martes, 24 de agosto de 2010

626.- JAIME AUGUSTO SHELLEY

Jaime Augusto Shelley nace en la Ciudad de México en 1937. Es hijo y nieto de mexicanos. Su abuelo, John Wollstonecraft Shelley, vino a México a finales del siglo XIX como parte del equipo inglés que construyera el ferrocarril y después la refinería de Minatitlán. Su padre Lorenzo Bysshe Shelley, participó en la construcción de las primeras presas en el Norte del país y más tarde en las obras de Papaloapan, así como en numerosos trabajos de infraestructura en todo el país. Se entiende así la dedicatoria que Jaime Augusto Shelley pusiera al frente de su Hierofante, la biografía de Percy Bysshe Shelley publicada en los cuadernos de lectura popular de la SEP, en 1967: “A L. B., constructor de realidades”. Ambos —el abuelo y el padre— tenían nacionalidad mexicana (la carta de nacionalización fue firmada por el presidente Carranza) y se casaron con mexicanas.
Su primer libro aparece con los de otros cuatro poetas en La Espiga Amotinada (Oscar Olivo, Jaime Labastida, Juan Bañuelos y Eraclio Zepeda), en 1960. Octavio Paz afirma: “Los poemas de Jaime Augusto son más complejos que los de sus compañeros de grupo. No es una dificultad conceptual sino física: leerlo es abrirse paso entre piedras, yerbas, espinas. Vale la pena, las vistas son vertiginosas. Otros elementos de la poesía de Jaime augusto: el jazz, las máquinas, las ciudades”
Jaime augusto ha dedicado más de 50 años de su vida a la creación literaria y ha mantenido su posición ideológica. Para él, la palabra escrita es la mejor arma para alcanzar la mutación del México bárbaro que ha padecido la mayor parte de su vida en la nación que siempre ha soñado: una republica justa e incluyente, rica en valores humanistas, culturales y científicos, donde prive la verdad y el respeto. De ahí su convicción de que el poeta es “el custodio del bien más poderoso que hay en las artes: la palabra, y ésta es un arma para transformar la realidad”.
La obra publicada de Shelley abarca, a esta fecha todos los géneros literarios salvo la novela; va de la poesía al ensayo, al teatro y al cuento. Durante más de cuarenta años ha escrito en columnas de opinión en distintos diarios de circulación nacional, en numerosas revistas literarias. Ha mantenido en cada género su habitual forma de trabajo: experimentación, riqueza informática y rigor formal, rasgos que siempre lo han caracterizado y que la asustadísima crítica especializada, salvo excepciones, no ha sabido vislumbrar.
Su creación poética —que ha sido la de mayor extensión— abarca 9 poemarios, de los cuales La rueda y el eco, La gran escala, Hierro Nocturno e himno a la impaciencia datan de los años sesenta; Por definición, Ávidos rebaños y Victoria, de la década siguiente, y Patria Prometida y Concierto para un hombre solo, datan de los años noventa. A estos poemarios hay que añadir otras colecciones poéticas, entre libros de antologías y plaquettes, que hacen un total de 17. En el marco de los otros géneros, tiene la obra ya mencionada Hierofante, ensayo sobre la vida de Percy Bysse Shelley; La gran revolución, obra de teatro acerca de la revolución francesa (puesta en escena por la compañía de teatro universitario de la UNAM en 1977); La edad de los silencios, libro de prosa varia, y una versión al español —que acompaña un estudio bibliográfico— de T. S. Eliot, La canción de amor de J. Alfred Prufrock y Los hombres huecos. Ha sido co-guionista y guionista de cine (el ejemplo más destacado es su participación como co-guionista del filme El recurso del método, producción fraco-cubano-mexicana dirigida por Miguel Littín); además, ha desenvuelto su larga carrera de escritor aparejada en la doctrina en diferentes instituciones.




