domingo, 18 de mayo de 2014

HOMERO ARCE [11.722]


HOMERO ARCE


Homero Arce (Antofagasta, CHILE 1899 – Santiago, 1977). Poeta. Fue secretario de Pablo Neruda por tres décadas. Su primer libro de poesía, “Los íntimos metales”, lo publicó en 1963, con ilustraciones de Pablo Neruda y versión portuguesa del poeta Thiago de Mello; luego vendría “El árbol y otras hojas”, publicado en 1967 y la obra póstuma “Los libros y los viajes” (1980). En 1959, además, publicó el libro: “La mágica existencia de Rosamel del Valle”.


La mañana del 2 de febrero de 1977 en que Homero Arce salió de cobrar su jubilación de la Caja de Empleados Públicos de Santiago, no tuvo ningún presentimiento de que ese sería el último día de su vida. Quizás, iba pensando en su esposa y en ese atractivo que aún conservaba intacto a pesar del paso de los años. Su compañera por cuatro décadas tenía los ojos azules y la gracia de una actriz de cine.

Cuando terminó de recibir el dinero, tal vez lo contó y lo guardó con esos gestos cansinos que lo caracterizaban y pensó que comería en casa y que luego darían paso a sus tardes de lecturas. Laura, su Laurita, cuánto adoraba leer; y él, cuánto la amaba a ella.

Un empujón, y Homero se fue a negro y tal vez vio pasar su vida como en un microfilme, así dicen que sucede en los momentos de pavor. Tal vez fueron esos tipos de ojos ocultos tras las gafas modelo aviador –que acostumbraban llevar los agentes de la dictadura– y Arce pudo haber suplicado por su vida. Lo cierto es que lo subieron a un auto que arrancó sin que nadie pudiera hacer nada. Pasó lo que sucedía en ese tiempo. Los chilenos llevaban cuatro años aplastados a punta de desapariciones y torturas. A Homero lo golpearon hasta romperle la cabeza y hundirle el cráneo. Para sus cercanos, sus verdugos lo castigaron por ser el secretario y amigo de Neruda.

A las cuatro de la tarde, Arce fue abandonado en la puerta de su casa agónico y con la frente teñida de sangre. Las profundas heridas que le hicieron fueron descubiertas por Laura mientras lo atendía y, probablemente, gritó desesperada. Homero murió cuatro días después en un humilde hospital de Santiago. Su certificado de defunción indica que falleció a las ocho y diez de la mañana. Tenía casi ochenta años y el regalo de haber conocido el universo del poeta.

Un texto de la Sociedad de Escritores Chilenos (SECH) sobre los artistas asesinados en dictadura, documenta este hecho. Se aclara que su nombre ni siquiera es parte del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Retigg). “Fuerzas represivas lo detuvieron en una repartición pública, lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y murió en el Hospital Barros Luco”. Y, aun cuando la Fundación Neruda no avala la tesis del asesinato del Premio Nobel, es en la propia revista Nerudiana –a cargo de la Institución– en un texto dedicado a Laura Arrué, donde se menciona la muerte del asistente literario. “Años después, amenazado en cuanto secretario de Neruda, Homero Arce muere en febrero de 1977 víctima de extrañas y nunca aclaradas circunstancias que llevan la marca del régimen militar”.

Homero, moreno, rasgos indígenas, ojos negros y siempre vestido de impecables trajes, era reconocido por su timidez y sus sonetos precisos. Su esposa aseguró hasta el final de sus días que gran parte de la obra nerudiana lleva en sí la humanidad de Arce, su sello. “De su extraordinario amor por la poesía, de su alianza perpetua con su amigo Pablo y su obra”, confesó en una entrevista en el año 1979.

Por estos días, la historia de Arce se desempolva, justo en medio de la investigación sobre la muerte de Pablo Neruda por las declaraciones del ex chofer del poeta, Manuel Araya. Tras años de silencio, confesó que fue secuestrado y torturado en el Estadio Nacional para que el vate quedara desprotegido en la Clínica Santa María. Araya declaró, además, que allí se le habría puesto una inyección al poeta que le causó la muerte. El caso saltó a la prensa internacional y el Partido Comunista de Chile actuó con una querella que abrió la investigación en manos del juez Mario Carroza. Hoy la indagación sigue su curso.


El abogado de Derechos Humanos, Eduardo Contreras, que representa la parte querellante del caso, explica que en la muerte del poeta chileno pudo existir la participación de terceros y que una prueba de ello sería el asesinato de Arce y la cacería de brujas que se desató hacia al círculo más cercano de Neruda. Manuel Araya fue torturado y su hermano un desaparecido; Jaime Maturana, carpintero y chofer del poeta hasta 1971, estuvo en el centro de tortura Villa Grimaldi. “Homero Arce fue el hombre más cercano al vate, su secretario personal, el hombre que manejó su obra y cuidó sus originales. Su muerte prueba que el entorno de Neruda fue preso y torturado. (...) En 1973 en Chile dos personas eran las más influyentes en la opinión pública internacional, Pablo por sus méritos políticos, intelectuales y éticos. Muerto Allende, lo del Nobel fue apagar la segunda luz en el país”, esgrime para relacionar los hechos.



Entre las obras de Homero Arce:

-Los íntimos Metales, ilustrado por Neruda
-El Árbol y otras hojas
-La vida de Rosamel del Valle
-Algunos sonetos
-La taza de té
-La vieja casa
-El camino
-Banco
-El pozo








El pozo

¡Ay hermano! como tú yo anduve
por la más ancha latitud del mundo,
toqué en la piedra el agua de la nube,
toqué las manos del amor profundo.

Una pequeña lámpara sin nombre
me alejó de las sombras del camino
y pude ver y andar hasta ser hombre,
hasta llegar a pozo cristalino.

Para unos fui canto sumergido,
raíz sombría, soledad secreta,
para otros un pájaro perdido.

Pero si todo sigue y ya no vuelve,
yo quiero ser el pozo de agua quieta 
que recibe la luz y la devuelve.






UN RAMO DE VIOLETAS

Sé de mundos lejanos, de planetas
habitados por seres o por cosas,
en los que magos de la luz, poetas,
construyen las auroras y las rosas.

Donde hay lunas calladas y secretas
que esperan como naves misteriosas
y mares de aparentes aguas quietas
invistiendo de azul las nebulosas.

No en el tiempo la guerra de los mundos,
no ese clavel de fuego en el vacío,
no los dioses despiertos e iracundos,

sino mi pan, mis cantos y mi lecho,
el jardín con los besos del rocío
y un ramo de violetas en tu pecho.






BARCO

   Hacia el poniente rosado
partió mi barco una tarde;
mansas, las velas se daban
al viento de la esperanza!

   Al beso de su alba proa
el agua virgen reía,
y de su risa de espuma
rosas y estrellas nacían!

   Hacia el poniente rosado
mi barco se dirigía,
y antes de surcar su reino
era una rosa encendida!

   Oh, qué viaje! Oh, qué rosa!
más puro el de la distancia!
   Oh, qué velamen más dado
al viento de la esperanza!





LA VIEJA CASA

   Cerca del ancho Maule está la casa
el hogar solariego del pasado.
De su antiguo esplendor quedó esta brasa
que aún mantiene su fuego enamorado.

   Como el mar tiene el viento que lo abra­za
y le cubre de espumas el costado
aquí el amor iluminó sin tasa
un solar de magnolias coronado.

