Philip Levine
(Detroit, Míchigan, 10 de enero de 1928 - Fresno, California, 14 de febrero de 2015). Poeta estadounidense. Fue profesor durante muchos años en el campus de Fresno de la Universidad Estatal de California y «Distinguished Poet in Residence» del Programa de escritura creativa de la Universidad de Nueva York.
(Detroit, Míchigan, 10 de enero de 1928 - Fresno, California, 14 de febrero de 2015). Poeta estadounidense. Fue profesor durante muchos años en el campus de Fresno de la Universidad Estatal de California y «Distinguished Poet in Residence» del Programa de escritura creativa de la Universidad de Nueva York.
En 1995 obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía y en 2011 fue elegido Poeta Laureado de los Estados Unidos
Poemarios
News of the World, Random House, Inc., 2009, ISBN 978-0-307-27223-2
Stranger to Nothing: Selected Poems, Bloodaxe Books, UK, 2006, ISBN 978-1-85224-737-9
Breath Knopf, 2004, ISBN 978-1-4000-4291-3; reprint, Random House, Inc., 2006, ISBN 978-0-375-71078-0
The Mercy, Random House, Inc., 1999, ISBN 978-0-375-70135-1
Unselected Poems, Greenhouse Review Press, 1997, ISBN 978-0-9655239-0-5
The Simple Truth, Alfred A. Knopf, 1994, ISBN 978-0-679-43580-8; Alfred A. Knopf, 1996, ISBN 978-0-679-76584-4
What Work Is, Knopf, 1992, ISBN 978-0-679-74058-2
New Selected Poems, Knopf, 1991, ISBN 978-0-679-40165-0
A Walk With Tom Jefferson, A.A. Knopf, 1988, ISBN 978-0-394-57038-9
Sweet Will, Atheneum, 1985, ISBN 978-0-689-11585-1
Selected Poems, Atheneum, 1984, ISBN 978-0-689-11456-4
One for the Rose, Atheneum, 1981, ISBN 978-0-689-11223-2
7 Years From Somewhere, Atheneum, 1979, ISBN 978-0-689-10974-4
Ashes: Poems New and Old, Atheneum, 1979, ISBN 978-0-689-10975-1
The Names of the Lost, Atheneum, 1976
1933, Atheneum, 1974, ISBN 978-0-689-10586-9
They Feed They Lion, Atheneum, 1972
Red Dust (1971)
Pili's Wall, Unicorn Press, 1971; Unicorn Press, 1980
Not This Pig, Wesleyan University Press, 1968, ISBN 978-0-8195-2038-8; Wesleyan University Press, 1982, ISBN 978-0-8195-1038-9
On the Edge (1963)
Ensayos
The Bread of Time (1994)
News of the World, Random House, Inc., 2009, ISBN 978-0-307-27223-2
Stranger to Nothing: Selected Poems, Bloodaxe Books, UK, 2006, ISBN 978-1-85224-737-9
Breath Knopf, 2004, ISBN 978-1-4000-4291-3; reprint, Random House, Inc., 2006, ISBN 978-0-375-71078-0
The Mercy, Random House, Inc., 1999, ISBN 978-0-375-70135-1
Unselected Poems, Greenhouse Review Press, 1997, ISBN 978-0-9655239-0-5
The Simple Truth, Alfred A. Knopf, 1994, ISBN 978-0-679-43580-8; Alfred A. Knopf, 1996, ISBN 978-0-679-76584-4
What Work Is, Knopf, 1992, ISBN 978-0-679-74058-2
New Selected Poems, Knopf, 1991, ISBN 978-0-679-40165-0
A Walk With Tom Jefferson, A.A. Knopf, 1988, ISBN 978-0-394-57038-9
Sweet Will, Atheneum, 1985, ISBN 978-0-689-11585-1
Selected Poems, Atheneum, 1984, ISBN 978-0-689-11456-4
One for the Rose, Atheneum, 1981, ISBN 978-0-689-11223-2
7 Years From Somewhere, Atheneum, 1979, ISBN 978-0-689-10974-4
Ashes: Poems New and Old, Atheneum, 1979, ISBN 978-0-689-10975-1
The Names of the Lost, Atheneum, 1976
1933, Atheneum, 1974, ISBN 978-0-689-10586-9
They Feed They Lion, Atheneum, 1972
Red Dust (1971)
Pili's Wall, Unicorn Press, 1971; Unicorn Press, 1980
Not This Pig, Wesleyan University Press, 1968, ISBN 978-0-8195-2038-8; Wesleyan University Press, 1982, ISBN 978-0-8195-1038-9
On the Edge (1963)
Ensayos
The Bread of Time (1994)
Ginebra
La primera vez que bebí ginebra
pensé que debía ser tónico para el cabello.