A grandes voces

Por sobre los escombros llegados a las puertas del insomnio:
veinte, treinta años doblado
en las esquinas del viento,
susurrante de palabras dormidas:
pan, hambre, a las puertas del insomnio.
Tierra, qué fríos tus senos de ciudad.
Hermano, una limosna, por favor—.
A la una, dos de la mañana, se apaga el run-run de los talleres.
A las dos, tres, se prende de humo, de calor
el cielo azul de las panaderías.
El árbol de sangre muge destazado en los mataderos del alba.
A las cuatro, cinco,
se alivian las calles del orín de los borrachos.

Silencio.
A las siete, ocho,
el run-run, gracias, patrón, por el trabajo,
en los talleres.
—Una limosna, por favor,
una limosna...—

De: Horas ciegas, 1988





Anacusia

Escribía sobre el amor,
¡Como si no tuviera otras que decir,
más importantes!
Sobre cosas que pasan,
sobre miasmas de siempre,
acerca de pólipos y amibas, y eso
—sobre el amor—.
Caía sobre de ello,
sobre de ellas tres,
hembras de mi alquimia.
Escribía sobre ti, yo mismo y otra.
Escribía sobre de ésa
permanente en la tierra,
y ésta, la acullá,
misántropa de seno en seno que me anida.
O sea que arrebujado, adjetival,
casi amante, increpaba contra todas las madres.

Y nadie, en realidad. Ni aquélla,
llena de bríos por la tarde.
Estoy de madrugada,
mar que abate huesos tibios
y arde la ciudad de antropofagia,
quema su habano de ira dominguera,
su mezcal de balaustradas, cuando
teñida y desbordada
silueta de mi hambre,
doblo la esquina ambigua de mi lecho.
Porque abrasaba y el sol gemía
con lentitud de un tampax atrapado
en el clamor del sueño.
Un cactus casi diurno henchía mi lecho
pero volví, perdóname,
y hablé para quien se dirige a una nube
o a un perro, es decir,
triple a mí, amurallado
en momentos de intensa pesadumbre.

Mis uñas iban y venían
comidas por la lepra de las obligaciones
invocando a la madre de Stalin y a sus sucesoras,
gallinas de los huevos de oro,
ásperas hembras sordomudas,
solemnes y férreas, nunca acogedoras,
cuando ese hombre, lleno de pelos
y mirada sombría, se metió en mi casa.

No esperaba ser correspondido, y sin embargo,
colérico de toda su ternura,
arrastró un piano (no vamos a caber, pensé yo),
sacó un violín y un chelo,
oye, aguarda, Ludwig —le dije—, déjame despellejar este instante.
Sus manos se impacientaban
esquirladas por algo de la rigidez de siempre,
pero quiso sonreír.
—Ibas a hablarme del amor— tornó,
cuando yo clamaba, figúrense nomás, por la madre de Gorki.
Él se movía por la casa, redentor de tránsitos,
espiando las primeras fotos de mi argucia,
erizado padre que quisiera debatir su sueño conmigo.
Libró un acorde o dos, apenas audible, sobre las teclas:
—son unas putas, todas— murmuró;
—cuánto debes amar— dije para conciliar.
Y ya no respondió porque juntos escuchábamos
(esa dificultad para empezar)
el roce de la luz contra su cuerpo.
—No te conozco— pensé, tocándola.
Ella sonrió, bellísima, quitándose el suéter, agitando crines,
con un salto feliz hacia la cama.
Besé con impaciencia sus labios, la desnudé:
era, como todos los días, mi mujer.

De: Horas ciegas, 1988






Aviso

Se solicita un patio
con macetas rojas
y vaho de ladrillo recién regado.

Árboles de altura
con pájaros silvestres
que hagan su ritual de baño
y desayuno
en una fuente de labra sencilla
que enmohezca a ritmo su apacible trazo.

Un hogar se solicita.
De cancel abierto.