   La luna aquí vagó en sus corredores
y un tibio sol erró por el papayo
dejándole amarillos resplandores.

   Una vida nació desde otra vida,
y en la heredad besada por el rayo
sigue cantando el tiempo, sin medida.





EL CAMINO

El camino lo anduve sol a luna
sin que nada mi marcha detuviera,
ni la montaña que se alzó importuna,
ni el hondo río de agua traicionera.

Todo lo fui salvando con mis pasos
y la extensión de tierra así medida
me entregó como un árbol de anchos brazos
el constante milagro de la vida.

Así fue -venturoso- hallando voces
hermanas en las puertas del camino
y en la altura el amparo de los dioses.

Ni herido, ni vencido, voy ahora
hacia el punto final de mi destino;
allá, de nuevo, asomará la aurora.








                     En Isla Negra, Homero Arce, Matilde Urrutia y Pablo Neruda.



La sombra de Neruda

Homero Arce fue el asistente personal del Premio Nobel chileno. También, el hombre que le arrebató a una de las mujeres que más amó. Tras el perdón del poeta, se hicieron amigos inseparables. Ahora, la investigación judicial sobre la muerte de Neruda desempolvó su historia.

POR CAROLINA ROJAS

La mañana del 2 de febrero de 1977 en que Homero Arce salió de cobrar su jubilación de la Caja de Empleados Públicos de Santiago, no tuvo ningún presentimiento de que ese sería el último día de su vida. Quizás, iba pensando en su esposa y en ese atractivo que aún conservaba intacto a pesar del paso de los años. Su compañera por cuatro décadas tenía los ojos azules y la gracia de una actriz de cine.

Cuando terminó de recibir el dinero, tal vez lo contó y lo guardó con esos gestos cansinos que lo caracterizaban y pensó que comería en casa y que luego darían paso a sus tardes de lecturas. Laura, su Laurita, cuanto adoraba leer; y él, cuanto la amaba a ella.

Un empujón, y Homero se fue a negro y tal vez vio pasar su vida como en un microfilme, así dicen que sucede en los momentos de pavor. Tal vez fueron esos tipos de ojos ocultos tras las gafas modelo aviador –que acostumbraban llevar los agentes de la dictadura– y Arce pudo haber suplicado por su vida. Lo cierto es que lo subieron a un auto que arrancó sin que nadie pudiera hacer nada. Pasó lo que sucedía en ese tiempo. Los chilenos llevaban cuatro años aplastados a punta de desapariciones y torturas. A Homero lo golpearon hasta romperle la cabeza y hundirle el cráneo. Para sus cercanos, sus verdugos lo castigaron por ser el secretario y amigo de Neruda.

A las cuatro de la tarde, Arce fue abandonado en la puerta de su casa agónico y con la frente teñida de sangre. Las profundas heridas que le hicieron fueron descubiertas por Laura mientras lo atendía y, probablemente, gritó desesperada. Homero murió cuatro días después en un humilde hospital de Santiago. Su certificado de defunción indica que falleció a las ocho y diez de la mañana. Tenía casi ochenta años y el regalo de haber conocido el universo del poeta.

Un texto de la Sociedad de Escritores Chilenos (SECH) sobre los artistas asesinados en dictadura, documenta este hecho. Se aclara que su nombre ni siquiera es parte del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Retigg). “Fuerzas represivas lo detuvieron en una repartición pública, lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y murió en el Hospital Barros Luco”. Y, aun cuando la Fundación Neruda no avala la tesis del asesinato del Premio Nobel, es en la propia revista Nerudiana –a cargo de la Institución– en un texto dedicado a Laura Arrué, donde se menciona la muerte del asistente literario. “Años después, amenazado en cuanto secretario de Neruda, Homero Arce muere en febrero de 1977 víctima de extrañas y nunca aclaradas circunstancias que llevan la marca del régimen militar”.

Homero, moreno, rasgos indígenas, ojos negros y siempre vestido de impecables trajes, era reconocido por su timidez y sus sonetos precisos. Su esposa aseguró hasta el final de sus días que gran parte de la obra nerudiana lleva en sí la humanidad de Arce, su sello. “De su extraordinario amor por la poesía, de su alianza perpetua con su amigo Pablo y su obra”, confesó en una entrevista en el año 1979.

Por estos días, la historia de Arce se desempolva, justo en medio de la investigación sobre la muerte de Pablo Neruda por las declaraciones del ex chofer del poeta, Manuel Araya. Tras años de silencio, confesó que fue secuestrado y torturado en el Estadio Nacional para que el vate quedara desprotegido en la Clínica Santa María. Araya declaró, además, que allí se le habría puesto una inyección al poeta que le causó la muerte. El caso saltó a la prensa internacional y el Partido Comunista de Chile actuó con una querella que abrió la investigación en manos del juez Mario Carroza. Hoy la indagación sigue su curso.

El abogado de Derechos Humanos, Eduardo Contreras, que representa la parte querellante del caso, explica que en la muerte del poeta chileno pudo existir la participación de terceros y que una prueba de ello sería el asesinato de Arce y la cacería de brujas que se desató hacia al círculo más cercano de Neruda. Manuel Araya fue torturado y su hermano un desaparecido; Jaime Maturana, carpintero y chofer del poeta hasta 1971, estuvo en el centro de tortura Villa Grimaldi. “Homero Arce fue el hombre más cercano al vate, su secretario personal, el hombre que manejó su obra y cuidó sus originales. Su muerte prueba que el entorno de Neruda fue preso y torturado. (...) En 1973 en Chile dos personas eran las más influyentes en la opinión pública internacional, Pablo por sus méritos políticos, intelectuales y éticos. Muerto Allende, lo del Nobel fue apagar la segunda luz en el país”, esgrime para relacionar los hechos.

El sonetista en las sombras

Arce vivía en Iquique, el puerto chileno que en las primeras décadas del siglo XX vivió de la bonanza del salitre y fue una ciudad cosmopolita. En Santiago surgía la clase media y los aspirantes a las letras leían a Dostoievski y a Pushkin. Era 1925 y Homero llegó a la capital. En ese entonces, junto a su hermano Fenelón y otros amigos, ya conformaban una especie de cofradía de poetas. Crearon la revista Ariel que alcanzó sólo dos ediciones, pero en 1927 reapareció con el nombre Andarivel. Neftalí Reyes y Arce también coincidieron escribiendo en la revista Claridad. Fueron años de amistad férrea y formación literaria.

En ese tiempo Arce y Neruda se encontraban en la Plaza de Armas de Santiago, en la que solían pasar las tardes, frente al edificio central de Correos donde trabajaba Homero como secretario general de dirección. También daban paso a las tertulias en los céntricos bares. Eran días en que el poeta no ganaba dinero y le pedía prestado a Homero; su amigo asentía como un padre putativo.

En ese entonces, el vate ya tenía una musa: Laura Arrué, una chica pequeña y delicada de ojos claros. Era blanco de todas las miradas, por su parecido con la actriz Greta Garbo. Eso la hacía inalcanzable, menos para la labia de un poeta. A “Milala”, como la llamaba Neruda, le dedicó una de las composiciones de los Veinte Poemas de Amor. Arrué recién se había graduado de la Escuela Normal de Preceptoras N°1. En 1924, Neruda fue llamado a visitar el establecimiento. A Laura le correspondió entregar la invitación y llegó hasta la pensión en la calle Echaurren 330, donde el poeta vivía en una pieza. La pasión fue instantánea y el romance siguió a escondidas. La familia donde se hospedaba la pálida muchacha era conservadora y la vigilaban de cerca. Esa nueva conquista le dio al joven Pablo un nuevo respiro, comienza a vestirse mejor, se alimenta bien y leen mucho. Pero la historia dio un giro dramático.