Mi hermano birló la botella
a un tipo cuyo padre tuvo
un almacén que vendía bebidas alcohólicas
en aquella época antigua, honorable
en la que estas cosas eran consideradas
una droga. Tres de nosotros nos pasamos
la botella, cada trago aumentaba
nuestra incredulidad. ¿La gente paga
por esto? La gente debe conseguirla
de la misma forma que teníamos que conseguir
las mujeres que nunca tuvimos cerca.
(En realidad eran las niñas, pero
no importa, lo importante
era su impenetrabilidad).
Leo, el tercer pirado del grupo,
sugirió a mi hermano que tenía que haber
birlado whisky o brandy canadiense ,
pero Eddie defendió su elección
en base a las expresiones
"Casa de la Ginebra" y "Carril de la ginebra",
que indicaban la superioridad
de la ginebra en el mundo de la bebida,
un mundo en el que estábamos entrando sin
saber lo difícil
que podría ser la salida. Tal vez la felicidad
llegaría con la bebida
sólo después de un cierto período
de aprendizaje. Eddie la comparó
a la autoflagelación del hombre santo
para experimentar la plenitud de la fe.
(Estaba muy instruido para ser un chaval
de catorce años educado en la escuela pública)
Así que hicimos hueco y pasó la botella
una segunda y luego una tercera vez ,
en silencio cada uno de nosotros esperaba
alguna transformación . "Uno se acostumbra
a ella ", dijo Leo. " No le sacas
el gusto, pero te acostumbras a él"
Ahora sé que las neuronas
se fueron muriendo sin propósito terrenal,
que tres muchachos se estaban volviendo
cada vez más desespiritualizados
incluso cuando tenían en sí mismos
estos espíritus, pero entonces pensé
que estaba en el último reparto del mundo
con las estrellas de cine, que poco tiempo después
me estaría afeitando porque
el pelo brotaría
por la pradera plana
de mi pecho y se hundiría, incluso
en la ingle, que primero las niñas
y después las mujeres se sentirían atraídas
por mis encantos. Sorprendentemente, más tarde
sucedió algo de esto, pero
primero había que vaciar la botella,
y tres chicos
tenían que vaciarse de todo
lo que habían tomado tan dolorosamente
y por el medio aún más doloroso
de inclinarse por turnos sobre
la taza del inodoro
para cumplir su penitencia. A continuación
liar los cigarrillos, la inutilidad
de los programas garantizados
ejercicio, las mentiras elaboradas
de conquista que nadie se creía,
formas de tortura sexual y
de rechazo inimaginables. A continuación
nuestro cumpleaños decimoquinto,
acné, desodorantes, ladillas, ungüentos,
cortes de pelo masculinos, la solicitud de registro,
las victorias militares y políticas
de Dwight Eisenhower, que nos trajo a
Richard Nixon con la esposa y el perro.
Cualquier maravilla intentamos con la ginebra.
Gin
The first time I drank gin
I thought it must be hair tonic.
My brother swiped the bottle
from a guy whose father owned
a drug store that sold booze
in those ancient, honorable days
when we acknowledged the stuff
was a drug. Three of us passed
the bottle around, each tasting
with disbelief. People paid
for this? People had to have
it, the way we had to have
the women we never got near.
(Actually they were girls, but
never mind, the important fact
was their impenetrability. )
Leo, the third foolish partner,
suggested my brother should have
swiped Canadian whiskey or brandy,
but Eddie defended his choice
on the grounds of the expressions
"gin house" and "gin lane," both
of which indicated the preeminence
of gin in the world of drinking,
a world we were entering without
understanding how difficult
exit might be. Maybe the bliss
that came with drinking came
only after a certain period
of apprenticeship. Eddie likened
it to the holy man's self-flagellation
to experience the fullness of faith.
(He was very well read for a kid
of fourteen in the public schools. )
So we dug in and passed the bottle
around a second time and then a third,
in the silence each of us expecting
some transformation. "You get used
to it," Leo said. "You don't
like it but you get used to it."
