Gonzalo Cordero Dávila (ECUADOR 1887-1933)
Abogado, poeta y orador cuencano nacido en el año 1887, hijo del Dr. Luis Cordero Crespo -quien fue Presidente de la República en 1892- y de la Sra. Jesús Dávila Heredia.
«Su infancia y su adolescencia transcurren a la sombra parnasiana del hogar paterno. El y todos y cada uno de sus hermanos han recibido de Dios el don maravilloso del verdadero talento, y al crecer al derredor de su padre, beben el agua lustrosa de la delicadeza y del amor a lo bello. Y cada uno de ellos alcanza en la posteridad, el sitio destacado que le estaba predestinado» (Lucio Salazar Tamariz.- Una Comarca y sus Destellos, p. 209).
En 1911 se graduó de Abogado en la universidad cuencana; fue Gerente del Banco Central en Cuenca, Subdirector de Agricultura del Azuay, periodista; y en 1926, con Terán Centeno fundó el «Diario del Sur» que se mantuvo hasta 1936.
Aunque no gustó de círculos ni cenáculos literarios, encontró en la poesía el mejor medio para expresar su sentimiento.
Entre sus obras poéticas constan: «Sendas Tristes», «Frenos Filiales», «Tragedias Olvidadas», «Versos de la Adolescencia», «Elegía de Hoy», «Montaña Azul», y otras de gran belleza.
Murió en Cuenca en el año 1933.
Tragedias ignoradas
Melancólica tarde solariega
que lloras en la paz de las colinas,
a donde el eco de los valles llega
con las íntimas quejas vespertinas;
senda que el retamal en oro riega
y erizada de indómitas espinas,
de las silentes granjas de la vega
a los bohíos del erial caminas;
¿en dónde está la flauta gemidora
que el dolor del crepúsculo sentía
como si fuese el alma de aquella hora?
Tarde estás muda, senda estás desierta;
así, de toda animación vacía,
queda esa choza, en el breñal, abierta.
Y el indio ya no vuelve. ¡Pobre hermano
que de la vida al llamamiento vino
para vivir besando aquella mano
que a la abyección torciera su destino!
¡Súbitamente iluminose el llano
ante su faz de ignoto peregrino...
cerró los ojos al dolor humano,
y se perdió por el postrer camino...!
Con su propio azadón se abrió la fosa
que iba a sembrar su corazón inerte
del camposanto en la quietud llorosa;
y vi hundirse su carne atormentada
por el hondo silencio de la muerte
en el consuelo inmenso de la nada.
El esquilón dolido de tristeza,
amargaba la pompa solitaria;
¡y era en toda la gran naturaleza
el recuerdo del sol una plegaria!
La luna su apoteosis de pureza
impuso a la honda soledad agraria,
y yo, ante el surco en que el misterio empieza,
vi en la muerte una noche necesaria;
porque no tiene la existencia encanto;
¡para el que cruza por la faz terrena
como una amarga encarnación del llanto!
Y ante el ser que en martirio se convierte
y la vida que es cárcel de una pena.
¿que fuera de la vida sin la muerte...?
Dura de agosto el calcinante fuego;
pero en la linde azul del Cabugana
se consuela la vista del labriego
con las nieblas que deja la mañana.
La bendición del cielo está cercana;
pronto del campo el íntimo sosiego
palpitará al clamor de la besana
y al dulce peso de la vida, luego:
laderas que sin él no hubisteis flores,
tierra desnuda que vistió su mano
del cariño de todos los verdores;
con su ausencia llorad vuestro infortunio.
¡Adiós maizales del abril lozano,
y trigos de oro del ardiente junio...!
Diciembre
La vida, flor de trébol en el prado,
murmullo y luz errante en la fontana,
pone esta vez en mi jardín cerrado
la dulce primavera más lejana.
En tremante esmeralda de sembrado
palpita el haz de la extensión aldeana;
y sobre ella, radiante y azulado
se queda todo el día en la mañana.
Olor de incienso, pajas y floresta
tiene hoy día la casta perspectiva
del campo que Belín pone de fiesta.
Camino del distante Nacimiento,
Navidad de la dicha primitiva,
¿por qué no vuelo alegre como el viento...?
No se vuelve
Eran las cuatro... y jueves... Al camino
que se va desde la urbe a la alquería
robó alegre su toque blanquecino
la gente aldeana que al hogar volvía.
Sonó por las tabernas del vecino
henchida de rural melancolía,
alguna concertina que se vino
con un novio a la feria de aquel día.