De: Patria prometida





El buen camino

Puedes perderte así un día de fiebre sin saber por dónde
la sangre corriendo emponzoñada puedes perderte así
un día de rabia
Éste es aún el aguerrido mundo de los sueños
Nacerás hoy con buena estrella
Mirarás y serás reconocido
Tomarán tus palabras como justas
Crecerás en boca de los años
Procrearás bestias desbordantes como espejos
Reirás del cura que visita a su sobrina cada jueves
Irás a misa los domingos
Tu llanto en las cantinas
Tu amor en los prostíbulos hasta que
santo día de fiesta
de sed y de atropello giman tus huesos de por tierra
Día de fiesta en parques y alamedas
Día de flores y lamentos
Voces graves en latín pronunciarán tu nombre
al cantar emocionadas la oculta importancia de tu vida
Y nada todo ello una tarde así
de asco de deseo de sol balanceando
sombras de eucalipto sobre un mármol casi blanco
Casi tuyo

De: Horas ciegas, 1988




El cerco

Habrá niebla en los tejados
Caerá como nunca sobre largas formas líquidas de luna
Tardaremos en llamarle invierno
entretenidos en el grisarse de árboles y cosas
Será —diremos— el tiempo que se viene como otoño
Pero el año se dará redondo y perfecto
como previsto en nuestros viejos libros

Aprendiendo a estar aquí
nos dejaremos llevar por los eneros uno
por los agostos viernes

Volverá la paz será la lucha
Y en algún corazón recién acariciado
la espina del tiempo toda

Se harán más viejos los ruidos y la noche
Vendrá el sexo sobre el sexo a fecundar la dicha
Se perderán tus ojos tus palabras
Tomando el cuerpo como mazo
desearás golpear la tierra que te niega

Será la risa
Será el deseo
La mancha de tu cuerpo
doblada en las paredes
meando oscuras golondrinas vaporosas

Será la noche que te abrigue
entre guitarras y hombres en mangas de camisa
dados a no olvidar pequeñas cosas

Será el toque secundado
de alguna campana colmada de sorpresas
autorizando el flirt de las muchachas
a la hora del rosario
Será el rostro reluciente del chiquillo
paseando un caramelo entre los dientes
Habrá ciertamente niebla corriendo
entre estas torres
y estos pinos perdidos casi en la blancura
Será Xalapa o San Cristóbal
Seremos tiempo anudado a nuestros huesos

De: Horas ciegas, 1988





Falta una palabra

Falta, en el desorden,
una palabra.

Falta una voz, y otra, y otra más,
en el valle de la muerte,
en la estación de los sofocos
rezumados por el fuego y la sombra.

Una palabra que no brote de atarjeas,
sino silencio que habla, vibrante.

Silencio sonoro que toque cuerpos
con su luz.
Que despeje el hedor de los escombros
y devuelva al valle su fuerza y su alegría,
sin ultrajes.

Falta una palabra.
Y falta una voz, y otra, y muchas más.

De: Patria prometida





Guía de la Ciudad de México

Desde las Lomas Heights,
donde aún habitan, gozosos, los políticos enriquecidos,
los antiguos banqueros, con su blanca (o verde)
faz atónita
y una numerosa flotilla
de grandes capitanes de la industria y el comercio
(que siguen nadando en la corriente,
antes de que Neza los devore)
para bajar por la añosa verdura,
polvorienta y asfixiada, del Bosque,
con su serie de templos adjuntos:
el castillo que sirve al culto reaccionario;
el museo que inventa su pasado indígena;
la exquisita pintura del sector privado, a la izquierda;
y la exquisita pintura del sector público, a la derecha.
Y el lago.
Que es un charco grande, de aguas densamente verdes
y muy contaminado. (Y otro lago más allá; y otro;
pero eso en otros Chapultepec, tan nuevos,
que apenas empiezan a morir).
Junto, el Zoológico, que parece más bien
una clínica de animales maltratados, donde vive
con lujo inaudito, la Osito panda,
usada por todos los medios
y convertida, por arte y magia de la televisión
en arma de penetración china (¡qué risa!)
y seguir por el Paseo,
que ha sido, en realidad, por siglos,
inocentemente,
escaparate y amplísimo callejón vidriado del imperio en turno.