I know now that brain cells
were dying for no earthly purpose,
that three boys were becoming
increasingly despiritualized
even as they took into themselves
these spirits, but I thought then
I was at last sharing the world
with the movie stars, that before
long I would be shaving because
I needed to, that hair would
sprout across the flat prairie
of my chest and plunge even
to my groin, that first girls
and then women would be drawn
to my qualities. Amazingly, later
some of this took place, but
first the bottle had to be
emptied, and then the three boys
had to empty themselves of all
they had so painfully taken in
and by means even more painful
as they bowed by turns over
the eye of the toilet bowl
to discharge their shame. Ahead
lay cigarettes, the futility
of guaranteed programs of
exercise, the elaborate lies
of conquest no one believed,
forms of sexual torture and
rejection undreamed of. Ahead
lay our fifteenth birthdays,
acne, deodorants, crabs, salves,
butch haircuts, draft registration,
the military and political victories
of Dwight Eisenhower, who brought us
Richard Nixon with wife and dog.
Any wonder we tried gin.
Vallejo y Philip Levine
El 15 de Abril de 1938 moría en París César Vallejo, un viernes santo lluvioso, no un jueves, como vaticinó en su famoso poema 'Piedra negra sobre una piedra blanca'. Después lo enterrarían en Mortparnasse, con ese maravilloso epitafio que es "He nevado tanto para que duermas".
El poeta norteamericano Philip Levine escribió a finales de los 90 este poema homenaje al gran poeta peruano:
PIEDRA NEGRA SOBRE NADA
Todavía sobrio, César Vallejo vuelve a casa y encuentra un lazo negro
alrededor del edificio de apartamentos, cubriendo la puerta de la calle.
Deja su bastón, se quita su grasiento sombrero, y comienza
a deshacer el enredo. Sus vecinos se amontonan tras él
preguntándose qué sucede. Una mujer madura que lleva
una barra de pan reciente le pide que se haga a un lado para que
pueda entrar, subir los dos tramos de empinadas escaleras hasta su apartamento,
y comenzar la tarea diaria de prepararle la comida a su Monsieur.
Vallejo hace como que no oye nada o quizá realmente
no oye nada de lo absorto que está en esta extraña tarea que le consume
las últimas horas de la mañana. ¿Me olvidé de mencionar que nadie más
es capaz de ver el lazo negro o entender por qué sus dedos
parecen tan decididos a desenredar lo que no está allí? Acuérdate de
cuando tenías solo seis años y en los días especialmente calurosos
acostumbrabas a descender los temblorosos escalones hasta el sótano
con la esperanza inicial de que alguien, quizá tu madre, se fuera poco a poco
dando cuenta de tu ausencia y sintiera un súbito ataque
de angustia o de terror. Por supuesto que nadie se daba cuenta. Madre
se sentaba aguardando durante horas junto al teléfono, de vez en cuando
echaba un vistazo al sol del verano que resplandecía a través de las cortinas del salón
mientras abajo, frío y solo, sentado sobre el hormigón húmedo
observabas el mismo sol filtrándose a través del polvo
desde los dos altos ventanucos. Junto a la caldera una araña
trabajaba con brillantez descendiendo desde la bombilla fundida del techo
con una determinación que a esa edad todavía podías comprender.
1937 duraría solamente seis meses más. Era jueves.
La lluvia había sido vaticinada pero no nunca llegó. La araña marrón trabajaba
con o sin esperanza, aunque cuando el polvoriento sol alcanzó
la tela pudiste contemplar un diseño tan perfecto que ha permanecido
en tu memoria como un modelo de algo significativo. César Vallejo
deshizo el lazo negro que nadie más veía y subió
hasta su ático y echó un vistazo afuera a las sombrías azoteas que se extendían
por el sur hacia España, donde murió su corazón. Conozco todo esto.
He caminado cerca del mismo edificio año tras año al caer la noche
cuando las golondrinas se acomodan sin un solo ruido en los escasos árboles
junto al canal abandonado. He venido cuando la nieve invernal
cegaba el distante cielo amenazante. He venido justo después del alba,
he venido en primavera, en otoño, bajo la lluvia, y él nunca estaba aquí.
[El Misericordia, 1999]
[Traducción de A. Catalán]
Resistir
Verdes dedos
que sujetan la ladera,
la mostaza azotada
por los vientos marinos, una brillante
y encarnada amapola inspirando
y espirando. El aroma
de tierra española llega
hasta mí, amarilleada
con mi propia orina.
