Joaquín Bartrina
Joaquín María Bartrina y de Aixemús (Reus, 1850 - Barcelona, 1880), poeta bilingüe en castellano y catalán y autor dramático español vinculado al realismo, uno de los abuelos de la literatura de vanguardia española.
Estudió con los Escolapios de Reus. Ayudó a su padre en múltiples negocios y acumuló una cultura grande, aunque desordenada y poco selecta. Fue apuntador y director de escena en una compañía de teatro de aficionados fundada por él en su ciudad natal. En Barcelona, se dedicó con afán y suerte al periodismo. Fue un discípulo aventajado de la escuela pseudofilosófica que reaccionó contra la poesía del Romanticismo. Poseyó el mismo escepticismo y la misma tendencia materialista, incluso idéntica pseudofilosofía que Ramón de Campoamor, pero a ellos sumó un afán por cantar y poetizar los adelantos científicos de la fisiología y de la mecánica, de forma que su obra resulta extraña y original. Su prosaísmo positivista llega a hacer piruetas que presagian la literatura de Vanguardia y en concreto el Futurismo:
Juan, cabeza sin fósforo, con Juana
paseaba una mañana.
(24 Reaumur, viento N. E.
cielo con cirros) por un campo agreste (Algo, 1876)
Bartrina quiere con sus tecnicismos escenificar estilísticamente una lucha entre la razón y el sentimiento o, según dice el propio poeta, entre el positivismo y la fe. Uno de sus poemas más conocidos y celebrados es De omnia re scibile:
Gozar es tener siempre electrizada
la médula espinal,
y en sí el placer es nada o casi nada,
un óxido, una sal.
¡Y aún dirán de la ciencia que es prosaica!
¡Hay nada, vive Dios,
bello como una fórmula algebraica
C=pir2! (Algo, 1876)
No se trata de una apología del materialismo, sino de un lamento porque éste no baste y quede siempre algo inanalizable en los estratos íntimos de la conciencia. Se ha hecho célebre y proverbial la moraleja de su poema Fabulita: "Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices".
También se le conoce como el autor de esta estrofa, que es una referencia clara al denominado cainismo español, y cuyo último verso ha dado título a una novela de Fernando Sánchez Dragó (Planeta, 2008):
Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber donde vio la luz del sol
Si alaba Inglaterra, será inglés
Si os habla mal de Prusia, es un francés
y si habla mal de España... es español.
Lo mejor de su obra es acaso su Epístola, apología de un lírico idealismo. Creó además un género poético nuevo, el arabesco, a caballo entre la dolora y la humorada campoamorianas. También fue libretista de zarzuelas.
Obras
Obras en prosa y en verso de don Joaquín Bartrina, Barcelona: Sardá, 1880.
Lírica
Páginas de amor, Reus.
Algo, Barcelona, 1876..
De omni re scibili, Barcelona
Epístola, Barcelona
Teatro
La dama de las camelias, zarzuela.
El nuevo Tenorio, zarzuela.
Obras poéticas
Joaquín Mª Bartrina
Introducción
Pocos poetas habrá que con una producción tan escasa como la de Joaquín María Bartrina, hayan tenido tan unánime aceptación entre los lectores cultos. Y si la cifra de ediciones que un libro alcanza puede considerarse como el exponente de su valía, la obra de Bartrina, sobre todo la colección Algo -que hoy damos al público precedida del resto de su producción poética de lengua castellana,- merece un primer puesto en la literatura española. El autor no vio más que dos ediciones de su libro (1874 y 1877), ya que poco después de la segunda se extinguió aquella vida tan breve como aprovechada para las bellas letras. Al año siguiente de la muerte de Bartrina veía la luz la tercera edición de Algo, y el mismo año la primera de sus «Obras en prosa y verso», prologada por J. Sardá, uno de los críticos ochocentistas de mayor fuste conocido en toda España por su excelente colaboración en los periódicos y revistas más importantes. A la parte de verso de esta edición puso un breve pero profundo estudio del poeta el notable escritor V. Almirall.
Como fácilmente comprenderá el lector, poco le queda por espigar al que, en afanoso rebusco, va a zaga de escritores de tan espléndido bagaje literario como Sardá y Almirall, tanto más cuanto que posteriormente a ellos, otros historiadores de la literatura española han estudiado la obra de Bartrina y emitido acerca de ella juicios tan diversos como dispares eran los idearios políticos y religiosos que cada uno de ellos representaba o incorporaba. Ya el gran polígrafo Marcelino Menéndez y Pelayo, en la época de su vida en que con mayor entusiasmo actuaba de paladín de la ortodoxia católica, se fijó en Bartrina, diciendo de él (Heterodoxos españoles, t. III, p. 815, 1.ª edición): «Quien desee conocer la literatura heterodoxa de estos últimos años, puede fijarse en... los extrañísimos versos pesimistas, ateos y heinianos del poeta catalán Bartrina, coleccionados con título de Algo (hay otro volumen póstumo de Obras en prosa y verso). Bartrina tenía verdadero ingenio (mucho más que juicio y gusto), pero versificaba muy mal y escribía incorrectamente la lengua castellana». Otro de los críticos que se fijaron en Bartrina fue el agustino escurialense Blanco García, en su Literatura española en el siglo XIX (Madrid, 1891-96), libro que levantó gran polvareda, escandalizándose, o poco menos, algunos espíritus timoratos de que un religioso hubiese tenido en sus manos y leído las producciones de tantos autores nada recomendables en el terreno de la moral. El P. Blanco García es el que más hondo ha penetrado en la obra de Bartrina, el que mayores elogios le ha tributado y a la vez el que más sin piedad le ha fustigado, rebasando, quizá alguna vez, las fronteras de la crítica literaria -único terreno en que debería explayarse su labor- y juzgándole desde el punto de vista religioso. Vea el lector algo de lo que escribe Blanco García: «Emanadas de un mismo principio tres son las notas dominantes en los versos de Joaquín Bartrina: el ateísmo, el materialismo y la misantropía. Su aversión a Dios se manifiesta de soslayo en forma de dudas o de burlón y grosero cinismo, con base pseudocientífica, pero en realidad muy poco desemejante de la blasfemia tabernaria. Pasman e indignan los alardes de impiedad, con visos de prematura omnisciencia, en que prorrumpe el autor sólo porque ha leído y mal digerido cuatro nociones de fisiología y las obras de Carlos Darwin. Por cierto que en una composición contra el naturalista inglés le reprende sus aseveraciones sobre la descendencia simiana del hombre, quien, en concepto de Bartrina, es mucho menos sensible y caritativo que el mono. Digna filosofía de quien se atrevió a escribir el siguiente aforismo:
«El hombre al hombre olvida,
si le es indiferente, cuando muere,
y si le debe algún favor, en vida».
Alguna vez nos sorprende el atrabiliario poeta catalán con relámpagos de peregrina agudeza y espíritu analítico; pero aun entonces le perjudican la desnudez con que exhibe las ideas, el aire pedantesco de su superioridad y el desaliño selvático de la forma».