Se llega así a Juárez, con su falsa prosperidad de curios shop,
y su Alameda, remanso al que corren a abrevar
los muchos desempleados, vejestorios de ilusión marchita,
parejillas jugando al clandestino
y furtivo amor del mediodía
y alguna que otra sanguijuela.

Luego Madero,
donde la usura esconde el bulto
en rincones oscuros de segundo piso,
como las cucarachas en cocinas de casa decente.

Hasta entrar a la Plaza, que llaman
de la Constitución (y más bien Zócalo,
por otras historias más antiguas),
con su aire mausoléico
que ya no engaña a nadie,
en cuyas frías arcadas es posible ver aún
cómo se trafica con las cosas;
mientras arriba, en tétricas oficinas
que son como mazmorras,
se deciden voraz
—a veces miserablemente—,
los destinos de la fe, el amplio Valle
en ruinas,
y la patria, siempre despojada.

No te salgas de allí
—ni de las grandes avenidas defecantes—
porque entonces no respondo.

Este monstruo, descascarado y gris,
aun puede devorarte.

Cuídate, sobre todo, de la policía
y otros prestadores de servicios.
Por lo demás,
la gente sigue siendo buena,
triste e inmensamente pobre,
como corresponde a los habitantes
de la Capital de un país
en vías de desarrollo
y a punto de mandarlo todo,
completamente, a la chingada*.



* Nota.
Como antes los Volcanes,
ahora, en ciertos días muy favorables,
es posible descubrir, en las alturas, lo llamado
Ángel de la Independencia.
Sólo que no te detengas demasiado
en los jardincillos de las laterales,
porque puedes ser atacado por las ratas,
que no gustan ver invadidas, ni siquiera los domingos, ellas sí,
su soberanía territorial.

De: Victoria






He allí la vida

No se ama mucho o poco.

Se entrega uno, decididamente, en un abrazo
que dura toda la vida
al ser que palpita en el encuentro:
puede cambiar la persona,
el ser sigue siendo el mismo.

No se ama a veces, o porque sí.
Se es siempre ese otro
hecho vida presente y temporal.

El amor no tiene futuros,
es eternidad de la saliva y arrobamiento de una piel
embebida en el instante:
sudor y orgasmo, renovación de la ternura.

El amor no viene ni va,
es eje aprehendido al calor de los años;
de musgo y de ceniza
brota incontenible
entre un ser y otro
como signo gozoso de igualdad,
matemática que es química;
biología de los pares y los nones,
carne del espíritu resuelta en plenitud:
precisión del tiempo que borra su paso.

No, no se ama mucho o poco.
Se ama, simplemente, en la inasible complejidad
de los espacios. Se ama. He allí la vida.

De: Horas ciegas, 1988






Hierro nocturno


1

Mucho antes de que estas montañas
ratas grises en la solapa aguda del sol
antes que cárceles de cieno y luz
fueran para mi espíritu domesticado
por los azotes inmisericordes del Belcebú embrutecido
en mi secreta epidermis
el gran reloj del mar meciendo sus aguas sin escoria
y las terrazas azules infinitamente contiguas
en la proximidad distante
choque de dos olas y el rompimiento de la nuez
aún entre los peces

Y el ruido del parto y la sedición de los montes
hacinándose en los rescoldos de la brisa

Señor al fin del elemento
yo vengo de esa brasa de liqúenes pensantes
de sombra a hormiga a hombre
el hijo nuevamente padre
Prometeo entre los hielos
cavando a uñazos los cuévanos de su oscura madre

De: Horas ciegas, 1988






Himno a la impaciencia

Te andan siguiendo, poeta, las fechas
memorables de tu patria.
Te andan siguiendo
la miseria enamorada de tu pueblo,
tu libertad a culatazos,
el aire granadero de tus calles.
Te andan buscando, poeta,
te anda buscando la desgracia...