A 40 millas de Málaga
a casi medio mundo
de casa, estoy en casa y estoy
en ningún sitio, un hombre que envidia
a la hierba.
Dos bueyes curiosean
uncidos juntos en el verde claro
más abajo. Rechinan sus cencerros. Cuando
caen la oscuridad y la humedad
con el anochecer juntan
sus grandes y lentos cuerpos camino
de los establos.
Si mi espíritu
descendiera ahora, sería
una gaviota extraviada destellando contra
una ascendente ladera, o un ángel
que llorara demasiado fácilmente, o un único
vaso de agua de mar, ya nunca azul
y misteriosa, pero salada todavía.
(From Red Dust, 1971)
(Traducción de A. Catalán)
ACERCA DEL ENCUENTRO ENTRE
GARCÍA LORCA Y HART CRANE
GARCÍA LORCA Y HART CRANE
Brooklyn, 1929. Por supuesto Crane
ha estado bebiendo y no tiene ni idea
de quien es este curioso andaluz, incapaz
incluso de comunicarse en el idioma de la poesía.
El joven que los ha juntado
sabe tanto español como inglés,
pero le duele la cabeza de saltar
una y otra vez de un idioma
a otro. Para descansar un momento
se acerca a la ventana a mirar
el East River, que va oscureciéndose
allí abajo según va llegando la noche.
Algo destella enfrente de sus ojos,
una visión doble de tal horror
que tiene que taparse la boca
con las manos para no gritar.
No seamos frívolos, no
pretendamos que los dos poetas intercambiaron
sabiduría o amor o que pasaron
un buen rato, no
inventemos un diálogo de tal elocuencia
que no olvidarían ni las hormigas
de nuestra propia casa. Los dos
mayores genios poéticos vivos
se encontraron, ¿y qué pasó? Una visión
le llega a un hombre corriente que observa
un asqueroso río. ¿Has tenido alguna
vez una visión? ¿Has sacudido la cabeza
hasta hacerla pedazos para alejarte
bruscamente de la imagen de tu hijo pequeño
cayendo a través del espacio, no
desde la popa de un barco procedente
de Vera Cruz a New York sino desde
el tejado del edificio en que trabaja?
¿Te has levantado de la cama para caminar
incesante hasta el alba para rogar a un Dios inmisericorde
que se llevara estas imágenes? Ah, sí,
bendita sea la imaginación. Nos proporciona
los mitos mediante los que vivimos. Bendito
sea el visionario poder del ser humano
— el único animal que lo tiene —,
bendita la imagen precisa de tu padre
muerto y del mío, muerto, benditas las imágenes
que acechan en los rincones de nuestra vista
y que no desaparecerán. El joven
era mi primo, Arthur Lieberman,
después estudiante de lenguas en Columbia,
que me contó todo esto antes de que muriera
tranquilamente mientras dormía en 1983
en un hotel en Perugia. Un buen hombre,
Arthur, que sobrevivió a la escuela superior,
después volvió a casa a Detroit y vendió
pianos a lo largo de toda la Depresión.
Le prestó a mi hermano uno usado
para que compusiera sus espantosas canciones,
que Arthur pensaba eran obras maestras.
¡Qué imaginación la de Arthur!
(The Simple Truth, 1994)
(Traducción de A. Catalán)
POR UN DURO
Nochebuena, 1965
Por un duro tenías una noche al resguardo.
(Un duro era una moneda de cinco pesetas
con el perfil de Franco, la narizota respingona
como si él solo hubiera recibido
el aliento de Dios. En el 65
sólo él recibía el aliento de Dios).
Por un duro podías tumbarte en el vestíbulo
del Hotel Splendide con tu traje de los domingos,
dormir bajo las luces, y levantarte a tiempo
para bendecir la llegada del Hijo. Por un duro
lo podías tener todo, coches, mujeres,
una comida de siete platos y vistas al mar,
con las camareras inclinándose
al preguntar con reverencia: “¿Más mantequilla?”. Por un duro
compré un paquete de Antillanas y le di uno
al único viajero de la terminal desierta,
un soldado de uniforme. Cuando se agachó
para encenderlo, vi el cogote pálido,
desarreglado. Aún debe estar allí, esperando.