Más ponderado, aunque no tan profuso, el juicio que de Bartrina hace el eminente hispanista y crítico literario Fitzmaurice-Kelly, da una idea quizá más precisa y exacta del poeta: «Nada contrasta tanto con su dulce melancolía -alude el crítico a E. Silió a quien acaba de estudiar- como el áspero pesimismo del catalán Joaquín María Bartrina (1850-1880) que descubre en Algo (1876) las congojas de un alma joven y desesperada: es -lo demostró más tarde- de lastimosa sinceridad, y cada página de su pequeña colección de poesías aparece iluminada por siniestro resplandor. Bartrina no es un artista; su castellano es a menudo defectuoso, pero tiene un acento personal inolvidable». Historia de la literatura española (Madrid, 1913), pág. 450.
He aquí los tres notables críticos que han aplicado el escalpelo a la producción del vate catalán, redactada, en su mayor parte, en la lengua de Cervantes, a pesar de lo cual no ha obtenido fuera de Cataluña la difusión que merecía. ¿A qué hay que atribuir este fenómeno? Un pasaje de J. Sardá (Prólogo a la edición de 1881) dará quizá alguna luz acerca de él: «Las obras de Bartrina no sólo muestran lo que era in actu su talento, sino lo que in potentia, esto es, su doble valor, realizado y realizable... Ellas dicen asimismo la multiplicidad simultánea de sus aficiones, que no era la estéril multiplicidad del que busca en vano la orientación de su talento, sino la fecunda del que, dotado de rara flexibilidad, lleva en sí luz bastante a alumbrar cuanto se pone en la visual de sus rayos; ellas revelan, a la vez que las propensiones retozonas y paradoxales de su ingenio, la solidez científica de su inteligencia; nos le pintan como él era, más dado a los primores y filigranas del análisis que a las grandiosidades de la síntesis; no esconden el fondo de amargura y de ironía afectuosa por la que se distinguía Bartrina aun en sus más festivas expansiones; y sobre todo ello (causa y efecto, al par, de todo ello) un elemento característico, el de la personalidad del autor, la cual, aunque no llegada todavía a entera madurez, se manifiesta ya en fogosas erupciones que acusan la presencia de algo no común, de un talento que distaba ya y se hubiera ido alejando cada día, de ser uno de tantos... Hasta sus defectos -si tales pueden llamarse las condiciones inherentes a su modo de ser- refléjanse en estas mismas obras: aquel mariposear sin descanso; su inconstancia, esa inconstancia que paraba en seco sus manos en el momento más feliz de la actividad, y su afición -de que a pesar suyo no podía librarse- a anteponer a lo brillante, a lo sólido, el rasgo chillón del juego de palabras o de ideas, a la sobria cuanto expresiva pincelada de la verdad. Su ingenio, que fue su gloria a los ojos de los más, era el peor enemigo de su talento, que había de ser y fue en realidad, su gloria a los ojos de los menos, pero los más discretos». Los otros -añadimos nosotros- ¿se escandalizaron quizá por la sinceridad con que Bartrina se expresó? Ésta, si otro perjuicio no le causó, por lo menos hizo que se desorientase gran parte de la opinión acerca de la pretendida heterodoxia de Bartrina.
En sentir de muchos, Bartrina es un ateo -recuérdense las palabras antes citadas de Menéndez y Pelayo, -un escéptico, un pesimista. Cuanto a lo primero, el que lea, detenidamente y sin prejuicio de ningún género la producción poética de Bartrina, se convencerá de que nuestro poeta es un incrédulo que sólo cree en Dios. Bartrina no cree en el amor:
«Sé que a tus ojos, bien mío,
no soy lo que tú a mis ojos;
sé que mi amor, si no enojos,
al menos te causa hastío.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No te pido tu querer
ni quiero que amor me implores;
yo no quiero que me adores,
sino que, me lo hagas ver».
(A mi beldad.)
Bartrina no cree en la amistad:
«Desengañado del amor, mi anhelo
en la amistad buscó dulce consuelo
y mi vida partí con fe sincera;
no (digo mal: partí), se la di entera
a un amigo -que lo era me creía.-
Pero un día llegó ¡terrible día!,
le tuve de pesar en la balanza
del interés, y aquel amigo mío
a quien quería yo con tanto exceso,
cedió a una onza de peso».
(Mis cuatro muertes.)
Bartrina no cree en la lealtad conyugal:
«Ante una imagen sagrada
con el corazón ansioso,
con el alma desgarrada,
por la salud de su esposo
ruega triste una casada.
Y no su salud desea
por ser a su amor leal;
la quiere porque a la tal
el llanto la pone fea
y el luto le sienta mal».
(La oración de la esposa.)
Bartrina no cree en sí mismo:
«...hace cuatro (años) que deseo
divorciarme de mí mismo».
(Ecce homo.)
Bartrina, empero, cree en Dios:
«Si no hay alma, ni hay Dios, ni hay otra vida
después de la terrena,
¿por qué, para qué, quién a este terrible
suplicio de la vida nos condena?».
(Íntimas, XXX.)
Ya antes había confesado la reacción obrada en su espíritu por la severidad del templo cristiano, reacción que también se obró en el alma de otro poeta español, Núñez de Arce, como se ve en su poema Tristezas. Bartrina confiesa a este propósito:
«Pienso no creer en nada,
y al penetrar en el severo templo,
a mi pesar se dobla la rodilla
y a mi pesar se humilla
mi orgullosa cabeza,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
a lo alto mi alma sube,
los muros espesísimos esquiva
y vacilante y trémula en su vuelo,
el azulado cielo
huye a través de la calada ojiva».
(Arabescos, XXVIII.)
Con razón decía, poco después de la muerte de Bartrina, uno de sus biógrafos: «A Bartrina le han tenido por un escéptico y un descreído aquellos que no han hecho sino atrapar las dudas y las sátiras de sus escritos, al paso que los que le conocieron y trataron en vida, tienen el verdadero concepto de aquella alma inquieta, aquel espíritu que, si a menudo hizo labor negativa afirmándose en la eterna duda, fue en gran parte para no confundirse con tantos hombres de miras pequeñas o de refinado egoísmo, que ante la conveniencia personal, no han tenido empacho en llamarse creyentes, olvidando o ignorando el alto significado de la palabra creer». (Lectura popular, Barcelona, vol. III, n.º 110.)
Lo cierto es que cuando se olvida de hacer el ateo (según cree conveniente por lo que se dirá más adelante) pronuncia frases que revelan que no lo es:
«¡Oh!, ¡quisiéralo Dios!, entonces fueran
hombres los hombres, las mujeres ángeles».
(A un amigo.)
Finalmente, en su Epístola aconseja a Fabio:
«Cree en Dios y en la mujer.
¡Es tan cómodo el creer!».