El poeta comenzó a ahogarse y a sentir los primeros escozores de su naturaleza viajera y aceptó el cargo de cónsul en Rangún, Birmania. Le dice a Laura que le escribirá todos los días; Arce debía entregar por mano las cartas para ocultar la relación a los celadores de la musa. El amor entre el vate y Laura creció, a distancia, como sólo puede aumentar un sentimiento sin los desgastes cotidianos de una relación. Neruda pensaba en ella y escribía, pero Homero ya se había enamorado en silencio de la mujer de su amigo. El poeta no recibió ni una sola respuesta de “Greta”. Sólo años después se enteró de la verdad.

Arrué tampoco ve una línea, se desilusiona y allí estaban los brazos de Arce, un bálsamo para el dolor. Neruda no entiende tanta indiferencia y sólo se entera, a través de sus amigos, que Homero y su musa están juntos.

Laura, ya casada con Homero, fue golpeada con la historia completa: su esposo había escondido cada una de las cartas, tomando al pie de la letra el conocido adagio “En el amor y la guerra todo se vale”. La sobrina de Arrué, Susana Sánchez, dirá en el libro Los amores de Neruda de Inés María Cardone, que cuando su tía descubrió las cartas en un entrepiso de su hogar, se deshizo de su alianza de matrimonio y lloró por esa impotencia que da una historia torcida.

Por otra parte, cuando Neruda se enteró de la traición, ya ostentaba su cargo de senador y prefirió dar un paso al costado; aunque alguna vez le confesó a Laura que no fue fácil olvidarla. El final de la historia tomó un tinte lúgubre: Arrué murió en 1986, en un incendio. Algunos dicen que fue una vela que le prendía a un santo lo que comenzó todo. Al alzarse para apagar una estufa, el fuego le prendió el camisón. Nadie llegó a socorrerla. Un final trágico, como el de una actriz de cine.

Una de las pocas testigos de esa historia es Alejandra Arce, sobrina nieta de Homero, quien heredó el amor por las letras y la poesía. Vive en Brasil, en la ciudad de Recife, como la mayoría de su familia repartida entre este país y California. En 1992 realizó su propia investigación sobre los sucesos que ocurrieron en su familia. Contactada por Ñ, comenta los episodios de esta historia. “Laura tuvo quemaduras de segundo y tercer grado, gritó desesperadamente, me imagino que mucha gente escuchó, incluso un huésped, y nadie hizo nada. (...) Tampoco fue investigada su muerte, que me parece macabra y siniestra. Su cuerpo quedó estampado en el suelo de su cuarto. Nadie supo darme ninguna información”.

Lo poco que se sabe de Homero Arce es justamente lo que se conoce por su esposa. En el libro póstumo del corrector, Los libros y los viajes, recuerdos de Pablo Neruda (Editorial Nacimiento, 1980), Laura narra un poco de esta historia a modo de prólogo. “Conocí personalmente a Homero Arce Cabrera en el año 1928. Antes sabía de él por referencias de sus amigos, principalmente de Pablo. (…) Me presentó a todos sus amigos, menos a Homero. ¿Por qué? El tiempo se encargó de darme la respuesta...”, confesó.

Alejandra Arce es hija de Fenelón, llamado así por su abuelo, y tiene el recuerdo vívido de su padre subido sobre una silla, después de alguna sobremesa, recitando el “Poema 20”. Tampoco se olvida de la confidencia que le revelaron cuando aún era una niña. “Este poema lo hizo Neruda para la tía Lalita, pero es un secreto, Alejandra”. Ella recuerda que imaginaba la soledad de quien lo escribió, ese hombre que contemplaba las estrellas. “El amor de Neruda por Laura fue intenso, grandioso. (...) Ella también amó a Homero y él la adoraba, el destino se encargó del resto de la historia de esta amistad sublime”, dice con tristeza.

Alianza perpetua

Desde que Homero Arce se jubiló en 1951, volcó su vida al trabajo de Neruda. El poeta no vivía sin las apreciaciones de su amigo, que encontraba tan certeras. En una entrevista en la revista Cal, de los años setenta, Laura Arrué relata esa relación de dependencia: “Fui testigo de que cuando Homero terminaba de copiar un poema o prosa, se lo pasaba a Pablo para que lo revisara y se pronunciara acerca de si estaba o no de acuerdo con los cambios que le había hecho. Pablo, molesto, le decía: ‘No me muestres nada: lo que tú haces siempre está bien’”.

El cariño fue una cosa, pero también fueron importantes las ocasiones en que Neruda empujó a Homero a creer en sí mismo. En la publicación de Los íntimos metales de Arce, lleva las ilustraciones del poeta que además le escribió: “Me costó mucho arrancar, con un lento proceso de convicción, de tirabuzón, este rosario de amatistas que ya tenían el color invariable y el corte alquitranado de lo que, por verdadero y deslumbrante...”. 

Además, el libro El Arbol y Otras Hojas, de 1967, lleva sonetos dedicados al corrector por varios amigos. Neruda en “Esperando a un amigo en el Barrio Latino de París” (1965), le dice: “Homero, en la verdad de tu diamante, hay un fulgor de piedra y firmamento, porque tiene razón el caminante, cuando descubre el mundo en sus aposentos…”.

Cuando Neruda asumió como embajador de Chile en Francia, durante el gobierno de la Unidad Popular, llamó a su amigo para que lo ayudara a hilvanar sus memorias. Arce cumplía su sueño, siempre había querido conocer París.

“Ay hermano, como tú yo anduve/ por la más ancha latitud del mundo,/ toqué en la piedra el agua de la nube,/ toqué las manos del amor profundo”, dice Arce en su poema “El pozo”.

Llega septiembre de 1973 y Pablo Neruda, en sus últimos días, dependía más que nunca de Homero, de su lealtad y de sus manos, para escribir. Terminaron Confieso que he vivido. Afuera, las balas, el río de sangre que era el Mapocho frente a la clínica Santa María. Cuando muere el poeta, no puede con la pena y sigue regalándole su trabajo, como bocanadas de aire que resucitarían a su amigo. Matilde Urrutia hizo el resto, termina de transcribir el libro con la ayuda del escritor venezolano Miguel Otero. Borra la existencia de Arce. “Los que la seguían y aún siguen a Matilde Urrutia me parecen fieles al comercio y no a la literatura. Olvidándose de los verdaderos amigos del vate, mutilan la verdadera historia literaria latina y universal”, sentencia Alejandra en su última respuesta.

En 1977, el asistente literario da vuelta la página y se llena de impulso y le dice a su compañera. “Ahora voy a escribir mis propias cosas...”. El destino otra vez, Homero deja versos inconclusos. “¡Defiéndeme Laurita!”, fue su última súplica, aferrado al brazo de su esposa. Al final, quizás escuchó un soneto o la voz de Neruda y su saludo de costumbre con los brazos abiertos en cruz, “Dichoso los ojos que lo ven Homerito”, bebieron de la jarra en forma de bota y rieron, ahora, en otro lugar.