El hotel ya no está, el edificio sí,
un hospital veterinario y un comedor de animales
dirigido por el señor Esteban Ganz, vestido
para trabajar esta mañana con bata blanca,
corbata negra y bambas sucias. Modestamente
me muestra tres cachorros de lobo, pintos,
salvados de la muerte, los feroces gatos silvestres,
recorriendo impacientes la gran jaula como tigres, el tucán
debilitado por un virus desconocido, pero ahora
ya recuperado y acicalándose. Colores bulliciosos:
rojos, verdes y dorados resplandecientes,
idóneos para anuncios que proclaman la paz inter-
galáctica cuando llegue el momento.
Traducción de Eduardo López Truco
QUÉ ES EL TRABAJO
Hacemos una larga cola bajo la lluvia
esperando en Ford Highland Park. Por trabajo.
Ustedes saben qué es el trabajo —si son
lo suficientemente grandes para leer saben
qué es el trabajo, aún si no lo hacen.
Olvídense de ustedes. Hablamos de esperar,
cambiando una y otra vez el pie de apoyo.
Sintiendo la lluvia ligera como bruma
en el pelo, nublándote la visión
hasta que te parece ver a tu hermano
delante tuyo, quizás diez lugares.
Te frotás los anteojos con los dedos,
y es por supuesto otro hermano,
con hombros más pequeños que
el tuyo pero igual de cansados, la sonrisa
que no oculta el empecinamiento,
la triste convicción de no entregarse
a la lluvia, a las horas de tiempo perdido,
a la certeza de que allá adelante
espera un hombre que dirá: “No,
hoy no estamos contratando”, por una
razón cualquiera. Amas a tu hermano,
ahora se te hace casi intolerable el amor
que de pronto te inunda por tu hermano,
que no está a tu lado ni está detrás
ni tampoco adelante porque está en casa
reponiéndose del miserable turno nocturno
en Cadillac para después poder levantarse
antes del mediodía a estudiar alemán.
Trabaja ocho horas por noche para cantar
Wagner, la ópera que vos más odias,
la peor música jamás inventada.
¿Cuánto hace ya que le dijiste
que lo querías, le agarraste los hombros,
abriste bien los ojos y soltaste esas palabras,
y lo besaste tal vez en la mejilla? Nunca
habías hecho algo tan simple, tan obvio,
no porque fueras demasiado joven o tonto,
no porque fueras celoso o aun mezquino
o incapaz de llorar en
la presencia de otro hombre, no,
solo porque no sabes qué es el trabajo.
Belle Isle, 1949
Nos desnudamos la primera noche cálida de primavera
y bajamos corriendo hacia el río Detroit
para bautizarnos en el piélago
de piezas de coches, peces muertos, bicicletas perdidas,
nieve fundida. Recuerdo que nos sumergimos
tomados de la mano con una muchacha polaca de la universidad
a la que no había visto antes, y que el frío
entrecortó nuestros gritos al mismo tiempo,
y la ascensión a través de las capas
de oscuridad hasta la atmósfera final sin luna
que era este mundo, la muchacha saliendo
a la superficie después de mí y alejándose a nado
en las aguas sin estrellas hacia las luces
de la avenida Jefferson y las chimeneas
de la vieja fábrica que ya no parpadeaban.
Volvernos por fin para no ver ninguna isla
sino una calma perfecta oscura hasta
donde alcanzaba la vista, y de pronto una luz
y otra flotando a lo lejos
para conducirnos a casa, barcos graneleros quizá, o fumadores
que caminaban solitarios. Regresar jadeando
a la playa tosca y gris en la que no nos atrevimos
a echarnos, los húmedos montones de ropa,
y vestirnos el uno junto al otro en silencio
para volver al lugar de donde vinimos.
The Vintage Book of Contemporary American Poetry (ed. J.D.Mc Clatchy),
Vintage Books, Nueva York, 1990
Versión de Jonio González
Una fábrica abandonada, Detroit
Las puertas están encadenadas, la cerca de alambre
de púas se mantiene en pie,
de púas se mantiene en pie,
una autoridad de hierro contra la nieve,
y este gris monumento al sentido común
resiste la intemperie. Temores de manos desocupadas,
de protesta, hombres confabulados, y de la lenta
corrosión de sus mentes, todavía cargan contra esta cerca.
Más allá, a través de ventanas rotas se puede ver
donde las grandes prensas hacían una pausa entre un golpe y otro
y así permanecen, en el aire suspendido, atrapado
en el margen seguro de la eternidad.
