miércoles, 6 de marzo de 2013

ENRIQUE HENRÍQUEZ [9359]



Enrique Henríquez

Enrique Henríquez nació en Santo Domingo el 30 de noviembre de 1859. Sus padres fueron Ildefonso Henríquez y Carvajal y Belén Alfau.

Contrajo matrimonio en 1885 con Lea de Castro, con quien procreó al escritor Enrique Apolinar Henríquez y al poeta, perteneciente al movimiento de La Poesía Sorprendida, Rafael Américo Henríquez, entre otros hijos. Después de una larga viudez contrae segundas nupcias con María Olivette Calero.

A través de su larga vida ocupó cargos importantes dentro de los gobiernos de Alejandro Woss y Gil y Ulises Heureaux. Licenciado en leyes, carrera esta en la que cosechó grandes éxitos. Aceptó por un corto período la presidencia del Ayuntamiento en 1933. Fue diputado y cónsul en Nueva York.

Considerado en todo momento por sus conciudadanos como una figura patriarcal, muere en Santo Domingo a la edad de 81 años, el 5 de junio de 1940.

Obra

(1859-1940). Obras poéticas:

A través de las sombras de la noche
El ánjelus
La canción del avaro
La escena del Café Martín
Lejanía
Never more
Sutilezas e inexactitudes de D. Hipólito Billini (1901)
Nocturnos y otros poemas (1939).
Miserere






Miserere

«Con motivo del incendio de San Carlos» 
[12 de abril de 1903]

A Federico García Godoy

¡Oh torva muchedumbre! 
‑Clamó escalando el pensamiento mío 
la enrojecida cumbre‑ 
¿Por qué al clamor impío, 
por qué al ciego conjuro de la guerra 
en pavor y en oprobio hundes la tierra? 
¡Ay, la ambición nefanda 
‑Júpiter, que en la abrupta serranía 
el rayo de la muerte desenfrena‑ 
responde a mi demanda, 
con la voz de su ronca artillería, 
sumiendo el corazón en honda pena! 
Y entre escombros que aún gimen 
coronados de púrpura y de humo, 
dominio vasto y sumo 
a la arrogante vanidad franquea 
el brazo artero que enarbola el crimen, 
rindiendo sobre el campo desolado, 
cadáver profanado, 
el gigante cadáver de la idea.

¡Oh prostituido genio de la guerra 
que de un ámbito al otro el duelo espacias: 
tu inicua destrucción al mundo aterra, 
y aún tus brutales cóleras no sacias!

Tus airados cañones, 
con su intenso relámpago, no alegran 
generosos pendones: 
proclaman la igualdad, no la reintegran; 
ni infunden vigorosos ideales 
que reconstruyan en la noche aciaga 
la fe de nuestros tristes inmortales: 
noble faro extinguido 
en la conciencia nacional, inerme; 
eco viril que el desencanto apaga; 
gloria que el sueño de las tumbas duerme!... 
Y, ¡oh genio prostituido! 
vas por las cumbres fulminando males. 
Tus impasibles manos, 
que inmolan, sin horror, seres humanos; 
y que de un tajo vengador suprimen 
engreídas cabezas de tiranos, 
acaso fanatizan, no redimen: 
arrebatan, deslumbran; 
¡pero un ídolo abaten y otro encumbran!

Bien, ¡ay, en tanto, mi dolor lo advierte: 
no faltarán espíritus protervos 
que asidos a tu lábaro de muerte 
se finjan redentores 
cuando son sólo siervos 
de cadenas cargados y de errores.

¡Oh genio de las ruinas 
que en lo hondo del abismo te agigantas; 
que hacia la afrenta, sin rubor, caminas; 
que sobre escombros tu bandera plantas; 
que al bien agobias, la verdad quebrantas, 
y en cruel desenfreno, 
con la sangre y la escoria que fabricas 
haces lodo y salpicas 
el dolor de la Patria con tu cieno!

Cruel mentira es tu culto 
o sólo al mal eriges tus altares 
cuando acudes, terrífico, al tumulto, 
talando huertos, desquiciando hogares...