Homero Arce por Juvenal Jorge Ayala

Para comenzar este escrito, transcribo fielmente desde el SIBE (Sistema de Información Bio-Bibliográfico de Escritores Chilenos) de la Sociedad de Escritores de Chile, lo que sobre el poeta Homero Arce, los párrafos finales de su ficha nos dicen: 

"El virtuoso sonetista Homero Arce, de un siempre pulcro vestir y hablar, el 2 de febrero de 1977 salía de su hogar a las diez y media de la mañana. Iba a cobrar su jubilación. A la salida de la Caja, varios sujetos lo apresaron y lo metieron a un automóvil, alejándose con él a toda velocidad. A las dieciséis horas lo devolvieron a su casa, moribundo, ensangrentado, con graves heridas en la cabeza. 


Moriría a las dieciocho horas del 6 de Febrero en el Hospital Barros Luco de Santiago, a causa de los golpes recibidos. Considerando la represiva y oscura atmósfera política de esos años en Chile, se conjetura que su asesinato podría haber constituido un castigo a su condición de ex-secretario y, sobre todo, amigo íntimo de Pablo Neruda". 


Sobre este triste hecho he sentido vivir a Homero, desde su crimen y su muerte. La noche larga y oscura de la tiranía se llevó también a un hombre bueno. El poeta iquiqueño nacido el 7 de Abril de 1900 en mi amado puerto. Pero a la poesía, a su belleza no se la mata, no la silencian. Y la poesía del ilustre Homero Arce, como dijimos, iquiqueño de nacimiento y nerudiano de adopción, continúa la fiesta infinita del canto poético en sus sonetos magistrales, exactos, suaves, armoniosos. Un arquitecto de los catorce versos era nuestro vate, profesional de la dulzura y la humildad. 


Para ir armando este bosquejo reviso la historia literaria, remontándome hacia 1925, entonces junto a su hermano Fenelón Arce, Juan Florit y Germán Moraga Bustamante conformarán una verdadera familia poética. Fundarán el grupo y luego la revista Ariel, que dirigirá el destacado escritor Rosamel del Valle, otro ilustre miembro de este clan literario. Aunque la revista alcanzó a sólo dos números, luego, por 1927, aparecería otra de nombre Andarivel, que tendría el mismo fin. Estos años tendrán la fuerza de la juventud y de la amistad, literaria y personal, de Pablo Neruda y otros poetas. 


Pero es justo decir que Homero siempre escribió versos, lo hizo desde niño, en la antigua revista Corre y Vuela, hallamos sus primeros versos. En esta misma revista aparecen los primeros versos del joven Neftalí Reyes. Luego compartirían las juveniles páginas de otra revista: Claridad. En medio de un movimiento rico en inquietudes, influencias y pasiones, es la hora de Huidobro, Mistral, el mismo Neruda, De Rokha, etc., o lo que es lo mismo, la hora de la gran poesía chilena de todos los tiempos.


Para situar en gran parte y de primera mano la vida y la obra de Homero Arce es necesario leer su libro póstumo "Los Libros y Los Viajes, Recuerdos de Pablo Neruda", Editorial Nascimento, 1980. Esta obra es precedida de un breve ensayo biográfico de Laura Arrué Vda. de Arce: "Homero Arce, Mi Poeta Secreto. (a manera de prólogo)", de este capítulo extractaré algunos párrafos que harán las veces de ventana desde donde asomarse a la obra del poeta. 


"Conocí personalmente a Homero Arce Cabrera en el año 1928. Antes sabía de él por referencias de sus amigos, principalmente de Pablo, además de Rubén Azócar, Orlando Oyarzún, Alvaro Hinojosa (hoy Alvaro de Silva), Tomás Lago… 


Mi hermana mayor, Berta, estudiante de castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, fue compañera de Pablo en los "ramos generales", así como de Roberto Meza Fuentes, Rubén Azócar, Víctor Barberis, Romeo Murga, Yolando Pino Saavedra y otros jóvenes que tuvieron destacada actuación en la vida nacional… 


Cuántas veces esperé a Pablo, sentada en uno de los bancos de la Plaza de Armas, frente al Correo Central. Mientras el Poeta subía las escaleras al segundo piso, donde trabajaba Homero, y volvía con diez pesos para llevarme a tomar café a un negocio de la calle Puente, frente, también, al Correo. Después me iba a dejar a casa de unas tías, donde yo vivía, en el barrio Pila de Ganso. Muchas veces me fue a ver o a buscar allí. Pablo me presentó a todos sus amigos, menos a Homero. ¿Por qué? El tiempo se encargó de darme la respuesta. Una tarde fue Alberto Rojas Jiménez el que subió en busca de los diez pesos donde Homero, y entonces bajó las escaleras del Correo, con su amigo, en mi busca. 


Este fue el primer encuentro con el poeta secreto que más tarde fue mi compañero de toda la vida.  Pablo estaba en la India." 


"Homero nació en Iquique, histórico puerto del norte chileno, centro salitrero, comercial, marítimo, y que en la época de oro del salitre fue también centro cultural, el 7 de abril del año 1900. Fueron sus padres don Valentín Arce y doña Sara Cabrera. Siendo niño, sus padres resolvieron trasladarse a Santiago, donde nacieron sus hermanos: Fenelón Arce, poeta que falleció a los 40 años de edad, Hipatia y Eliana". 


Ciertamente, Laurita Arrué fue la compañera de una vida colmada de sueños y realidades, y sus palabras nos van envolviendo, sumiendo, en la vida de Homero, en aquel pudor reconocido, humilde y amistoso, el "poeta secreto" a voces, para llevarnos por el sendero que anduvo el hombre de letras. Su vida laboral que fue compartiendo, entrecruzando con los afanes y avatares literarios, se concentrará en el Servicio de Correos y Telégrafos, donde se desempeñará hasta jubilarse, pasando por distintos puestos. Así lo ilustra Laurita: 


"En su carrera administrativa, Homero se desempeñó en el Servicio Internacional de la Dirección de Correos y Telégrafos por su conocimiento del francés; secretario de la Dirección General de Correos y Telégrafos y, antes, secretario del Correo Central. Es a este último sitio donde llegaban sus amigos poetas a sacar a máquina sus trabajos, después de las horas de oficina, como él lo recuerda en su "Mágica existencia de Rosamel del Valle" (trabajo en homenaje a su amigo): 


"En otras ocasiones, Rosamel me decía: 'Dejemos los libros para mañana. Présteme ahora una máquina'. A las seis de la tarde el personal de secretaría del Correo había ya terminado sus labores y seis o siete máquinas de escribir se hallaban desocupadas. El tomaba una y escribía en ella con dos dedos, sin levantar la cabeza, como picoteando el teclado. Allí copió gran parte de su libro 'Mirador'. Yo me desesperaba un poco porque no tenía nada que copiar y el mozo se asomaba a cada instante con una cara de angustia, como diciendo: ¡Vámonos, por favor! 


