mitigar el dolor, ni las lágrimas, y el silencio se condensó como una costra, como insecto voraz que no abandona a su presa y arremete una y otra vez en la misma herida hasta envenenarla.
Para el poeta, este niño fue ya para siempre el Ángel Pasajero, “aquel que colma su perfección tras la fugaz estancia en la tierra.” Y la desolación de su partida no se pudo comparar a ninguna otra, su ausencia fue más poderosa que cualquier posible compañía. Recuerdo que, poco después de este hecho atroz, que pesaba en su conciencia como un silencio de piedra, se puso en contacto conmigo. Hacía muchos años que no nos hablábamos. Nos habíamos conocido en la Universidad, pero nuestros pasos nos habían separado. Me dijo que había escrito un Réquiem a su hijo y me describió los detalles del accidente con tal minuciosidad que me aterró. Luego su vida se precipitó y le perdí nuevamente de vista. Me impresionó aquella irrupción del pasado con su carga de desgracia, con el desconsuelo de una voz que no pude, entonces, acompañar, pues las palabras no sirven para aliviar semejante sufrimiento, tal absurdo, tan tremendo desajuste con la biología y en la naturaleza. El niño había muerto. Era una jugarreta del destino, un escupitajo arrojado a su rostro. Mala, funesta suerte. Nada más se podría decir. Sin embargo, hay que seguir viviendo. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo? Ya nada era posible.
Escribo este texto para presentar al lector una selección de este “Réquiem para Héctor Egieder”, el Ángel Pasajero, “iniciado en el camino de la vida el 8 de Febrero de 2002. Regresado a la esencia primordial el 13 de Noviembre de 2003.”
Hoy sólo quedan cenizas: las del poeta y las de su hijo. Las palabras, que no pudieron mitigar el dolor, son apenas las únicas que dan testimonio de los hechos. He elegido unos poemas de aquel libro, que no fue publicado ni su autor quiso escribir, que nunca debió existir. La verdad del poema se dirige, muchas veces, a una realidad imposible de aceptar. Dejemos hablar a las palabras: bajo una forma aparentemente serena, están empapadas de sufrimiento, de un dolor que las trasciende.

Poemas



Patio de vecindad con niño al fondo

En el patio de atrás, el de la muerte,
se ha dormido mi niño de oro y trigo.

Ya no le lloren más buenas mujeres
en el nombre del padre ya perdido.

Pero el nombre del hijo es el espíritu
que, literal, huyó por la ventana,

mas procede del padre y éste anuda
sus entrañas al negro y vasto día.






Te llamo

Carne sin sombra, luna de mis huesos,
nave del tiempo donde al fin navega
por terribles incendios mi desdén por las cosas
que de tu lado huyeron rendidas por la espera.

A tu presencia llego nutrido por el cielo
que me conforta y lava; rosa insondable, eterna,
que llenaste de pasos el desierto camino
donde como fantasma ondeaba mi estela.

Por ese dios que, apenas, se cierne sobre el mundo,
por esa incierta música, inerte ya, incompleta
sinfonía que el viento va escribiendo despacio
con ringleras de árboles hincados en la tierra,
yo te conjuro y llamo, más allá de los sueños
que la vida ha fingido de la esperanza muerta.       

Hijo, yo te convoco, sabedor de que un alma
que ya se fue no puede regresar a su esencia
y aún así te recojo, dormido en la ceniza,
desplazando en mi cuerpo sangre desnuda y vísceras
para que te acomodes en el cristal temprano
que un soplador constante, yo mismo, –forma terca
de la razón- expando procurando que crezcas
sin mesura ni límites.

                                          Hijo, por esa luna
de mis huesos menguantes, exentos de futuro,
he aireado y dispuesto la casa de mi cuerpo
y amueblo su oquedad con la luz que despierta. 




Pensarte como eras

Ya se cerró la noche. Escucho el giro
rotundo de las llaves en el ojo
sangriento de la tarde.
                                     Un ronco vértigo
de pájaros izados por la luna
se despierta en mi llanto.
                                         Y sólo quiero
pensar en ti, pensarte como eras
antes del mundo por aquél sendero
de los antepasados que brotaban
de tu mirada como un mar de flores
interiores, desnudas y fragantes.

Propios y extraños se me aparecían,
de pronto, innumerables, como niños
que ascienden por laderas escarpadas
hacia la eternidad de la promesa.

¿Oyes mi canto ahora, los acordes
de la carne estallando contra el suelo?
¿y sus arpegios, sangre rezagada,
más lenta y noble que las densas lágrimas?

No, tú no escuchas estas tristes cosas;
sólo mi voz arranca del pasado
y cruza el ronco espacio, el tiempo negro
donde ahora te meces y fulguras.

