martes, 5 de octubre de 2010

RAFAEL ARRÁIZ LUCCA [1.393] Poeta de Venezuela


Rafael Arráiz Lucca 



Nació en Caracas, el 3 de enero de 1959 su profesión es ensayista, poeta, historiador y profesor venezolano.

Actualmente, Arráiz es profesor de la Universidad Metropolitana de Caracas (Unimet). Desde 2001 ha estado a cargo de la "Fundación para la cultura urbana" de Caracas. Se licenció de abogado en 1983 (Universidad Católica Andrés Bello - UCAB), especialista en comunicaciones integradas en 2002 (Unimet) y Master en Historia en 2005 (UCAB). Ha sido Presidente de Monte Ávila Editores y Director General del Consejo Nacional de la Cultura. Es miembro de la Academia de Gastronomía Venezolana desde el 2004. En noviembre de 2005 se le invita a ingresar a la Academia de la Lengua Venezolana como Individuo de Número, ocupando el sillon V.

Ha escrito varios libros de poemas incluyendo: Balizaje (1983), Terrenos (1985), Almacén (1988), Litoral (1991), Pesadumbre en Bridgetown (1992), Batallas (1995), Poemas Ingleses (1997), Reverón 25 poemas (1997) y Plexo Solar (2002).
Ha escrito también libros de ensayo: Venezuela en cuatro asaltos (1993), Trece lecturas venezolanas (1997), Vueltas a la patria (1997), Los oficios de la luz (1998), El recuerdo de Venecia y otros ensayos (1999), El coro de las voces solitarias, una historia de la poesía venezolana (2002) y ¿Qué es la globalización? (2002).
Desde 1983, Arráiz Lucca escribe semanalmente una columna de opinión en el diario El Nacional. Premio Municipal de Literatura 1993 con la obra El abandono y la vigilia, en el género: Poesía.



Último

Sacudí mis pies bruscamente
y el cuervo voló hacia el árbol más cercano.
La nieve quemaba mi espalda
y laceraba mis piernas con su fuego helado.
Comprendí que la experiencia de la nieve había llegado a su fin.
Me levanté, desnudo.
Estuve allí acostado no sé cuánto tiempo.
Busqué vestido y una vara larga:
sabía que detrás de las últimas montañas
la nieve se deshacía por completo,
y la arena imperaba más allá del horizonte,
pero si tomaba el sentido contrario
la selva tupida, la lluvia y la fiereza de los grandes ríos
serían mi destino.
¿Cuál rumbo tomar?
¿Las tormentas de arena y la ingrimitud?
¿La lluvia y las multitudes de la selva?
¿Y si permanecía allí sobre la nieve e iniciaba otro viaje?
¿Y si no iba a ninguna parte?
Me vestí y emprendí un camino;
le rendía homenaje a los míos:
el mundo es el mundo porque unos permanecieron
y otros buscaron otros sitios donde, también,
permanecer.
Nuestras vidas cambiaron cuando supimos
que además de ir detrás de las bestias
para cazarlas y cocerlas y comerlas,
también podíamos estar y sembrar,
con paciencia y voluntad.
Y muy pronto juntamos piedras,
unas sobre otras,
y levantamos muros y los techamos
e hicimos rutas por entre las casas,
y nuestras familias fueron enlazándose unas con otras 
y parieron y parieron
y las ciudades fueron entretejiéndose
y la obra colectiva fue izando sus banderas.
En algún lugar habría espacio para mí:
primero sería un forastero
y luego uno de los suyos,
el tiempo haría su tarea.



Dieciocho


De Plexo

¿Acaso no son tres las dimensiones
que salvan al plano de su opacidad
y causan el prodigio del volumen?
¿No son tres las personas del verbo
y la trinidad un misterio divino?
¿No fueron tres las veces que negaron a Cristo
y no fue el tercero el día de su resurrección?
¿No son tres los poderes de la república
y un tercero el fruto de dos?
¿No empuña Poseidón un tridente
y tres los sujetos de un engaño?
¿No son tres los lados del tallo de un papiro
y triangulares los cuatro planos de la pirámide
y el trébol de cuatro hojas la excepción más infrecuente?



Cuatro


He muerto.

Desde que el desvarío de mis pupilas
anunciaba el estado de coma,
mis hijos han permanecido como canoas
en los costados del lecho.
Hilda, la enfermera que me asiste en el tránsito,
cata las intermitencias del pulso cada vez más lejano,
oye los murmullos de un gato agonizante sobre los rieles del tren.
Mis ojos abiertos están en blanco
y mi boca se abre aspirando las últimas bocanadas
del aire dichoso.
Un latigazo eléctrico sacude mis piernas
como el estertor del toro después de la puntilla:
mi corazón ha dejado de latir.

He muerto.

La sangre ha dejado de recorrer mi cuerpo en su frenesí.
Lo que sustentaba mi piel como una vieja promesa
le ha cedido el espacio al color amarillento de los papeles
decrépitos.
Soy una suerte de hoja ocre plagada de hongos,
un papiro abandonado sobre el tope de una nevera
inservible.
Mi sangre, que durante años fue fiel en su periplo rutinario,
no recibe el impulso para su itinerario retórico.
Soy una casa olvidada por la suerte del fuego
que le ha dejado su reino al hielo más seco.

He muerto.

Una sola instrucción he dejado a mis deudos:
al apoderarse de mí la tiesura,
abran las ventanas para que mi alma encuentre su rumbo,
déjenla ir,
no interpongan ningún obstáculo a su vuelo,
el aleteo de las palomas que se anuncian
con el carraspeo de sus gargantas
les anunciará la ascensión del espíritu que encontró en mí
la hospitalidad de un cuerpo romo,
poco filoso, naturalmente tibio, herbívoro,
proclive al regazo de las hembras.

He muerto.

Las campanas de la iglesia vecina han propagado su eco
a la misma hora de mi nacimiento:
son las doce y treinta del mediodía de una fecha imprevista.
No recuerdo cuántos años han pasado desde mi llegada,
pero sé que la misma luz que me recibió me despide.

He muerto.

Asciendo en volandas hacia un espacio de luz
más blanco que las volutas de algodón,
pero nada hay en mi vuelo que perturbe la paz
de creer que he concluido todas mis batallas.
Atrás queda la ventana de mi apartamento
y más lejos aún la cama donde he rendido mis últimas fuerzas.
Ya Caracas es un paisaje abstracto que se divisa
entre el fragor de las nubes quiméricas.
Ya América se escruta entre la bruma
con su figura de trompo alargado y difuso.
Ya la tierra es una sola esfera azul que se achica
como una fortuna majestuosa que se pierde en el tiempo.

He muerto.

Asciendo hacia el punto donde todas las preguntas
adquieren respuesta.
Voy entrando en un túnel que acelera mi vuelo,
soy lo que siempre he sido:
una mínima partícula amada por un Dios memorioso.
Mis fragmentos de pronto han sido tocados
por el rayo de la totalidad:
todo en un segundo lo comprendo.
Las escenas centrales de mi tiempo terreno,
de las que ignoraba su carácter principal,
han salido al damero del entendimiento ejecutando su danza.
Todos los puntos que no advertía cercanos
han revelado ahora sus conexiones ocultas:
una araña teje su tela en la penumbra,
tengo en mis manos el Aleph de Carlos Argentino Daneri.

He muerto.


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