viernes, 16 de marzo de 2012

6172.- ALFONSINA BRIÓN



ALFONSINA BRIÓN
Nací en Mayor Buratovich en 1984. Estudio letras, doy clases y soy costurera amateur. Participé en el 2007 del taller Ruta 33, coordinado por Daniel García Helder. Formé parte del grupo editorial de las revistas •Mini• y •Rigoleto• y del proyecto cultural Un vagón hermoso. En febrero de este año salió a la calle mi primer poemario, "Papel cebolla", gracias a la editorial montevideana La Propia Cartonera. Escribo en el blog panquesopan.blogspot.com
[ www.flickr.com/photos/haceteuncandealramona ]











Ollantaytambo


Roxana Benitez Mamani
dice que a esta altura
las viejas no mastican más
la mazorca y la escupen.
Ahora la chicha se hace
de forma más moderna
y una puede mientras
mirar de reojo
a John Freddy Mamani Junior
gatear por entre los cuyes
y el aroma a clavo y canela.










Villazón


Rótulo y ritual higiénico quedan de lado
“no mojar aquí ni pelo, ni pies, ni axila”.
Es que afuera está tan lindo el chaparrón
para dar vuelta sobre sí misma,
empaparse,
dejarse adherir a los muslos
las muy voluptuosas capas
de terciopelo de la pollera,
que el agua llegue incluso
a desquiciar las tulmas
de todas las chicas que hicieron
merecimiento,
pidiendo a la Pacha
la humedad para los campos,
con inéditas especies que diviso
entre fetos de llama muerta.


Las cholitas se meten
en un toldo para escurrirse:
Ni tierra, ni humo, ni polvo, ni sombra, ni nada:
Lo que no integra el paradigma pluvial no está aplacado.








Fundamento, duración, conclusión.
Viajo para usar otras palabras con total potestad.
Me pinto las uñas de rojo antes de salir
y no vuelvo hasta que la mitad de la uña está despintada.
Me doy cuenta que mi pueblo está cerca
cuando se acrecientan las evocaciones
a Antonio Gauchito Gil desde el borde de la banquina.










Lo que resta de verano es el canal de la feria.


Si lo busco en un mapa
el ramal rodea al pueblo sobre un costado,
alimenta campos, cría cebollas, induce vaivenes.


Si no lo busco en un mapa es un lote de alivio
saltando el alambrado de La Forestadora
en donde meto las patas y huelo la menta.


Si no hago nada, no existe.










Si cierro los ojos puedo reponer,
un catre amortizado,
la almohada consumida,
puedo reactivar el agua crudísima
del Titicaca, del lado boliviano,
en los dedos de mi pie izquierdo,
haciendo un sonido, apenas,
Un fricar leve, momentáneo, ondulante.


Si cierro los ojos es como una caracola que recapacita al lago.
Si los abro es un dactilograma latente.








Lo que une un colectivo de distancia corta
Entre mi pueblo y el que viene,
no es un pespunte dibujando un perro, un trébol.
No viene en una revista para los niños tracen figuras.
El chofer transpirando, el escudo de Villa Mitre pendiente del retrovisor.
La mujer boliviana que descola cebolla en Buratovich.
Su bebé argentino acunado en la espalda.
Los colores del aguayo que lo cobija, una inscripción
bordada a mitad del entramado
“llorarás cuando me vaya”








Una ración de puntos para unir
no implica necesariamente que los puntos
deban ser iguales.
En el potrero de enfrente los vecinos menores
juegan a la bolita.
Hay estrategia, opi y un mapa.
Si se mira desde arriba es un plano perfecto.
Los niños, el relieve, los canales.
El resto no lo sabemos.