Conforme con estas afirmaciones y como en apoyo de las mismas, el catedrático del Instituto de Tarragona, I. Frías Fontanilla, decía en una oración fúnebre (Corona poéticapublicada por el Centro de Lectura de Reus): «Yo que creo en Dios, nunca he podido ver en Bartrina a todo un ateo; yo que creo en la espiritualidad del alma, nunca he podido ver en Bartrina a todo un materialista; yo que combato cual se merece, el horrible escepticismo, nunca he podido ver en Bartrina a todo un escéptico». En efecto, en De omni re scibili, después de afirmar que todo lo sabe porque el materialismo lo explica todo, reacciona diciendo:
«Mas ¡ay!, que cuando exclamo satisfecho:
¡todo, todo lo sé!...,
siento aquí en mi interior, dentro mi pecho,
un algo, un no sé qué».
¿Cómo se explican, pues, ciertos pasajes de la producción de Bartrina, en los que aparece como ateo? Aquella inquietud de espíritu en él innata (aquella especie de seudocientificismo de que habla Blanco García), le distrajo de profundizar en las verdades de la fe cristiana. Pruébalo, entre otras cosas, la facilidad con que concede la eternidad a la materia afirmando (tan gratuitamente por cierto) que «todos los filósofos antiguos y la mayor parte de los modernos han aceptado unánimemente este principio». En todo lo demás debió de hacer lo mismo. Bartrina, pues, en materia de religión era sencillamente un ignorante. Si como -con un rasgo volterianesco- dice, en Te Deum:
«Voy a estudiar la teología en Vich»,
se hubiese tomado el trabajo de estudiar la religión en algún buen tratado, sin necesidad de moverse de Reus, o donde residiese; quizá no hubiera incurrido en las vulgaridades que se le escaparon de la pluma. No hay que olvidar tampoco que la actuación de Bartrina coincidió con una época en que el volterianismo estaba de moda y en que, en Cataluña sobre todo, prevalecían las ideas «liberalizantes» -en la terminología de entonces-, mejor diríase «masonizantes»; algunos de los intelectuales cooperaban a su difusión bajo el mecenazgo de Rosendo Arús, y los corifeos del movimiento vieron en Bartrina un colaborador de primera fuerza, y él en ellos un elemento favorable a la popularidad a que aspiraba. A esta política obedeció la labor de Bartrina en el Ateneo Catalán, enderezada a modernizar el ambiente que en él se respiraba. Fue asimismo uno de los intelectuales que más fomentaron el movimiento catalanista, sin apartarse, empero, de la corriente puramente literaria. «Tan en cuerpo y alma (dice Almirall en el prólogo a la edición de 1881) se había entregado al renacimiento de nuestras letras, que a mediados del 78 había, junto con el que firma estas líneas, solicitado autorización para publicar el primer periódico diario que debía escribirse en catalán».
Terminaremos esta parte del supuesto ateísmo bartriniano con un dato histórico, de fuerza moral indiscutible: el malogrado publicista Federico Rahola, en la biografía que insertó de Bartrina en «La Publicidad» de 3 de diciembre de 1880, después de describir todo lo relativo a la ceremonia del acto fúnebre del entierro -el cortejo salió de la casa n.º 2 de la calle de Tallers (Barcelona), donde expiró el poeta- decía: «Encima de la mesa se hallaba todavía La imitación de Cristo, que leía Bartrina a su querida madre durante las interminables horas de su enfermedad». (E. de Molins, Diccionario biográfico,art. BARTRINA.)
Tocante al escepticismo de Bartrina, téngase ante todo en cuenta que nuestro poeta era un hastiado de la vida, no por grandes contrariedades que hubiese experimentado -treinta años no bastan para sufrir desengaños tan fuertes que produzcan el pesimismo bartriniano,- sino por convicción. Aquel espíritu, de inteligencia precoz, falto de la luz de la fe, que tantos y tan arduos problemas de la vida resuelve, y no hallando en lo humano, en la ciencia, en la razón, una cabal explicación de ciertos fenómenos de orden moral, desfalleció, se declaró vencido, cayendo en aquella especie de abulia que él mismo expresa en la epístola A un amigo:
«..............................no siento
para creer ni voluntad ni fuerza».
Su escepticismo, pues, no era precisamente el que niega la existencia de la verdad o la capacidad del hombre para conocerla, ni era tampoco el de los enciclopedistas franceses, que se cebaba en todo lo que significa religión y metafísica. Era más bien la resultante de su temperamento y su ignorancia religiosa. No sabe -por lo menos aparenta no saberlo- cuál es el fin del hombre en este mundo (una de las primeras lecciones del catecismo). También confiesa que mirando al cielo nunca vio el nombre de Dios escrito:
«Si miro al cielo en estas noches bellas
en que mi alma se eleva al infinito,
en caracteres mágicos de estrellas
nunca el nombre de Dios sé ver escrito».
(Arabescos, XXI.)
¿Cómo podía verlo sin la fe, sin la antorcha que ilumina al hombre en la oscura senda de la vida? No sin razón dijo otro poeta:
«La esperanza del hombre es arpa santa,
pulsa la fe sus cuerdas, y sublime
en medio del dolor, preludia y canta».
(G. Núñez de Arce, «Raimundo Lulio».)
De la otra fase del escepticismo bartriniano, o sea, el que radica fuera de su persona, dice el ya citado Frías Fontanilla: «Verdad es que Bartrina retrata, más de una vez, a la sociedad con colores quizá extremadamente recargados; pero ¿tan escéptico es, que pinte el mal sin hablarnos de un próximo iris de bienandanza? No; él mismo dice en el prólogo de su obra: «Llegarán otros tiempos, a buen seguro, en que tal estado de intranquilidad moral se considerará como un caso patológico, digno de estudio». Y no solamente creía Bartrina en el restablecimiento de la tranquilidad moral, sino que la reconocía ya un hecho y la envidiaba en los últimos versos de aquella epístola A un amigo, que recuerdan los de Fray Luis de León en su oda ¡Qué descansada vida!
El pesimismo de Bartrina, otra de sus características, tiene también una explicación obvia: calculando por lo breve de la vida de nuestro poeta, puede afirmarse que fue una de las inteligencias que más ahondaron en el conocimiento de aquella maldad del corazón humano, que más o menos lamentamos todos y de la cual es víctima el hombre; aquella maldad que dio alas a los anacoretas para volar a los desiertos de Libia y Nitria, huyendo del trato de los hombres; sólo que Bartrina, ante este profundo conocimiento del fenómeno de la vileza humana, reaccionó en sentido contrario al de las grandes figuras del Cristianismo; ni siquiera adoptó la comprensiva actitud de nuestro Argensola en su admirable soneto:
«Dime, padre común, pues eres justo...».
Colocado Bartrina (permítasenos la comparación) frente a la aguja de empalme, echó el convoy a la izquierda en vez de dirigirlo a la derecha, a la única solución del problema, que es la sabiduría y previsión del Creador. Claramente lo dice en Mis cuatro muertes:
«Mi extraña suerte
quiso que nueva vida recobrase
y a la ciencia con fe la consagrase.