En una oportunidad un Director General del servicio, recién nombrado, practicó una visita intempestiva al Correo Central. Este distinguido funcionario aún no conocía a nadie y entró saludando y dando la mano a todos. Con Rosamel se hallaban en ese momento otros poetas copiando versos a máquina. Me identifiqué como secretario y después de dos o tres palabras se retiró muy complacido. A la mañana siguiente fui llamado por el administrador del Correo, quien me dijo: "Secretario, debo felicitarlo. Acabo de estar con el Director General y él me ha comunicado que anoche, cerca de las ocho, lo halló a usted en su puesto con parte de su personal, y que esta laboriosidad, fuera de las horas de oficina, lo dejó gratamente impresionado". Debo advertir que en esos años las horas extraordinarias de trabajo no se pagaban. Creo que por ésta u otras razones obtuve un ascenso en mi carrera y fui trasladado a la Dirección General…" 


Más tarde, Homero fue ascendido a administrador provincial de la provincia de Rancagua, y después, con el mismo cargo, en Antofagasta, donde jubiló en 1951. 


Desde este momento es cuando se entrega en cuerpo y alma a la vida y obra del poeta Neruda, como secretario personal, 


"… No sólo en sus libros, sino en todo lo que al Poeta se le ofrecía: compras, remates, recados, correspondencia, en sus "caprichos", por así decirlo, y que eran diarios, numerosos, insólitos. La correspondencia que no alcanzó a destruir atestigua fehacientemente todo lo que aquí hago memoria…" (Laura Arrué). 


El sonetista tuvo que ceder a la presión de sus amigos y pares, especialmente de Neruda, para publicar sus versos: 


"- Te pasas de tonto si no lo haces, porque yo ilustraré ese libro y será el único libro que yo ilustre." Así el "poeta secreto", aunque no para sus amigos, salió a la luz desde su privacidad" (Pág. 24). 


El libro en cuestión, hoy libro-objeto por su rareza y escasez, fue publicado en diciembre de 1963, "Los Íntimos Metales", sonetos; Cadernos Brasileiros, serie Poesía, con ilustraciones y cubierta de Pablo Neruda y en versión portuguesa del poeta Thiago de Mello, gran impulsor y amigo de los poetas chilenos, además de su editor. 


Jorge Sanhueza se encarga del prólogo, de allí extraigo algunas notas: "Antes de la poesía fueron los poetas. Así, por lo menos, fue siempre para Homero Arce, fervoroso compañero de generación de Pablo Neruda, Alberto Rojas Jiménez, Joaquín Cifuentes S., Rubén Azócar, Tomás Lago, Diego Muñoz, Aliro Oyarzún, y otros hombres de letras vivos o desaparecidos. Homero compartió con ellos, poetas de madura responsabilidad nacional, las luces y las sombras de la vida literaria. 


Y sin embargo, Homero Arce, poeta como sus amigos, vivió por largos años guardando sólo para sí su poesía…. Pero es sabido que la poesía no admite encierros….. La lucha entre la poesía y Arce se prolongó por décadas, durante las cuales se ensayaron mil tácticas del arte bélico. Ella atacaba a Homero día y noche: en los pasillos del Correo Central, en los atardeceres de Antofagasta, en la paz de su calle… Pero lo que se sabe y de lo cual no queda duda alguna, es que Homero Arce, fino, elegante, maestro en la medida, príncipe de la amistad, es un hombre hecho a imagen y semejanza de su propia poesía, y que la vieja lucha terminó para siempre." 


"Ay, hermano, como tú yo anduve 

por la más ancha latitud del mundo, 
toqué en la piedra el agua de la nube, 
toqué las manos del amor profundo. 



(El Pozo) 


Este es quizás uno de los poemas más conocidos junto al soneto El Árbol, ronda y honda en el alma. Edmundo Concha, quien escribe el colofón en la edición de "El árbol y otras hojas", hace un recuerdo y homenaje de Homero, en los Cuadernos de la Fundación Pablo Neruda, Boletín Verano de 1990, donde además, por primera vez se menciona la muerte del poeta como asesinato: 


"¿Y cómo es la poesía de Homero Arce en el marco de la poesía chilena? He aquí una tentativa crítica por visualizarla: Homero Arce fue asesinado el 6 de febrero de 1977 por manos anónimas, ¿Cómo es posible matar a un poeta? Desde entonces, sabiendo que ya no está más, él ha vuelto a ser para mí lo que era antes de que lo conociera: alguien extraño, distante, único, no parecido a nadie." 


Luego vendría "El Árbol y Otras Hojas", en 1967 editada por Zigzag, librito de pequeño formato que traería los sonetos de la anterior publicación y otros más, pero que sorprenderá por venir antecedido por una serie de sonetos dedicados al autor por varios poetas amigos, demostrándonos una vez más, de aquel reconocido aprecio entre sus pares, transcribo algo de ellos: 


"Homero, en la verdad de tu diamante 

hay un fulgor de piedra y firmamento, 
porque tiene razón el caminante 
cuando descubre el mundo en su aposento…" 
(Soneto para Homero escrito por Neruda, esperando a un amigo en el Barrio Latino de Paris, 19 de septiembre de 1965). 

Por haber nacido en Iquique, Ramón Albarracín le dedica otro que inicia: 


" Yo como tú, oh hermano transparente, 

soy también iquiqueño de las dunas 
y llevo como tú sobre la frente 
espacio seco, arena de la luna…" 

Breve obra, en todo caso, brevísima en su magistral composición de los catorce versos del soneto, Homero era para el resto de sus amigos, lo que creo suponer se negaba para sí mismo, Pablo Neruda dependía en gran parte de su trabajo y asistencia. Por esto trabajaba en las memorias del vate Nóbel, y el único viaje que hizo fue precisamente por este motivo a Francia, trabajo que continuó a su regreso con el Poeta en isla Negra hasta pocos días antes del fatídico y desgraciado 11 de septiembre de 1973. Recurramos nuevamente a Laura Arrué: 


"La ciudad permaneció desde esa fecha en Estado de Sitio y ya no pudo volver a Isla Negra a reordenar algunas páginas como lo deseaba el poeta. En cambio, lo visitó y asistió hasta el último día en la Clínica Santa María, de la capital. 


La muerte de Pablo le afectó enormemente. Seguía dedicándole (como para acercar su presencia) su cariño, su tiempo, como lo hiciera en la vida del poeta y amigo. Así escribió este libro, olvidándose de sí mismo. Una vez que consideró haberlo terminado, me dijo: "Ahora voy a escribir mis propias cosas"… 


Fue demasiado tarde. Dejó algunos sonetos, la mayor parte inconclusos. Su vida fue tronchada como el corte cruel e imprevisto de una rosa que está entreabriendo su apretada floración. 


"Voy a poner en orden mis papeles 

antes de que mi frente se haga trizas",". 

El poeta "Príncipe de los Amigos", como lo llamaba Orlando Oyarzún, el de la soledad, de la melancolía, del silencio, el sensible Homero de la vida, de sus perros y parras, pájaros y calles, fue alevosamente asesinado en tiempos oscuros, y nadie dijo nada, excepto alguna que otra voz, como la del poeta Sabella que comenta en su artículo, "de la vida derribada del poeta", término metafórico y denunciante. La hora de la muerte, precisada por su mujer, el día 6 a las 8:10 de la mañana. 


"Siempre me acompañará su mirada desesperada y su grito desgarrador: "¡Defiéndeme Laurita!"… Después, silencio, sólo silencio y angustia. Así se fue de mi lado, de mi vida, físicamente, pero yo lo siento, lo oigo, siempre está presente." 


Laura Arrué Vda. de Arce. Santiago, 18 de julio de 1977. 