En casa teníamos dos ídolos: el tenor Caruso y un futbolista de Punta Alta que atajó en la selección, Marrapodi. El primero no sabíamos bien porqué era nuestro ídolo, pero el abuelo daba unos aullidos sentidos, como imitándolo. Habría de ser virtuoso, pensábamos, aunque nunca lo veíamos en la tele. El otro se llamaba Roque Saverio Marrapodi, mientras viva, no me olvido su nombre. Pareciera de esas nominaciones que están perfectamente armadas para que uno se muera aún con esa sonoridad en la memoria.
Supuestamente hubo una época en que los arqueros volaban, Marrapodi venía de ahí, papá decía que era un gato.
Un hombre con la habilidad de un felino, eso me capturaba.
Intenté decirle a los chicos que jugaban en el potrero del ferrocarril, que mi abuelo había visto atajar un tipo que volaba, que ese Navarro Montoya era un muerto. Cosas que yo escuchaba en casa. Los pibes de Juárez, mis vecinos, me dejaban quedarme en la cancha, al costado, si yo no hacía comentarios de este tipo, irreales, poco simpáticos.
Un arquero que volaba, a quién se le ocurre.
Con Marrapodi soné durante años. Venía con esas orejas en punta y bigotes agudos y me solucionaba todo, me cazaba de la cintura y me llevaba a otro lugar. Volando. Con mis hermanas jugábamos a ser Marrapodi, era el superhombre, daba sentencias. A 36 años de su debut en el seleccionado nacional, Roque Saverio, en nuestros juegos, nos salvaba las papas de lo que no podíamos hacer y de lo que nadie nos creía que pasaba.
No miento cuando digo que al tipo no lo conozco, nunca vi un video suyo, siquiera, pero bueno, ahora, cuando pienso en un poema ideal, delinear un verso y llevarlo a la forma que me parece estética y potente, imagino una pelota, que viene combada, imposible, al ángulo izquierdo. El arquero que se eleva hasta lo inadmisible, como una lince, agarra esa pelota que está en llamas y la toma, para permanecer así en posición fetal unos segundos, como que la hace parte de su mismo cuerpo animal sin dejarnos saber si el mismo arquero se ha prendido fuego o el poema, ha encontrado una forma soberbia.







Por qué aprendiste Rafael
las 6 especies de ese fruto
que ofrecés a la clientela
con entusiasmo, especificando
procedencia, consistencia, dimensiones.
Al final, aput, gana, piqsirpoq, qimuqsuq;
para que elijan en definitiva: "unas bananas", o:
"aquellas", o "las sin pintitas".
Qué palabras elegís cuando el tipo mayor
les dice a ustedes,
acá pelotudo el cajón /
rápido el cajón/
callate, metete/
padentro, hace un mate Rafael no jodas /
que hay poco espacio.
Peel slowly and see?
Es eso Rafael lo que le decís al viejo
que debe ser tu padre, misma
naríz, mismo pelo, peel slowly and see?
Porque bananas hay ecuatoriana brasilera colombiana salteña,
pero tu padre es uno solo?






Lejos


Noche cerrada.
La única claridad:
o humo o cirros lo que baja entre las montañas.
Después,
granos finísimos de arena tibia aún
en la trama de la ropa,
el sonido de sopapa de los labios
contra el pico de la botella
de un vino chileno,
la etiqueta con el busto
de un enólogo
parecido a Rubén,
que necesito rasgar
toscamente con la uñas
y ponerlo en el sector
transparente e irreflexivo
de mi billetera.








Salgo temprano porque no les gusta
que el cuerpo docente llegue tarde
y el frío abrasivo me despabila.
Los restos de la helada
trepan por el ruedo descosido de mi pantalón.
Al campito lo corta la vía y un percherón
overo, que atan ahí los de Zubiel.
Puede que más allá haya tunales
pero el cielo está cerrado.
Por la lomita me alcanza Arano,
me pide que le preste un auricular,
y se me acerca bien al lado.
Que qué es, me dice.
El Hilo de Oro de Ariadna,
le digo, una banda.
Por la izquierda de mi hombro
Y el arriba de su cuellera,
en los ojos, creíblemente vidriosos
pareciera que le agrada cortar así
la cerrazón y el silencio.
Casi llegando, uno de los dos
se puede apurar, y el otro, naturalmente,
seguirlo por el cable.

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