Las ruedas de hierro fundido se han parado; uno cuenta los rayos
cuyo movimiento difuminaba, los puntales que combatió la inercia,
y calcula la pérdida de poder humano,
experto y lento, la pérdida de años,
la progresiva decadencia de la dignidad.
Vivieron hombres dentro de estas fundiciones, hora tras hora;
nada de lo que forjaron sobrevivió a los engranajes oxidados,
lo que podría haber servido para moler su elogio.
Selected Poems, Atheneum, Nueva York, 1984
Versión de Jonio González
An Abandoned Factory, Detroit
The gates are chained, the barbed-wire fencing stands,
An iron authority against the snow,
And this grey monument to common sense
Resists the weather. Fears of idle hands,
Of protest, men in league, and of the slow
Corrosion of their minds, still charge this fence.
Beyond, through broken windows one can see
Where the great presses paused between their strokes
And thus remain, in air suspended, caught
In the sure margin of eternity.
The cast-iron wheels have stopped; one counts the spokes
Which movement blurred, the struts inertia fought,
And estimates the loss of human power,
Experienced and slow, the loss of years,
The gradual decay of dignity.
Men lived within these foundries, hour by hour;
Nothing they forged outlived the rusted gears
Which might have served to grind their eulogy.
EL REGRESO: ORIHUELA, 1965
para Miguel Hernández
Llegas a una suave elevación
en la estrecha, sinuosa carretera,
las nidadas del blanco pueblo
en el valle más abajo. Una brisa
platea las frías hojas
de los olivos, justo como sabías
que lo haría o tal y como lo viste
en un sueño. ¿Cuántos días
has esperado hasta este día?
Pronto deberás enfrentarte a un hijo
hecho ya un hombre, una mujer envejecida,
la diminuta casa sellada de la memoria.
Un solitario cuervo desciende contra el sol
y los campos susurran su coraje.
de The Simple Truth, Premio Pulitzer de poesía 1995
Traducción de Andrés Catalán
THE RETURN: ORIHUELA, 1965
for Miguel Hernandez
You come over a slight rise
in the narrow, winding road
and the white village broods
in the valley below. A breeze
silvers the cold leaves
of the olives, just as you knew
it would or as you saw
it in dreams. How many days
have you waited for this day?
Soon you must face a son grown
to manhood, a wife to old age,
the tiny sealed house of memory.
A lone crow drops into the sun,
the fields whisper their courage.
EL POEMA DE TIZA
Esta mañana, de camino al bajo Broadway,
me crucé con un hombre alto
hablándole al trozo de tiza
que sostenía en la mano derecha. La izquierda
estaba abierta y marcaba el compás,
pues su discurso tenía ritmo;
era un canto o una danza o, quizás,
un poema en francés, pues
era de Senegal y hablaba francés
tan lento y con tanta precisión que yo
podía entenderlo como si me hubiesen arrojado
cincuenta años atrás, hacia
mi clase de instituto. Un hombre esbelto,
elegante en las formas, pulcramente vestido
con los restos de dos trajes azules,
con la corbata firmemente anudada y su camisa blanca
sin planchar, aunque impoluta. Conocía
la historia entera de la tiza, no solo
de aquel trozo en particular, sino
de la tiza con la que yo escribí
mi nombre el día en el que regresé
a la escuela tras la muerte
de mi padre. Conocía el feldespato,
el calcio, las conchas de las ostras; sabía
qué criaturas habían dado su espinazo
hasta formar el polvo temporal
prensado en aquellos conos perfectos,
conocía la tristeza de las aulas
en diciembre, cuando la luz decae
temprano y las palabras de la pizarra
abandonan su gramática y sentido
y, más tarde, incluso sus contornos, de tal modo que
cada letra se expande en todas direcciones
y, al mismo tiempo, no significa nada en absoluto.