1

Señora, acudo al papel
y a la tinta,
en tiempos en los que hablar
es manchar de saliva
el orden confuso de las cosas.

Escribo confiado a la integridad
de mis versos
y a la certeza de que el tiempo
abrumará de semejanzas
aquello que ha de ser verdad.

Escribo para ti
porque es como escribir para nadie,
que sigues siendo tú, y otros.
Me dirijo a ti
porque mi poesía no te toca
y es como si me obligara
a hablar más fuerte que a un sordo,
con más claridad que a un niño.

Pero escribo para mí
porque estoy solo, como muerto a veces,
atrapado en los papeles que otros han dejado
después de enmudecer, por hambre, en las prisiones,
las trincheras, o el feroz manicomio de una mina.


2

Imantada en los albores,
traída en herencias que aprisiona
su vientre ancestral,
la palabra ha encallado en mí
del mismo modo que la hoz
en el yunque del herrero.

Otra vez preciso decir
que no vengo ni voy a ninguna parte.
Por lesa obstinación ando en la vida;
por hambre de creer
y sueños que no siempre se han cumplido.

Porto, entre mis cosas,
papeles de mi oficio,
versos y retratos
que a veces son extraños
y, a veces, son mis hijos.
Cuerpos incendiados
que cantan inventando lechos
y otras, se desploman,
ruido de ave
que se encaja hasta en los umbrales del día.


3

Lo que me vino, con llanto y hálito de muerte,
fue el asombro
detrás de las palabras.
Roce de esperanzada piel
contra la boca
y para siempre el silencio,
cuerpo a cuerpo.
Un torpe aprendizaje de las manos
para iniciar el movimiento
interrogante de la lengua.


4

No tenemos, señora, ni siquiera esas
palabras aprendidas,
sólo gestos,
mordedura de ojos a mitad de un rostro
que pasa de largo, sin reconocernos,
a la vuelta de corales de su hazaña:
cal viva que maniata y tiende un cerco
con el áspero movimiento
de sus aplastados miembros.


5

Allí, señora, es donde uno
concluye por cerrar los párpados
e inicia su tránsfuga carrera,
brazo dilatado de fantasma infeliz
que se aposta en las esquinas del miedo,
ávido de ver que el tiempo pase
mientras otro, mitad cólera,
mitad liebre de esperanza,
escribe para nadie.


6

Así que cuando hablo
sólo la sarna,
como el olor profundo de los huesos,
halla sentido.
Palabras que se van encerrando,
mortalmente heridas,
como para quedarse una en brazos de la otra,
sin saber qué decirse, ni cómo;
cada cual al cabo de una uña de pájaro.


7

Las escribo
con toda la soberbia de aquel
que se cree ininterrumpido
a la hora en que prósperas carnicerías
izan sus banderas
y exhiben, como en sueños,
carnes que se hunden
en su sorda eternidad.


8

Yo no soy el que habla del odio.
Son esas máscaras de herramienta ajena,
vírgulas que va sacudiendo el viento,
polen sujeto entre ladrillos,
polvo que ensancha ciudades y estaciones.

Soledad que muerde sus entrañas,
desgarra sus vestidos y estalla por las calles.
Soledad que muerde herida la causa de su herida.
Soledad que deja de ser y se une a otras soledades.


9

Hay una espalda, fumarola de prisa acribillada,
que es como tu espalda;
hay calor arrebujado entre mis piernas,
en mitad del abrazo,
soledad húmeda
que es como la risa
de esa gente que va, viene como puente,
que no sabe que se ha de morir:
Vietnam a diario.


10

Toda la noche hemos bailado, bebido ron.
Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo
de los cementerios.
Desenfundamos la orfandad de los sentidos,
pero no llegamos con los besos y caricias
a ninguna parte,
porque para llegar aquí
hemos tenido que cruzar
aledaños de cólera,
insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,
ser como uno quisiera,
sin otra cicatriz que no sea la del amor.