Es que indudablemente, siempre estará presente, como Neruda, como los martirizados y humillados de la historia, como los grandes hombres de la vida, que no pasan en vano, los imprescindibles de Brecht. Todo esto sigue imperturbable en el conocimiento de la vida literaria, el ejemplo y la obra de Homero. Y es así como la Fundación Neruda, en sus Cuadernos, el Número 31, del año 1997, reedita Los Íntimos Metales, donde podemos seguir rescatando anécdotas, memorias y recuerdos del poeta en mención. 


Emilio Ellena, en dicha publicación, crea un artículo titulado "En el recuerdo de don Homero Arce y Jorge Sanhueza". A manera de prólogo de la reedición, anotamos y extractamos algunos aspectos sobre la personalidad y la vida de Homero: 


"Posiblemente la lectura de su imagen que le dedica el poeta nortino Andrés Sabella el año de su fallecimiento podría resumir muchos de los recuerdos que se hubieran podido registrar, de existir poetas testimoniales en los distintos lugares en los que vivió envuelto entre papeles, timbres y estampillas: "Muchos recordarán, en esta ciudad, al cumplido funcionario de Correos y Telégrafos, don Homero Arce. Era un caballero moreno, de baja estatura, delgado y parsimonioso. Pero, en su rostro palpitaba, generalmente, una fortuna: la mirada límpida, una clara, inquieta y hermosa mirada para cazar el unicornio de la fábula y contemplar la medianoche de los gatos. Este detalle salvaba al poeta Homero Arce de caer en un sinfín de papeles y le permitía escribir, donosamente, para alegría de sus lectores y compañeros." 


Luis Sánchez Latorre, en Radio Chilena, el 29 de enero de 1978, transmite junto a Laurita Arrué, Víctor Franzani y Hernán Cañas, Filebo dice entonces: 


"Tomo la palabra para recordar a un compañero de la Sociedad de Escritores de Chile, donde lo conocí. 


Sabía yo que era secretario literario de Pablo Neruda, una especie de consejero áulico, y para mí los antecedentes de Homero Arce eran aquellos. Pero de pronto leí algo que era suyo y me pareció que ese algo escapaba de la órbita de lo que era Neruda. Y me llamó la atención, porque un escritor que vive junto a Neruda y que escapa a la tremenda influencia nerudiana es un caso excepcional. Y después pude darme cuenta, como a ustedes les consta, todos hemos sido grandes amigos de él, que en cualquier sentido Homero Arce fue un hombre excepcional. 


Yo creo que fundamentalmente fue excepcional en el terreno humano. Pocas veces he visto una persona de la calidad moral, de la raigambre espiritual tan fiel que tenía Homero Arce. 


Cuando yo recuerdo su rostro, lo estoy viendo ahora, en este momento, ese rostro tan iquiqueño, tan del Norte de Chile, y lo veo un poco cetrino, pero al mismo tiempo transparente, claro, diáfano, estoy viendo a Homero Arce…." 


Y así lo vemos, así lo he visto, ahora, cuando termino estas letras, cuando siento la presencia de Homero a quién no conocí, por cosas del tiempo, la edad o la vida. Presintiendo su bondad, rescatando su figura, recordando su obra, por esta suerte de chauvinismo cultural, correspondiente a mi amada ciudad, a mi puerto, decidido a rescatar a sus hijos literarios a las páginas blancas, vírgenes y nuevas que impriman los nombres de los hombres que por nacer, sólo por el hecho de nacer a la vida de la poesía nos perpetúan la belleza, la justicia, la alegría de la esperanza de sus versos. 


Para terminar con este acápite respecto a la vida y obra del poeta Homero Arce, entre libros, hojas sueltas, conversaciones, indagaciones y búsqueda del rastro de Homero por la vida, deambulando por las calles de Santiago, la ciudad que finalmente acogiera a este célebre iquiqueño, he encontrado una pequeña pero grande muestra del amor nerudiano: un soneto de Pablo impreso en sólo 25 ejemplares por la Imprenta Libertad en 1971, por los maestros Hernán Bravo M. y Alejandro Ramírez Cid. A este último mi agradecimiento por la entrega de esta joya.



Tomado del libro: 

Cuatros Poetas Iquiqueños en la Literatura Nacional: 
Monvel, Arce, Massís, Hahn. 
Ediciones Campvs. 
Universidad Arturo Prat. 
Iquique. Chile. 2001.




Soneto 


Soneto para Homero Arce escrito por Pablo Neruda, 

esperando a un amigo en el Barrio Latino, 
en París, el 19 de septiembre de 1965.


Homero, en la verdad de tu diamante 

hay un fulgor de piedra y firmamento, 
porque tiene razón el caminante 
cuando descubre el mundo en su aposento. 

De tanta estrella pura eres amante 

y con tanta grandeza estás contento 
que sólo con tu corazón cantante 
vas descubriendo tu descubrimiento 

Cuántos te ven, y no conocen cuánto 

conoces tú, y no saben el encanto 
de tu tranquilidad en movimiento 

A tu lado es pequeño el arrogante, 

es pobre el rico, y es tu honor constante 
ser secreto y sonoro, como el viento


Extractado de "El árbol y otras hojas". 

Sonetos. 
Autor: Homero Arce 
Editorial Zigzag. Página 11 
1966





Los íntimos metales
Autor: Homero Arce
Santiago de Chile: Universitaria, 1963

CRÍTICA APARECIDA EN EL SIGLO EL DÍA 1964-07-19. AUTOR: HERNÁN LOYOLA

Sonetos. Textos en español y versiones portuguesas de Thiago de Mello. Prólogo de Jorge Sanhueza. Ilustraciones de Pablo Neruda. Santiago, edición bilingüe de “Cuadernos Brasileiros”, diciembre 1963.



Cuenta Rubén Azócar que cierto atardecer, hacia 1922 o 23, funcionaba animadamente la “peña literaria” (y bohemia) donde se encontraban los amigos de siempre: Rojas Jiménez, Aliro Oyarzún y su hermano Orlando, Tomás Lago, Alonso Vial, Federico Ricci, Pablo Neruda y otros. La tal “peña” no era sino un banco de la Plaza de Armas de Santiago, el que está frente al edificio del Correo Central, pues los bolsillos de los estudiantes no daban para reunirse permanentemente en algún café o bar o restaurante. Se acercó entonces al grupo un muchacho muy moreno, delgado, “con cierto aire de hindú”, bastante tímido y silencioso. Era Homero Arce. Todos lo conocían de lejos, sabían que era hermano de Fenelón Arce, que como este escribía poesía y colaboraba en revistas (“Rodó” y “Ariel” especialmente), y que era funcionario del Correo. De modo que lo saludaron cordialmente pero sin reparar mucho en él, y siguieron debatiendo la tabla del día (o de la noche): las finanzas del grupo, ¿alcanzaban para ir a comer en “El Jote” o solo para masticar algo más liviano, con algún vinillo (y el café para Pablo), en cierta cocinería de General Mackenna? Aquella vez tuvieron que resignarse a esto último, y convidaron a Homero. Después de comer y beber, y llegado el momento de pagar, se enteraron de que la cuenta estaba cancelada. No supieron en qué momento lo había hecho Homero Arce, pero desde aquella noche (y no por lo del dinero, claro está) este hombre silencioso, modesto y generoso, siempre dispuesto a dar de sí fraternidad, lealtad y ayuda de cualquier tipo, sin pedir nada a cambio, quedó incorporado a un grupo de escritores y artistas que han compartido desde hace cuarenta años, los dones del arte y de la vida.