La purpúrea neblina 
que el vientre de las llamas ha exhalado, 
sube y crece y al cielo se avecina, 
mostrándole, en el campo desolado, 
una ciudad en ruina; 
un informe calvario 
de albergues cuyas cálidas pavesas 
sirven a esos albergues de sudario; 
y gimiendo salmódicas tristezas, 
un testigo de piedra: ¡el campanario!

Lejos, mucho más alto, en lo invisible, 
sobre la etérea soledad sombría, 
parpadeó, terrible, 
el ojo eterno, el que a Caín veía 
cuando el crimen horrendo cometía.

Después... ¡Oh, qué mortal presentimiento! 
¿Por qué evocar de Esparta el fin cruento?...

De remotas edades 
discurro, con dolor y con asombro, 
por entre las sublimes soledades 
que marcan su frontera a cada escombro. 
De las razas vencidas, 
medroso busco en vano 
el alma de las trágicas quimeras 
sin encontrar siquier, ¡oh gran Leonidas, 
magnífico espartano!, 
la tumba en que abrigaste tus banderas...

Si yo buscase un día, 
doliente peregrino, 
‑¡oh hermosa Patria mía!‑, 
el esplendente sol de tu destino 
y sólo hallase tierras devastadas, 
gigantescas montañas abatidas, 
y una legión de tumbas ignoradas, 
como la inmensa tumba de Leonidas... 
corriendo tras tu espíritu inmolado 
hundiera mi aturdido pensamiento 
en la extensión vacía; 
y, o muriera abrazado 
a la visón del Pabellón Cruzado, 
¡o en la bóveda azul del firmamento 
yo tu nombre inmortal escribiría!

Con acento sombrío 
todo ruge o solloza; 
todo, ay, agoniza en torno mío! 
Su imagen pavorosa 
la purpúrea neblina 
clava, profundamente, en mi retina. 
Tristes voces lejanas 
remedan el plañir de las campanas; 
y de la angustia en que mi pecho muere, 
sube a Dios este grito: «¡Miserere!»








Never more 

Para José Santos Chocano

Por las interminables avenidas, 
en busca de pretéritos mesones, 
veo plazas desiertas, 
luces emustiecidas, 
graníticos balcones, 
ventanas ojivales 
y monásticas puertas 
que, vistas a través de sus cristales, 
fingen estar de par en par abiertas.

Camino a la ventura. Monologo 
sobre un dolor de siglos que ahora es mío. 
El silencio interrogo; 
y grabando mi planta en el vacío 
de la noche callada, 
en torno de las cosas espacío 
la inquisición febril de una mirada. 
¿En cuál de estos cristales fue que un día 
el pájaro siniestro 
sacudió sin calmar su ala sombría, 
enseñándole al lóbrego maestro 
del canto y del dolor 
un dolor infinito en la elegía 
del monótono y lento Never More?

Subitáneo celaje 
pone a mi inquisición tétrico punto: 
es la última hoja de un follaje. 
El otoño la azota; 
y simula, cayendo, el ala rota 
de un agorero pájaro difunto.

Monólogo muy quedo, 
porque mi propia voz me infunde miedo! 
Sobre un cristal vecino 
un álamo hace un trazo 
con la desnuda sombra de su brazo. 
Quiero huir.  Mas la anchura del camino 
‑nublada de otra proyección de trazos‑ 
tras la congoja de mi planta mueve 
el ademán de un escuadrón aleve 
de esqueléticos brazos. 
Quiero huir. Mas mi planta no se atreve. 
Y me detengo. Una espectral figura 
nace del fondo de la noche oscura: 
crece, avanza, se acerca, se aproxima 
a la desolación de mi pavura; 
y al transitar, su grave paso suena 
cual si fuera el remedio de una rima 
de honda y letal desesperanza llena.

¡Oh sombra! Eres la sombra del insano 
poeta peregrino 
que invadió la tiniebla de lo arcano, 
con un gesto de horror, 
al compás de su lento Never More.

¡Oh sombra! Te adivino: 
eres la sombra de un dolor hermano. 
Dame el laurel divino 
que floreció en la gracia de tu mano, 
sin darme la siniestra 
copa de vino que escanció tu diestra. 
Se va la noche. Imperativamente 
su pupila entreabre en el oriente 
el sol de un nuevo día; 
y su lumbre me encuentra todavía 
monologando en frente 
de una casa vetusta que es la mía!





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