Midió mi inteligencia
la inmensidad del cielo de la ciencia
y allí me hizo encontrar mi suerte ruda
tras de un porqué la duda.
Y en mi espíritu entró, y con vil aliento
emponzoñó del alma el sentimiento
más puro, más divino:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .».
De este pesimismo, del que rebosa la mayor parte de su producción literaria, quiso sincerarse también Bartrina en el prefacio de la primera edición de Algo (1874) atribuyéndolo al «malestar moral que produce en nosotros la lucha sin tregua que sostienen dentro de nuestro ser el sentimiento y la razón». En esto, sin embargo, no hizo sino repetir un muy socorrido concepto, aquel pensamiento tan bellamente expresado por Hugo Foscolo en Il proprio ritratto:
............................................Do lode
alla ragion, ma corro ove al cor piace.
Donde con mayor claridad y precisión expuso Bartrina la teoría de su pesimismo fue en la epístola, premiada por el Consistorio de los Juegos Florales de 1876 y que, traducida al castellano, figura en la colección Algo con el título de A un amigo. De ella dice el mencionado crítico Blanco García: «Quizá ningún otro escrito del autor sirve como la epístola para comprender el extraño y antitético dualismo de su naturaleza moral, y la generosa aspiración al bien, que sentía, como corriente de dulces y cristalinas aguas, oculta debajo de las negras y corrosivas que se mueven en la superficie, saturadas de los ácidos de la negación, la misantropía y la blasfemia. Si de ordinario el escepticismo de Bartrina rehuye la luz del consuelo, se mofa de todo o se retuerce con las convulsiones de la desesperación, siquiera adopten igualmente el disfraz de carcajadas; en la epístola se contiene dentro de los límites de la sátira, mordaz e implacable eso sí, exageradamente pesimista, pero con el pesimismo que engendra la oposición entre un ideal acariciado y las brutales impurezas de la vida real. Le repugnan el egoísmo y la falsía; descubre en la elevación de los que se llaman grandes hombres, no el vuelo del águila que se remonta a las alturas, sino la industria del reptil que para ascender se arrastra; fustiga la indolencia de los que, no explotando el vicio, le sirven de pedestal; sonríe con amargura ante las muchedumbres esclavas de la ignorancia y las pasiones, mientras dan vivas a la libertad; y no hallando la virtud donde la busca, sospecha que ha huido de las ciudades populosas, porque son muy pequeñas para ella
'.........................acostumbrada
a vivir en el alma de los justos'».
Después de este juicio crítico ¿quién osará decir, como Fitzmaurice-Kelly, que Bartrina no es un artista? ¿A qué llamaremos, pues, arte? Y si no basta este elocuente testimonio del crítico escurialense, pasemos la vista por la producción bartriniana y hallaremos verdaderas preciosidades artísticas. Porque Bartrina no fue un poeta adocenado, ni los defectos de que adolece su producción son bastantes a negarle la entrada en el templo de la gloria, como excelso poeta y, por ende, como artista.
Y henos ya en la tarea de calcular la valía de la obra de Bartrina desde el punto de vista artístico-literario. En este respecto, lo que más destaca en la obra bartriniana es la sátira, y se comprende si se tiene en cuenta que nuestro poeta padecía una especie de misantropía ingénita; en este terreno tuvo puntos de contacto con Bécquer y E. Heine -también alguno con Campoamor,- pero sin tinte, ni matiz de lirismo, de aquel lirismo de que rebosan las estrofas de estos poetas. Véanse si no, Arabescos:
«El último alquimista,
cuando hubo ya agotado su tesoro,
encontró una manera de hacer oro:
inventó el accionista».
(XI)
«Esos que buscan leyes en la historia
o crean leyes y hechos
y se quedan después tan satisfechos
¿me sabrían decir qué fuera hoy día
de la Europa moderna y su cultura
si en vez de ir con ventura
(y que a Colón acompañó es muy cierto)
a descubrir la América nosotros,
los de allá nos hubiesen descubierto?».
(XII)
«Oyendo hablar a un hombre, fácil es
acertar dónde vio la luz del sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés;
y si habla mal de España, es español».
(XX)
Y en el Fragmento c) se lee:
«Quien un buen manjar barrunta,
la mejor ciencia en sí junta,
pues nunca por sabio tomo
a aquel que '¿cómo?' pregunta,
sino al que responde: 'como'.
La prensa es poder muy hondo,
mas se prefiere (y respondo
de que en contra se responda)
a un artículo de fondo
un artículo de fonda».
Decimos de Bartrina que tiene puntos de contacto con Heine, no tantos quizá para que sus versos puedan calificarse de heinianos (con perdón del insuperable maestro de la crítica literaria, Menéndez y Pelayo); pero de Heine le separa el espíritu: Heine para cantar el amor perdido, echa mano de la lira y compone endechas rebosantes de lirismo; Bartrina trata sus quiebras de amor con una melancolía más bien estoica, cuando no acude a la ironía zumbona o fustiga implacable, como en el Fragmento a):
«¡Oh!, tú que fuiste mi amiga,
has de saber que te has muerto.
¿Qué respondes, que ayer mismo
admiré tu lindo talle,
pues pasaste por mi calle?
¡Efectos del galvanismo!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Además, en conclusión,
del cadáver, en verdad,
tienes la misma frialdad
y la misma corrupción».
Donde más se acerca al poeta alemán es en «Íntimas», y entonces para superarlo. ¿Cuándo dijo Heine cosas tan bellas y profundas a la vez, como Bartrina bajo el mencionado epígrafe? Hojéese esta sección:
«Milloncito de mi alma,
mi amor, escribir no sé,
papel y pluma me sobran;
sólo lo escribiera bien,
a ser la pluma mis labios
y tus labios el papel».
(V)
«Ríe, en el hermoso hoyuelo
un beso quiero enterrar,
luego ponte seria, y nadie,
nadie lo conocerá».
(IX)
«Rodó una perla de tu collar,
cayó en tu seno,
y allí, a tu seno, fuila a buscar
de gozo lleno.
¡Creílo un nido! ¡Dulce calor,
fuertes aromas,
y acurrucadas hallé en su amor
a dos palomas!».
(XII)
«Cual la abeja los olores
en el cáliz de las flores,
bebo en tus labios la esencia
del amor que te consume:
¡el deseo!... ese perfume
de la flor de la existencia».
(XIII)
«¡Mis labios en tus labios...,
mis manos en tu seno...,
y un canto sin palabras,
con música de besos!».