11

Para llegar aquí,
al centro de la magia
donde la ciudad, retorcido alambre,
hacina llanto
en el fósforo creciente
de esa humanidad que atesta pasillos de hospitales;
enfermiza flora que bebe
en la memoria de alguien,
la mía, tal vez,
que sólo salgo a cantar...


12

Toda la noche, señora, hemos bailado.
Uncidos los cuerpos
a una ráfaga de exacerbadas crines,
llegamos, agotados por los gestos,
al día en que el verbo, hedor insoportable,
anega páginas, una vez más con las noticias.


13

Palabras, señora,
palabras repetidas al calor de los cuerpos,
ni siquiera ésas,
porque toda la noche hemos callado
frente a un rostro
que no tiene nada,
que todavía no, señora, es
sino iniciado amor,
algo que nos toma de las manos
para arrastrarse a un fondo de entretejida hermandad.


14

No podemos hablar.
El ruido del viento
horadando las puertas,
su modulación tan alta
filtrándose por instantes
en el azul recóndito del hielo,
edifican, a costa de los labios,
haces de ruidos para que seamos otros
y no esas cárceles de sueño
cobijando crímenes
bajo una cáscara quebradiza del amor.

No podremos hablar.


15

Por ejemplo,
yo que ya tengo
la espalda rota, gimo
abrasado en vanos de deseo,
y más al fondo sudo,
apesto a muertos.

Tú estás arrebujada de mi lado,
casi garganta cortada en un florero:

No podremos hablar.
No podremos tocarnos labio a labio.
Un diente de odio nos separa;
un machete, una piedra,
un cadáver inmenso que fulgura.

Oigo las frases que debimos decir:
nadie escucha.

Y es un cencerro adormilado el de las horas.


16

Oído en el insomnio vengo y voy:
Nada ha cambiado.

Esos muros, si acaso, más ennegrecidos.
Hay vómitos interminables en las grandes avenidas,
el humo pestilente de las carnes
en llamas se cuela
y en la tráquea asfixiada de los parques
aparejan, jóvenes, las moscas.


17

Dicen que muchos
ya se sueñan heridos o muertos,
rodeados por tropas de mármol y vidrio,
caídos en piedras calientes y frías,
un atrio de espaldas
y, en lo alto, una bandera
que se instala en los ojos,
que ondea inerme, cansada,
su nombre de larga vocal
embaldosando el llanto,
y más negros, más furia, más hambre
los dedos, la escuela, los muros...

De: Horas ciegas, 1988






Patria amaneciendo

De la semana escoge
algo
venido de lunes
con vaciedad atropellada.

Di que esa mañana
saliste a la calle buscando decir,
dejar de lado,
estallar con todos,
cargado de eso que fue y nunca acaba.

Martes lumínico,
crecido dentro,
vida de otros, ahora tuya.

Al salir,
imagina que no es martes,
ni México,
sino despertar
frente a escaparates,
descalzo, con las uñas rotas,
porque sí.

Miércoles que te toma un instante largo,
húmedo en la boca,
con luna que quiere ser clara
cuando lo demás es oscuro.

Jueves ya de amanecida
que empieza a vivir
su día de muertos
con un cuchillo.

Qué viernes nada,
qué viernes solo,
justo en el momento en que algo inicia:
multitud amanece indescriptible;
no de sí, no de nadie,
repetición frenética que alcanza paroxismo.
Silencio de luz incandesciendo,
vulva ensangrentada
que el corro no deja distinguir
porque hay baile
hoy sábado, de quién no.

Hablan a gritos necesidades con sofoco,
volantería de visceras
saltan la madeja crepuscular.

Múltiple domingo de semana acariciada
con ese sólo fin,
con ese sólo fin.

