miércoles, 1 de septiembre de 2010

787.- KATHERINE PIERPOINT


Katherine Pierpoint. Poeta inglesa. Nació en 1961 en Northampton. Estudió Lenguas y Literatura en la Universidad de Exeter. Su obra ha aparecido en numerosas antologías, las más recientes Last Words (1999) y The River's Voice (2000). Su primera colección de poemas, Truffle Beds (1995) fue una Recomendación de la Poetry Book Society. Ha recibido varios reconocimientos, incluyendo el Sunday Times Young Writer of the Year (1996) y el Somerset Maugham Award. Ha realizado Estancias Creativas en diversas instituciones e impartido clases de creación literaria tanto a jóvenes como a adultos. Actualmente es escritora, editora, investigadora y traductora independiente; se encuentra trabajando en una nueva colección de poemas.





EL ACANTILADO DE IKEN

El estuario yace como leche derramada encima
de un mapa abierto;
la afirmación de un hecho, hermoso en su simplicidad,
desde lo alto del
acantilado;
como un buen anfitrión que porta una amplia,
generosa bandeja ante sus invitados;
pasmosa en su detalle para aquellos
que chapotean y sorben allá abajo en el lodo,
atisbando en los huecos y palpando las texturas,
como amantes.

Al centro del canal se afana una sólida barca
de tingladillo.
Un niño deja los remos un momento
y se pone de pie, y ríe
y le grita a alguien en los jardines de arriba
del acantilado,
hace como si se tambaleara
y casi cayera por la borda;
lanza una imprecación para que su amigo
la pesque y se divierta.
Su amigo se columpia allá arriba en una vieja
llanta de tractor, amarrada
a un alto y oscuro abeto.
Se columpia y columpia,
destella como una mancuernilla,
sale volando y vuelve a entrar
contra el invariable paisaje;
lanzando con fuerza sus piernas
sobre la iglesia distante,
poseído por la necesaria confianza
en que nada cambiará.
Se agarra fuerte, y aminora el vuelo
para enroscar las cuerdas en una
súbita, imperiosa centrífuga
y disfruta con el ir y venir de oleadas de mareo,
el cabello al viento.
Dos carcajadas caen en picada rozando el agua,
y luego se mezclan en el aire como vapor y humo.
Uno de los chicos viste la salpicadura
de entusiasmado rojo que
Constable ponía siempre con destreza
en algún sitio de sus paisajes, aligerando
el verde o azul marino
y gris.

La barca pasa; ahora sólo unas figuras lentas
caminan sondeando la piel de esta escena.
Se mueven allá abajo, vagamente parásitas,
entre la crujiente nata de basura a la orilla
del agua.
Lamen lodo negro y curtido
con una capa costrosa como yoghurt,
eI sedimento de cientos de granjas de Suffolk
ahora mordisquea sus tobillos.
Los perros se revuelcan y retozan
en este su apestoso paraíso,
el blanco de los dientes grabado
contra los riachuelos negros y rosados
dela boca colgada,
enhiestas colas como pendones sucios
en una brisa crujiente y rígida de saly de pescado.
Un mosaico aguanoso de esqueletos
de cangrejo, varas enchapopotadas y pecina
de caviar desparramada a su alrededor;
su abierto y enorme terreno de día de campo.

Estos tintineantes guijarros grises
son un millón de huevos fósiles expuestos al cielo
para su inspección en este cuenco de caparazón
de tortuga lleno de lodo.
Se camina en cascaras de huevo.

Todo el estuario sigue ahí, lienzo fresco,
mas seductor; extrañamente plano
como un espejismo,
como la escaramuza del aprendiz de artista
con la perspectiva,
con ese tapete que no termina de recostarse.
En un espacio tan ancho como la visión
hay la necesidad de foco, de detalles;
ya sean palpados y sentidos por el hueso
o registrados en el ojo;
la necesidad de elegir y poseer una cosa;
la piedra en forma de pequeño búho
que voltea la cabeza hacia atrás,
el niño serio que le lleva el vaso de vino
del día de campo a su padre,
con las dos manos.

(De: Truffle Beds)

(Traducción: Carlos López Beltrán
y Pedro Serrano)






Marisma y alondra

Un hombre se sienta en un cuenco de sol
en la marisma, a todas luces solo.
Una ligera hondonada le da refugio
en este descascarado y abrasivo suelo,
aplanado a golpes por un clima pesado,
laborioso.La marisma está rayada por venas
de un agua tan salobre que cruje suavemente
al correr; plaquetas de lentejuela bruñidas
por un ácido tan salobre que quema como el hielo,
como la piel se pega y arranca de un metal helado.
El agua carda con calma sus nudosos hilos blancos
en la carne de pescado azul y marrón del lodo.
Teje y desteje lentamente los filamentos
en el pasillo de las agallas. La marisma es un garabato
de toscos matorrales y algarroba enmarañada;
un collage achurado de los desechos de Dios;
extrañas cáscaras que vienen del desagüe,
paños raídos y estopa de acero; todo pegado
en mechones por un nervioso actor suplente.
Curvas secas y marrones de pasto
que se doblan bajo charcos de luz blanca;
un paisaje como de polvorón desmoronándose
en leche descremada.
El hombre escudriña en lo alto el canto de la alondra
y cierra los ojos. Al ladearse, inhala la canción
por todo su tibio camino hacia la luz.
Los párpados apenas filtran, estampando
en un naranja-sangre caliente,
luego derriten caparazones de cangrejo
con incrustaciones en rosa, verdeante bronce;
acumulaciones y empozamientos extraños,
una disolución que se expande;
el estambre negro mate de la lengua enroscada
de la alondra.
El suavemente envuelto ramo de pulsos
del tallo del cerebro.

De Truffle Beds








El recodo del río

En el claro, burbujeante recodo,
color cerveza
cada piedra un huevo pecoso frezado
en ese regazo profundo,
cada guijarro cacarizo y cascado un planeta
que ciego mira a través de su propia evolución
los bajos, y el alto aire, se llenan de sonido
y de luz.
Esta parte del río aspira aspira a ser mirada,
pues ahí te ha atraído,
y los árboles, humildes, integran al cielo
en tu amor por el agua.
Si este sitio fuese una persona,
haría un sombrero de papel mientras tararea.
Lleno de sí del todo, absorto mas radiante
-- un momento de familia, que parecía normal
hasta que años despés, al mirar atrás,
se sienten plenamente sus honduras,
más allá de la monda experiencia.
Bajo el agua, la luz se espesa ligeramente,
pero nunca reposa y el río corre entre sus propios
dedos, desenfadado.





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