(XV)
La sátira, al censurar con acritud o poner en ridículo a personas o cosas -tal es su naturaleza, roza a la filosofía moral, a tal extremo, que puede considerarse como una modalidad de esta. Es la psicología tomada en el sentido de la introspección. Según esto y teniendo en cuenta su modo de sacar consecuencias de la vida, Bartrina es un verdadero psicólogo que analiza, medita, reflexiona en lo íntimo del espíritu humano. Y así como al leer a un humorista, sentimos el movimiento espontáneo de la sonrisa de agrado que asoma a nuestros labios, así también al leer al psicólogo, decimos para nuestro adentro, convencidos de que retrata el alma: ¡cuán cierto es! Y esto sucede al leer las poesías de Bartrina: el lector siente que el poeta le habla al alma y que le dice cosas de las que se da ahora cuenta. Y ¿no cabría afirmar que es ésta la cualidad más relevante de nuestro poeta? Por lo menos, en este terreno no tiene parigual en su época, y sus reflexiones son tan verdaderas y obvias dentro de la originalidad, que alguna de ellas ha pasado a ser aforismo, como la moraleja con que corona su Fabulita:
«Si quieres ser feliz, como me dices,
no analices, muchacho, no analices».
Y qué reflexión moral más exacta que la que dice:
«Esta moneda y esa espada, creo
que son lo más notable del museo;
ambas antigüedades
son restos de las bárbaras edades.
Su origen el catálogo ya aclara:
lástima que decir también no pueda
cuál de las dos más crímenes causara,
la espada o la moneda».
(Arabescos, XVIII.)
En Casos comunes define Bartrina maravillosamente la envidia, y termina con este notable aforismo:
«Podemos deducir de esos extremos
que, de la vida atados en el polvo,
felicidad es lo que no tenemos.
Tal vez mejor diremos:
felicidad es lo que tiene el otro».
Y en Un viaje fantástico, pone como un complemento a esta definición, diciendo en la última estrofa:
«La felicidad que amamos
siempre está en lo que perdemos
y siempre en lo que buscamos
y ¡ay!, nunca está en lo que hallamos
y nunca en lo que tenemos».
El haber puesto de relieve las dos mencionadas características de Bartrina, no sería suficiente para dar por completo el estudio de su personalidad, si no se ponderase como merece aquella vis ingenii que produjo «relámpagos de peregrina agudeza y espíritu analítico», pinceladas de mano maestra que revelaban un alma de verdadero artista. Entre estos primores de arte, figuran los que damos a continuación, como remate de este estudio:
Delirium, que es un poemita heiniano, de gran fuerza y originalidad, termina con esta filigrana poética:
«Tiñose Oriente del color de rosa,
encendida, fragante y hechicera,
que tienen las mejillas de la esposa
al tálamo al saltar por vez primera».
Difícilmente podría expresarse con mayor delicadeza la impresión que recibe el pudor santificado por el lazo conyugal. Tampoco podía expresarse con mayor ingenio la belleza de unos ojos que con las palabras que se leen en la misma sección (Arabescos, 1.ª serie):
«¿Que cada estrella es un mundo?,
¿que es un mundo cada sol?
¡Desde que miro tus ojos
bien me lo sabía yo!».
En Mis cuatro muertes pinta Bartrina con vivos colores aquella gigantesca lucha que en su interior tenía empeñada:
«Volví a la vida.
Mi mente fue atraída
por esa meretriz que llaman gloria,
y la seguí; confiado en la victoria,
por ella batallé; la mente mía
un día y otro día
luchó con frenesí... Mi loco anhelo
un desengaño halló, que no un consuelo,
y vi a aquella que virgen yo creía
prostituirse vilmente a la Osadía».
Y que también en su lira podía vibrar la cuerda del optimismo, lo expresó claramente en su ya mencionada epístola A un amigo:
«¿Y remedio no habrá? ¿Es por ventura
el progreso una rueda que nos vuelve,
después de recorrer siglos de gloria,
al estado salvaje, nuestro origen,
cual vuelve al mar la pobre gota de agua
que desde el mar se remontó en la nube?
El hombre que ha enlazado extraños pueblos
esclavizando al rayo ¿nunca, nunca
podrá salvar esa distancia inmensa
que entre cabeza y corazón existe?
El que torna el carbón en diamante
¿no sabrá transformar el egoísmo
en amor y engarzarlo en su corona?».
El amor puro inspiró a Bartrina ideas de gran originalidad y belleza, que son, a la vez, un mentís a su tan decantado escepticismo. En Íntimas bordó las siguientes estrofas:
«Toda una noche del Polo;
los dos en un lecho solo:
tú aterida por el frío,
témpanos en derredor...,
y en tu pecho y en el mío
el fuego del Ecuador».
(X)
«¿Por qué es menor el placer
que el deseo en el amor?
Porque el fruto no ha de ser
tan bello como la flor».
(XVII)
«Hay en tu ser otro ser
que forjó mi fantasía
y encarnó la mente mía
en tu cuerpo de mujer».
(XXII)
«Amor, deseo, goce, hastío, enojo,
colores son del iris de la vida.
¿Quién, mirando el del cielo, habrá que mida
dónde acaba el azul y empieza el rojo?».
(XXV)
La musa de Bartrina le inclinó siempre, como a su elemento propio y peculiar, al poema breve, ligero y de contenido psicológico. Éste era su campo, su esfera de acción; cuando probó el teatro, pudo convencerse de que se apartaba de lo suyo. Su producción dramática se reduce a la zarzuela «La dama de las camelias», el drama «Nuevo Tenorio» y el sainete «Lo matrimoni civil». Como prosador, dejó una serie de artículos de prensa publicados en periódicos y revistas.
E. M.
Barcelona, febrero 1939. III Año Triunfal.
Lógica extraña
-Todo, todo en el mundo
crece cuarenta metros por segundo.
Esto decía un loco a cierto sabio
que visitaba un día el manicomio,
y al oír inferir tan rudo agravio
al sentido común, con vehemente
celo, digno de encomio,
quiso pulverizar rápidamente
la afirmación absurda del demente.
...Inútilmente, en vano busco el modo:
cortole el paso esta verdad probada:
-«A crecer cuanto ve nuestra mirada,
»creciendo nuestros ojos, como todo,
»no crecería a nuestros ojos nada».
Pensó que si el absurdo aconteciera,
creciendo todo en proporción debida,
eternamente igual la razón fuera
entre lo mensurable y la medida.
No encontró medio el sabio
de combatir del loco el desvarío,
y dijo al fin con balbuciente labio:
-Por más que me es sensible
tu afirmación extravagante y vana,
yo no puedo probar que es imposible...
¡Es limitada la razón humana!
¡Dios la hizo así!
¡No hay Dios!
- ¡Cállate, impío!
¿Podrás probarme acaso
que Dios no existe?
-Y de que yo no pueda
probarlo ¿no resulta el mismo caso
de antes? ¿O quieres que a tu juicio ceda?
Hay Dios: corriente; concedido queda,
pues no puedo probar que Dios no existe;
pero te exijo -y la razón me asiste,
y así, en tu misma lógica me fundo-
que has de admitir el hecho extraordinario,
de que todo en el mundo
crece cuarenta metros por segundo,
pues no puedes probarme lo contrario.
Casos comunes
Juan envidia de Bruno la nobleza
y Bruno a Juan envidia la riqueza;
ambos envidian a Luis la calma,
y éste envidia a los dos, con toda el alma,
honores y fortuna ¡qué simpleza!