La modestia proverbial de Homero Arce se tornó vicio en cuanto a su poesía. Después de sus publicaciones en las revistas “Ariel” y “Rodó”, durante muchos años mantuvo secretos los productos de su arte. Solo la final arremetida conjunta de Thiago de Mello y Pablo Meruda logró quebrar tan empecinado silencio. El resultado de este manojo de sonetos, de los más hermosos que se han escrito en Chile y en América, están agrupados bajo el título de “Los Íntimos Metales”.

Si Neruda construyó en 1959 sus cien sonetos de madera para Matilde Urrutia, Homero Arce labró los suyos con nácar y cuerdas de violín.


Frente a esos sonetos de Pablo Neruda, irregulares, silvestres y de sonoridad opaca, los de Arce son finas estructuras trabajadas con delicadeza milimétrica, no exenta de energía, y con un total dominio de las normas seculares del soneto. Homero Arce se mueve con rara soltura y diafanidad dentro del estricto cartabón –gongorino o rubendariano- de los catorce versos. No percibimos en sus sonetos esa rigidez acartonada de muchos sonetistas ocasionales, que escriben en esta forma métrica como quien desarrolla una exigencia escolar o como quien se somete a un obligado ejercicio de gimnasia retórica, la famosa “piedra de toque” de la tradición poética. Estos de Homero Arce están muy lejos de esos sonetos que dan la impresión de un tipo corpulento metido en un traje que le queda chico. En los sonetos de Arce el arranque suele ser fácil y lubricado, y potente como el de un Ford nuevo, desenvolviendo sin tropiezos la exposición de los cuartetos. Una transición delicada o una interrogante dramática marcan el puente del primer terceto, en tanto que el remate en el último terceto por lo general implica o una rotundidad precisa y acabada, o una suspensión súbita y sabia del movimiento, para que quede vibrando el impulso lírico. Refiriéndose a la “Nueva Casa de Diego” (obviamente alude a Diego Muñoz) y a sus habitantes, remata Homero Arce con estos tercetos:





“De un temblor de pintadas mariposas
tal vez viene el fulgor con que engalana
esta nave sus alas victoriosas.

Aquí está el capitán entre destellos.
Ahí viene, amor la esbelta capitana.
Trae la luz del mar en sus cabellos”.




No se piense en joyitas decorativas o en miniaturas bonitas. El mundo lírico de Homero Arce está hecho de una ternura familiar y cotidiana, de una humilde intimidad, de una aproximación a sencillas realidades. No es una poesía de vuelo sonoro ni de patéticos desgarramientos. Pero no se trata tampoco de una lírica interiorizante, sumida en recovecos intelectuales que filosofan en verso, o en metafísicas existenciales; ni de prosaísmos rimados. La poesía de Homero Arce es sencillamente canto, manifestación de vivencias y experiencias concretas, traducción al plano lírico de su personal contacto con lo real.

Examinemos sus temas, brevemente. El poeta habla de “ESTE árbol grande que nació pequeño de mi calle”, de una ciertas manos, de un cierto gato, de una cierta ventana vinculada a su recuerdo, de la nueva casa de un amigo (que tiene nombre y apellido), y de una vieja casa cerca del ancho Maule. Esto significa una poesía de objetos reales, de cosas y seres que existen, hombres, animales, árboles, hechos conectados concretamente a la biografía de Homero Arce. Así se aleja del lirismo hueco. Pero su sensibilidad que atraviesa la cáscara de las cosas y de las vidas, y que extrae, condensa y saca a luz su vibración profunda, lo redime, a la vez, del prosaísmo menudo a ras de suelo. Sin que falten, tampoco, las condensaciones necesarias, las representaciones generales, las alegorías sintéticas que persiguen una imagen concentrada de la experiencia personal. Tal ocurre con los sonetos extremos, el inicial y el final, titulados respectivamente “El pozo” y “El camino”:





“Para unos fui canto sumergido,

raíz sombría, soledad secreta,
para otros un pájaro perdido.

Pero si todo sigue y ya no vuelve
yo quiero ser el pozo de agua quieta
que recibe la luz y la devuelve”.



Estos versos de “El pozo”, como los de “El camino”, tienen toda la fuerza de una imagen-síntesis porque reflejan una realidad viva, porque reflejan en sustancia lo que Homero Arce ha sido y ha vivido, lo que él es en su sangre, en sus huesos y en su relación de cada día con los demás.



No faltará quien ponga de relieve la influencia de Neruda en estos sonetos, para bien o para mal. Sí, claro que la hay. No en balde transcurren cuarenta años de convivencia, y además Homero Arce ha estado por años muy cerca de los escritos originales de Neruda, colaborando en su transcripción y corrección. Pero conviene tener presente que Homero Arce ha asimilado muy buenas cosas de Neruda: el amor y el interés por lo concreto, por lo vivo, por los objetos y seres inidentificables, próximos, familiares; y en lo formal, la expresión básicamente sustantiva, la eliminación el adjetivo superfluo, decorativo, retórico, sin justificación funcional. De ahí la diafanidad, la sustanciosa agilidad de estos sonetos. Y en último término, aunque “otras voces se mezclaron a las mías”, para decirlo con palabras del propio Neruda, es definitivamente Homero Arce quien está en el centro de sus sonetos, y nadie más. Que es lo que importa.


Pero conviene también recordar que el grupo fraterno que tiene a Neruda como visible no es un grupo pasivo, meramente receptivo, ni mucho menos un círculo de adulones. No está en Neruda, ni lo necesita, rodearse de gente mediocre que le rinda homenaje permanente. Es cierto que exige y da lealtad, sinceridad, hombría, pero no acatamiento. Por el contrario: sus amigos lo quieren de veras y reconocen su superior jerarquía, y él les responde con auténtica y cordial modestia, pero no es raro que discrepen. Nadie puede poner en duda el talento y la independencia de Homero Arce, de Juvencio Valle, y también de Tomás Lago o de Ángel Cruchaga. Pero hay más. ¿Hasta qué punto sería Neruda lo que es sin los aportes de todo tipo que ha recibido de muchos seres humanos y en particular de sus amigos? El propio poeta lo ha reconocido muchas veces, sin equívocos, y hay múltiples testimonios de ello a lo largo de toda su poesía. Testimonios no casuales, porque ninguna mención a personas en la obra de Neruda carece de un sentido concreto profundamente vinculado a su vida, a la formación de su conciencia de hombre y de poeta. Y todos en su poesía y en su vida, más los de Federico, Joaquín Cifuentes, de Rojas Jiménez, de Acario Cotapos y muchos más, incluidos sus amigos de su mundo de lecturas, como es el caso de Quevedo y de Lautréamont. Y también sus enemigos.


Los sonetos de Homero Arce –alejandrinos unos pocos, endecasílabos los más- aparecen traspasados por una corriente de vitalidad invencible, de melancolía resuelta en humor, de dolores hechos sabiduría, de fracasos tornados en esperanza de tristezas vueltas serenidad, y de años vividos y cabellos canosos transformados en resuelta voluntad de vivir más, y generosamente, hasta el fin. Y esto está en la poesía y en la actitud de un hombre de más de sesenta años. Acaso sea Homero Arce uno de los seres, una de las experiencias vivas que le han entregado a Neruda la lección que su poesía muestra haber asimilado, la lección de alegría inmarchitable, de la juventud en el corazón y en la sonrisa: la lección del horizonte interminable.




