Manuel Alcobre
(San Pedro, Buenos Aires, 1900 – Buenos Aires, 1977)
“Ha sido usted, pues, fiel a su vocación, a su destino, y lo ha sido honradamente. Usted no ha querido llamar la atención con extravagancias. Sus versos son claros, sencillos, humanos. Usted canta las cosas bellas y buenas de la vida. Este libro desborda de nobles sentimientos de salud moral”, dijo Manuel Gálvez de nuestro invitado de hoy. Manuel Alcobre nació con el siglo XX, en la ciudad de San Pedro. Quizás la cercanía de la Vuelta de Obligado, despertó en Alcobre un amor inmenso hacia las cosas de su Patria.
Su acento poético nunca se separa del destino de sus compatriotas, hay en su intención una necesidad de dar cuenta del pulso de un país en plena acción creadora. Sus ojos se asombran ante el espectáculo humano y se impone el imperativo de sellar su sentimiento con palabras: así brota una poesía natural y empecinadamente terrestre como un yuyo entre dos baldosas. Poeta, docente y periodista, supo compartir vida y redacciones con destacados colegas como Raúl González Tuñón en el legendario diario Crítica.
Colaboró en otras publicaciones como Mundo Argentino, Caras y Caretas, La Nación y La Prensa. Entre los años 1949 y 1951 fue Secretario General de la Asociación de Escritores Argentinos (ADEA). Fue amigo entrañable del poeta Horacio Rega Molina, a quien, impresionado por su muerte, dedicó Epístola al cielo, una larga oda donde glorifica el culto a la amistad y expresa una aguda y terminante reflexión ante la inexorable mortalidad humana: “Y así termino, Horacio, esta misiva/con toques de poema, que te mando/por el vuelo de un ángel, en voz viva/porque el buen ángel la dirá cantando (…)Dale dos alas nuevas por mi envio,/pues que, como rapsoda, es ángel pobre,/cual lo fue tu destino y es el mío…/Hasta vernos en Dios: Manuel Alcobre”.
En 1931 fue distinguido con el Tercer Premio Municipal de Poesía de la ciudad de Buenos Aires por su libro Poemas de media estación; también recibió el Primer Premio de Poesía, otorgado por la Comisión Nacional de Cultura en el trienio 1947-1949, por Canción en sol de despedida. En 1934 la Editorial Tor le publicó Luces a la distancia, una exquisita colección de poemas en prosa.
a Carlos E. von Saltzen
Desde el pausado viaje del tranvía,
miramos corretear las hojas secas
entre los transeúntes, encogidos
por un frío precoz, que Abril estrena.
La tarde está avivada de fulgores
y ambula un viento con olor a tierra.
De improviso los cables y las ramas
tiemblan y zumban aires de tormenta.
Bandadas de hojarasca van en vuelo
a rodar por la calle y las aceras.
Gotas de lluvia rayan el ambiente.
Nacen paraguas. Lústranse las piedras.
En el tranvía caen las ventanas
dejando alguna lluvia prisionera,
y en un instante, gota a gota, el agua
vela en los vidrios la visión externa.
Entonces distraemos nuestro viaje
leyendo en la tranviaria biblioteca
los anuncios de Bancos y específicos,
cuyo sano optimismo nos enseña
que existen pobres porque no se ahorra
y se acaba el vivir por negligencia…
En tanto, el ronroneo del tranvía,
unido a las mil notas callejeras,
enturbia por momentos nuestros ojos
con una incontrastable somnolencia.
GRANIZO
Los árboles están como dormidos
en la calma amarilla de la tarde,
y el cielo se ejercita en un alarde
de penumbra, de luces y de ruidos.
De pronto cae una pedrea leve:
las gentes huyen y la fronda salta,
y a poco toda la ciudad se esmalta
con una fina imitación de nieve.
TENNIS
Sobre la liza roja, marginada de flores,
van y vienen y saltan los cuatro jugadores.
Son dos gráciles niñas, de cabelleras blondas
que acarician sus cuellos en luminosas ondas,
y dos mozos morenos, ágiles y robustos,
que llevan casi al aire sus atléticos bustos.
Y los cuatro, en los raudos movimientos del juego,
fingen los caprichosos ritmos de un baile griego:
ellas con la armonía de su gracia y belleza,
ellos con la pujanza de su fuerza y destreza.
Al volar la pelota de brazos femeniles,
se pliegan a las formas los vestidos sutiles,
y en el falso desnudo se exaltan las figuras
en un maravilla de vivas esculturas;
y cuando son los hombres que impulsan la pelota,
se admira a los atletas que, en una edad remota,
con un golpe de puño deshacían un risco
con la misma soltura que lanzaban el disco.
Y a las últimas luces que destella la tarde
sobre el árbol que canta y la rosa que arde,
y en tanto se disipa la visión policroma
del paisaje que sueña, embriagado de aroma,
en la liza bermeja, marginada de flores,
son genios del deporte los cuatros jugadores.
FUGA DE LUCES
Al anochecer me detengo en una esquina central y ante mí van huyendo los vehículos hacia los barrios familiares. Todos están
incrustados de gigantescas piedras preciosas. Los automóviles llevan rubíes, esmeraldas y brillantes. Los tranvías suelen lucir
dos rubíes, dos esmeraldas, dos amatistas, o unas y otras a la vez. Y hay ómnibus que exhiben en su parte superior un zafiro que vale
por sí solo un tesoro. En el interior, cada carruaje transporta un catálogo de colores en los vestidos femeninos.
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