Bruno con lo de Juan feliz sería,
Juan sería feliz con lo de Bruno;
lo de Luis a los dos contentaría
y a Luis feliz lo de los dos haría;
¡y con lo propio no es feliz ninguno!
Podemos deducir de esos extremos
que, de la vida atados en el potro,
felicidad es lo que no tenemos.
Tal vez mejor diremos:
felicidad es lo que tiene el otro.
Beati illi
(A tantos...)
¡Qué monos! Saben bailar
y hablar con una mujer
-ciencias las dos a la par
que tras de mucho estudiar
nunca he podido aprender.-
¡Y hallan un dulce tesoro
de Escrich en una novela!,
y su voz siempre hace coro
cuando se pide otro toro,
¡¡¡y les gusta la zarzuela!!!,
¡¡¡y juegan al dominó!!!,
¡y si jugando les veis,
siempre les escucharéis
disputando quien faltó,
o poniendo el doble seis!
Siempre alegres se les ve
y tiene nada más que
veinte años toda su vida,
y en la mía, consumida,
yo ya nunca los tendré.
Imbécil yo les parezco,
y es cierto, pues cuando lidio
con mi constante fastidio,
¡verdad que les compadezco!,
mas ¡verdad que les envidio!
Lo que se dice y lo que se piensa
-Conque ¿te han dado un destino?,
¡lo mereces! (por pollino).
-Yo, no (tu envidia declaras).
-¡Me alegro! (¡así reventaras!).
¿Y mis versos?
-A luz dalos,
están de poesía llenos.
-¡Son muy malos! (son muy buenos).
-¡Son muy buenos! (son muy malos).
-Tu opinión en mucho aprecio.
-Yo te los corrijo pronto.
-¡Ah!, mil gracias (es un tonto).
-¡Hombre!, al contrario (es un necio).
-Tú siempre hermosa, Enriqueta
(¡qué necia y qué fastidiosa!).
-Y tú, Julia, siempre hermosa
(¡qué pesada y qué coqueta!).
¿Me amas?
-¿Yo?, ¡más que a mi vida!,
¿y tú?
-¡Que si te amo yo!...
¿Me olvidarás nunca?
-¡No!,
¿cómo olvidarte, querida?
(y mi Julia que me espera).
(-Y mi Juan que ha de venir.)
-Sin ti no puedo vivir.
-Yo, sin ti, mi amor, muriera.
(¿Cómo echarle?)
(-¿Cómo irme?,
no quiero que Julia aguarde.)
¡Adiós!
-¿Tan pronto? (¿tan tarde?),
¿no tienes más que decirme?
-¡Ah!, sí; volveré muy pronto.
-¡Adiós! (la tonta, me ama...)
-¡Ay!, ¡adiós! (me adora, el tonto...)
En Poblet
¡Qué bien tus ruinas,
Poblet, me declaran
que vive la dicha
do vive la nada!
Sólo de estos sitios
hoy turban la calma
el verde lagarto
al huir de mis plantas,
la mosca que zumba
y se agita ansiada,
ya presa en las redes
de la astuta araña,
la piedra que cae
del tiempo empujada,
el aura que gime
del bosque en las ramas
y que hasta mí llega
remisa, apagada,
y el eco perdido
de triste campana
que al vecino pueblo
a la iglesia llama.
Aquí, en estas ruinas
mi pecho se ensancha:
todo es luto y muerte...,
¡me siento en mi patria!
-¡Cómo corren los postes telegráficos!-
yo de niño, al viajar en tren, decía,
como decía luego, cuando joven:
-¡cómo pasan los días!
Hoy veo que los días no se mueven
ni los postes tampoco. ¡Y adivina
mi mente con dolor, con amargura,
que era entonces el tren el que corría
y que, en lugar del tiempo, la que corre
rápida, es nuestra vida!
En sus días
Mientras el tiempo nuevos encantos
preste a tu rostro que tiene tantos;
mientras lo mires todo sonriente,
llena de dichas, indiferente,
al fin del año tu exclamarás:
¡un año más!
Mas en pos de uno vendrá otro año
y, desengaño tras desengaño,
verás ya mustias tus ilusiones,
y esclava al verte de tus pasiones,
al cumplir años, triste dirás:
¡un año más!
Si feliz eres y entre la suerte
das al olvido la fatal muerte,
ésta cada año vendrá a avisarte
de que te espera para llevarte,
y tú, anhelante, le pedirás
¡un año más!
Yo que he sufrido, yo que he llorado
y he visto males siempre a mi lado,
si hoy cumples años, como yo creo,
que tantos goces sólo deseo
como mis penas, y vivirás
¡un año más!
A una mujer
Pura, en tu amante fortuna
buscando un dulce consuelo,
le pedías a la luna
de tu cielo.
Liviana, ciega e importuna
buscando un torpe consejo,
hoy lo pides a la luna
de tu espejo.
Imitación de Heine
La luna en el zenit pura brillaba,
lucían en el cielo estrellas mil,
y su luz melancólica copiaba
el río deslizándose sutil.
En alas de lo ideal cruce el espacio
buscando de mi amada la mansión
y al hallar dentro el bosque, su palacio,
de gozo palpitó mi corazón.
Reclineme en la grada, miré en torno,
y sus peldaños ávido bese
donde veía aún, cual vago adorno,
la breve huella de su lindo pie.
De repente, cual hada misteriosa
la vi en el ajimez aparecer,
incitante mirarme y voluptuosa
sonreírme de amor y de placer.
A una
(En un álbum)
Al arroyuelo
«sierpe de plata»
como los poetas
siempre le llaman,
pareces, niña,
niña adorada:
en que eres pura,
en que eres casta,
en que eres dócil,
en que eres mansa...
y en que murmuras...
y en que resbalas.
Al maestro Juan Goula
La noche de su beneficio
en el Teatro Principal de Barcelona, (14 junio 1876)
Hiende el aire tu enérgica batuta
describiendo un zigzag como el del rayo,
y retumba en la orquesta el estallido
del trueno, y tiembla y se conmueve el teatro.
Trazas con ella signos cabalísticos,
de conjuros sin fin círculos mágicos,
y evocas todo un mundo de harmonías
que dejan el espíritu arrobado.
La agitas cual el tirso de las griegas,
y el aire cruzan voluptuosos cantos:
ya es pincel que colora la harmonía,
ya es cincel que la esculpe en el espacio.
Y no sólo a los cantos marcas ritmo;
el corazón del público, admirado,
sigue el compás también, con sus latidos,
que a la batuta imprimes con tu mano.
La oración de la esposa
Ante una imagen sagrada,
con el corazón ansiosa,
con el alma desgarrada,
por la salud de su esposo
ruega triste una casada.
Y no su salud desea
por ser a su amor leal;
la quiere porque a la tal
el llanto la pone fea
y el luto le sienta mal.