El árbol y otras hojas
Autor: Homero Arce
Santiago de Chile: Zig-Zag, 1967



CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1967-07-30. AUTOR: HERNÁN DEL SOLAR

Hace cuatro años, en edición bilingüe –la versión portuguesa es de Thiago de Mello- apareció en Cuadernos Brasileiros de Poesía una obra de Homero Arce: “Los íntimos metales”. Tenía el libro una novedad que se comentó afablemente: lo ilustraba Pablo Neruda, dibujante de mano imaginativa e ingenua. Se admiraron los dibujos –línea simple, suelta, de artista niño premiado- y los versos afirmaron que el poeta era de buena estirpe. La edición era corta. Muchos quedaron con la curiosidad de darle al dibujante una mirada y al poeta una atención que, a juicio de entendidos, se merecía ampliamente.

Vuelve a estar ante nosotros Homero Arce. Se nos aparece con un montón de sonetos de cuidada factura, intimidad armoniosa, vida noblemente vivida. Porque es el caso que cada poema, cada estrofa, hasta se diría que cada verso no hacen sino proyectar con pureza algún aspecto de la sensibilidad de un hombre que dignifica su existencia dándole amor a toda cosa y solidaridad a sus semejantes. Sus palabras vienen de lo hondo del espíritu a poner en el soneto el ritmo preciso de una emoción rumorosa. Se le siente latir, animar la música verbal de esta poesía bellamente desnuda, liberada de toda intención que no sea la de unir con firmeza duradera realidad y sueño.


Si en el libro anterior le acompañaba el ilustrador Neruda, recién aparecido, en este le saluda el Neruda de los grandes versos universales. Le dice: “A tu lado es pequeño el arrogante, es pobre el rico, y es tu honor constante / ser secreto y sonoro, como el viento”. En seguida, otro Premio Nacional de Literatura, Juvencio Valle, le celebra cordialmente su condición de amigo y su arrebato de enamorado de cuanta musa pasa cerca de su corazón. No bien termina Juvencio de manifestarle su deseo de que Venus le ampare siempre, un poeta iquiqueño, Ramón Albarracín, le alaba la guitarra andina, que canta con acento antiguo y nuevo el enigma de las viejas cosas; luego, el poeta popular Salomón Cornejo le ve pasar por Rancagua y con gracejo lírico le ofrece el buen vino de la tierra; y se termina la manifestación amistosa con un soneto bailarín, con estrambote, de Antonino Ruíz, jugadas de palabras gráciles que dejan eco de mandolina. Pero si esta prestigiosa compañía está con el poeta a la entrada del libro, en las páginas de salida se halla Homero Arce con el crítico Edmundo Concha, el cual sabe con gran conocimiento de la poesía (demostrado incontables veces) decirle justicieramente lo que significa su libro. “La inspiración de Homero Arce –leemos- no sufre ningún menoscabo dentro de la rígida estructura del soneto. Los catorce versos de rigor, que para algunos semejan otros tantos barrotes encarceladores, a él le alcanzan al justo para decir con soberana libertad cuanto quiere, conforme a un desarrollo orgánico y gradual que generalmente termina con una nota de superior resonancia. El lenguaje que usa es el de todos los días, el que ofrece el exacto tono de la naturalidad, sin que jamás comparezca algún vocablo solo para atender la perentoria necesidad de la rima. Tanto es así que si se leen de corrido estos versos, no se advierte el linde preestablecido que los contiene”.


Poetas y crítico reciben al libro y a su autor, como claramente vemos, con espontánea simpatía y juicio justo. Así será acogido también, no lo dudamos, por cada uno de los lectores, que en estas páginas encontrará a un hombre que vive su poesía integralmente, lo cual quiere decir que hallará una poesía en la secreta actividad de forjar a su creador.


El soneto, nadie lo ignora, es exigente, impone su voluntad y sin gran esfuerzo atrapa en sus catorce tentáculos, presionándolos mortalmente, a muchos que se acercan a él con presunción de pescadores de poesía de las profundidades. Tanto poeta murió en la aventura que poco a poco le huyeron los líricos. Alejándose de él –y para no confesar la derrota- juraron que el soneto era juego anodino, cosa de ensamblar rimas, nada más, y que la auténtica poesía se negaba a brincar de los dos cuartetos iniciales al par de tercetos del fin de la fiesta. Pero al cabo de prolongadísimo aislamiento, de pronto los poetas –en estos días- vuelven a rumbear hacia el soneto con claras manifestaciones de aventureros que confían en su destreza. Nosotros, los espectadores de la poesía que nace y muere, no podemos dejar de ver cómo de nuevo se ensaya el soneto y cómo este, encrespando la cola, se vuelve un alacrán que no perdona. Se escriben sonetos con una abundancia incontenible y desde ellos, como desde una altura, se ven las cruces de los poetas fallecidos.


Homero Arce ha aprendido, escribiéndolos, a descifrar la naturaleza de la poesía. Sabe que a nadie se entrega con facilidad, que vive oculta y se resiste al ser descubierta. Para llegar a ella y avasallarla hay que convencerla hablándole un idioma particular, en el que todas las palabras –relacionadas con las cosas del mundo y con los hombres- se vuelven de pronto las cosas mismas, son el hombre mismo, son la incitación a la entrega, que la poesía admite para darse a las palabras, al que las dice, al que las oye. Nunca está la poesía en las cosas. Es el poeta quien debe otorgárselas. Bien lo sabe Homero Arce, para quien el soneto es un objeto al que la poesía da la medida exacta de cada uno de los versos y la belleza que el poeta ha encontrado en su viaje por la vida y por su alma.


Disciplinadamente, conocedor de la ciencia del verso –que es expresión vital del hombre en su búsqueda de sí mismo-, Homero Arce reúne sus sonetos y los publica únicamente cuando, tras examen asistido por rigurosa conciencia, advierte que de veras significan lo que él piensa, siente, experimenta, desea, ama en el cotidiano ejercicio de vivir. Para él, un soneto no encierra, siente que abre, más bien, hacia ese costado del enigma que todo poeta quiere frecuentar, para vivirlo y expresarlo.


En este hermoso libro, los temas son numerosos. En todos, a través de una factura plenamente conseguida, de una musicalidad interior, de una gracia permanente, Homero Arce se muestra el poeta que descubrió a la poesía y después de convencerla se la trajo con mano de amante dichoso a cada uno de los sonetos de la obra, para embellecer con ella los paisajes de la vida, las más personales reflexiones, los sentimientos que le dan a las cosas del mundo un resplandor que las transmuta en objetos duraderos.


5 comentarios:

  1. No tengo palabras para decirle cuanto me siento agradecida por este homenaje,

    Alejandra Arce D Fenelon

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  2. querida Alejandra, cada cual en el sitio que merece, la poesía no
    olvida nunca a aquellos que de una forma u otra le entregaron su
    vida, tampoco los poetas debemos olvidar a los que nos enseñaron
    los difíciles caminos del verso

    besos

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  3. Alejandra, deseo puedas contar públicamente algún día, toda la verdad sobre
    la relación poética de Pablo y Homero, todo lo que han silenciado círculos
    interesados en ocultar la parte de la obra de Pablo que debemos a Homero
    y el hecho incuestionable de que Homero fue asesinado por fascistas que
    trataban de destruir parte de la memoria viva del poeta

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  4. Fernando,
    Lo haremos.

    Alejandra Arce

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  5. Fernando,
    Lo haremos.

    Alejandra Arce

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