Quieren del yo
solamente y nada más,
sensación.
Quieren abandono.
Decir sí al no.
Volver de lejos.
Quieren espejo.
Distancia de espejo:
que hablen los muertos.

Que se masturbe magistralmente el pasado,
que el lunes advenga
como si no, igual al viernes.

Justo instante que comienza
con un chillido,
que parte de tu desprender el yo;
amanece y anochece.
Ruidoso silencio milenario.

Así es México.
Y nadie podrá decir nunca
cuándo ni cómo;
no podrá decir: mío.
Como un enjambre adhiere,
haz de viento y carcajada,
soplo que ondula el lago,
brillo imaginado,
centella cegadora;
todo para imaginar: Aztlán.
Nada existe sobre sus aguas.

Porque sus aguas no existen.

Quien cierre el puño
aprehenderá sólo cenizas.

Un sonido distante que embarcado llama.

Quien crea volveráse incrédulo
y quien material haráse humo,
invocación de dioses.

Nada de lo que es, será.
Otros reinarán y serán decapitados.

Pero no vencerán.
No vencerán,
porque nada es posible, aquí.

Cuanto es borroso es claro.
Cuanto es umbrío resplandece.

Quinientos años aprendiendo a morir.
Hay que empezar a vivir, matando.

Despierta esa mañana,
sin cólera,
pensando que hoy
no es día de muertos
sino de vivos múltiples,
eminentemente dispuestos a la vida.

Voz del día, sin semana o mes.
Tiempo hecho para vencer el sueño,
su peso mortal de viejo calendario.

Octubre ya no es octubre.

Noviembre ya no es el mes de los muertos.

Pronto, diciembre sólo será
un cambio de estación.

Porque habrá llegado la primavera.

De: Patria prometida






Rencor al olvido

Mezclado al aire tibio
y sosegado con que duermes
resuena el eco de otro aliento,
tembloroso en la distancia
mas fresco en el hurgar
de mi memoria cavilante
al filo de un amanecer
que se retrasa
al compás de manecillas tercas
que van dejando caer, sobre las cosas
que más quieres; pétalo a pétalo, un recuerdo.

Inútil dar la vuelta,
girar de cuerpo entero,
abrir y cerrar los ojos.
Estoy fuera de mí
y busco, como un ciego en claridad,
lo soñado; la luz aquella
dibujada en sombra,
ardiendo, estrujada por la voluntad
de no dejar inmóvil
el agua hecha cristal
de ese recuerdo vuelto olvido.

De: Patria prometida






Réquiem

Hundo mis vocales piernas
en la espesura álgida del año
y callo: escucho.
Y una sombra a dos,
caídas en la prisa de su sueño,
abren llagas de insatisfacción, cólera y miedo
en el leprosario ambulante de estas horas.
Un hombre o dos. Tal vez una mujer.
Tendidos en negros albañales de cuartel,
goteando muerte lenta.
Es un puñal
su silenciado pensamiento,
su adherida pátina
comida hasta los huesos por el llanto.
Los útiles del diario,
relojes, fósforos o timbres, con toda exactitud,
no recuerdan cuándo alguien muere,
cómo alguien muere.
Sólo las palabras pueden, enrojecidas
a impulsos de sus desasidos tallos,
mientras que el ramazón
a ciegas
de las balas trepida
y el ácido vapor
quema de espanto al cielo,
sólo ellas,
las palabras negras, pueden,
detenidas aunque sea por este instante,
mirar hacia atrás
tropezando, como al fin de una carrera,
con los cuerpos humillados
por el arco animal de la metralla.
Sombras, voces,
cubiertas por mil aves, caen,
mordidas por el crimen, caen,
nudillos implorantes
suben por mi cuello
y al compás tembloroso de cien ojos
crispan mi lengua.

Ruido casi humano
que mi sed no alcanza,
de rodillas en los muros devastados,
sombras, voces, cubiertas por mil aves, caen:

Es un puñal su silenciado pensamiento...

De: Horas ciegas, 1988





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