«Te, Deum, laudamus»
Del mar las olas, cuya furia inquieta
cuando la tempestad Dios no sujeta,
la nave estrellan con atroz vaivén;
las olas a su Dios le dan las gracias,
los náufragos... también.
En su vana razón, a veces niega
el hombre a Dios que con su luz le ciega;
pero al sentir la muerte horrible y cruel
cuando el loco delirio en la agonía,
entonces... cree en él.
Límites puso al mar, y nunca osado
los límites de Dios ha traspasado,
dominando en la playa su altivez;
¡no!... ¡no pudo existir!... ¡nunca ha existido
el canal de Suez!
No hacemos nada más que lo que Él quiere,
y... nuestra libertad de aquí se infiere;
Él en su juicio lo ha dispuesto así:
y lo vamos haciendo, y... somos libres,
¡muy libres, eso sí!
De hoy más ya ni pensar ni escribir quiero;
creer en Dios a todo lo prefiero...
voy a estudiar la teología en Vich.
¡Yo creo en Dios! Sí, sí. ¡Credo in un Dio!...
¡y qué bien lo cantaba Tamberlick!
Un viaje fantástico
Dolora
No sé dónde, ni sé cuándo
hubo un ente original
que para ser inmortal
pasaba el tiempo buscando
la piedra filosofal.
Y aunque por rico pasaba
y aunque sabio se creía,
trabajando noche y día
por buscar lo que sonaba
perdió lo que ya tenía.
De su suerte la impiedad
maldijo airado y terrible
y por calmar su ansiedad
de saber, creyó posible
hallar la felicidad.
Arreglose el equipaje,
cambió un tubo por un traje,
quemó su laboratorio,
y así emprendió su ilusorio
y fantástico viaje.
Al cabo de buen espacio
y de buen rato de andar,
vio a lo lejos a un juglar
que iba a un señorial palacio
para sus penas trovar.
Al divisarle su vista
siguiole un rato la pista,
alcanzole, y -Perdonad
-le dijo nuestro alquimista-,
-¿sabéis qué es felicidad?
-¿Felicidad? Es pasar
en un deliquio la vida
y dulcemente cantar
los placeres del amar
al pie de nuestra querida.
-¿Y nada más es?
-Sí, a fe,
amar entusiasta el arte.
-¿Y eres feliz?
¿Yo?, no.
-Ve,
pues, -y el buen juglar se fue
con la música a otra parte.
Sonrió el alquimista, apenas
de él el juglar se ausentó,
cruzó praderas amenas,
hasta que al fin las almenas
de un castillo divisó.
Tras mucho andar se vio enfrente
de aquel enhiesto castillo,
hallose con otra gente
y bajaron el rastrillo
con el levadizo puente.
Por él paso el cenagoso
y profundísimo pozo,
y entró en el recinto, donde,
pensativo y caviloso,
encontró al ceñudo conde.
Inclinose y saludó
a la altiva majestad
(que ni siquier le miró),
y cual siempre, preguntó:
-¿Sabéis qué es felicidad?
Felicidad es la ley
imponer a nuestra grey
y unir, pues me corresponde,
a una corona de conde
una corona de rey.
-¿Y sois feliz?
-Y ¿quién lo es?
Si un rey antes me humilló,
él lo será, mas yo no,
ya que me incliné a sus pies.
Dijo el conde, y se marchó.
Al sacerdote halló luego
y a la condesa y a un paje
y a todos alzó su ruego
explicándoles con fuego
el objeto de su viaje.
-Fuera feliz -la condesa
le dijo, -a ser yo duquesa,
que ahora, de mi suerte esclava,
para mí el placer acaba,
mientras para ella no cesa.
Entonces yo miraría
batirse con fe bravía,
al eco de cien clarines,
mil apuestos paladines
por una mirada mía.
-Feliz -respondiole el paje-
fuéralo yo, según creo,
si ciñera un marcial traje,
-49-
rompiendo en brioso coraje
cien lanzas en un torneo. 90
Y oír, alegre el corazón,
que aclamaran mi tesón
al rumor del añafil,
desde el pechero más vil
al más cumplido garzón.
-Feliz -dijo el sacerdote-
sólo lo es quien cree en Dios.
-Entonces ¿lo seréis vos?
-¡Yo!... -y calló, y luego a buen trote
se fue siguiendo a los dos.
Huyó presto el alquimista,
aburrido y despechado,
salió del castillo airado,
y hasta perderlo de vista
no respiró sosegado.
Caminó muy diligente
y creyó lograr su idea
acertada y prontamente,
al ver un corro de gente
a la puerta de una aldea.
Fuese allí con ansiedad,
abriéronle el paso todos
al ver su provecta edad,
y él les dijo en sabios modos:
-¿Sabéis qué es felicidad?
Cuando la pregunta oyeron
su objeto no comprendieron;
unos al cielo miraron,
al suelo otros se inclinaron,
y al fin así respondieron:
El menos necio: -¡No sé!
Un labrador: -¡Ya se ve!,
tener yugadas de tierra,
no ver de señores guerra
e ir a los autos de fe.
Uno: -Por siempre gozar
del amor de una mujer.
Una (en voz muy baja): -¡Amar!
Aquél a ésta: -Tú adorar.
Ésa a aquél: -¡Ay!, su querer.
Uno rico: -La indigencia.
Uno pobre: -La opulencia.
Uno muy viejo: -La infancia.
Uno estúpido: -La ciencia.
Uno sabio: -La ignorancia.
Cuando halló en tan pocos seres
tan diversos pareceres,
nuestro cuitado alquimista,
antes de hablar las mujeres
se marchó con planta lista.
En su loco desvarío
el mundo cruzó bravío
de su bello ideal en pos,
viniendo a ser un Judío
errante número dos.
Matole su ideal maldito,
y arrepentido y contrito,
dejó, fruto de su numen,
de sus viajes el resumen
en quince líneas escrito:
«Nuestra vida pobre y triste
sólo en un punto consiste,
que fijó la suerte ciega
entre un ayer que no existe
y un mañana que no llega.
Y cansados de no ver
el goce en nuestro alredor,
en nuestro cruel padecer
sólo llamamos placer
a la escasez del dolor.
La felicidad que amamos
siempre está en lo que perdemos
y siempre en lo que buscamos,
y ¡ay!, nunca está en lo que hallamos
y nunca en lo que tenemos».
En la muerte de Tomás Padró
A quien la invoca de dolor henchido,
al que la llama airado de su suerte,
tiene siempre en olvido
la implacable guadaña de la muerte.
Ella deja vivir a los que gimen,
no quiere que quien sufra ya sucumba,
sólo el crimen le place, y no es un crimen
ofrecerle la calma de la tumba.
Pero a quien, joven, ante nada cede
y con fe al porvenir raudo se lanza
y muestra a todos que valer más puede
la realidad aún que la esperanza,
la Muerte a traición nos le arrebata:
su sed de mal así se satisface
y en su crimen horrible se complace,
que a un mismo tiempo y con un golpe, mata
al artista y hiere a los testigos
de sus triunfos, que le aman y le admiran,
y a mil y mil amigos
que hoy, al verse sin él, tristes suspiran.