Al principio pensé que su barba corta
estaba escarchada de tiza; conforme
nos aproximábamos, a menos de un pie
de distancia, vi que sus pelos eran blancos,
así que a pesar de la juventud que había en sus gestos
era, al igual que yo, un hombre entrado en años, aunque
de apariencia mucho más noble, con sus pómulos altos
y tallados, sus hombros anchos
y sus claros ojos negros. Tenía el porte
de un rey del bajo Broadway, alguien
salido de la mente de Shakespeare o
de García Lorca, alguien por quien la pérdida
se había dulcificado en caridad. Nos enfrentamos
durante aquel largo minuto, ambos
compartiendo el último poema de tiza
mientras la gran ciudad se enfurecía a nuestro
alrededor, y luego el poema se acabó, tal y como lo hacen
todos los poemas, y su mano izquierda se desplomó
hacia un lado bruscamente y me tendió
el trozo de tiza. Yo me incliné ante él,
sabiendo cuánta era la importancia de aquel gesto,
y le escribí mis agradecimientos en el aire,
donde podrán ser escuchados para siempre
bajo el grito endurecido de las conchas del mar.
De The Simple Truth, 1995.
Versión de J.F.R.
THE POEM OF CHALK
On the way to lower Broadway
this morning I faced a tall man
speaking to a piece of chalk
held in his right hand. The left
was open, and it kept the beat,
for his speech had a rhythm,
was a chant or dance, perhaps
even a poem in French, for he
was from Senegal and spoke French
so slowly and precisely that I
could understand as though
hurled back fifty years to my
high school classroom. A slender man,
elegant in his manner, neatly dressed
in the remnants of two blue suits,
his tie fixed squarely, his white shirt
spotless though unironed. He knew
the whole history of chalk, not only
of this particular piece, but also
the chalk with which I wrote
my name the day they welcomed
me back to school after the death
of my father. He knew feldspar.
he knew calcium, oyster shells, he
knew what creatures had given
their spines to become the dust time
pressed into these perfect cones,
he knew the sadness of classrooms
in December when the light fails
early and the words on the blackboard
abandon their grammar and sense
and then even their shapes so that
each letter points in every direction
at once and means nothing at all.
At first I thought his short beard
was frosted with chalk; as we stood
face to face, no more than a foot
apart, I saw the hairs were white,
for though youthful in his gestures
he was, like me, an aging man, though
far nobler in appearance with his high
carved cheekbones, his broad shoulders,
and clear dark eyes. He had the bearing
of a king of lower Broadway, someone
out of the mind of Shakespeare or
Garcia Lorca, someone for whom loss
had sweetened into charity. We stood
for that one long minute, the two
of us sharing the final poem of chalk
while the great city raged around
us, and then the poem ended, as all
poems do, and his left hand dropped
to his side abruptly and he handed
me the piece of chalk. I bowed,
knowing how large a gift this was
and wrote my thanks on the air
where it might be heard forever
below the sea shell’s stiffening cry.
Una historia
Todo mundo ama las historias. Empecemos con una casa.
Podemos llenarla con cómodas habitaciones y llenar las habitaciones
con objetos: mesas, sillas, armarios, cajones
cerrados que esconden camas minúsculas
donde los niños durmieron alguna vez
o grandes cajones que bostezan para revelar
prendas dobladas con precisión y lavadas a morir,
impolutas, manidas, esperando a ser gastadas.
Debe haber una cocina, y la cocina
debe tener una estufa, quizás una grande y metálica
con un tubo grueso que desaparezca en el techo
y alcance el cielo y exhale sus olores y conjuras.
Éste era el centro de la vida familiar que fue
alguna vez aquí; éste y el lavabo ―amarillento
alrededor del desagüe― donde el agua, pura o no,
huía sin explicación, más o menos como el punto
de la historia que prometimos y aún estamos por cumplir.
Algo es seguro: una familia estuvo aquí. Puedes ver
la senda desgastada en el linóleo donde la madera,
grisácea, desde luego pino, se revela.
El padre se paraba allí en la mitad de su vida
para llamar a los cielos que imaginó lo escuchaban
más allá del techo. Cuando nadie le contestó
puedes ver dónde su zapato golpeó una
y otra vez, aun cuando había sido educado
en nunca exigir. Y no es que la vida fuera especialmente cruel:
tenían agua que subía del pozo fácilmente,
una estufa que daba calor, una madre que permanecía
ante el lavabo a todas horas y miraba añorante
a donde los bosques alguna vez lanzaron voces
de osos pequeños ―ellos también una familia― y la canción
de los pájaros hace tanto emigrados cuando los bosques se rindieron,
un árbol a la vez, ante la llegada de los obreros
con jarras de café. El lugar desgastado en el alféizar
es donde la madre descansaba su cabeza cuando nadie veía,
esas dos crestas manchadas eran los asideros
con los que contaba; nunca la decepcionaron.