Pero es que esto es la noche y no sé bien
cómo empujarla hacia el abismo abriendo
las valvas crueles de la madrugada.         
                             




Risa que despierta

Me despierta tu risa que suena en la distancia
como el tañer sin torre de una inmensa campana
que rueda por desmontes hasta quedar exhausta
a los pies de mi vida.
                                        Tu risa era una suelta
de pájaros cantores que volaban despacio,
sin miedo, siempre abiertos, a la caricia lenta
de las manos del alma, sarmentosas, deshechas
en pequeñas astillas, a estas horas del alba
en que el cíclope alegre del día abre su párpado
único para verme llorar de cuerpo entero.

Tu risa, que no puedo contener en la esfera
diminuta y redonda de mis desnudas lágrimas,
me dice que aún esperas mi caricia, lejana
como ese porvenir minucioso, distante,
en que construyo escalas de venas ateridas,
de huesos bien despiertos, sólidos como rocas
basálticas y extremas en su inicial dureza,
para llegar a ti, a tu lado, y tenerte
cercado por mis besos, diluido en mis labios.

Quema tu risa, abrasa su emoción en las amplias
estancias del recuerdo, tu motivada risa,
tras un vuelo de mosca, la nariz de patata
de un enano de fieltro, gruñón, cuando yo hacía
de apayasado monstruo de feria, cojitranco, ondeando
mi melena en el aire segado de la casa.

No es tu risa, es su falta, lo que en mí ha desatado
las sibilinas fieras, arpías de los sueños,
que han arañado toda mi sustancia interior
reduciendo a un harapo mi traje de ternura
y lana que vestía las vísceras gastadas
donde yo te guardaba sereno frente al viento.

Ahora que estoy despierto quisiera oír de nuevo
la risa de mi amarga ensoñación, tu risa
tras la que hipabas luego, agotado quizá
por el tremendo esfuerzo de la felicidad.

Discúlpame, amor mío, yo cruzo a cada instante
rubicones de sombra cuando eres tan real
que te sales del mapa de las lamentaciones.

Mañana, hoy, cuando puedas, quiero que comparezcas
y llames a la puerta de tu casa: mi cuerpo;
o entres con leve pie en alcobas y salas
de un corazón que en diástole perpetua te recibe,
Ángel de la alegría final de la tormenta
que amaina cuando el barco de mi cuerpo se escora
y queda a punto de encallar en hoscos
arrecifes de pena; no te asuste
mi compunción de ahora; yo también reiré
cuando te sienta a salvo definitivamente,
y risa, llanto y sueño se confundan en uno        
por saber que aún entero vives entre nosotros.





Los allegados

Vinieron los parientes, faros negros
que oscurecen la túnica del día
donde el absurdo teje sus cuidados,
con su acción excesiva, sus banales
comentarios surgidos de la mesa.
Allá entre vianda y vinos maliciosos
se reían, recientes todavía
el calor de tus huesos, el trámite de exequias.
Con su glacial entendimiento hablaban
ponderando los platos que servía
cierta alegre muchacha.
                                            (Una excepción:
mi concuñado desplegó su llanto
pues era de otra sangre y de otra tierra
y del mar de las lágrimas que alberga
el plancton de la vida). 

                                                Yo, creyendo
que iba a desvanecerme, reprendía
su deslumbrada liviandad, o acaso
la clamorosa huida del quebranto
de esa inmisericorde parentela.

“Están muy bien estos jibiones, –dijo
la matriarca- yo como de todo.”

Tú, mi niño, dormido allá en la morgue,
sin hacer comentarios, sonreías
desnudo sobre el frío corredor de la sangre,
sobre el metal bullente de la muerte
que a sí misma se ignora, los ojitos
cerrados por un sueño de imposibles
beldades. 

                    Mientras ellos masticaban
tu delicado espíritu,
transustanciado en plato y tenedores.
Cerré un complejo nudo en mi garganta
para que en las obscenas cavidades
del apetito no cupiera el viento
siquiera de mi cólera silente.

Y ya no pude digerir la luz,
ni el tiempo que crujía como un pan
recién salido de la misma hornada
que el polvo de tu cuerpo.
                                 
                                          Hijo, perdónalos
porque no saben lo que harán mañana
ni ayer ni nunca,
                               amor de mi alma atenta.

Perdona tú, inmortal, a aquellos muertos
bien cebados que son los ataúdes
del amor y caminan a deshora
por la tierra doliente de tu cuerpo.





El Ángel Pasajero

Esta noche me hablaban dos mujeres
sabias en el dolor, vivas de pena,
de ti, me hablaban escuchando el río
de la desolación que más consuela.
Aura María, sí, y Cuarto-creciente,
trenzas urdidas en la cabellera
brillante de la noche; iban del frío
a la cálida luz con firme paso,
sumando verdes ramas a mi árbol
de la renunciación; al tronco seco
le nacían entonces unos bulbos
y en ellos hojas, flores, frutos, días
donde el vivir merece ser contado
en rosario de perlas ensartadas.

Aura María dijo que tú eras
el Ángel Pasajero, aquél que colma
su perfección tras la fugaz estancia
en la madrastra tierra;
                           se erizaban
por esto mis cabellos y, aun pensando
que ello pudiera ser verdad, negaba
la piedad de quien no ordenó a otro Arcángel
mas experto guardarte entre nosotros.