Íntima
A R.
Cansado de farsa y dolo,
en aislamiento profundo,
camino llorando, solo,
¡solo!,
sin un amigo en el mundo.
El tiempo todo lo trunca
¡ay!, y por eso en la vida
sé que no ha de volver nunca
¡nunca!,
la dicha, una vez perdida.
Aunque luz mi mente irradie,
cuando yo triste sucumba,
ni amante, ni amigo; nadie
¡nadie
vendrá a llorar en mi tumba!
Fabulitas
A D. N. N.
Quiso un tal Juan, que por imbécil brilla,
hacer una tortilla,
y para dar con el procedimiento
preguntolo a una criada de talento.
-Basta para ello -respondió la tal-
una sartén, aceite, un huevo y sal.
Cogió Juan la sartén, la puso al fuego,
de sal llenola y luego
partió un huevo a su modo
y puso en la sartén cáscara y todo;
la sartén roció al punto con aceite
y aguardó el resultado con deleite.
Al cabo de un buen rato
ya el todo humeaba y repugnante hedía.
Juan lo de la sartén vertió en un plato
por ver lo que saldría,
y salió... una solemne porquería.
Te enseñará esta fábula alegórica
que, a menos de que salgan muy perversos,
no bastan para hacer bonitos versos
las reglas de un tratado de retórica.
De su cuartito en la entrada
una corista muy lista
echaba en cara a un corista
su voz débil y apagada.
-Soy un buen bajo profundo
-dijo éste frunciendo el ceño-,
y si hoy en ello me empeño,
oirá mi voz todo el mundo.
Y lo que dijo fue exacto,
pues valiente y arrogante,
al llegar al concertante
del final del tercer acto,
cuando el coro daba un do,
el corista largó un si,
y aun con poca voz, así
todo el público le oyó.
A igual método se inclinan
muchos, y renombre obtienen,
no por la voz, que no tienen,
sino porque desafinan.
Rehabilitación
Solo estaba Satán en el infierno
siglos hacía, cuando entró Caín.
Ambos a Dios juraron odio eterno
y dar juraran a su imperio fin.
-Soy la revolución por Dios maldita,
desterrada por Dios -dijo Satán.
-Soy el trabajo que a ese Dios irrita-
dijo el terrible vástago de Adán.
Miráronse; en la luz de la mirada
brilló rayo de cólera en los dos,
y la raza de Abel tembló asustada
y hasta en su trono estremeciose Dios.
¡La maldición divina con su peso
no los hundió!... ¡Raza de Abel, atrás!
¡Plaza al triunfante carro del Progreso
que arrastra Caín y empuja Satanás!
Arabescos
(1.ª serie)
En vano lloran las nubes
sus aguas sobre la mar,
que no han de endulzar sus olas,
ni han de aumentar su caudal.
¿Qué es el deseo? ¿Anhelo que convida
a apetecer un no sé qué vedado?
¿Recuerdo de algún goce ya pasado
tal vez en otra vida?
Sale un hombre a la calle y, no os asombre,
una piedra sobre él cae y le arredra:
¿cae la piedra cuando pasa el hombre?,
¿o pasa el hombre cuando cae la piedra?
Resolvedme problema tan profundo,
y creeré, os lo aseguro muy sincero,
en la casualidad, si es lo primero,
en la fatalidad, si es lo segundo.
Tal vez aquello en lo que más pensamos
ni tan siquiera exista...,
¿quién sabe si la luna que admiramos
es tan sólo un defecto de la vista?
En las rosas purpurinas
(y lo mismo en otras cosas)
el feliz sólo ve rosas
y el triste sólo ve espinas.
Desde el tiempo del diluvio,
si habrá llovido en el mar...,
¿de qué ha servido? de nada;
ni se ha llegado a endulzar.
Más, mucho más, gusta siempre
lo bonito que lo bello,
lo monstruoso que lo grande,
lo ingenioso que lo cierto.
Es muy justo se nos note
que de lo ideal nos burlamos;
la gran prueba es que encontramos
ridículo a don Quijote.
Según me roban la calma
los ojos de mi morena,
a ser niños sus dos niñas
serían los niños de Écija.
¿Que cada estrella es un mundo?,
¿que es un mundo cada sol?...,
¡desde que miré tus ojos
bien me lo sabía yo!
General es Serrano,
generales Pavía y Ros de Olano;
general es Zabala, y Moriones
es general también, y lo es Briones,
y en fin ¡caso fatal!,
hoy hasta el malestar es general.
Un tal Julián Sentías,
oscuro corredor de sederías,
solicitó constante
a la esposa de un rico fabricante.
Cogió un día la espada este señor
y atravesó al oscuro corredor.
Era un tal Azael
sacerdote o levita en Israel.
Un día sus maldades infinitas
supo el pueblo y grito: ¡fuera levitas!,
y en mitad del invierno -y no es de risa-
se quedó el pueblo en mangas de camisa.
En el templo budhístico la estatua
del dios Vichnú se ve,
y en su ojo izquierdo centellea y luce
un brillante más grande que una nuez.
Inmenso es su valor; solo en el mundo
por su tamaño es...
La virtud vale más, no por más bella,
sino porque es más rara su altivez.
Lo sublime es sencillo. A la infinita
combinación de líneas que en el lienzo
deja el pincel que un fuego sacro agita;
a las notas sin fin en que se agota
la inspiración del músico más pura,
la música prefiero y la pintura
del mar, que es una línea y una nota.
Cuando triste entre penas desfallezco,
pienso en morir y entonces compadezco
a los gusanos que han de roer mi yerto
cadáver, cuando muerto.
Al buscar, arrastrándose en mi pecho,
mi corazón, hoy ya pedazos hecho,
para hacer de él, royendole, su nido;
o le hallarán en piedra convertido
o en manantial de sangre envenenada,
o en vez de corazón no hallarán nada.
A una artista lírica
En la noche de su beneficio
Es opinión de recibo
que, mejor que a la acción prúsica,
se considera a la música
cual método curativo.
En ella hallarás la calma,
público, cuando la pierdas,
que ella hace vibrar las cuerdas
del alma, si acaso hay alma.
Y aunque es una idea cómica
que al pronto bien no se alcanza,
más excita una romanza
que una dosis de nux vomica.
En ningún libro está escrito
y a nadie tal vez le acuda,
mas, por si alguno lo duda,
a la prueba me remito.
Da una tiple con profundo arte
un mi bemol; bien pues
el mi da 603
vibraciones por segundo.
Y sumando vibraciones
por cada nota que brota,
el que oye, por cada nota
goza un mar de sensaciones.
Y multiplicando así
todas ellas sin temor,
por la sensación mayor
que es el admirarte a ti,
resulta de esta doctrina
que cuando cantando estás,
te han de aplaudir a ti más
que a un doctor en medicina
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