¿Dónde está ella ahora? ¿Crees que tienes el derecho
de saberlo todo? ¿Los niños tan pequeños
como para llenar armarios, tan grandes como para tener
habitaciones propias y abandonarlas, el padre
con su mano derecha alzada contra el cielo?
Si esas preguntas son demasiado personales, dinos pues
¿dónde están los bosques? Debieron haber estado
porque el continente estaba vestido de árboles.
Todos leemos eso en la escuela y sabemos que es verdad.
Aun así, todo lo que vemos son casas, filas y filas
de casas hasta donde alcanza la vista, y donde la vista desaparece
hasta la nada, hasta el nuevo mundo nunca visto por nadie,
donde tiene que haber más que polvo, partículas
de tierra ardiente, la tierra que perdimos,
llevadas por el aire, y nada más.
La traducción corre a cargo de Juan Carlos Martínez Franco.
A Story
Everyone loves a story. Let’s begin with a house.
We can fill it with careful rooms and fill the rooms
with things—tables, chairs, cupboards, drawers
closed to hide tiny beds where children once slept
or big drawers that yawn open to reveal
precisely folded garments washed half to death,
unsoiled, stale, and waiting to be worn out.
There must be a kitchen, and the kitchen
must have a stove, perhaps a big iron one
with a fat black pipe that vanishes into the ceiling
to reach the sky and exhale its smells and collusions.
This was the center of whatever family life
was here, this and the sink gone yellow
around the drain where the water, dirty or pure,
ran off with no explanation, somehow like the point
of this, the story we promised and may yet deliver.
Make no mistake, a family was here. You see
the path worn into the linoleum where the wood,
gray and certainly pine, shows through.
Father stood there in the middle of his life
to call to the heavens he imagined above the roof
must surely be listening. When no one answered
you can see where his heel came down again
and again, even though he’d been taught
never to demand. Not that life was especially cruel;
they had well water they pumped at first,
a stove that gave heat, a mother who stood
at the sink at all hours and gazed longingly
to where the woods once held the voices
of small bears—themselves a family—and the songs
of birds long fled once the deep woods surrendered
one tree at a time after the workmen arrived
with jugs of hot coffee. The worn spot on the sill
is where Mother rested her head when no one saw,
those two stained ridges were handholds
she relied on; they never let her down.
Where is she now? You think you have a right
to know everything? The children tiny enough
to inhabit cupboards, large enough to have rooms
of their own and to abandon them, the father
with his right hand raised against the sky?
If those questions are too personal, then tell us,
where are the woods? They had to have been
because the continent was clothed in trees.
We all read that in school and knew it to be true.
Yet all we see are houses, rows and rows
of houses as far as sight, and where sight vanishes
into nothing, into the new world no one has seen,
there has to be more than dust, wind-borne particles
of burning earth, the earth we lost, and nothing else.
Casa del silencio
El sol de invierno, dorado y cansado,
se posa sobre el ejército irregular
de botellas. Fuera, los carros
se abren paso hacia el camino abierto,
fuera es sábado por la tarde
y jóvenes mujeres de negro pasan
tomadas del brazo. Este bar
es la casa del silencio, y brindamos
por el silencio sin levantar la voz,
a la vieja usanza. Brindamos por las puertas
que no se abren, por las cuatro paredes
que dosifican sus ojos, manos que se apresuran,
dedos de las manos que cuentan el cambio,
dedos de los pies que suman diez. Suspendida
como lo estamos nosotros entre nuestro quehacer
y nuestro descanso, sentimos la súbita paz
del vino y la aflicción del pan duro.
Colón partió de aquí hace treinta años
y nunca escribió a casa. En sábados
como éste, el teléfono todavía suena para él.
Selected Poems, Atheneum, Nueva York, 1984.
Versión de Jonio González
House of Silence
The winter sun, golden and tired,
settles on the irregular army
of bottles. Outside the trucks
jostle toward the open road,
outside it's Saturday afternoon,
and young women in black pass by
arm in arm. This bar
is the house of silence, and we drink
to silence without raising our voices
in the old way. We drink to doors
that don't open, to the four walls
that dose their eyes, hands that run,
fingers that count change, toes
that add up to ten. Suspended
as we are between our business
and our rest, we feel the sudden peace
of wine and the agony of stale bread.
Columbus sailed from here 30 years ago
and never wrote home. On Saturdays
like this the phone still rings for him.
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