Gregorio Reynolds
Gregorio Reynolds (Sucre, Bolivia, 1882- La Paz, 1947), poeta boliviano, representante del modernismo junto con autores como Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo. Desempeñó funciones políticas y diplomáticas en Argentina y en Brasil. Fue traductor del Edipo rey de Sófocles, en 1924, y de poetas brasileños, entre otros Gilka Machado y Cecília Meireles.
Entre sus obras más importantes figuran El cofre de Psiquis (1918), sonetos de influencia parnasiana; Horas turbias (1923); Redención (1925), ambicioso proyecto de canto épico con ocasión del centenario de la República de Bolivia, del que sólo completó la primera parte, de un total de tres, sobre el periodo incaico, el descubrimiento y la conquista de América; Prisma (1938), con influencia de autores como Paul Verlaine y Charles Baudelaire; y Caminos de locura (1943). De publicación póstuma son los libros Arcoiris (1948) y Poesías escogidas, editado por primera vez en Buenos Aires (1948) y por segunda vez en La Paz (1956).
Panteísmo
Yo quiero de tus lagrimas el póstumo tributo,
En gracia de lo mucho que por tu amor sufrí,
El dia en que siguiéndome con paso irresoluto,
Al campo santo vayas para volver sin mí.
Al convertirme en árbol, te ofreceré mi fruto.
Sera mientras exista mi sombra para ti.
Después, cuando a mi vera, cual mármol impoluto
reposes, mis raíces han de abrazarte allí.
Bajo mi savia -¡oh virgen!- tu carne toda en germen,
Ha de surgir de nuevo con todos los que duermen
En subterráneo génesis el sueño vegetal.
Y al envolver mi tronco tu floreciente traje,
Arriba, luminosas, en el etéreo viaje,
daránse nuestras almas el beso sideral.
En la mirada de hidalgo
En la mirada de hidalgo austero
fulge -reflejo de un dolor arcano-
la excelsitud del pensamiento humano
que anhela conocer lo venidero.
Ansia de hallar el místico sendero
de la serenidad. ¡Con qué desgano,
como una flor de cera esta la mano
puesta en el corazón del caballero!
Tal vez bajo esa mano enflaquecida
por la tenacidad del sufrimiento,
tal vez bajo esa mano hay una herida.
Del caballero el padecer perdura
plasmado en su semblante macilento
y en la grave actitud de su figura.
Indio
Inalterable, por la tierra avara
del altiplano, luce la mesura
de su indolente paso y su apostura,
la sobria compañera del aymara.
Parece, cuando lánguida se para
y mira la aridez de la llanura,
que en sus grandes pupilas la amargura
del erial horizonte se estancara.
O erguida la cerviz al sol que muere,
y de hinojos, oyendo el miserere
pavoroso del viento de la puna,
espera que del ara de la nieve
el sacerdote inmaterial eleve
la eucarística forma de la luna.
Menta
En el viejo sofá
de terciopelo verde,
lloras por algo que has perdido
para siempre.
Desde afuera la luna crispa un gesto
de burla, triste y verde.
En un tosco jarrón desportillado,
llenas de tedio mueren
algunas flores, todavía
las hojas están verdes.
De la esmeralda de anillo
saltan reflejos verdes;
fosforescencia de luciérnagas
de un tremedal con halito de peste.
El hielo que ha quedado en las copitas
se ha teñido de verde.
Un distante violín de radio raspa
una sonata verde
que estira en trémolos de angustia
sus rechinantes erres.
Hasta tus ojos -selva, mar, cielo de ocaso-,
verdes,
están como escarchados de veneno
de serpiente.
La cara de clown de la luna
tras las nubes, de pronto, se pierde.
Cuál en los versos lánguidos
del cojo satírico celeste
la lluvia va tras los cristales
de la ventana, verdes,
tejiendo -araña del fastidio-
su interminable velo leve.
Te hallas tan cerca de mí: tan cerca te hallabas,
que te siento muy lejos, casi ausente.
Ya para mí - qué cosa horrenda!-;
ya para mi no eres
lo que hasta hace poco rato fuiste:
la primavera verde;
la ilusión, la esperanza, el amor férvido
y el pregusto del máximo deleite,
sino la decepción irremediable,
la fruta verde
que destempla los nervios
con su acidez algente.
Mi alma se diluye
en la bruma de ajenjo del ambiente,
en el verdor amargo, glauca nébula
de morbidez que nos envuelve.
Alucinante Salomé, trompo de coágulos
en mi cerebro gira el hada verde.
Todas las cosas vistas y soñadas
son verdes, verdes, verdes, verdes,
colibríes, cantáridas, relámpagos,
profundas noches verdes,
ojos de los jaguares y las víboras
bajo los árboles silvestres
verdosas facies de los perseguidos
por el delirium tremens,
cadáveres lamidos por las llagas
de la penumbra verde,
esqueletos con musgo, fuegos fatuos,
larvas de pesadilla, blandos vermes,
viejos estanques con nenúfares,
tumbas rodeadas por cipreses,
cobriza herrumbre de los cofres
en las basílicas solemnes,
sombras que tiemblan con verdor de azufre,
fantasmas lívidos que encienden
amarillentos cirios
de tenebrario... Miserere!
Me hundo como un naufrago
en el vórtice verde:
tirabuzón de cefalalgia
venas en raudo palpitar de fiebre.
No quiero que me veas,
ni quiero verte,
mujer de menta helada,
fascinador abismo verde.
El caballero de la mano en el pecho
En la mirada de hidalgo austero
fulge -reflejo de un dolor arcano-
la excelsitud del pensamiento humano
que anhela conocer lo venidero.
Ansia de hallar el místico sendero
de la serenidad. ¡Con qué desgano,
como una flor de cera esta la mano
puesta en el corazón del caballero!
Tal vez bajo esa mano enflaquecida
por la tenacidad del sufrimiento,
tal vez bajo esa mano hay una herida.
Del caballero el padecer perdura
plasmado en su semblante macilento
y en la grave actitud de su figura.
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