Oliéndose a totoras y cantueso
corría el viento, que en la sementera
la primera hoja alzábase travieso...
Sentí los años de la edad primera
y, herido de nostalgias de regreso,
sólo pude pensar: ¡quién se volviera!
De «Omnia lugens»
Llanura del Azuay, vieja llanura
de alegre sol y cariñoso día,
que entre setos, collados y verdura,
te pierdes en la agreste serranía;
los diáfanos torrentes de la altura,
con sus ritmos de extraña melodía,
te adormirán: aromas y frescura
tendrás del monte en la quietud bravía;
pero la dulce lira gemidora,
esa que vive y siente, cuando llora,
encanta este rincón americano,
no te ha dado la gran Naturaleza.
Nació, cuando del indio la tristeza
invadió el corazón del castellano.
De «Amaritudo magna»
Su huerto, pobre huerto, no recibe
la caricia de su agua bienhechora;
y no sé cómo, si él ha muerto, vive;
¡y no sé cómo, si él ha muerto, enflora!
No habrá una abeja que sus flores libe;
tendieron todas su ala emigradora,
pues en julio faltó quien las esquive
del frío viento que en las peñas llora.
Cada día en el bosque que él criara
muere algún árbol que sin él no pudo
seguir luchando con la tierra avara,
y yo, que sé que lo plantó su mano,
me acuerdo de él, y, de congoja mudo
me abrazo a los despojos de ese hermano.
Por mi tristeza
Él, que fue como el sol, alegre y bueno;
que irradió claridad en la existencia;
y del abismo al nebuloso seno
se llevó como antorcha su conciencia:
que dio su llanto al corazón ajeno,
y, en la envidiable paz de la creencia,
se fue del mundo con el rostro lleno
de la diáfana luz de la inocencia:
en la amable expansión de su alma franca,
como el cielo, la brisa o la pradera,
llevaba el lauro en la cabeza blanca...
Le vi cruzar los campos paternales,
contrastando el laurel su primavera
con el oro senil de los trigales.
A la tarde fugaz de la alquería
ya sólo vuelve mi alma. ¡Hora por hora,
se hizo triste la senda y llegó el día
en que otra gente en la alquería mora!
¡Tierra de mi niñez!... ¡se perdería!
y aunque nadie mi ausencia en ella llora,
cuando vuelve el recuerdo a hacerla mía,
mi sol la tarde de esos campos dora.
Y desde el poyo del hastial ruinoso,
o la paz de los vientos corredores,
siento llegar el nocturnal reposo.
Despiértanse en la sombra los candiles,
y, en la estancia que fue de mis mayores,
hay laureles de sombra en sus perfiles.
Y le vuelvo a encontrar en donde quiera
que al éxodo fatal detuvo el paso:
a la azul inocencia mañanera,
al lloroso tormento del ocaso.
Mi dolor no le llama ni le espera;
mas yo a la sombra que pasó me abrazo,
y me quiero engañar con que le viera
y a los días de ayer la vida atraso.
Esta noche, a la lluvia, está desierta
la calle... entre el gotear de los aleros,
su recuerdo, sin voz, llama a mi puerta...!
Suena la hora en las torres misteriosas;
están negros y mudos los senderos:
¡cuánto frío de lluvia habrá en las fosas...!
Ayer y hoy mi vivienda está callada.
Dura en ella un crepúsculo lejano:
se queda indiferente a la alborada,
y le busca el calor del día en vano.
Me puso, para siempre, la jornada
ante la inmensa soledad de un llano,
que no cruzó la voz de mi llamada,
y mi padre, al confín, ¡se hundió en lo arcano...!
Desde entonces la sombra del alero,
como mi sombra, es triste. En la tortura
de hoy, esa noche de mis cosas quiero...
Sin el consuelo de una estancia obscura,
cuando escuché este día el son postrero,
¿a dónde se volviera mi amargura...?
Por todo
¡No tienen hora las tristezas mías,
ni es dolor que da fin este que siento;
pasaré por el sol todos los días
seguido de mi sombra: el sentimiento!
Poblaron mi alma de melancolías
todos los seres puestos en tormento:
como las aguas que están siempre frías,
y el suelo estéril, del raudal sediento.
El árbol a la tierra encadenado;
el granito, indolente a las edades;
el cielo a los misterios condenado;
y el indio, esa alma triste de la quena,
odiado por sus mismas soledades,
¡y encarnación viviente de mi pena...!
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