No es por hacer desprecio ni es acaso
por extraña avaricia lo que ansiaba:
guardar a mi Ángel vivo y el pasaje
hacerlo yo seguido y sin regreso
hacia el remoto corazón del tiempo
no mensurable, darme y no perderte.

Y las sabias mujeres denegaban
con la seguridad de lo intuido
hondamente –intuición de la experiencia-.

¿Es cierto que tu tránsito ya estaba
prevenido, que sólo precisabas
de unos celestes días para luego
disolverte en la dicha de estar muerto,
salvado, completando un largo ciclo
de perfección creciente? ¿En dónde queda,
mi amor, el desconsuelo? ¿Soy tan pobre
y ciego que no tengo y que no veo
tu realidad tan necesaria? Sólo
sé que ya nunca estrecharé tu cuerpo
contra el mío; la atroz metempsicosis
apenas me persuade, pero roba
alguna solidez a mi quebranto.

Si te digo, hijo mío ¿qué es lo mío?,
¿debo dejarte libre o retenerte
con mi dolor de ahora?
                                  Siempre libre
quise que fueras, pues, mi confianza.
En ti era más que una promesa, un acto.

Pero tú, Ángel remoto y venidero,
nos diste señas de frugal presencia,
tan leves, tan difusas y felices
que no las comprendimos, porque éramos
sombras de lodo en el pantano antiguo,
donde moran los hombres que no saben,
que no quieren ver la despiadada esfera
de fuego que los limpia de excrecencias.

Tú refulgías, hijo, eras la estrella
desvelada, una lúcida alegría
entre tanto sufrir por nimiedades;
y ahora nos centras tras la conmoción
de tu partida, mi Ángel transitorio,
uña de eternidad que rasga el paño
mal tejido por manos inexpertas,
guiadas por la furia, el descontento
y la niebla feroz de las respuestas
insolentes; no seas la verdad
porque debemos alcanzarla a tientas,
quizá, pero en caminos solitarios
que no sé si escogemos o se imponen
como necesidad; y no hay regreso
a la conciencia que ostentamos, tosca,
ruda, nerviosa, bronca y afligida.

Tal vez tengan razón quienes aducen
que no es preciso recordar
                                   o, acaso,
los que todo recuerdan; pero observo
que unos y otros tropiezan con las lindes.
Y su sendero va como las sierpes,
ondulando en deslices pedregosos.

Hijo, yo actúo de amanuense, acudo
a tu lado pues templas el invierno
de mi quebrada voluntad; escucho
voces, voces de cálidas mujeres
que te pronuncian con rigor benévolo;
y sé que entre tus muchas propiedades
una es esta: ser Ángel Pasajero
que descansa en la pálida estación
de la vida un momento y cuando partes
se levantan las torres del esfuerzo,
donde posaste el pie que yo persigo
por la estela de amor que fue dejando.

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Maura






Por no morir siquiera
con gallarda agonía
hice que de mi vida 
brotara inversa sangre,
donde arteria era vena,
donde vena crujido
de hoja agostada y rota,
ruidosa como un río,
donde el agua era quieta
y fluían las piedras 
con espectrales ruidos.

Cercado por el miedo
a la incierta falacia
convenida en la sombra
con luces de otra vida
icé al fin mi bandera
en el mástil del tiempo
talado en el antaño
por incorpóreos brazos.

Ahora ondea en lo alto
como negra serpiente
y se abraza a lo que otros 
denominaban cuerpo
con la serenidad 
que no le presta el viento
hace ya tiempo huido
de materias felices.

Qué me resta por tanto
si malgasté la vida, 
el nombre, el río, el árbol
precipitadamente
qué entregaré por tanto
a la tierra o al viento
portador de cenizas.
Sino un confín de bruma
para no ver mi imagen
reflejada en los ojos
de amadas inconcretas.

Ya sé, daré mi espacio
a las aves del mundo
que en mis transformaciones
se posaban tranquilas 
entregando su canto
generoso y ausente.
Les daré mi guitarra
templada por las sierpes
que nunca conocieron,
mas guardan mi memoria
remota del sonido.

Y si pudiera, aún más, 
sólo a ellas daría 
mi solidario canto,
mi recuerdo del hombre
que fui en otros y en mí,
las pocas cosas nobles
nacidas de la pena
de no tender el vuelo
ni modelar la brisa.

Pero ya es tarde, apenas 
mis intenciones pueden
fijar su vista un punto,
en la negra distancia
no elegida, en el ralo 
sentimiento de amor
crecido en las distancias
cortas del cuerpo a cuerpo. 
Me siento pobre y doy
apenas lo que sobra 
de lo que nunca tuve.

Ahora los campos mecen
mi olvido, y acunándolo
van prestándome sueño
a rédito de caída.
Soy el árbol tronchado
que reposa en la mies
y me dejo llevar,
como hice eternamente,
por la luz indolora 
esperando otro tiempo 
que no me pertenezca.

(16-5-2011)






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